EL MANIFIESTO DE LOS IGUALES

¡PUEBLO DE FRANCIA!

Durante quince siglos has vivido esclavo y, por tanto, infeliz. Desde hace seis años respiras apenas, esperando la independencia, la felicidad y la igualdad.

¡La Igualdad! ¡Primer deseo de la naturaleza, primera necesidad del hombre y principal vínculo de cualquier asociación legítima! ¡Pueblo de Francia! ¡Tu no has sido más favorecido que las demás naciones que malviven en este desafortunado mundo!... Siempre y en todas partes la pobre especie humana confiada a antropófagos más o menos hábiles sirvió de juguete de todas las ambiciones, de pasto de todas las tiranías. Siempre y en todas partes se adormeció a los hombres con bellas expresiones: nunca y en ningún lugar obtuvieron, junto a la palabra, la cosa. Desde tiempo inmemorial se nos repite de manera hipócrita que los hombres son iguales y desde tiempo inmemorial la más degradante y monstruosa desigualdad pesa insolentemente sobre el género humano.

Desde que hay sociedades civiles, el más bello patrimonio del hombre es reconocido sin contradicción, pero aún no ha podido realizarse ni una sola vez: la igualdad no ha sido más que una bella y estéril ficción de la ley. Hoy, cuando es reclamada con voz más fuerte, se nos responde: ¡callaos, miserables! La igualdad real es sólo una quimera; contentaos con la igualdad condicionada; sois todos iguales ante la ley. Chusma ¿qué más necesitáis?

¿Que qué más necesitamos?

Legisladores, gobernantes, ricos propietarios, escuchad ahora vosotros.

Somos todos iguales ¿no es eso? Nadie niega ese principio porque, salvo si se padeciese locura, no podría decirse en serio que es de noche cuando es de día.

Pues bien, a partir de ahora pretendemos vivir y morir iguales, como hemos nacido; queremos la igualdad real o la muerte; eso es lo que necesitamos.
Y tendremos esa igualdad real, no importa a qué precio. ¡Maldito sea quien se oponga a ese deseo expreso!

La revolución francesa es sólo la precursora de una revolución mucho más grande,
mucho más solemne, y que será la última.

El pueblo ha pisoteado el cadáver de los reyes y los curas que se aliaron contra él: hará lo mismo con los nuevos tiranos, con los nuevos políticos mojigatos sentados en el lugar de los antiguos.

¿Que qué necesitamos además de la igualdad de derechos?

Necesitamos que esa igualdad no sólo esté escrita en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano; la queremos entre nosotros, bajo el techo de nuestras casas.

Aceptamos cualquier cosa por ella, empezar de cero para obedecer a ella sólo. ¡Perezcan todas las artes, si es preciso, mientras nos quede la igualdad real!

Legisladores y gobernantes que tenéis tan poco talento como buena fe, propietarios ricos y sin entrañas, en vano tratáis de neutralizar nuestra sagrada acción diciendo: lo único que hacen es reproducir esa ley agraria pedida ya más de una vez antes de ellos.

Calumniadores, callaos vosotros y, en el silencio de la confusión, escuchad nuestras pretensiones dictadas por la naturaleza y basadas en la justicia.

La ley agraria o el reparto de los campos fue el deseo inmediato de algunos soldados sin príncipe, de algunos pueblos primitivos movidos por su instinto más que por la razón.

Tendemos hacia algo más sublime y más equitativo, ¡el bien común o la comunidad de bienes! No más propiedad individual de las tierras; la tierra no es de nadie. Reclamamos, queremos, el goce comunal de los frutos de la tierra: esos frutos son de todos.

Declaramos que no podemos soportar por más tiempo que la inmensa mayoría de los hombres trabaje y sude al servicio y para en disfrute de la más ínfima minoría.

Mucho menos de un millón de individuos, y durante demasiado tiempo, dispone de lo que corresponde a más de veinte millones de sus semejantes, de sus iguales.

¡Que cese de una vez este gran escándalo que nuestros descendientes no querrán creer!

Que desaparezcan de una vez las escandalosas distinciones entre ricos y pobres, grandes y pequeños, amos y lacayos, gobernantes y gobernados.

Que no haya entre los hombres más diferencia que las de la edad y el sexo. Puesto que todos tienen las mismas necesidades y las mismas facultades, que haya para ellos una única educación, un único sustento. Si se contentan con un solo sol y con mismo aire para todos ¿por qué no habría de ser suficiente la misma porción y la misma calidad e alimentos para cada uno de ellos?

Pero los enemigos del más natural de los órdenes de cosas que se pueda imaginar gritan ya contra nosotros. Desorganizadores y rebeldes, nos dicen, sólo queréis masacres y botín.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

No perderemos el tiempo contestándoles, pero te diremos que la sagrada acción que organizamos no tiene más objetivo que poner fin a las disensiones civiles y a la miseria pública.

Nunca ha sido concebido y puesto en marcha un propósito mayor. De tarde en tarde, algunos hombres de talento, algunos sabios, han hablado de ello en voz baja y temblorosa. Ninguno de ellos tuvo el coraje de decir la verdad completa.

Ha llegado el momento de las grandes medidas. El mal está en su punto más alto;
cubre la faz de la tierra. El caos, con el nombre de política, reina en ella desde hace
demasiados siglos. Que todo retorne al orden y vuelva a su lugar.

¡Que todos los elementos de la justicia y la felicidad se organicen ante la llamada de la igualdad!

Ha llegado el momento de fundar la República de los Iguales, ese gran hospicio abierto a todos los hombres. Han llegado los días de la restitución general. Familias quejumbrosas, venid a sentaros a la mesa común levantada por la naturaleza para todos sus hijos.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

¡La más pura de las glorias te estaba reservada! Sí; tu debes ser el primero en ofrecer al mundo ese conmovedor espectáculo.

Viejas costumbres, antiguas prevenciones, querrán de nuevo poner obstáculos al establecimiento de la República de los Iguales. La organización de la igualdad real, la única que responde a todas las necesidades, sin provocar víctimas, sin que cueste grandes sacrificios, puede que de entrada no le guste a todo el mundo.

El egoísta, el ambicioso, temblará de rabia. Los que poseen injustamente clamarán que es injusticia. Los goces exclusivos, los placeres solitarios, los acomodos personales provocarán fuerte rechazo a algunos individuos hastiados de los sufrimientos ajenos. Los amantes del poder absoluto, los viles secuaces de la autoridad arbitraria replegarán con pena sus orgullosas cabezas bajo el nivel de la igualdad real. Su corta visión penetrará con dificultad en la próxima llegada de una felicidad común, pero ¿qué pueden algunos millares de descontentos contra una masa de hombres, todos ellos felices y sorprendidos de haber buscado tanto tiempo una felicidad que tenían al alcance de la mano? Inmediatamente después de esta verdadera revolución, se dirán extrañados: ¡qué cosa!

¿La felicidad común dependía de tan poco? No teníamos más que quererla. ¡Por qué no la habremos querido antes! Sin duda, con un sólo hombre en la tierra que sea más rico, más poderoso que sus semejantes, que sus iguales, el equilibrio se rompe; el crimen y la desdicha se hacen presentes.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

¿En qué signo, a partir de ahora, debes reconocer la excelencia de una constitución?...

Aquella que, en su totalidad, reposa sobre la igualdad de hecho es la única que puede convenirte y satisfacer todos tus deseos.

Las constituciones aristocráticas de 1791 y de 1795 remachaban tus cadenas en lugar de cortarlas. La de 1793 era un gran paso hacia la igualdad real; nunca antes nos habíamos acercado tanto a ella; pero aún no llegaba al objetivo y no acometía en absoluto la tarea de la felicidad común que, sin embargo, consagraba solemnemente como un gran principio.

¡PUEBLO DE FRANCIA!

Abre los ojos y el corazón a la plenitud de la felicidad: reconoce y proclama con nosotros la República de los Iguales.

Sylvain Maréchal



"(Los reyes avanzan hacia el pastel)
La Emperatriz. ¡Un momento! Como Emperatriz y dueña de este vasto imperio reclamo la mayor parte.
El Rey de Polonia. Tu boca nunca ha sido pequeña, Catalina, pero no estamos en San Petersburgo; a cada uno le sea concedido lo suyo.
El Rey de Nápoles. ¡Sí! ¡sí! A cada uno lo suyo. Este bizcocho no se parece a la autoproclamada República de Polonia.
El Rey de Prusia. Dejad vuestro cetro en las manos de la Emperatriz.
La Emperatriz. Cállate, secuestrador de Silesia.
El Papa. ¡Señores! Demos al César lo que es del César.
La Emperatriz. Devuelve al César lo que es del César, pequeño Obispo de Roma?
El Emperador. La paz. Paz para todo el mundo.
El Rey de Prusia. Sí, pero no será por mucho tiempo.
El Rey de Nápoles. El volcán hará que todos estemos de acuerdo. Una lava ardiente que desciende sobre nosotros. ¡Dios mío!
El Rey de España. ¡Ayudadme, querida Señora! Si no cedo, estaré indefenso.
El Papa. Y yo soy mujer.
Catalina. Y yo acepto a jacobinos y franciscanos.
El volcán entró en erupción, el teatro quedará convertido en piedra, el fuego de la explosión asediará todas las entrañas entreabiertas de la tierra. "

Sylvain Maréchal
El juicio final de los reyes


"Tu carta me ha llegado dos días después de la fecha consignada. No podía soportar el retraso y la aguardaba afanosamente para comunicarte lo que tengo que anunciarte. Ayer por la mañana me presenté ante mi abuela a la hora del desayuno. En un principio no me reconoció, pero me arrojé a sus brazos, diciendo: “¿Cómo es posible? ¿No reconoce a la pequeña Ágata?”. Ante el sonido de mi voz, lágrimas de placer corrían por sus mejillas. Ella me dijo: “Eres una niña traviesa. Te quiero tanto. ¿Necesitabas venir de esta guisa para que continúe queriéndote tanto? Este hábito te da un aire pícaro que adoro.”
“Mi madrecita querida, ya que no te disgusta mi atuendo, ¿no crees que sufro llevándolo tan a menudo? Me encantaría poder servirme de un traje más cómodo, que me permitiera darle una mayor utilidad. Desearía probarme esa ropa y dar un largo paseo. Pensar que los nuevos meses me concederán otros vestidos.”
“Niña mía, consuélate, me abruma verte así.”
Así que con la rapidez de las aves fui a la iglesia de Saint Almont, y llegué en el preciso momento en que dejaba la sacristía para acudir al altar. Me ofrecí a servir en la misa. El monaguillo aceptó. Deberías haberme visto en Saint Almont. Oculté, bajo un aire compungido, la inmensa alegría que sentí.
Llegada a la capilla, cumplí con mi deber con la suficiente inteligencia. Tuve la precaución de estudiar de antemano cómo ayudar al sacerdote.
Sin embargo, me temblaba todo el cuerpo y sentía que mis rodillas desfallecían. En el momento dedicado al lavatorio, Saint Almont percibió mi confusión, al punto que el sacerdote me dijo: “Joven, esté más atenta”. Yo respondí, bajando la cabeza, que era la primera vez que servía en misa y que lo haría mejor en otra ocasión.
¡Zoe! Me sentía verdaderamente conturbada de verdadero placer. No sentía para nada que mi ánimo fuera sacrílego. No me burlaba de las cosas sagradas, simplemente estaba cerca de un hombre al que admiraba desinteresadamente. No había motivo para la culpa o el lamento, o para una sonrisa. ¿Podría ofender a Dios mi celo a la hora de ayudar a uno de sus ministros ante el Altar? Una mujer piadosa es un halago en Saint Almont. Mi alma estaba ahíta de la ternura y la candidez inocente de una niña. Estaba segura de que el sacerdote no sospechaba que yo era la joven de diecinueve años que se había presentado en el confesionario hacía unos días. Mis labios bendecían aquel instante. Al final de la misa, el celebrante bendijo a todos los feligreses y en ese instante me atrevía a alzar los ojos. Parecía una divinidad llena de dulzura y paciencia. Nunca me dijo muchas palabras, sus ojos en cambio eran muy expresivos."

Sylvain Maréchal
La mujer Abbé






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