CABALLERO LAUNFAL (SIR LAUNFAL)

Traducción en prosa:

En los tiempos del esforzado rey Arturo, que gobernó Inglaterra bajo el palio de la justicia y la equidad, tuvo lugar un acontecimiento extraordinario acerca del cual se escribió una historia llamada “Launfal” que hoy en día aún se llama así. Ahora, prestad atención y escuchadla atentamente. En el pasado, el esforzado Arturo vivió en Carlisle con gran regocijo y placer en compañía de sus valientes caballeros de la Tabla Redonda, los mejores del mundo. Entre tales caballeros se hallaban Perceval, Gawain, Gaheris, Agravain, Lanzarote del Lago, Kay y Ewain.

Todos ellos sabían perfectamente cómo batallar en campo abierto con el fin de obtener grandes victorias. También se hallaban allí dos reyes de gran fama que no tenían igual: el rey Ban y el rey Bors además de los caballeros Galafer y Launfal. De este último caballero versa esta renombrada historia. Y comienzo contando que viviendo en la corte del rey Arturo había un joven caballero llamado Launfal que había estado a su servicio muchos años. Este, que se caracterizaba por ser espléndido y generoso, solía ser dadivoso con escuderos y caballeros por igual, repartiendo entre ellos presentes en forma de oro, plata y ricos atuendos. Por su generosidad y esplendidez, os lo aseguro, fue nombrado mayordomo del rey durante diez años.

De entre todos los caballeros de la Tabla Redonda, él era, pues, el más generoso. Sucedió entonces que al cumplirse los diez años de servicio de Launfal como mayordomo, Merlín, el consejero de Arturo, aconsejó a este último que fuese a ver cuanto antes al rey Rience de Irlanda y se trajera de su corte a una hermosa dama de nombre Ginebra, su gentil hija. Así lo hizo Arturo y a casa se la trajo, pero la verdad es que ni al caballero Launfal ni a ninguno de los nobles caballeros de la Tabla Redonda le gustó Ginebra en absoluto dado que esta gozaba de mala reputación al creerse que había tenido muchos amantes ya, tantos que no podían ni contarse con los dedos de la mano. Arturo y Ginebra se casaron en Pentecostés ante grandes príncipes, aunque es imposible decir con palabras quien fueron exactamente los que, procedentes de diferentes países a lo largo y ancho de todo el orbe, asistieron al banquete de bodas.

Nadie había sentado en el salón principal que no fuera prelado o baronet, no hay ninguna razón para ocultar esto último. Y aunque ninguno de ellos tuviera el mismo asiento, es de justicia decir que a todos se sirvió en la mesa ricamente. Y cuando los caballeros terminaron de comer en el salón principal y los manteles fueron retirados de las mesas, los sirvientes escanciaron vino con el mejor de los ánimos a todos los señores allí reunidos. Y creedme cuando os digo que la reina dio a los presentes toda clase de regalos para mostrar su cortesía: oro, plata y piedras preciosas.

A todos los caballeros regaló una fíbula o un anillo, excepto a Launfal, que no recibió ningún presente, lo que le entristeció sobremanera. Y cuando el banquete de bodas llegó a su final, Launfal pidió permiso para marcharse de la corte del rey Arturo, pues había recibido una carta en la que se le comunicaba la muerte de su padre y debía asistir a su entierro. Entonces, dijo así el gentil Arturo:

-Launfal, si habéis de marcharos, llevaos cuanto de valor necesitéis, y también a los dos hijos de mi hermana para que puedan acompañaros a casa.

Launfal partió de allí, no os miento, acompañado de los caballeros de la Tabla Redonda y emprendió su viaje hasta llegar finalmente a Caerleon y, una vez allí, a la casa del alcalde de la ciudad, que había sido su criado. El alcalde ya lo estaba esperando y vio a Launfal llegar a caballo sin prisa con dos caballeros y parte del séquito. El alcalde fue entonces a su encuentro y le dijo así:

-Señor, ¡sed bienvenido! ¿Cómo se halla nuestro rey? ¡Decidme!.

A lo que Launfal respondió:

-Se halla espléndidamente. Lo contrario sería motivo de gran tristeza y os digo, señor alcalde, sin engaño, que el hecho de estar alejado del rey me causa un gran pesar. Ya no es necesario que nadie, ni grande ni chico, me rinda pleitesía en nombre del rey Arturo (1). Y ahora os ruego, señor alcalde, que en virtud de nuestra amistad y debido a que ya nos conocemos desde hace tiempo, me deis alojamiento en vuestra casa.

El alcalde se quedó pensando un rato qué responder y después dijo:

-Señor, siete caballeros procedentes de la pequeña Bretaña se han hospedado aquí y estamos esperándolos.

Launfal se dio la vuelta y riéndose todo lo burlonamente que pudo, le dijo a sus dos caballeros:

-Ahora podéis comprobar lo que es estar al servicio de un señor de poca monta, y cuán agradecido se mostrará el señor por el servicio recibido.

Y cuando Launfal se dispuso a cabalgar de nuevo, el alcalde le rogó que no se fuera, y le dijo de esta manera:

-Señor, si así lo quisierais, podríais hospedaros para vuestro solaz en una pieza situada junto al huerto.

1. O por el amor del rey Arturo.

Sin demora, Launfal y sus dos caballeros fueron a alojarse allí. Al cabo de un año, Launfal gastó su fortuna tan rápidamente que sin remedio se vio presa de las deudas. Y sucedió que el día de la festividad de Pentecostés, cuando se celebra el descenso del Espíritu Santo sobre la Humanidad, los caballeros Hugh y John, sobrinos del rey Arturo, fueron a ver al caballero Launfal con el fin de pedirle permiso para partir y decirle así:

-Señor, nuestras vestiduras están rasgadas, vedlo vos mismo, estamos mal vestidos y encima habéis dilapidado vuestra fortuna”. Entonces el caballero Launfal respondió así a los nobles caballeros:

-Por el amor de Dios Todopoderoso, no le digáis a nadie en qué estado de pobreza me hallo.

Los caballeros le respondieron que por nada del mundo lo traicionarían. Acto seguido partieron hacia Glastonbury, allí donde residía Arturo. El rey vio llegar a los nobles caballeros y hacia ellos corrió por tratarse de sus mismos sobrinos. Ellos no traían otras vestiduras que aquellas con las que habían partido un año antes, las cuales estaban rasgadas y hechas jirones. Entonces, preguntó la reina Ginebra, que era cruel:

-¿Cómo se encuentra el orgulloso caballero Launfal? ¿Todavía puede portar armas?

-Sí, señora -respondieron los caballeros-, se encuentra muy bien a menos que la voluntad de Dios sea otra.

Después, estos le contaron a la reina Ginebra y al rey Arturo muchas cosas loables del caballero Launfal añadiendo:

-Nos quiere tanto que hubiera deseado siempre que nos quedásemos con él todo el tiempo que quisiéramos. En cuanto a nuestras vestiduras, dejad que os digamos que un día de lluvia, el caballero Launfal se fue a cazar a unos bosques sombríos. Aquel día llevábamos puesta esta misma ropa usada con la que hemos venido y llevamos puesta ahora. El rey Arturo se alegró de que Launfal se hallara bien. En cambio, la reina lamentó amargamente escuchar todo aquello, pues con todo su corazón deseó que al caballero Launfal le hubiera ocurrido el peor de los males. El domingo de Trinidad se celebró un gran banquete en Caerleon al que asistieron condes y barones de todo el país así como señoras de alta alcurnia y ciudadanos de aquella ciudad. Entre todos ellos los hubo viejos y jóvenes. Sin embargo, Launfal, por su pobreza, no fue invitado a dicho banquete y nadie pensó en hacerlo. El alcalde de la ciudad también estuvo invitado. Su hija se fue a ver a Launfal para preguntarle si le gustaría cenar con ella aquel día.

-Damisela -dijo-, no, no tengo ánimo para cenar a pesar de que ya llevo sin comer ni beber tres días y todo ello debido a mi pobreza. Hoy me hubiera gustado ir a la iglesia, pero no tenía ni calzas ni zapatos, ni calzones limpios ni una camisa en condiciones. Por falta de vestiduras apropiadas no he podido andar entre la gente. No es de extrañar que me sienta dolido. No obstante, me gustaría pediros algo, damisela: que me prestéis una silla y una brida para poder dirigirme a caballo en esta mañana a un claro que hay cerca de esta ciudad, y de este modo poder hallar algo de consuelo.

Launfal preparó su caballo sin la ayuda de ningún criado ni escudero. Después, comenzó a cabalgar sin demasiada prestancia de tal suerte que su caballo resbaló y ambos se cayeron en el barro provocando la sorna de quienes se hallaban a su alrededor. Como pudo, el desafortunado caballero volvió a montarse encima del caballo a fin de evitar ser la atención de todos y se dirigió cabalgando hacia el oeste. Pasado un tiempo, debido al calor de la mañana, el caballero desmontó para descansar cerca de un hermoso bosque. Y como el calor no remitía, dobló su manto y se dispuso a hacerlo con sencillez bajo la sombra del árbol que más le agradó. Y mientras permanecía sentado, embargado por el dolor y la tristeza, vio salir del bosque sombrío dos gentiles doncellas. Sus vestidos estaban hechos con seda india y estaban bien ajustados. Doncellas como aquellas vestidas con atuendos tan vistosos no se habían visto jamás. Sus mantos eran de terciopelo verde y estaban bordados con oro. Además, estaban ornados con suma elegancia y forrados de gris y blanco.

Encima de la cabeza las dos damiselas llevaban ceñida una corona pequeña que tenía más de sesenta gemas. Sus rostros eran tan blancos como la nieve de la montaña, su aspecto rojizo y sus ojos marrones. Yo nunca había visto nada parecido. Una llevaba una jofaina de oro y la otra una tolla de seda, blanca y de la mejor calidad. En cuanto a sus tocados, estos eran muy brillantes y estaban adornados con hilillos del mejor oro. Launfal comenzó entonces a suspirar (2) al verlas acercarse hacia él por el brezal y, como manda la buena cortesía, este se dirigió a su encuentro para saludarlas cortésmente.

-Damiselas –dijo-, ¡Qué Dios os proteja!

 Y ellas le respondieron:

-Señor caballero, ¿cómo estáis? Nuestra señora, la dama Tryamour, os ruega, si os place, señor, que vayáis a hablar con ella sin dilación.

Launfal aceptó de buen grado y con ellas, que eran tan blancas como un lirio blanco, se fue cortésmente. Y cuando llegaron a lo más profundo del bosque, Launfal vio montado un enorme y suntuoso pabellón, obra, sin duda alguna, de los mismos sarracenos. Situada en los pomos de cristal había un águila de oro bruñido de elevado valor decorada con un rico esmalte. Sus ojos eran carbunclos resplandecientes que, como la luna, brillaban por la noche extendiendo su luz por doquier.

2. Quizá un tanto avergonzado por su mal aspecto.

Ni Alejandro el conquistador ni el rey Arturo en sus mejores tiempos tuvieron una joya así. Dentro del pabellón halló a la dama Tryamour, que así se llamaba la hija del rey de Oleron, el poderoso rey de la Tierra de las Hadas, situada a lo largo y a lo ancho de un gran océano. En el pabellón encontró también una suntuosa cama cubierta con sábanas de color púrpura que resultaba agradable a la vista. En su interior se encontraba, como digo, esa gentil dama que había mandado buscar al caballero Launfal. ¡Ved con cuánto brillo resplandecía aquella encantadora señora! Y debido al calor, ella desabrochó sus vestiduras hasta la cintura dejando su piel al descubierto, la cual era tan blanca como el lirio en mayo o como la nieve que cae en invierno. Jamás había visto el caballero una mujer tan hermosa como aquella. Y bien me atrevo a decir, con toda certeza, que el color de la rosa roja, cuando florece por primera vez, no puede compararse con el color de su piel. Su cabello fulguraba como filigranas de oro y en cuanto a sus vestiduras, os diré que eran tan difíciles de describir como de imaginar. Entonces, dijo la dama Tryamour:

-Launfal, mi dulce amado, por vos renuncio a toda dicha. No hay hombre en la cristiandad, ni rey ni emperador, a quien pueda amar tanto como a vos.

Launfal contempló a aquella dulce criatura y puso en ella todo su amor. Besó a aquella dulce flor y se sentó a su lado para decirle:

-Amada mía, pase lo que pase, siempre estaré a vuestro servicio.

Y ella le respondió:

-Gentil y cortés caballero, conozco vuestra situación, desde el principio hasta el final, no os avergoncéis por ello en mi presencia. Si os comprometéis conmigo de verdad, renunciando a las demás mujeres, os haré rico. Os daré una bolsa hecha con seda y fino oro con tres imágenes resplandecientes. Cada vez que metáis la mano dentro de la bolsa sin importar el lugar donde os halléis, sacaréis ocho onzas de oro. Además, Sir Launfal, os daré a Blanchard, mi leal corcel y a Gyfre, mi propio criado, y de mi escudo de armas dispondréis de un estandarte con tres armiños pintados en él que os salvará de recibir cualquier herida en la guerra o en las justas.

Después, respondió así el gentil caballero:

-Os doy las gracias, dulce criatura, pues no podría haber recibido nada mejor.

La damisela se incorporó y ordenó a sus doncellas que trajeran agua fresca para sus perros, lo que hicieron sin demora. Y una vez puesto el mantel y la mesa, la dama Tryamour y Launfal se fueron a cenar. Nada faltó, hubo comida y bebida en abundancia, en especial, toda clase de vinos, entre ellos, vino del Rin. En verdad, la cena fue digna de ver. Terminada esta y después de oscurecer, ambos se fueron juntos a la cama en seguida. Y de tanto retozar de aquí para allá, poco durmieron aquella noche hasta llegado el amanecer.

Fue entonces cuando la dama Tryamour le pidió al caballero que se levantase a toda prisa y le dijo en estos términos:

-Gentil caballero, si alguna vez deseáis hablar conmigo, dirigiros a algún lugar secreto. Hasta allí acudiré veladamente sin ser vista ni oída por ningún mortal.

Al escuchar tales palabras, el caballero Launfal se alegró mucho al saber que nadie descubriría el secreto de su felicidad y se puso a besarla muchas veces.

-Pero de algo, señor caballero, os quiero advertir -dijo la dama Tryamour-, que por nada del mundo hagáis gala de nuestro amor, porque si lo hacéis, lo perderéis por completo.

Launfal pidió entonces permiso para marcharse y Gyfre, mostrándose servicial, le trajo al caballero su corcel. Este se montó en él y hasta Caerleon cabalgó vestido pobremente. Qué tranquilo estaba el caballero de espíritu. Por la tarde descansó bien en su alcoba. Entonces, llegaron cerca de donde se encontraba este, tras haber atravesado la ciudad, diez hombres bien pertrechados montados en diez caballos de carga que traían oro y plata. Todos ellos habían ido en su busca y con el fin de presentarse ante él majestuosamente con ricos ropajes y armaduras resplandecientes, preguntaron a las gentes acerca de su paradero. Aquellos hombres jóvenes estaban vestidos de color índigo. Gyfre cabalgaba detrás de todos ellos montado sobre Blanchard, que era tan blanco como la harina. Un muchacho que estaba en el mercado preguntó así:

-¿A dónde vais con todos esos tesoros? Decídnoslo, amigo mío.

A lo que Gyfre respondió:

-Son presentes para el caballero Launfal, que se ha marchado con mucha tristeza.

Entonces, dijo el muchacho:

-Pero si no es más que un pobre diablo. ¿Quién puede querer ocuparse de él? Se aloja en la casa del alcalde.

Y en seguida aquellos caballeros se fueron a la casa del alcalde y allí hicieron entrega al noble caballero de los presentes que le habían sido enviados. Cuando el alcalde vio todas esas riquezas y la nobleza y poderío del caballero Launfal, se sintió profundamente agraviado y avergonzado. Entonces, le dijo al caballero Launfal:

-Señor, os lo ruego, comed hoy conmigo en el comedor de mi casa. Ayer quise que estuviéramos juntos en la mesa para poder divertirnos a nuestras anchas, pero antes de que pudiera invitaros, ya os habíais ido.

-Señor alcalde, qué Dios os lo pague! *Cuando era pobre, nunca me invitasteis a cenar con vos, pero ahora que tengo más oro y riquezas que vos y todos los vuestros, estas que mis amigos me han enviado, lo hacéis.

Entonces, el alcalde, de la vergüenza, se retiró. Launfal se vistió con vestiduras púrpuras adornadas con piel de armiño blanco. Y todas las deudas que tenía Launfal contraídas fueron saldadas más que cumplidamente por Gyfre. Después, Launfal celebró grandes banquetes; dio de comer a cincuenta huéspedes pobres que lo estaban pasando mal; compró cincuenta hermosos corceles y regaló cincuenta juegos de ricas vestiduras entre caballeros y escuderos; dio limosnas a cincuenta clérigos; liberó de prisión a cincuenta prisioneros pobres; y vistió a cincuenta trovadores. En definitiva, el caballero Launfal ayudó a muchos hombres de diferentes países a lo largo y a lo ancho de este mundo. Los señores de Caerleon proclamaron por todas partes que por amor a él y a su buen corcel Blanchard se celebraría un torneo en la ciudad con el fin de poner a prueba la destreza de alguien con tan buen plante como él.

Y cuando llegó el día de las justas, los caballeros montaron en sus caballos con rapidez. Después, los músicos hicieron sonar sus cuernos y aquellos comenzaron a cabalgar en fila. Comenzado el torneo, cada caballero infligió en su contrario golpes terribles tanto con mazas como con espadas. Allí pudo verse, así pues, como algunos ganaron corceles y como otros, para cólera suya, los perdieron en la justa. Y me atrevo  decir sin miedo a mentir que desde los tiempos de la Tabla Redonda no se había visto nunca un torneo mejor. Ese mismo día, os lo aseguro sin duda alguna, muchos señores de Caerleon fueron derrribados de sus caballos. Y no os miento tampoco si os digo que el rico condestable de Caerleon, que ya no pudo seguir soportando los triunfos del caballero Launfal por más tiempo, espoleó su caballo y hacia él se dirigió. Ambos se lanzaron terribles y feroces golpes el uno al otro por ambos lados. Launfal no lo perdió de vista ni un instante y en cuanto pudo lo tiró al suelo en seguida. Gyfre, el escudero, echó mano del caballo del condestable y de allí se lo llevó en menos que canta un gallo. Cuando el conde de Chester vio todo aquello, casi se volvió loco de la furia y cabalgó con premura hacia el caballero Launfal, y le golpeó de tal forma en lo alto del yelmo que hizo que se desplomase la cimera, según reza la versión francesa de esta historia. Pero Launfal, que tenía una fuerza enorme, le golpeó y le hizo caer al suelo. Entonces, muchos caballeros procedentes de Gales, no sé decir cuántos exactamente, le rodearon. Entonces se vieron partirse escudos y romperse y hacerse pedazos numerosas lanzas por todos los lados. Launfal y su corcel supieron defenderse muy bien y los golpes que ambos propinaron dieron, y esto es un hecho, con los huesos de muchos caballeros en el suelo. De modo que aquel día, no hay duda de ello, el premio del torneo se lo llevó Launfal.

3. Lit.: Cuando era pobre, nunca me invitasteis a cenar con vos. Ahora tengo más oro y riquezas, estas que mis amigos me han enviado, que vos y todos los vuestros.

Después, este regresó a Caerleon, a la casa del alcalde, con muchos otros señores que delante de él cabalgaron. Y entonces, el noble caballero Launfal celebró todo un majestuoso banquete que duró catorce días. Muchos condes y barones fueron convenientemente acomodados en el salón principal y ataviados con adornos reales. Y todos los días, al llegar la noche, la dama Tryamour visitaba la alcoba del caballero Launfal. Mientras estuvo en aquel lugar, solo Gyfre y el caballero launfal pudieron verla. Nadie más. En Lombardía había un caballero, el caballero Valentín, que sentía una enorme envidia del caballero Launfal. Había oído hablar de este, de lo bien que peleaba en las justas, y de la gran fuerza que tenía. El caballero Valentín poseía también una prodigiosa fuerza y medía más de cuatro metros. Este pensaba que se moriría por dentro de la envidia a menos que pudiera justar o pelear con Launfal en el campo de torneo. El caballero Valentín estaba sentado en su salón y mandó llamar a un emisario suyo para ordenarle que se fuera a Gran Bretaña, a ver al caballero Launfal, el noble caballero que era tenido como un hombre de gran fuerza, con el propósito de darle un mensaje.

-Decidle -profirió el caballero Valentín-, que por el amor de su gentil, cortés, noble o graciosa amada, si es que hubiera una, juste conmigo y desempolve su arnés a no ser que quiera ver su hombría en entredicho.

Sin demora el emisario se marchó para cumplir la orden de su señor. Vientos favorables acompañaron su viaje por el mar. Al encontrarse con Launfal, el emisario lo saludó sin muchas palabras y le dijo:

-Señor, el caballero Valentín, mi señor, noble gUerrero además de persona diestra e ingeniosa en muchas artes, me ha enviado hasta vos para que os ruegue, de su parte, que por el amor de vuestra amada, aceptéis justar con él.

Entonces, Launfal comenzó a reírse en silencio, y como se trataba de un gentil caballero, le dijo al emisario que en el plazo de catorce días justaría con su señor. Luego, para tal ocasión, le hizo entrega a aquel de un corcel, un anillo y una túnica listada. Llegado el momento, el caballero Launfal se despidió con besos de Tryamour, que era la dama más radiante de la alcoba. Después esta dulce criatura le dijo así:

-No temáis nada, gentil caballero, el mismo día de la justa acabaréis con vuestro rival.

De todo el séquito de que disponía Launfal, este no hizo uso más que de su corcel Blanchard y su criado Gyfre. Se embarcó y, acompañado de vientos muy favorables, se dirigió por mar hasta Lombardía. Atravesado el mar, llegó a la ciudad de Atille, lugar donde tendrían lugar las justas. Allí se topó de frente con el caballero Valentín, que venía acompañado por un numeroso grupo de caballeros altivos, pero el caballero Launfal no hizo sino aplacar su altanería con los pocos compañeros que llevaba. Y cuando este se montó encima de Blanchard, su ágil corcel, llevando consigo su yelmo, lanza y rodela, aquellos que lo vieron con sus resplandecientes armas dijeron que no habían visto hasta entonces caballero igual.

Ambos contendientes espolearon sus caballos y se dirigieron el uno hacia el otro. Tras la brutal embestida, sus lanzas se rompieron y sus pedazos se esparcieron por todo el campo. En la segunda embestida, el caballero Launfal perdió el yelmo tras un golpe, tal como cuenta el relato original. Esto hizo reír de lo lindo al caballero Valentín, que se lo pasó muy bien viendo cómo el caballero Launfal perdía su yelmo. Jamás Launfal había sido tan afrentado en ninguna otra justa. Gyfre demostró ser capaz de prestar gran ayuda en momentos de necesidad y, haciéndose invisible, montó sobre el corcel de su señor, y antes de que ambos contendientes justasen de nuevo, este le puso con gran esmero el yelmo a su señor. Cuánto se alegró Launfal por ello y cuánto le agradeció a Gyfre su extraordinaria proeza. Pero justo en ese momento, el caballero Valentín dio a Launfal un golpe tan terrible que le hizo desprenderse de su escudo. Sin embargo, Gyfre lo cogió y se lo dio a su señor antes de que pudiera caerse al suelo.

Muy contento Launfal tras el gesto de su criado, se dispuso a justar por tercera vez demostrando ser un caballero de gran valor. Y fue tan feroz el golpe que le dio el caballero Launfal al caballero Valentín en esta ocasión, que tanto este como su caballo murieron entre quejidos lastimeros por causa de las horribles heridas recibidas. Y tanto envidiaron los señores de Atille al caballero Launfal por haber dado muerte a Valentín, que estos juraron que aquel moriría colgado y destripado por dos caballos antes de que partiese de Lombardía. El caballero Launfal desenvainó entonces su espada y en menos que canta un callo a todos pasó a cuchillo. Hecho esto, regresó de nuevo a Gran Bretaña con un enorme gozo en su corazón.

Pronto llegaron a oídos del rey Arturo las noticias de las nobles hazañas del caballero Launfal, en verdad os digo, y pronto aquel le mandó llamar para que fuera a verlo el día de la misa en conmemoración de San Juan el Bautista, pues para tal ocasión el rey Arturo iba a celebrar un banquete al que asistirían valientes condes, barones y señores. Debido a su conocidísima generosidad, el caballero Launfal sería el mayordomo real encargado de atender a todos los huéspedes. Launfal se despidió de Tryamour para acudir hasta el rey Arturo con el fin de ocuparse de su banquete. Al llegar se encontró con una atmósfera de júbilo y alegría y no faltó quien lo honrase merecidamente. Además, vio a su alrededor a resplandecientes damas y a un gran número de caballeros. Cuarenta días duró el banquete, que fue tan espléndido como majestuoso. ¿Qué gano yo con mentiros?

Al cabo de estos cuarenta días, los señores pidieron licencia para marcharse, cada uno a su país. Y después de la cena, los caballeros Gawain, Gaheris y Agravain y también el caballero Launfal, se fueron a bailar al prado bajo la torre donde estaba la reina en compañía de más de sesenta damas. Launfal fue el encargado de dirigir el baile. De todos estos caballeros al que más se quería, sin duda alguna, era al caballero Launfal debido a su generosidad. La reina se asomó y los oteó desde lo alto.

 -Allí veo –dijo- al dadivoso Launfal. Me iré junto a él. De todos los caballeros él es el más apuesto. Que yo sepa, jamás estuvo casado y me perjudique o no, trataré de averiguar más cosas sobre él, pues lo amo más que a mi vida”.

Entonces, se llevó consigo a un numeroso grupo de damas, unas sesenta y cinco, las más hermosas que pudo hallar, y descendieron de la torre para bailar con los caballeros sin causar demasiado alboroto. La reina se dirigió hasta el extremo más delantero y se situó entre Launfal y el noble Gawain, y después de sus resplandecientes damas. Todos ellos, damas y caballeros, se dispusieron a bailar juntos. ¡Qué entretenido resultó verlos bailar! Cada dama estuvo acompañada de un caballero. No faltaron los grandes ministriles ni los músicos de vihuelas, cítolas y trompetas. Si hubieran estado ausentes, no hubiera sido lo mismo. Allí tocaron todos esos músicos, en verdad os digo, después de la cena, un día de verano, y casi hasta el anochecer. Y cuando el baile estuvo a punto de terminar, la reina habló con Launfal en privado y le dijo así:

-Señor caballero, os aseguro que os he amado con todo mi corazón durante más de siete años. Si vos me amáseis, no dudéis ni por un segundo que yo moriría por vos, ¡Launfal, amor mío!

 Entonces, respondió el gentil caballero de esta manera:

-¡Juro por Dios Todopoderoso que jamás seré un traidor!

Después de oír tales palabras la reina respondió:

¡Iros al diablo, cobarde! Merecéis que os cuelguen lo más alto y fuerte posible. ¡Ojalá no hubiéseis nacido! ¡Ojalá estuviéseis muerto! No sois lo suficiente hombre como para amar a ninguna mujer ni hay mujer en el mundo que pueda amaros a vos. Merecéis que os maten.

Al caballero le dolieron mucho tales palabras y sin poder hablar apenas dijo ante la reina como pudo lo siguiente:

-Durante más de siete años he amado a la mujer más hermosa que podáis haber visto jamás y no hay duda de que su doncella menos agraciada sería mejor reina que vos.

Al escuchar esto, la reina se encolerizó como nunca y sin decir nada más, tanto ella como sus doncellas regresaron rápidamente a la torre. Y después de echarse en su lecho, de la cólera que sentía se puso enferma y juró con todas sus fuerzas que se vengaría de Launfal de tal forma que durante días se hablaría de él. Sucedió entonces que después de venir alegre y contento de una cacería, el rey Arturo se marchó a su alcoba. En seguida la reina se puso a gritar:

-Venganza, venganza o moriré y mi corazón se hará pedazos. En el baile Launfal me afrentó gravemente al pedirme que le aceptase como mi amante y jactándose de tener una mujer amada me insultó diciendo que la doncella menos agraciada de aquella sería mejor reina que yo.

El rey Arturo se enfadó muchísimo y juró por Dios que Launfal moriría. Fue en busca de valientes caballeros para que lo trajeran de inmediato para ser ahorcado y destripado por caballos. Los caballeros fueron en su busca sin dilación, pero aquel se había retirado a su alcoba con el fin de hallar solaz y placer con su amada, la cual había desaparecido, como ella ya le había advertido en su momento. ¡Qué triste se quedó Launfal entonces! Después se le ocurrió mirar dentro de su bolsa, allí donde solía haber mucho dinero para gastar cuando tenía necesidad de ello pero, en honor a la verdad, no encontró nada. En cuanto a Gyfre, esté se había montado en Blanchard, el corcel del caballero, y había desaparecido sin dejar rastro. En definitiva, todo lo que Launfal había conseguido había desaparecido de la misma manera que se funde y desparece la nieve al contacto con el sol, tal como puede leerse en el relato francés. Su armadura, que era tan blanca como la harina, se volvió negra. De modo que Launfal dijo de esta manera:

-Ay, amada mía! ¿Qué voy a hacer ahora sin vos, Tryamour, amor mío? He perdido la alegría de vivir al perderos a vos, lo que significa la peor de las pruebas. ¡Oh, dichosa señora!

 Después, comenzó a darse golpes tanto en el cuerpo como en la cabeza y maldijo con sumo dolor las palabras que salieron de su boca. Y sabed que de tanta aflicción que sentía en ese preciso instante cayó al suelo desmayado. Entonces, aparecieron cuatro caballeros, los cuales le ataron y condujeron ante el rey Arturo. Ahora sí que estaba el caballero en un doble aprieto. Entonces le dijo así el rey:

-Vil e infame traidor, ¿Por qué os jactásteis de esa manera anunciando a los cuatro vientos que la doncella menos agraciada de vuestra amada era más bella que mi propia esposa? ¡Qué vil calumnia! Pero encima, antes de eso le pedísteis que fuese vuestra amante. ¡Qué deseo tan insolente!

 Ved al caballero Launfal respondiendo malhumorado ante el rey y también a la reina, que no dejaba de arrojar calumnias contra aquel.

-En lo que llevo de vida, jamás solicité de la reina nada indecoroso, mas ella afirmó de mí que no era un hombre de verdad, que no había ninguna mujer que me amase, y que jamás busqué la compañía de mujeres. Yo le respondí diciendo que la doncella menos agraciada de mi amada era más merecedora que ella de ser reina. Cierto es lo que digo, señores, y estoy dispuesto a acatar lo que decida esta corte.

A decir verdad, no hay mentira en ello, lo que sucedió realmente es que doce caballeros fueron convocados y compelidos a jurar sobre la Biblia que juzgarían el caso en cuestión acorde con la verdad de los hechos. Lo que dijeron entre ellos es que conocían el carácter y la manera de proceder de la reina, de modo que se comprometieron a indagar el asunto. También dijeron que la reina tenía fama de ser infiel y que, además de su marido, tenía unos cuantos amantes más. Ninguno de ellos negó nada de esto.

Así pues, de común acuerdo los caballeros resolvieron a favor de Launfal y no de la reina, y absolvieron al caballero de la primera acusación. Asimismo establecieron de común acuerdo que si Laufal traía a su amada a la corte, amada sobre la que este hizo ostentación de tener y de la que declaró que una de sus doncellas era más resplandeciente que la reina, este sería declarado inocente de la segunda acusación; de lo contrario, sería colgado como un ladrón. Finalmente, como os digo, los caballeros decidieron que Launfal trajera a su amada a la corte. Este, por cierto, ofreció su cabeza como garantía. Entonces, y no os miento, dijo la reina de este modo:

-Si Launfal trae aquí a alguien más hermosa que yo, sacadme mis bellos ojos.

Una vez aceptada por la corte dicha garantía, Launfal buscó a dos nobles caballeros como garantes hasta el día señalado. Os hablo del caballero Perceval y del caballero Gawain. Tal día señalado, os doy mi palabra, tendría lugar pasados doce meses y dos semanas. Tras este tiempo, Launfal tendría que traer a su amada. Cuánta tristeza y pesar sintió entonces el caballero Launfal, nuestro noble caballero. ¡Cómo se retorció las manos! Debido a la profunda tristeza que sentía, hubiera renunciado de buena gana a su propia vida llena de sufrimiento; de buena gana hubiera renunciado a su cabeza. Y sabed que quienes supieron de la noticia acerca de la suerte incierta del caballero, se afligieron en sus corazones. El día señalado se aproximó. Los garantes llevaron al caballero hasta el rey, el cual hizo que se leyeran en voz alta las acusaciones vertidas contra aquel y le ordenó que trajera a la corte a su amada para que todos pudieran verla. El caballero Launfal, muy afligido por ello, dijo que no pudo hacerlo. El rey ordenó a todos los barones que pronunciaran sentencia y condenasen a Launfal a muerte. Entonces, dijo el Conde de Cornwall, que se hallaba con ellos en aquel concejo:

-No ha sido esa nuestra voluntad, pues si condenasemos a ese caballero, que se ha mostrado siempre cortés y generoso, caería la deshonra sobre todos nosotros; así pues, señores, seguid mi consejo. Lo que hemos decidido, mi rey, es que Launfal sea desterrado.

Y mientras discurrían todos ellos así, los barones vieron aproximarse a un grupo de diez hermosas doncellas. Daba la sensación de que todas ellas brillaban y resplandecían de tal manera que la menos agraciada entre ellas podría ser digna de convertirse, sin duda alguna, en su misma reina. Entonces, habló Gawain, ese gentil caballero, y dijo así:

-Launfal, hermano, ¡no temáis a ningún hombre! Aquí llega vuestra graciosa amada.

Launfal respondió:

-Gawain, mi querido amigo, tened por cierto que ninguna de ellas es mi amada.

Las doncellas se dirigieron en seguida hacia el castillo, y al llegar a la puerta del mismo desmontaron. Habían venido a ver al rey Arturo y pedirle que dispusiera lo antes posible de una hermosa alcoba para su señora, que descendía de reyes.

-¿Cómo se encuentra vuestra señora? -Inquirió Arturo-. Pronto lo sabréis -respondió la doncella-, pues aquí llega cabalgando.

El rey ordenó, en atención a aquella señora, que se dispusiera para tal ocasión de la mejor alcoba de su castillo. Y acto seguido conminó a sus barones a que dictasen la sentencia de aquel traidor jactancioso. Los barones no tardaron en responder:

-Ya no nos demoraremos más por causa de las resplandecientes doncellas.

Y con el fin de complacer a su señor el rey, estos volvieron a enzarzarse en un nuevo debate que tuvo sus más y sus menos. Algunos condenaron a Launfal y otros lo absolvieron de todas las acusaciones. ¡Ved como discuten todos ellos acaloradamente! Entonces, vieron llegar a otras diez resplandecientes doncellas que, a su juicio, eran más hermosas en aspecto que las anteriores. Iban montadas encima de cómodas mulas de España que tenían sillas de montar y bridas de Champaña y arneses que resplandecían con gran intensidad. Todas estaban ataviadas de la misma manera. No hubo hombre allí que no tuviera grandes deseos de contemplar sus vestiduras. Entonces, dijo el gentil Gawain:

-Launfal, por ahí llega vuestra dulce amada para traeros el remedio que necesitáis.

Launfal respondió con el ánimo abatido:

-¡Ay, no, no conozco a ninguna de tales doncellas ni tampoco a ninguna de las más jóvenes.

Las damas se dirigieron hacia el castillo y desmontaron de sus recuas allí donde se hallaba la tarima más elevada delante del rey Arturo. Entonces, saludaron tanto al rey como a la reina y una de ellas se dirigió a él en estos términos:

-Preparad el salón de vuestro castillo y cubrid los muros con telas y suntuosos tapices a fin de recibir como se debe a mi señora Tryamour.

El rey respondió en seguida:

-Sed bienvenidas, hermosas doncellas, ¡por Nuestro Señor Jesucristo!

Después, ordenó a Lanzarote del Lago que las acompañase hasta la alcoba donde se encontraban sus compañeras con alegría y solemnidad. En seguida la reina sospechó que todo ello no era sino una estratagema para absolver pronto de toda culpa a Launfal por medio de su amada, que ya estaba a punto de llegar. De manera que sin dilación le dijo al rey Arturo:

-Señor, si sois tan gentil o si en algo apreciáis vuestro honor, vengadme de este traidor que tanto me ha encolerizado. No absolváis a Launfal y humillad a vuestros barones que tanto lo quieren y estiman.

Y mientras la reina hablaba con el rey de esta manera, los barones vieron llegar montada en un bello palafrén blanco y sin compañía a una damisela. Nunca hasta ahora habían visto a alguien con tan vistosos colores que, además, se mostraba delicada y jovial como una avecilla posada en una rama; demasiado hermosa para morar en este mundo terrenal. La señora brillaba como la flor de una rosa silvestre, poseía ojos grises y un bello semblante, y además, su tez deslumbraba por su enorme brillo, tez que era roja como la rosa de una ramita. Su cabello resplandecía como una filigrana de oro y su cabeza tenía una corona forjada con ricas piedras preciosas y oro, que relucía primorosamente. La señora vestía con ropajes púrpuras a la par que lucía un cuerpo delicado y esbelto que resultaba agradable a la vista. Su manto estaba adornado con un armiño blanco y estaba ricamente forrado. Un manto más majestuoso que aquel sería difícil de hallar. Su silla de montar estaba bellamente adornada y sus mantas, en las que había imágenes pintadas, eran de terciopelo verde. Los bordes estaban hechos en forma de campanas de valioso oro y no de otro material que pudiera apreciarse. En los arcos de puente de las sillas de montar, tanto delante como detrás, había dos joyas de la India extremadamente brillantes. El peto de su palafrén era majestuoso y magnífico, digno de un condado, el mejor de Lombardía. Aquella señora llevaba en la mano un halcón y el paso de su palafrén era lento para que todos pudieran contemplarla. Cabalgó por todo Caerleon con dos galgos blancos que tenían collares de oro y corrían junto a ella. Y cuando Launfal vio a aquella señora comenzó a gritar en alto a la muchedumbre, tanto a viejos como a jóvenes:

-¡Aquí viene mi dulce amada! -dijo-. Solo ella podría librarme de mis desgracias si quisiera.

La señora entró en el salón del castillo allí donde se encontraba la reina y todas las demás señoras y también el rey Arturo. Sus doncellas se dirigieron hacia ella con decoro para ocuparse del estribo de su señora, la dama Tryamour, cuando desmontara. En el suelo se quitó su manto para que todos pudieran verla mejor sin más espera. El rey Arturo la saludó cortésmente y ella a él, con dulces palabras de gran valor. La reina y sus majestuosas doncellas se levantaron para contemplarla detenidamente. La dama Tryamour se erguió de tal manera, con tanta majestad, que a todos los que se encontraban con ella opacó del mismo modo que lo hace el sol con la luna durante el día cuando hay luz.

Entonces, le dijo al rey Arturo:

-Señor, he venido aquí para liberar al caballero Launfal y asegurar que dicho caballero no tuvo el desatino de solicitar jamás de la reina ninguna clase de amor ilícito. Así pues, su majestad, prestad mucha atención a lo que voy a deciros. No fue él quien le rogó a ella ser su amante, sino ella a él. Y el caballero, en respuesta, le dijo que la doncella menos agraciada de su amada era más hermosa que ella.

Sin dudarlo el rey Arturo dijo:

-Está claro cuál es la verdad. Vos sois más hermosa (que la reina).

Nada más decir esto el rey, la dama Tryamour caminó hacia la reina, y al soplar en ella no volvió a ver jamás. Y sin desear permanecer allí por más tiempo, la señora saltó sobre su palafrén y de todos se despidió deseándoles un buen día. Entonces, salió Gyfre en seguida del bosque trayendo el corcel de Launfal, el cual se situó al lado de aquel. El caballero se montó también en su caballo sin pérdida de tiempo para marcharse de allí con su amada. La señora se llevó consigo a cada una de sus doncellas y regresó por donde había venido, con solaz y prestancia. Después, atravesó Caerleon de nuevo para marcharse lejos, a una placentera isla llamada Oleron. Todos los años, en un día señalado, puede escucharse al caballo de Launfal relinchar y al caballero verse con los propios ojos. Aquel que desee justar para desempolvar las armas, bien sea en torneo o combate, no necesitará ir muy lejos. En el día señalado podrá justar sin demora con el caballero Sir Launfal. Así que Launfal, ese noble caballero de la Tabla Redonda, fue conducido, sin duda alguna, al mundo de las Hadas. Desde entonces nadie le ha vuelto a ver en este mundo ni yo puedo contaros nada más de él, os lo aseguro. Thomas Chestre escribió este relato acerca del noble caballero Sir Launfal, caballero versado en el oficio de la caballería. ¡Qué Jesús, Rey Celestial, y su madre María nos den a todos su bendición!

AMÉN

Explicit Launfal

Thomas Chestre
Traducción de José Antonio Alonso Navarro



Extracto del caballero Launfal (Sir Launfal) en inglés medio-medieval (Middle english)

And as the Quene spak to the Kyng,
The barouns seygh come rydynge
   A damesele alone
Upoon a whyt comely palfrey.
They saw never non so gay
   Upon the grounde gone:
Gentyll, jolyf as bryd on bowe,
In all manere fayr ynowe
   To wonye yn wordly wone.
The lady was bryght as blosme on brere;
Wyth eyen gray, wyth lovelych chere,
 Her leyre lyght schoone.

As rose on rys her rode was red;
The her schon upon her hed
   As gold wyre that schynyth bryght;
Sche hadde a crounne upon her molde
Of ryche stones, and of golde,
   That lofsom lemede lyght.
The lady was clad yn purpere palle,
Wyth gentyll body and myddyll small,
   That semely was of syght;
Her matyll was furryd wyth whyt ermyn,
Yreversyd jolyf and fyn –
 No rychere be ne myght.

Her sadell was semyly set:
The sambus wer grene felvet
   Ypaynted wyth ymagerye.
The bordure was of belles
Of ryche gold, and nothyng elles
   That any man myghte aspye.
In the arsouns, before and behynde,
Were twey stones of Ynde,
   Gay for the maystrye.
The paytrelle of her palfraye
Was worth an erldome, stoute and gay,
 The best yn Lumbardye.

A gerfawcon sche bar on her hond;
A softe pas her palfray fond,
   That men her schuld beholde.
Thorugh Karlyon rood that lady;
Twey whyte grehoundys ronne hyr by –
   Har colers were of golde.
And whan Launfal sawe that lady,
To alle the folk he gon crye an hy,
   Bothe to yonge and olde:
«Her,» he seyde, «comyth my lemman swete!
Sche myghte me of my balys bete,
 Yef that lady wolde.»

Forth sche wente ynto the halle
Ther was the Quene and the ladyes alle,
   And also Kyng Artour.
Her maydenes come ayens her, right,
To take her styrop whan sche lyght,
   Of the lady Dame Tryamour.
Sche dede of her mantyll on the flet,
That men schuld her beholde the bet,
   Wythoute a more sojour.
Kyng Artour gan her fayre grete,
And sche hym agayn, wyth wordes swete
 That were of greet valour.

Thomas Chestre
Traducción de José Antonio Alonso Navarro




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