Tenían, como es natural, un aspecto poco distinguido, como es corriente en los verdaderos científicos.

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El alimento de los dioses



Hacia mediados del siglo XIX empezó a abundar en este extraño mundo nuestro cierta clase de hombres, hombres tendientes en su mayor parte, a envejecer prematuramente, a los que se denominó, y muy adecuadamente por cierto, aunque a ellos no les guste el término, «científicos».

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Por lo que llevo dicho habrán comprendido que, aparte de su ciencia, ambos no eran más que unas personas vulgares. O, en todo caso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es precisamente lo que son los «científicos», como clase en todo el mundo. Lo que hay de notable en ellos constituye una molestia para sus compañeros colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo es, resulta evidente. No hay ninguna duda referente a lo que no es notable en ellos, ya que no hay raza humana que se distinga tanto por sus obvias pequeñeces. Viven en un mundo mezquino de relaciones humanas; sus investigaciones requieren una atención infinita y una reclusión casi monástica, y lo que resta no es gran cosa. Cuando vemos a cualquiera de estos pequeños descubridores de grandes descubrimientos, de aspecto estrambótico, aire tímido, desgarbado, de cabeza cana, ridículamente adornado con la ancha cinta de alguna orden de caballería, ofreciendo una recepción a sus colegas, o leyendo los angustiosos párrafos de Nature ante «el menosprecio de la ciencia» cuando el ángel de los premios ha pasado de largo por la Royal Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo comenta la obra de otro infatigable liquenólogo, son cosas que nos obligan a advertir la fuerza de la invariable pequeñez de los hombres. ¡Y, con todo, los escollos de la ciencia que estos minúsculos «científicos» han construido y están todavía construyendo es algo maravilloso, portentoso, lleno de misteriosas promesas aún informes para el potente futuro del hombre! ¡Parece como si no se dieran cuenta de las cosas que están haciendo!

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Es, pues, la Heracleoforbia IV la que yo (insistiendo en el nombre original que le dio Bensington) denomino aquí el Alimento de los Dioses.

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–Cómo cerán cuando hayan crecido del todo, ez coza que uno no puede imaginarce –dijo Skinner. –Grandes como caballos –aventuró Bensington. –Pocible –admitió Skinner. –¡Una sola ala servirá de comida a varias personas! –exclamó el señor Bensington–. Y habrá que cortarlos en filetes, como la carne de la vaca:

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–Serán unas aves monstruosas –afirmó. –Lo serán –dijo Redwood sin apartar los ojos del fuego. –Grandes como caballos –dijo Bensington. –Mayores aún –dijo Redwood–. ¡Eso es lo que ocurrirá!

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¡Ya conocéis las balanceantes zancadas de los polluelos modernos, atléticos y emancipados!

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Pasó... al reino del misterio. Hasta la fecha nadie sabe lo que pudo haber sido de él, después de haber cruzado la cresta de la colina. Cuando, más tarde, los dos Fulcher, con Witherspoon, empujados por sus propias imaginaciones, llegaron a la cima de la colina para seguirle de lejos, la noche se lo había tragado por completo.

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–Esos accidentes –decía Winkles al insinuarle Bensington los peligros de ulteriores filtraciones del alimento– no son nada. ¡Nada...! El descubrimiento lo es todo. Adecuadamente desarrollado, convenientemente manejado, cuerdamente controlado, tendremos... tendremos algo muy portentoso en este alimento nuestro... Tenemos que seguir vigilando lo... No debemos permitir que vuelva a escapar a nuestro control, y.… no debemos dejarlo dormir.

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El niño había nacido lleno de buenas intenciones.

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–Este sitio debe estar lleno de interés. El interés es el alimento del niño, y la falta de interés significa tortura y hambre. Debe haber cuadros en abundancia.

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Pero, ¿qué clase de libros va a necesitar? Habrá que alimentar su imaginación. Porque, esto es, desde luego, lo principal de la educación. Eso es la corona de toda educación, ya que los sanos hábitos de mente y conducta constituyen el trono. La carencia de imaginación equivale a brutalidad y una imaginación ruin equivale a lujuria y cobardía; en cambio, una imaginación noble es Dios andando de nuevo sobre la tierra. También debe soñar, a su debido tiempo, en un exquisito país de hadas y en todas las cosas curiosas y fantásticas de la vida. Pero debe alimentarse principalmente de la espléndida realidad. Tendrá que leer historias de viajes por todo el mundo, viajes y aventuras y relatos de cómo fue conquistado el mundo; también deberá tener historias de animales, grandes libros espléndida y claramente iluminados con bestias y pájaros y plantas y sabandijas, grandes libros que traten de las profundidades del firmamento y los misterios del mar; tendrá que leer historias y mapas de todos los imperios que ha visto el mundo, láminas e historias de todas las tribus, hábitos y costumbres de la humanidad. Y también tendrá que tener libros y láminas que inciten su sentido de la belleza, sutiles imágenes japonesas que le hagan amar las aún más sutiles bellezas del pájaro, del zarcillo, de la flor marchita, y reproducciones de pinturas occidentales también, imágenes de hombres y mujeres llenos de gracia, agradables grupos y amplios panoramas de mar y de tierra. También tendrá que tener libros sobre la construcción de casas y palacios, planeará habitaciones e inventará ciudades...

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No se puede saber qué es lo más asombroso de esos hombres científicos y fisiólogos si su grandeza o su pequeñez.

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–Las cosas cambian –decía–, pero el género humano... aere perennius.

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… el verdadero valiente no es el hombre que no tiene miedo, 89 sino el que teniéndolo sabe vencerlo.

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Y generalmente siempre había algún dechado de sensatez que le dijera al filósofo de marras, en tono de cálida aprobación: –Tiene usted toda la razón, señor.

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No hagas preguntas y no te dirán mentiras.

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Y aquella noche, sin el menor dolor, sin tener conocimiento de ello, se fue por la senda común, dejando el Misterio del Cambio que se había empeñado en negar durante toda su vida.

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«Podríamos hermosearlo todo. Podríamos construir un gran edificio para generar la electricidad y todo quedaría sencillamente precioso. ¿No es cierto...? Y entonces, tal vez nos dejarían hacer otras cosas.

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–Este modo de encerrarnos cada vez más no se puede soportar. Al final, estoy seguro de que van a trazar un círculo alrededor de nuestras botas y nos dirán que vivamos allí dentro.

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Cuando llegue el día de la aflicción tendremos que hacer lo que debamos.

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¡Destrucción! Esto es lo que están haciendo por todo el mundo, destrozar el orden y la decencia que el mundo de los hombres ha hecho. Pisotearlo todo. ¡Reacción! ¿Qué otra cosa? –Pero... reacción al fin. ¿Qué piensas hacer? – ¡Acabarlo! –exclamó el joven procedente de Oxford–. Antes de que sea demasiado tarde.

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Ellos quieren que las cosas sean grandes y monstruosas... y nosotros queremos que sean normales y agradables. O lo uno o lo otro.

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Estamos buscando nuestro propio camino entre los comienzos de la nueva era. Y todo lo que hacemos es exclamar: «¡Qué inconveniente...!»

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–Estamos en el principio del principio –afirmó Redwood–. Este mundo de ellos es sólo el preludio del mundo que producirá el Alimento... «Mi padre cree, y yo también, que vendrá el día en que la pequeñez habrá desaparecido por completo entre los hombres, en que los gigantes podrán ir libremente por esta tierra –su tierra– haciendo cosas cada vez más grandiosas y más espléndidas. Pero esto... eso está aún por venir. No somos ni siquiera la primera generación de este nuevo mundo... somos sólo los primeros experimentos.

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Los hombres pequeños aborrecen nuestra raza... «Son crueles con nosotros precisamente porque son tan pequeños... Y también porque nuestros pies pesan mucho sobre todo aquello que constituye sus vidas. Pero, sea como sea, actualmente nos odian, no nos quieren ni quieren saber nada de nosotros... sólo si pudiéramos encogernos y volver al tamaño corriente empezarían a perdonarnos...

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Y un día se levantó, irguió la espalda y dijo, dando una voz: –¡No...!

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¡Los gigantes se han mantenido firmes!

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Aquel hombre era un ser perfectamente dotado para abrirse camino por entre grandes multitudes de hombres. Para él no había falta que fuese más importante que la autocontradicción, ni ciencia más significativa que la reconciliación de los «intereses». Las realidades económicas, las necesidades topográficas, las casi intocadas minas de expedientes científicos, no existían para él más de lo que existían los ferrocarriles, los rifles o la literatura geográfica. Lo único que existía eran asambleas, juntas secretas y votos... votos por encima de todo. Él era la encarnación de millones de votos.

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Cada hombre a su época. Y ahora es la época de ellos, la que empieza. Y está muy bien. Trabajo de excavador. Hacemos nuestro trabajo y nos vamos. ¿Comprende usted? Para eso existe la Muerte. Nosotros agotamos la capacidad de nuestros pequeños cerebros y de nuestras pequeñas emociones, y luego llega el relevo y todo empieza de nuevo. ¡Empezar y vuelta a empezar!

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Crecer cada día más, desde lo primero a lo último que existe... Esa es la ley del Ser. ¿Qué otra ley puede haber?

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¿Qué derecho tienen los padres a decir: «Mi hijo no tendrá otra luz que la que yo he tenido, ni crecerá a mayor grandiosidad que la que yo he alcanzado»?

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Todo había ocurrido en un ayer de hacía veintiún años.

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¿Qué otra cosa era sino la vida...? ¡Estar siempre prisionero y encerrado!

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¡Aquello era real, absolutamente real, tan real como los actos impulsados por el despecho! Más real aún, porque aquellas grandes cosas probablemente son las cosas del porvenir, mientras que la pequeñez, la bestialidad y la invalidez de los hombres son las cosas que acaban.

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No luchamos por nosotros mismos, sino por el crecimiento... por el crecimiento que prosigue y proseguirá eternamente. Mañana, tanto si nos toca vivir como si nos toca morir, el crecimiento lo conquistará todo. Esta es la ley del espíritu para siempre jamás. ¡Crecer de acuerdo con la voluntad de Dios! ¡Crecer y desarrollarse fuera de estas grietas y hendiduras, fuera de estas sombras y tinieblas, en la grandeza y la luz! ¡Más grande, hermanos míos! Y después... aún más grande. Crecer, y luego... crecer más. Crecer, en fin, hasta alcanzar la camaradería y la comprensión de Dios. Crecer hasta que la tierra no sea más que un escalón, hasta que el espíritu haya reducido el miedo a la nada y se haya esparcido... Y señalando el cielo con un amplio ademán, añadió: –¡Allá!

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