Culatra

De regreso a la isla de Culatra, en Portugal,
en el breve trayecto en barco,
el pelo se le abría con el viento
como hojas de palma.

Toda la luz se oía
igual que el merodeo de las olas
dentro de él.

El vello de la nuca
era a la vez un camino de espigas delicado
y un resto primitivo de descendiente del mono.
Sus encías, todo frescura
y animalidad.

En un omóplato,
la rosa de una herida le brillaba
con un dolor agudo que viajase por dentro.

La vida de la tarde,
ese asentamiento que va muy poco a poco,
de fruta, de pescado, de sal,
que se deja querer,
pero que sobre todo mira
y en la contemplación
hace que encaje cada pieza del mundo,
era un color dorado y verde.

Las calles de Culatra
son de arena con base de cemento.
Ni siquiera dibujan
sino que siguen solas por debajo
de un pálido amarillo recorriendo la isla.

Algo no se ha movido
por que este movimiento siga.
Un eje dulce,
que cuando sacan sillas a la calle,
al remendar las redes,
al reponer las latas de la tienda
y preparar café bajo un chamizo blanco
se ha mantenido igual.

Cuando la muerte asome
todo estará en un ciclo que termina
y empieza,
como pausa hasta un salto,
como cara del sol para la sombra.

Cuando el amor apriete
su mandíbula tendrá también
el resto de las cosas
y el hilo de la gana
irá desde el calor de las esteras
a las pequeñas barcas desguazadas del puerto,
a las lenguas del mar y al calambre de peces
día sí y día sí.

Luis Muñoz


El verano que huye

De vuelta, adormecidos en el coche,
el verano tenía
la calidad abstracta del sueño de los otros.
Si las velas contienen
los momentos finales del crepúsculo,
si un animal inmenso se deshace
en las gentes de fuego de las playas
y los rompientes cumplen
el amargo papel de signo adverso,
todo aquello que huía con nosotros,
en el orden juicioso y familiar
de los veranos, de repente
nos desplazó del mundo
y en los ojos de extraños
se fundó su memoria.

Luis Muñoz


Postales en un sobre

Tomaron un pequeño apartamento
al calor de la historia que empezaba
en un pueblo radiante de la costa.
Las familias miraban de reojo
su dulce suficiencia,
su ambigua cercanía cuando tomaban sol,
los leves empujones en la orilla
de muchachos buscándose en el juego,
la risa incontrolable,
el júbilo de luces y de compras
los días de mercado
y un remolino oscuro de murmullos
se levantaba al paso como una nube torda.

En sólo quince días avivaron
contrarios sentimientos, un ascua adormecida
y una imagen inquieta de la felicidad.

Recordarían de aquello más que nada,
muchos años después, en su país del norte,
la coartada airosa de su idioma
para hablar de deseo sin entenderles nadie,
las noches enlazadas de sus cuerpos
con las marcas blanquísimas de los trajes de baño
y un sobre con postales de vocación turística
que guardaron por siempre como un talismán:
el farero viejo cortando caña,
la junta de los bueyes en la plaza del pueblo
y una chica en biquini diciendo okey.

Luis Muñoz



Razones de peso

La adivinamos breve también aquellos años.
Inexplicable y breve
como la luz del cuarto que baja hasta las sombras
rosadas y malignas de las tardes felices.
Como el baño en el mar donde seguimos
la dirección secreta de las olas
o el cuerpo de lagarto de la espuma.

En todo la encontramos y a todo parecida
no dibujó en el curso de los sueños
las formas desleales de una ausencia.
No simuló en nosotros ninguna eternidad
ni apareció tan bella como quisimos luego.

Luis Muñoz


Sencillo y complicado

No sé si cuando espero, a la vez convoco algo
o a alguien.
Los brotes tiernos de una rama,
los nudos afilados que no punzan,
como la luz del día
o el olvido deseado del amor.
Como todo lo que es cuestión de tiempo.

Esperar se supone que es ser hacia adelante,
pero es también volver a un ámbito sombrío.
Donde se chocan ciegos,
igual que pececillos moribundos,
lo que se cumple tarde y lo que nunca llega,
lo que se quiere aún y lo que se desdeña.
En el agua podrida de una charca.

Luis Muñoz











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