Charles Mingus

Al principio fue el grito.
La jungla se abrió paso (lo que otros llaman paraíso).
Llegó el sexo, y desde el sexo bombeó la sangre
que inundó generaciones sucesivas
de hombres sin alma.
Algunos individuos degeneraron, palidecieron,
construyeron empalizadas afónicas.
El resto siguió con lo suyo, el ritmo,
la tristeza de la intemperie.
Vino el blues a rescatar a las panteras.
Con el verbo se desmoronó todo:
trataron de explicarse.
Si hubierais visto sus labios cerrados,
cómo lloraban, 
mientras se establecían prioridades, juzgados
donde construir los barcos
en que desplazarnos.
Alguien inventó el pentagrama y la historia.
Enseguida los ángeles, y yo junto a ellos.

Tocaré en el combo
de la fiesta del juicio final.
Estáis invitados.
No hay partitura.
Improvisemos.

Miguel Serrano


Esteras de Medinaceli

He perdido mi vida en Esteras de Medinaceli.
Dichoso aquél que no sabe de qué hablo, 
aquél que no ha visto el estanque podrido de deseos,
una especie de chiste de la degradación, el cielo grasiento de papel de aluminio,
aquél que no ha esperado la nada, el sueño acumulado,
la oscuridad llena de excrementos, ladridos de perros,
frío y sueño y bolsas de patatas fritas.

He perdido mi vida en Esteras de Medinaceli,
como se pierden las cosas que se guardan de cualquier manera,
con la intención de rescatarlas del bolsillo,
pero terminan centrifugadas e ilegibles. Una entrada de cine,
un billete de autobús, el número de teléfono de un amigo,
dinero que ha pasado por millones de manos sucias, 
una realidad que se difumina cuando se lava,
o cuando no se lava.

He visto los ojos llenos de hambre, la transformación de mi país,
las tres de la mañana como una representación histérica de la penumbra.

He visto maletas atadas con una cuerda colosal, fuera del tiempo,
una soga con las que podríamos colgarnos todos
del cable de luz que atraviesa la noche como un lento relámpago de indiferencia.

He olido porros de hachís rancio liados con la cabeza agachada, redadas policiales,
pequeños hurtos, posibles reconciliaciones,
cajeras asomadas al altar del asco que se dan los pobres.

He escuchado las conversaciones del anhelo vacío: “Sí, estoy en Valencia”.
Y la compañera de asiento me miró y me guiñó un ojo,
y sentí la alegría palpitante de mentir y de estar muerto.

He tocado mi piel, mientras me miraba en el espejo sucio
de los servicios del restaurante y tienda de carretera,
en Esteras de Medinaceli, pausa, limbo, juicio, infierno,
y he querido llorar o desaparecer.

He pasado la lengua por la parte de atrás de las cosas,
y no sabían a nada, y la lengua sangra sus burbujas de lata de refesco.

Dichoso aquél que no sabe de qué hablo,
y desgraciado, 
porque el día en que los hombres y mujeres salgan de las estaciones subterráneas,
el día en que invadan las grandes superficies,
no sabrá de dónde caen todos los golpes,
como monedas que no tintinean en una fuente de agua verde,
deseos que se hunden con una lentitud helada
(debería haber un cartel que lo anunciase: el DJ no acepta peticiones,
no busques a Anita Ekberg de madrugada
en el charco de los deseos de Esteras de Medinaceli).

Dichoso aquél, o aquélla, que no sabe de qué hablo,
y desgraciados,
porque no sabrán quién abre las heridas como cremalleras,
quién lame el pus, quién toma las declaraciones,
quién estruja la piedra,
ni por qué.

Miguel Serrano


 “Hay en todo esto de la reencarnación una sutil ironía, porque eso de que dos personas tan íntimas, tan unidas a través de 5000 años, no se puedan reconocer inmediatamente y deban tratarse al comienzo como dos extraños, casi a disgusto, forzadamente, es incomprensible hasta cierto punto. Porque hay tanto, tanto en común en la carne y el espíritu, tanta aventura y recuerdo, tantos besos, noches de amor, tanta gloria, que parece increíble que su rostro me sea tan lejano en un principio que casi lo mire a disgusto.”


Miguel Serrano



¿Y por qué no habría yo de beber tanta agua como quiera? Estoy sentado en el sofá, 
las manos sobre los muslos, y de repente llega hasta mí una sensación que identifico 
como sed. Así que me levanto, tomo un vaso del armario que hay sobre el fregadero, 
abro el grifo, dejo que corra el agua, introduzco el vaso en la trayectoria del agua, 
lo dejo allí unos segundos, hasta que el líquido llena el vaso, y entonces cierro el 
grifo, llevo el vaso a la  boca y me bebo el agua. Bendita agua. La vida que entra en 
mí y me llena de alegría. Termino de beber, me paso el dorso de la mano derecha por 
los labios (el vaso ya vacío en la mano izquierda) y repito la operación. Una y otra 
vez. ¿Por qué ha de ser algo tan terrible? Después regreso al sofá, henchido. Hojeo un 
periódico, un par de libros, tomo notas en una libreta. Me levanto y miro por la ventana. 
Una punzada en el pecho, tan precisa como un adjetivo, junto al hombro izquierdo. Vuelvo 
a sentarme. Entonces noto de nuevo los labios, la garganta, su súplica, regreso a la 
cocina y vuelvo a tomar el vaso, el mismo de antes, que ahora está sobre la encimera. Agua. 
Más agua.
 ¿De verdad es tan terrible? ¿Acaso soy un monstruo?

Miguel Serrano









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