Los átomos encerrados en las bombas estaban muy tristes. Por su culpa habría una catástrofe inmensa: morirían muchos niños, muchas mamás, muchos gatitos, muchas cabritas, muchos pajaritos, vamos… que morirían todos. Se destruirían países enteros: donde antes había casitas blancas con tejados rojos y árboles verdes alrededor…
… sólo quedaría un horrible agujero negro.

Del cuento La bomba y el General de Tres cuentos de Umberto Eco



Los tres cosmonautas

Érase una vez la Tierra.
Y érase una vez Marte.
Estaban muy lejos el uno del otro,
allí en el cielo,
y rodeados de millones de planetas y galaxias.
Los hombres que vivían en la Tierra
querían llegar a Marte y a los demás planetas
pero quedaban tan lejos…
De todas formas, valía la pena intentarlo.
Empezaron lanzando satélites
que daban vueltas alrededor de
la Tierra durante dos días
y luego volvían a bajar.
Luego lanzaron misiles
que daban algunas vueltas alrededor
de la Tierra, y luego, en vez de volver,
se escabullían de la atracción terrestre
y se alejaban hacia el espacio infinito.
Al principio, dentro de los misiles iban perros
pero los perros no saben hablar,
y por la radio sólo transmitían sus «guau, guau».
Así que no había manera de que los hombres
entendieran qué habían visto
y hasta dónde habían llegado.
Finalmente se encontraron hombres
con mucho valor dispuestos
a ser cosmonautas.
Los llamaban cosmonautas
porque se iban a explorar el cosmos,
o sea, el espacio infinito lleno de planetas, galaxias
y todo lo que estaba a su alrededor.
Los cosmonautas se iban sin saber
si volverían. Querían conquistar las estrellas,
para que un buen día todo el mundo
pudiera viajar de un planeta a otro,
porque la Tierra se había achicado
y cada día había más hombres allí.
Una mañana salieron de la Tierra,
desde tres puntos distintos,
tres naves espaciales.
En la primera viajaba un americano,
que iba tarareando alegre una pieza de jazz.
En la segunda iba un ruso,
que cantaba con voz profunda «Volga, Volga».
En la tercera iba un chino,
cantando una hermosa canción
aunque a los otros dos les pareció que desafinaba.
Cada uno de ellos pretendía ser el primero
en llegar a Marte,
para demostrar que era el mejor.
La cuestión era que al americano
no le gustaba el ruso,
al ruso no le gustaba el americano,
y el chino no se fiaba de ninguno de los dos.
Y es que resulta que el americano,
para decir buenos días,
soltaba: «how do you do»
el ruso decía: «kak vi»
el chino decía:  nĭhăoma»
De manera que no se entendían y se creían distintos.
Como resulta que los tres eran muy capaces,
llegaron a Marte casi al mismo tiempo.
Bajaron de sus naves espaciales,
con el casco y el mono puestos…
………… y se encontraron
con un paisaje maravilloso e inquietante:
el suelo estaba marcado por largos canales
a rebosar de agua color verde esmeralda.
Y había también unos raros árboles azules
llenos de pájaros nunca vistos,
con plumas de un color rarísimo.
En el horizonte asomaban montañas rojas
que emitían un extraño resplandor.
Los cosmonautas miraban el paisaje,
se miraban luego el uno al otro
y se quedaban cada cual en su sitio,
desconfiando de los demás.
Luego se hizo de noche.
Reinaba un extraño silencio
y la Tierra brillaba en el cielo
como si fuera una estrella lejana.
Los cosmonautas estaban tristes,
desorientados,
y el americano rasgó la negrura llamando a su mamá.
Dijo: «Mommy…».
Y el ruso llamó: «Mama».
Y el chino soltó: «Ma-Ma».
Enseguida todos entendieron
que estaban diciendo lo mismo
y albergaban los mismos sentimientos.
Así que sonrieron, se juntaron,
encendieron una alegre fogata
y cada cual cantó canciones de su país.
La verdad es que se animaron mucho
y mientras esperaban a que amaneciera
aprendieron a conocerse.
Por fin llegó la madrugada, y hacía mucho frío.
De repente
entre las ramas de un árbol
asomó un marciano.
Así, a bote pronto… ¡resultaba realmente espantoso!
Era todo verde,
llevaba dos antenas en lugar de las orejas,
una trompa y seis brazos.
Los miró y dijo: «¡GRRRRR!»,
que en su idioma significaba: «Ahí va…
¿quiénes son estos seres tan espantosos?».
Pero los terrícolas no lo entendieron y se pensaron
que aquello era un rugido de guerra.
Era un ser tan distinto
que no se veían capaces
de comprenderlo y amarlo.
Enseguida se pusieron de acuerdo
y se organizaron para pelearse con él.
Enfrentados a aquel monstruo,
sus pequeñas divergencias
ya no tenían sentido.
¿Qué importaba
si hablaban un idioma distinto?
Comprendieron que los tres
eran seres humanos.
El otro no. Era demasiado feo
y los terrícolas creían
que no hay feo bueno.
Dicho y hecho: decidieron matarlo
con sus desintegradores atómicos.
Sin embargo, de repente,
en el aire helado de la mañana,
un pajarito marciano,
que por lo visto se había fugado del nido,
se cayó al suelo temblando de frío y miedo.
Piaba desesperado, casi como un pajarito
terrícola. La verdad es que daba mucha pena.
El americano, el ruso y el chino lo miraron
y se les escapó
una lágrima llena de compasión.
Entonces pasó algo raro.
El marciano también se acercó al pajarito,
lo miró y se le escaparon
dos hilos de humo de la trompa.
Y los terrícolas de repente comprendieron
que el marciano estaba llorando.
A su manera, como suelen hacerlo
los marcianos.
Luego vieron que se agachaba
para recoger al pajarito
y lo levantaba en sus seis brazos
intentando darle calor.
El chino se dirigió entonces
a sus dos amigos terrestres:
«A ver…» les dijo. «Creíamos que este
monstruo no tenía nada en común
con nosotros, y en cambio él también ama
a los animales, sabe qué es una emoción,
tiene corazón…
¡y cabe que incluso un cerebro!
¿Aún creéis que tenemos que matarlo?»
La respuesta estaba cantada.
A estas alturas, los terrícolas ya lo tenían claro:
ser distintos no implica
ser enemigos.
Acto seguido, se acercaron al marciano
y le tendieron la mano.
Y él, que tenía seis, con un solo gesto estrechó
la mano a los tres, mientras que,
con las que le quedaban sueltas,
iba saludando.
Y señalando la Tierra allá arriba en el cielo,
les hizo entender que deseaba ir de viaje
para conocer a esos otros habitantes
y estudiar juntos la manera de fundar
una gran república del espacio donde
todos fueran felices y comieran perdices.
Los terrícolas aceptaron encantados.
Y para celebrar el acontecimiento le ofrecieron
un frasquito de agua muy fresca que habían traído
de la Tierra. El marciano, muy contento él,
metió la nariz en el frasco, aspiró, y luego dijo
que aquella bebida era muy sabrosa,
aunque le había mareado un poco.
Pero, a estas alturas, a los terrícolas
nada les sorprendía.
Ahora ya sabían que en la Tierra,
como en los demás planetas,
para gustos están los colores,
y lo importante es que nos entendamos.

Del libro Tres cuentos de Umberto Eco



E. G. aterrizó, bajó de la astronave y vio que se le acercaban, sonriendo, aquellos hombrecillos, que enseguida se presentaron: «Buenos días, señor forastero, nosotros somos los gnomos de Gnu, que es el nombre de nuestro planeta. ¿Y tú quién eres?» «Yo» dijo E. G. «soy el Explorador Galáctico del Gran Emperador de la Tierra, ¡y he venido a descubriros!» «¡Vaya casualidad!» dijo el jefe de los gnomos. «¡Nosotros estábamos seguros de ser nosotros los que te habíamos descubierto a ti!»

Del cuento Los gnomos de Gnu del libro Tres cuentos de Umberto Eco



«Ya entiendo» dijo el gnomo, «estas cajas vuestras, cuando son demasiadas no avanzan, y cuando sí avanzan, las personas que van dentro se hacen daño. Qué pena, qué pena…»

Del cuento Los gnomos de Gnu del libro Tres cuentos de Umberto Eco



Oye, señor descubridor, se me ha ocurrido una buena idea. ¿Por qué no vamos nosotros a la Tierra y os descubrimos a vosotros?»

Del cuento Los gnomos de Gnu del libro Tres cuentos de Umberto Eco



















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