"A la izquierda se encuentra la plaza del mercado. Calabazas de unas dimensiones exageradas, sobrenaturales, verdes y redondas como balones, cubren el suelo. Esta variedad gigantesca de frutos constituye la suculenta dieta del pueblo. ¿Pero quién consume tantas calabazas? En Sabunchi viven más de veinte mil trabajadores y la cifra de calabazas disponibles triplica la de obreros. Estos exuberantes ejemplares eclipsan las uvas, los dátiles, los higos o las peras. En cien puestos venden fruta, pan, carne y cerdos bien cebados y criados, con manchas negras, robustos pero ágiles como perros, cerdos acelerados: otro capricho de la naturaleza meridional del sur. A la derecha, en la ladera del cerro, hay casas tristes, desnudas, rojizas: parece como si las hubieran desollado. Las viviendas están abiertas, los pasillos son largos y oscuros, en las habitaciones se nota un calor húmedo y el denso aroma de la penuria, muy parecido al olor de la muerte. Alrededor, ningún horizonte, sólo torres, torres y más torres, negras, sombrías, apiñadas, como si se apoyaran unas en otras. Son tan numerosas y tan frágiles que no dejan de temblar nunca. Te alejas abrumado por la demencial cantidad y cuando vuelves la vista atrás parecen haberse multiplicado, están aún más apiñadas, se reproducen, terminarán devorando el mercado, las calabazas gigantes y las mohosas casas enfermas.
Las casas son provisionales. Los trabajadores que viven en ellas se trasladarán en dos o tres años a las explotaciones. En Azerbaiyán ya se están construyendo colonias de trabajadores modélicas. Visito una, casi terminada, dos tercios de la cual ya están habitados. Se llama Stenka Razin, como el héroe ruso popular, el primer campesino revolucionario que robó a los ricos para repartir entre los pobres, señor del delta del Volga y el mar Caspio, al que el pueblo quiere todavía hoy con una ternura que dista mucho de la veneración por los héroes.
Un cañón profundo atraviesa una montaña y según me cuentan lleva al mar: lo abrió Stenka Razin para esconder sus tesoros robados, y desde allí podía huir. En la colonia de trabajadores se levantará un monumento en su memoria, en medio de un parterre de césped, algo que Razin jamás habría podido ni soñar. Una doctrina extraña lo ha adoptado póstumamente, lo cual le habría parecido extraño; pero como la intención es buena lo habría aceptado. Hay un parque para que jueguen los niños, un club, un teatro, un cine, una biblioteca. De momento, los edificios son de una sola planta. Más adelante, por cuestiones económicas, se construirán más plantas. Arquitectos de Moscú han diseñado más de veinte modelos. Se busca vivacidad, diversidad, evitar la uniformidad."

Joseph Roth
Años de hotel



"A Theodor le llegó una orden secreta: triplicar el celo. Aquello lo sacudió como un clarinetazo. Le estaba llegando el momento. Estaba preparado. Se aprestó para el gran día. Podía ser aquél o el siguiente.
Convocó a su cohorte. Los muchachos acudieron trayendo a otros camaradas de la Liga Bismarck. Llevaban pistolas dispuestos a emplearlas. Theodor se fue a buscar al maestro armero. Se estaban limpiando todas las armas. Las viejas bayonetas estaban ya relucientes. Los muchachos pasaron un día en el cuartel. ¡Cómo los embriagó la contemplación de las herrumbrosas armas! ¡Y cómo los deslumbró el brillo de las nuevas! ¿Eran conscientes? Las había que habían hecho todas las guerras y en todas habían matado enemigos. De las culatas surgía una poderosa fuerza. Embrujadora era la empuñadura de un sable. ¿Qué denodado jinete no lo habría blandido? ¡Ciego el acero… de sangre!, decían. Las manchas de orín eran manchas de sangre. De sangre del enemigo estaban salpicadas aquellas armas.
El domingo acudió el general a Potsdam.
El domingo salió el regimiento del cuartel, con banda y música. El sol de octubre brillaba como en primavera. Las gentes saludaban desde las ventanas. Las banderas ondeaban al viento. Los chiquillos iban corriendo detrás. Era como en tiempos de paz. Hubo quien se olvidó de que era pobre.
Formaron todos ante el general. El capellán pronunció una alocución. La punta del casco de Ludendorff refulgía al sol. De las guerreras de los oficiales llegaba como fina música de plata el leve tintineo de las medallas. Las espuelas repicaban como campanillas. Como una fina película de grave solemnidad se mecía el aliento de la tropa en el aire. Del centro de la plaza llegaron apagadas las voces de jefes y oficiales. Una breve risotada del general sonó igual que un gargarismo.
El general pronunció tres frases, desde el lugar que se le había asignado a la derecha de la placa. Empleó términos duros. Las manos no las movió de la empuñadura del sable. Hubiera podido pasar por una estatua, una estatua vestida.
Luego descendió; cuando hablaba alguien, se encajaba el monóculo. Estuvo también conversando con Theodor. Una vez le escribí una carta, piensa Theodor. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! ¡Qué joven era Theodor no hacía aún seis meses! Y a esas alturas ya lo conocía Ludendorff."

Joseph Roth
La tela de araña



"Al principio existía la palabra, no la frase hecha."

Joseph Roth


"Amaba esta patria mía."

Moses Josep Roth 


"El cadáver del judío devoto yace en una sencilla caja de madera, cubierto con un paño negro. No será llevado en carroza sino a hombros de cuatro judíos, a paso ligero, por el camino más corto; ignoro si ello es así porque está prescrito o porque un paso más lento doblaría la carga para los portadores. Casi van a la carrera con el cadáver a través de las calles. Los preparativos han durado un día. A ningún muerto le está permitido permanecer en la tierra más de veinticuatro horas. Los plañidos de dolor de los que le han sobrevivido han de oírse en la ciudad entera. Las mujeres marchan por las callejas gritando su pena a todo desconocido que encuentran a su paso. Hablan al difunto, le dirigen apelativos cariñosos, demandan su perdón y su gracia, se cubren a sí mismas de reproches, preguntan, perplejas, qué harán ahora, aseguran que ya no quieren vivir—y todo esto en mitad de la calle, en la calzada, a todo correr—, mientras en las casas asoman rostros indiferentes, los forasteros se ocupan de sus negocios, los carruajes pasan de largo y los tenderos atraen a la clientela.
En el cementerio se desarrollan las escenas más conmovedoras. Las mujeres no quieren abandonar las tumbas, se hace preciso obligarlas, y el consuelo toma el aspecto de una doma. La melodía de la oración fúnebre es de una grandiosa simplicidad, breve y casi brusca la ceremonia de inhumación, grande el tropel de mendigos que se disputan una limosna.
Durante siete días, los más allegados de entre los deudos del difunto permanecen sentados en el suelo de la casa de éste, o en pequeños taburetes, deambulan en calcetines, ellos mismos con aspecto de medio muertos. En las ventanas arde una pequeña y mortecina candela mortuoria delante de un lienzo blanco, y los vecinos traen a los que guardan el luto un huevo duro, el alimento de aquel cuyo dolor es redondo: sin principio ni fin.
A pesar de todo, la alegría puede ser tan poderosa como el dolor.
Un rabí milagroso casó a su hijo de catorce años con la hija—de dieciséis—de un colega, y los jasídicos de ambos rabíes vinieron a la fiesta, cuya duración fue de ocho días y en la que participaron alrededor de seiscientos invitados.
Las autoridades les cedieron un viejo cuartel en desuso. Tres días duró el peregrinaje de los invitados. Llegaron en coches, caballos, se trajeron sacos de heno, colchonetas, niños, ornamentos y grandes maletas, y se instalaron en las salas del cuartel.
El trasiego era grande en la pequeña ciudad. Unos doscientos jasídicos se revestían con sus antiguos ropajes rusos, se ceñían sus viejas espadas y cabalgaban a lomo de sus caballos sin silla a través de la ciudad. Entre ellos había buenos jinetes que daban un mentís a todos esos chistes malos que tratan de médicos militares judíos y que hablan de que los judíos temen a los caballos.
Ocho días duraron el bullicio, las apreturas, los cánticos, el baile y la bebida. A mí no se me permitió participar en la fiesta, que estaba organizada exclusivamente para los interesados y sus seguidores. Los extraños se apelotonaban fuera, miraban a través de las ventanas y escuchaban la música de baile, la cual, por cierto, era estupenda.
En el Este hay, de hecho, buenos músicos judíos. Es un oficio hereditario. Músicos individuales le dan prestigio y su fama alcanza unas cuantas millas más allá de su ciudad natal. Los auténticos músicos no tienen mayor ambición. Componen melodías que, pese a no tener ellos la menor idea del solfeo, transmiten a sus hijos varones y, a veces, a grandes porciones del pueblo judeo-oriental. Son los compositores de canciones populares. Cuando mueren, la gente sigue contando anécdotas de su vida al cabo de cincuenta años. Pronto se olvidan sus nombres, pero sus melodías se cantan y recorren el mundo poco a poco."

Joseph Roth
Judíos errantes



"En dos samovares de cobre —también en ellos se reflejaba el sol poniente— hervía el agua sobre una de las mesas, en el centro del cuarto, y no menos de cincuenta vasos baratos de un cristal verduzco, con doble fondo, pasaban en torno de mano en mano, llenos de un humeante té pardo dorado y de aguardiente. Desde hacía tiempo, ya por la mañana, las campesinas habían negociado durante horas el precio de los collares de coral. Ahora las joyas les parecían a sus maridos todavía demasiado caras, y comenzaba de nuevo el regateo. Era una batalla encarnizada la que tenía que librar solo aquel hombre enjuto contra una fuerte mayoría de hombres avaros y desconfiados, robustos y a veces peligrosamente bebidos. Bajo el casquete negro de seda que solía llevar en casa Nissen Piczenik, el sudor le resbalaba por las mejillas poco pobladas y pecosas, hasta la roja perilla, y los pelillos de la barba se le quedaban pegoteados a la noche, después del combate, y tenía que peinárselos con su peinecito de hierro. Finalmente, vencía a todos sus clientes, a pesar de su necedad. Porque de todo el ancho mundo sólo conocía los corales y a los campesinos de su país natal… y sabía cómo ensartar y clasificar aquéllos y cómo convencer a éstos. A los absolutamente testarudos les regalaba lo que llamaba una «propina»…, es decir: después de que habían pagado el precio que él no había mencionado enseguida pero había deseado en secreto, les daba además un diminuto collarcito de coral, hecho de piedras baratas y destinado a los niños, para llevar en el bracito o al cuello y absolutamente eficaz contra el mal de ojo de vecinos envidiosos y brujas malintencionadas. Mientras tanto tenía que estar muy atento a las manos de sus clientes y evaluar sin cesar la altura y circunferencia de los montones de corales."

Joseph Roth
El Leviatán




"En la esquina más cercana, Käthe abría su ventana y contemplaba la ciudad. Yo la saludaba siempre. Jamás había hablado nunca con ella, ni tenía tampoco nada de qué hablar, pero igual la saludaba, porque ella miraba por la ventana y porque a la mañana temprano el mundo no parecía ser el de siempre sino uno mucho más primordial, como el de los primeros días, quizás un par de años después de la Creación, cuando todos los hombres eran como veinteañeros que se amaban y eran por ende buenos unos con otros. Ya entrado el mediodía, en cambio, cuando volvía a casa, el mundo ya era como mil años más viejo y yo no saludaba más a Käthe, pues no estaba bien en un mundo tan avanzado saludar a una muchacha con la que ni se había hablado antes.
A través del Parque dejaba oírse el crepitar de una barriguda rociadora, que regaba la hierba y los espacios verdes. Un mirlo revoloteaba con ágiles piruetas en torno a la rociadora y golpeaba con el ala izquierda el chorro de riego. Las alondras, siempre de vacaciones, canturreaban invisibles por doquier. Alrededor de los bancos situados en medio del Parque, el pasto se dejaba ver un poco fatigado y maltrecho a causa de los amoríos nocturnos. Y frente a mí pasó, entonces, el oficial asistente ferroviario, rumbo a su trabajo.
Yo detestaba a ese dichoso asistente. Era pecoso e increíblemente alto. No bien lo veía me daban ganas de mandarle una carta al Ministro de Transportes. Quería proponer a ese desagradable empleado para que le otorgaran el manejo de un telégrafo perdido en algún punto remoto entre dos pueblitos. Pero el Ministro no me hubiera hecho jamás ese favor.
De veras no tenía ni idea de por qué odiaba tanto a ese empleado. Era extraordinariamente grande, pero yo no siento ningún desprecio fundado por lo extraordinario. Me daba la impresión de que tenía en mente unos designios demasiado altivos y eso me sacaba de quicio. Me parecía que desde su juventud no había hecho otra cosa que crecer y sacar pecas. Y además tenía el pelo rojo.
Usaba siempre su uniforme y una capa roja. Avanzaba dando pasitos cortos, aun cuando podía marchar a toda velocidad con sus largas piernas. Pero iba despacito, y seguía creciendo, y creciendo.
Todavía hoy no sé gran cosa sobre ese asistente. Pero ya entonces hubiera podido jurar que andaba metido en más de una insospechada bajeza."

Joseph Roth
Abril, historia de un amor


"Entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los incidentes reportados en estas páginas, no era aún algo indiferente si una persona vivía o moría."

Joseph Roth




Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mendel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común y corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera.

Parecía un hombre más bien falto de tiempo y lleno de quehaceres urgentes.

El gris cortejo de los días laborables, dispuestos como en una ronda de fatigas.

Comprendía todas las palabras que se escondían tras aquella única palabra.

Estaba viviendo algo así como un segundo matrimonio, pero esta vez con la fealdad, la amargura y la senilidad progresiva de su mujer. La sentía más próxima que nunca, casi como en su propio cuerpo, inseparable y eterna; pero insoportable, atormentadora y hasta un poco odiosa. De una mujer con la que sólo se unía en la oscuridad, se había transformado en una enfermedad unida a él día y noche, que le pertenecía totalmente, que ya no necesitaba compartir con el mundo y cuya fiel enemistad lo iba aniquilando.

Te has vuelto tonto a fuerza de enseñar a esos niños. Tú les pasas toda tu inteligencia y ellos te dejan su ignorancia.

Era de noche en su corazón y cada una de sus alegrías ocultaba una pena desde que nació Menuchim.

Incluso para los milagros hay que tener suerte.

Temblaba ya la despedida en ese amor.

Lanzó un grito sin enterarse siquiera: su corazón tenía boca propia, y de ella salió el grito. El carro se detuvo, y Deborah saltó a tierra con la agilidad de una joven. Menuchim seguía en el umbral. La madre se dejo caer a su lado. —¡Mamá! ¡Mamá! —balbuceó el niño. Ella no se movió.

Pero ¿quién podría expresar la tempestad de miedos y tribulaciones que el alma de Menuchim, escondida por Dios bajo el impenetrable velo de la estupidez, debía de estar sufriendo en esos días?

No tenía ya la fuerza necesaria para creer; poco a poco la iban abandonando también las que se necesitan para soportar la desesperanza.

Un judío no podía desear nada mejor que irse a América.

Su corazón se fue enfriando lentamente y empezó a latir como un mazo metálico contra una superficie helada.

Le habían dicho que América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y que Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén. La oración se llamaba service, lo mismo que la beneficencia.

Todo lo repentino es malo; lo bueno llega siempre lentamente.

Un golpe de suerte suele traer otro.

Ya era demasiado viejo para gozar de lo nuevo, y demasiado débil para celebrar triunfos.

El calor del amor ya no existía entre nosotros, sino sólo el hielo de la rutina, todo se fue muriendo a nuestro alrededor.

De mí no se compadece, porque soy un muerto y estoy vivo.

Se dio cuenta que en realidad estaba solo hacía muchos años. Estaba solo desde que entre él y su mujer cesó todo placer.

Se está infantilizando, ya es viejo.

Es la alegría que precede a la muerte

Y descansó del peso de la dicha y de la magnitud de los milagros.

Joseph Roth
Job



“Los corales los llevan los de arriba y los de abajo, elevan a los que están abajo y adornan a los que están arriba.”

Joseph Roth



"Mi experiencia más inolvidable fue la guerra y el fin de mi patria, la única que tuve: la monarquía Austrohúngara." 

Joseph Roth


"Pero en aquel día milagroso de todas partes surgía la salvación, inesperada, que era recibida con gratitud."

Joseph Roth


“Quien no ha estado aquí (en París), solo es medio humano y no es europeo.”

Joseph Roth


"Se abrazaron como hacía dos días y como la víspera, en medio del campo, entre los frutos de la tierra, rodeados y cubiertos por las pesadas espigas, que se inclinaron complacientes cuando Iván y Miriam se dejaron caer. E incluso antes de que los amantes se acostaran, parecieron hacerlo las espigas. Su amor fue aquella tarde más breve, violento y temeroso, como si Miriam debiera partir a América al día siguiente. Temblaba ya la despedida en ese amor. Aun al estrecharse el uno al otro empezaron a sentirse lejanos, con un océano de por medio. «¡Suerte la mía que me voy!, y suerte que éste se queda aquí», pensó Miriam.
Permanecieron echados largo rato, exhaustos, mudos, como dos heridos graves. Miles de ideas cruzaron por sus cerebros. No sintieron la lluvia que empezaba a caer. Había comenzado lenta y silenciosamente, y las pesadas gotas tardaron bastante en atravesar la masa dorada de las espigas. De pronto se encontraron a merced del agua. Se levantaron y echaron a correr. La lluvia los desconcertó, transformando totalmente el mundo y haciéndoles perder la noción del tiempo. Les pareció que debía ser muy tarde e intentaron oír las campanadas de la torre. Pero sólo se oía el aguacero, que caía cada vez más fuerte: los otros sonidos de la noche se habían apagado. Se besaron en las caras empapadas y se apretaron las manos, pero había agua entre los dos y no pudieron sentir sus cuerpos. Se despidieron deprisa, sus caminos se separaron e Iván desapareció entre la lluvia.
[...]
Llegó a la puerta de su casa y esperó un momento en el umbral, como si fuera posible secarse en pocos minutos. Por último decidió entrar. La habitación se hallaba a oscuras; todos estaban durmiendo. Se acostó sin hacer ruido, con el vestido mojado para que se le secase sobre el cuerpo. No se movió en toda la noche. Afuera se oía llover.
Todos sabían ya que Mendel se iba a América. Sus alumnos fueron dejando de asistir uno tras otro. Al final quedaron sólo cinco chicos, y aun éstos asistían irregularmente. Kapturak no había traído aún los papeles ni Sam había enviado los pasajes. Pero la casa de Mendel Singer empezaba ya a desmoronarse."

Joseph Roth
Job



"Se arrellanó en la estrecha butaca de terciopelo rojo, y se arrastró con ella un poco en la pieza, dándose cuenta de que le resultaba difícil libertar su enorme cuerpo de la tenaza de los dos brazos. La situación le resultaba molesta y embarazosa, pues tenía que decir algo muy importante. Se encolerizó y su rostro adquirió un color violáceo, que complementaba los brillantes colores de su uniforme.
Durante un buen rato estuvo reflexionando acerca de las palabras adecuadas. Se acordó de las cumplidas cartas, llenas de amenazas que le había escrito Verónica Casimir y pensó que, a causa de aquella mísera cosita que reposaba entre los almohadones, se veía obligado a casarse con una muchacha pelirroja y llena de pecas. Por un momento, una débil comprensión acerca del destino, el pecado y la penitencia iluminó su cerebro pesado y confuso.
Pero ese débil llamado de su corazón, únicamente logró aumentar su ira. En aquel momento deseaba hasta creer en Dios, solamente para indignarse contra él y tener algún ser en quien poder descargar toda su rabia. Pero no creía en Dios y su ira se estrellaba sobre los seres que estaban al alcance de sus ojos.
Pensó con amargura en las muchas mujeres que había poseído con fugaz pasión de dragón y pensó que, en cuanto a hermosura, Angelina no podía ser comparada con ninguna de ellas. El sargento Sosthéne se sentía cada ver más rabioso y amargado. Solamente uno de los sargentos de su regimiento era casado, un cierto Renard, pero tenía más de cincuenta años y su estúpida acción se remontaba a épocas ya muy lejanas, tan lejanas que no se la podía tildar de ridícula. Pero él, el sargento Levadour aún podía hacer mucha carrera y alcanzar el grado de coronel. Un hombre como él, debía tener dinero suficiente para vivir y para invitar a todos sus amigos. Además había conocido en Bohemia a una excelente molinera, atractiva y retraída, perseguida ardientemente por todos y que era sumisa a su amor como un perro, a pesar de ser ardiente como una batalla. ¡Qué mujer! La comparó con Angelina que estaba sentada frente a él sobre la cama con el niño al lado, con los ojos bajos y con su pequeño y escuálido rostro, en el que las pecas eran aún más visibles que durante el verano. ¡Qué desgracia! ¡Qué enorme desgracia ha caído sobre ti, gran Sosthéne!"

Joseph Roth
Los cien días


"Uno se pierde en la vida diaria como si entrara en un bosque. Se encuentra gente, se la pierde de nuevo, como los árboles pierden sus hojas."

Joseph Roth



"Yo no escribo, lo que se llaman comentarios ingeniosos. Yo dibujo las facciones (irregulares) de la época... Soy un periodista, no un reportero, soy un escritor, no un fabricante de editoriales."

Joseph Roth















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