… en esta edición revisada y actualizada se presentan nuevas y apasionantes pruebas de que Leonardo es el hombre del sudario

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


… los enigmáticos frescos de Eugène Delacroix (de los que también se ha sugerido que contienen mensajes codificados).

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… afirmamos que el sudario es uno de los mayores engaños de Da Vinci, y que su propio código desafía la interpretación de los investigadores indómitos.

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Da Vinci (o Leonardo, como debería conocérsele), el herético, el jubiloso, el liante, el irrefrenable codificador, emerge ahora a la luz pública medio milenio después de su muerte, extasiando a incontables millones de personas con lo que podría llamarse sus «artimañas mentales». Como ya había deleitado y consternado a sus coetáneos con demostraciones de sus habilidades de prestidigitador y la pericia de sus manos. Toda su mente se ponía en marcha cuando se trataba de llamar a engaño a los demás, incluso al precio de causarles algún tipo de trastorno psicológico.

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En nuestra opinión, que se hubiera demostrado que esa extraña y sorprendente imagen había sido trazada por la mano de un hombre no la hacía menos fascinante, sino ¡mucho más! Si, como pronto tuvimos la ocasión de comprobar con nuestros propios ojos, efectivamente era obra de un hombre, ¿quién era entonces el genial artífice? ¿Y cómo había logrado llegar tan cerca de lo imposible con esa imagen que seguía anonadando a las mejores mentes de finales del siglo XX y principios del XXI? Por raro que parezca, no resultó muy difícil responder a esas dos cuestiones (hay que decir que recibimos ayuda para ello). Una persona que afirmaba pertenecer a la misma sociedad secreta que el maestro nos señaló que solo podía ser obra de Leonardo da Vinci. Ante lo que, en primera instancia, nos manifestamos escépticos. Sin embargo, tras una intensa búsqueda —y obviando las frustrantes ocasiones en que nos hallamos en vía muerta—, descubrimos que nuestro informante estaba en lo cierto. ¡La falsificación más famosa del mundo resultaba ser el Leonardo menos conocido! Sin embargo, el «sudario sagrado» no es una pintura, ni un bronce frotado, ni nada que uno pudiera adscribir fácilmente a un artista del Renacimiento, por más prolíficamente dotado de genio que estuviera. Partiendo de la pista clave que nos proporcionaban las extrañas características fotográficas del sudario, que lo distinguen de cualquier otra obra de arte, nos enfrentábamos a una posibilidad asombrosa. ¿De verdad podía ser que Leonardo da Vinci, quinientos años atrás, hubiera creado la primera fotografía de la historia? La idea en sí era intimidante, aunque, por supuesto, también de lo más atractiva. ¿Y si estábamos en lo cierto? Suponiendo, además, que pudiéramos probar que es una fotografía... Así que intentamos reproducir todas las características del sudario de Turín, utilizando los procedimientos químicos y los instrumentos con los que hubiera contado Leonardo en su época. Nos pusimos a ello, al menos al principio, con más entusiasmo que pericia —y recabamos la ayuda de Keith Prince, sin la que no hubiéramos pasado del mero intento—, ¡y lo hicimos! En ese momento no teníamos la menor idea de que, en Sudáfrica, el profesor Nicholas Allen estaba haciendo algo muy parecido, aunque contando con recursos bastante más generosos. No obstante, dado lo específico de nuestros experimentos y nuestra condición de absolutos amateurs, nos complacieron los resultados obtenidos. Y, aunque probablemente no hayamos sido los primeros en reproducir una imagen del sudario en tela utilizando procesos básicos de fotografía, sí fuimos los primeros que copiamos todas sus características.

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Con rotundidad, podemos afirmar que el Priorato de Sión no es lo que muchos afirman, pese a lo cual adentrarse en sus misterios no está exento de riesgos. Por ello, aunque inicialmente tendimos a tomar sus afirmaciones históricas como piezas que encajaban en una sucesión ininterrumpida desde el siglo XII, a partir del momento en que nuestros hallazgos nos llevaron a conclusiones divergentes, nuestra actitud hacia el Priorato de Sión sufrió una profunda transformación. No obstante, aunque su prestigio no pueda residir en sus afirmaciones, comprendimos que el Priorato tiene todavía cierta importancia en virtud de lo que representa; una tradición añeja, cuyos secretos profundamente perturbadores pueden amenazar, aún hoy, los cimientos de la Iglesia. Eso es lo que se esconde tras el «verdadero código Da Vinci»: el movimiento de los johanitas o juanitas, del que ahora entendemos que contiene la clave de varios grandes misterios, entre los cuales está el del sudario de Turín. Y que incluso podría poseer la clave de las cuestiones más candentes acerca del fundador de la misma cristiandad.

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(Curiosamente, después de que hubieran extraído las muestras, Giovanni Riggi, el microanalista designado por la Iglesia, sacó en secreto —aunque con el consentimiento del custodio oficial del sudario, el cardenal Anastasio Ballestrero, arzobispo de Turín— algunas hebras de las manchas de sangre de la cabeza, que fueron depositadas en la caja acorazada de un banco. El por qué lo hizo, y el por qué lo hizo en secreto siguen siendo un misterio. A finales de 1992, Riggi se las entregó al pediatra texano y entusiasta de la sábana Leoncio Garza-Valdés para que comprobaran el ADN de la sangre. Al parecer, el sucesor de Ballestrero, el cardenal Giovanni Saldarini, no supo de la existencia de dichas muestras hasta que Garza-Valdés le mandó una copia de un artículo sobre pruebas de ADN en 1996. No es, pues, de extrañar, que Saldarini declarara, furioso, que Riggi no tenía ninguna autoridad para entregar —ni siquiera poseer— las muestras, y que reclamara su inmediato retorno. También dejó claro que la Iglesia negaría la validez de cualquier prueba científica a que se hubiera sometido a las muestras.)

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La parte más inverosímil de este guion es la supuesta alianza entre científicos —algunos de los cuales, como Teddy Hall, son ateos vehementes— y el Vaticano. Kersten y Gruber comprenden que esgrimir su teoría de la conspiración presupone que la confabulación tuvo lugar, puesto que Michael Tite estuvo acompañado cuando, supuestamente, cambió las muestras. El motivo que aducen es ingenioso e intrigante: afirman que la Iglesia quería desacreditar la sábana santa porque prueba que Jesús estaba vivo en la tumba y, por ende, niega la resurrección; la piedra de toque del credo cristiano. Sostienen que la Iglesia había intentado adquirir el sudario para poder desacreditarlo, pero que hasta 1983, cuando el rey Humberto se lo dejó en herencia, no había podido. La idea no resulta nueva. La publicó por primera vez en la década de los años sesenta un curioso individuo llamado Hans Naber. Este aseguró que, en 1947, había tenido una visión de Jesús en la que este le dijo que no había habido resurrección y que un estudio del sudario podía probarlo. A partir de entonces, Naber consideró que su misión era dar a conocer este mensaje al mundo. Logró atraer la atención de la comunidad internacional por primera vez en 1969, cuando supo de las investigaciones secretas de la Comisión de Turín y afirmó que la Iglesia intentaba utilizar a la Comisión para destruir la tela y ocultar su secreto.

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Lo mejor del caso es que sigue habiendo cierta incertidumbre respecto de la datación del carbono, que solo puede zanjarse repitiendo el proceso. Algo que no parece probable que ocurra en el futuro inmediato, si es que ocurre alguna vez. No obstante, tal como descubrimos al adentrarnos en nuestra investigación sobre el sudario, la prueba del carbono no es esencial para ver que la supuesta reliquia no es auténtica sino el producto del ingenio humano. Sin embargo, iniciamos nuestra pesquisa a la luz de los resultados del carbono, y buscamos la identidad del autor de esta extraordinaria patraña en la evidencia que ofrece la misma tela, y en su compleja y controvertida historia. Fue un poco como si el chiquillo que comprendió la verdad del nuevo traje del emperador se propusiera escribir una historia de la moda, pero lo cierto es que abordamos el estudio del sudario con una nueva mirada. ¿Cuáles son, pues, los hechos objetivos acerca del sudario? ¿Qué es lo que realmente ha demostrado tanta investigación científica minuciosa? Nos remitimos a lo básico.

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Pese a que, en este ámbito, no hay nada completamente concluyente, el peso de las pruebas señala que las manchas de sangre del sudario son, o al menos contienen, auténtica sangre humana. Y, con todo, sigue habiendo cuestiones abiertas al respecto: ¿pertenece necesariamente la sangre al individuo cuya imagen aparece en la tela? ¿Confirma eso que el sudario estuvo en contacto con un cuerpo humano real, sangrante?

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El mayor problema de los creyentes ha sido siempre la inexistencia de pruebas históricas de que el sudario sea más antiguo de —en los cálculos más ajustados— 650 años. Apareció simplemente, de repente y sin la menor explicación de cómo había llegado hasta allá, en el centro de Francia en algún momento de la segunda mitad del siglo XIV. Tanto el misterio acerca de los detalles anteriores de su existencia como el modo en que apareció van en detrimento de la autenticidad de la sábana. Si es auténtica, ¿dónde estuvo durante los quince siglos posteriores a la crucifixión? ¿Cómo pudo la reliquia de las reliquias regresar casualmente al curso de la historia? Cabe suponer que algo tan poderoso, con tanto potencial para apoderarse de los corazones y las mentes de las masas, habría recibido honores bajo palio con fanfarrias, oraciones y reverencias. Los más intrigados por este deslumbrante vacío han intentado sugerir varias explicaciones, mientras que otros se inclinan por afirmar que pueden ignorarse los años en que el sudario estuvo desaparecido, dado que, para ellos, la mera evidencia científica (aparte de las pruebas del carbono, naturalmente) basta para avalar la autenticidad de la tela. Antes de las pruebas del carbono, los creyentes aducían que el peso de las pruebas se inclinaba por la autenticidad de la sábana. Pero, en la actualidad, la balanza se ha inclinado en el otro sentido. Es decir, la única forma de socavar los resultados del carbono es demostrar que el sudario existía, al menos, antes de la fecha límite de 1260.

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Si, de algún modo, el sudario milagrosamente impreso hubiera sido omitido del Nuevo Testamento..., ¿no cabe suponer que el rumor de la existencia de una reliquia como esa hubiera circulado por los corros de una Iglesia deseosa de maravillas en sus primeros tiempos? Sin embargo, no hay rastro siquiera de un susurro respecto del sagrado artefacto. En los inicios de la Iglesia, el sudario no estaba.

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El sudario no salió a la luz hasta 1357. Si es auténtico, ¿dónde estaba antes? De existir, hubiera sido la reliquia más sagrada y admirada de la cristiandad. ¿Cómo pudo ser silenciada y mantenida en el anonimato durante más de mil años?

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El mandylion era una tela en la que aparecía la imagen milagrosa del rostro de Cristo; un objeto al que, por cómo apareció, se referían con el nombre de acheiropoietos , que en griego significa «no es obra de manos humanas».

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El francés Paul Vignon, uno de los sindonólogos más celebrados, sostiene que algunas características del rostro del hombre del sudario concuerdan con descripciones de Jesús de épocas tan tempranas como el Imperio bizantino, características que ahora se conocen con el nombre de las «marcas de Vignon». La marca más famosa es una en forma de V invertida entre las cejas, que Vignon consideraba ajustada con exactitud a la tradición de la iconografía temprana de presentar a Jesucristo frunciendo el ceño. Vignon afirmaba que había aislado veinte marcas similares que coincidían con las de las primeras pinturas cristianas. Ningún icono las contiene todas —la que más se acerca es una pintura siciliana del siglo XIV, con catorce—, pero bastaron para convencer a Vignon de que el sudario de Turín se remontaba, como mínimo, al siglo VIII. Las marcas que identificó Vignon no son exclusivas de las descripciones de Jesús en los iconos bizantinos: por ejemplo, la V característica la tienen también los santos y la Virgen María en la frente. Lo más relevante es que la mayoría de las marcas de Vignon solo son visibles en los negativos fotográficos del sudario. ¿Cómo pudieron verlas los artistas de antaño?

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La inspección minuciosa de la tela no acabó ahí: tras Vignon, llegó Alan Whanger, profesor de psiquiatría de la Duke University, en Carolina del Norte (Estados Unidos). Utilizando un instrumento que sobreponía una imagen a otra y que diseñó especialmente para la ocasión, comparó el rostro del hombre del sudario con varias representaciones de Jesús previas al siglo XIII. Su conclusión fue que encajaban de tal modo que las pinturas tenían que ser una copia fiel del sudario. El criterio en el que se basaba Whanger eran los «puntos de congruencia», como los que utiliza la policía estadounidense para determinar si dos fotografías pertenecen a una misma persona. Señaló que, efectivamente, algunos de esos ejemplos mostraban más puntos de congruencia que los requeridos por la policía y el FBI para establecer una identidad. El problema que se plantea con este tipo de trabajos —tal como descubriríamos— es que son muy subjetivos, y se convierten rápidamente en una especie de test de Rorschach aplicado a unas manchas de tinta. El otro problema es que esos detalles tan finos se confunden con la urdimbre de la tela (debemos insistir, hablamos por experiencia). Y, naturalmente, para que dichas afirmaciones sean válidas, deben ser aplicables a la imagen vista a ojo desnudo, sin recurrir al negativo. Una vez más, la subjetividad campa a sus anchas por el estudio de Whanger. Una de sus correspondencias más congruentes (con la imagen del sudario) es con un Cristo que aparece en una moneda bizantina del reinado del emperador Justiniano. Halló nada menos que 145 puntos de congruencia entre las dos imágenes: una hazaña heroica, pues la de la moneda en cuestión mide 9 mm (es incluso menor que la cabeza de la reina de Inglaterra en las monedas de cinco peniques). No obstante, si Whanger hizo gala de unos poderes de observación realmente paranormales, ¿qué decir de los del supuesto copista bizantino, que trabajó como un esclavo sin la ayuda de un microscopio electrónico ni lentes de contacto de mucho aumento? Y, por más que este desconocido dibujante genial tuviera la destreza técnica requerida para ello, ¿por qué habría de hacerlo, si una copia mucho más vaga también le hubiera valido? Así, no es de extrañar que las afirmaciones de Whanger hayan sido recibidas con cierto escepticismo por otros estudiosos del sudario más objetivos. El mismo Ian Wilson se burló de sus conclusiones durante una conferencia que dio en la BSTS en abril de 1991: «¡Y eso, viniendo de un psiquiatra...!».

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Otros investigadores se han centrado en las características que difieren de la convención artística, y defienden que son las que demuestran que el sudario es auténtico. Una es que el hombre del sudario esté desnudo, y la inusual y poco natural manera en que se cruzan sus manos. Wilson cita ejemplos que vienen a subrayar dicha opinión, como la ilustración de un manuscrito de finales del siglo XII de Budapest —conocido como el «Manuscrito Pray»— y un tapiz que le mandaron al papa Celestino II alrededor de la misma época: ambos muestran a Jesús con las manos cruzadas como en el sudario, y el tapiz también lo muestra completamente desnudo. El problema de esta argumentación es que también hay pinturas en las que personas que no son Jesús aparecen con las mismas características. En la iglesia de Berze-la-Ville, en el sudoeste de Francia, por ejemplo, hay una pintura mural fechada en 1110 que muestra a san Vicente desnudo y en una pose exacta a la del sudario. Aplicando la lógica de los seguidores del sudario, este extremo demostraría que, en realidad, el hombre del sudario es san Vicente. El hecho de que los creyentes tengan que recurrir a estas nimiedades, y a argumentos ridículos, pone de relieve el problema esencial. No existe prueba documental de la existencia del sudario antes, como mucho, de la década de 1350, pero hay referencias aisladas —como la de Robert de Clari— a objetos que podrían ser el sudario si se manipulan y extrapolan las fechas. Tampoco existe ninguna descripción escrita o representación visual —inequívocas— de nada que pueda ser el actual sudario. Si el sudario hubiera existido antes del siglo XIV, se habría erigido en el objeto más importante de la cristiandad y hoy no albergaríamos duda alguna acerca de su existencia. Sin embargo, los defensores actuales de su autenticidad tienen que escarbar en busca de migajas de pruebas que echarse a la boca cuya relevancia es improbable, y seleccionar cientos de miles de iconos cristianos y de reliquias para dar con los pocos que guardan un ligero parecido con la imagen del sudario.

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Todas esas pruebas, especialmente contrastadas con la prueba del carbono, no pasan de ser simples especulaciones, en algunos casos alimentadas por la creciente desesperación de los creyentes por demostrar la autenticidad de la tela. Ninguna de esas argumentaciones prueba que el lienzo que llamamos sudario de Turín existiera antes del límite ulterior de la prueba del carbono; es decir, antes de 1350.

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Aunque no existen testimonios tempranos de que los peregrinos vieran nunca una sábana con una imagen impresa, las telas en las que aparece el rostro de Jesús tienen una larga tradición. Aparte del mandylion, no hay que olvidar la verónica.

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Persiste, sin embargo, la paradoja esencial del sudario. A partir de las pruebas históricas, nadie dudaría lo más mínimo en considerar que se trata de una falsificación realizada en el siglo XIV. Pero, por otro lado, las meras pruebas científicas —al menos superficialmente— nos llevan a admitir que hay algo profundamente extraño e inexplicable acerca de la imagen. ¿Qué aducen los creyentes en la autenticidad del sudario acerca de cómo se formó la imagen? Por otra parte, si el sudario no es la mortaja de Jesús, ¿de qué otro modo se formó la imagen?

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¿Cómo pudo formarse la imagen del sudario, si es que es auténtico? Y, por el contrario, si es una falsificación, ¿cómo la hicieron? Estas preguntas han levantado ampollas en los miles de personas inteligentes que se lo han planteado desde que se conoció el auténtico grado de detallismo del sudario en 1898.

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Buena parte de la atracción que la sábana ejerce en los creyentes es debida a que es un objeto que está entre lo milagroso y lo mundano, un recuerdo dejado por Cristo que ahora está abierto al escrutinio del siglo XXI. Más de un escritor ha sugerido que se trata de un acertijo deliberado, una pista dejada por Dios para devolver a la atea edad de la ciencia al buen camino. ¿Por qué, si no, iba el sudario a mostrar características que solo pueden apreciarse en nuestra era tecnológica, cuando tenemos un sistema de análisis de imágenes y fotografías por ordenador que nos lo permite? Uno de los investigadores más destacados, que reivindica una consideración puramente científica del enigma, ha llegado a afirmar que el sudario ha sido protegido por la mano divina durante su larga vida con este fin. Denominar «milagro» al sudario tal vez sea infalible —o solo una excusa— para los que desean ignorar las pruebas del carbono. Pero los que se han dedicado a investigarlo y sostienen los principios de la ciencia no pueden escudarse en una salida tan fácil.

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Imágenes paranormales

Hay quienes creen que los orígenes del sudario más que milagrosos son paranormales. Piensan que las fuerzas que operaron en él eran ya no divinas, sino sobrenaturales. El parapsicólogo mexicano César Tort citó la posibilidad de que la imagen sea una «pensamientografía». Existen pruebas —controvertidas, pero dignas de tomar en consideración— de que algunas personas dotadas de poderes extrasensoriales pueden crear imágenes reconocibles sobre película gracias al mero poder de la mente. El caso más famoso es el de Ted Serios, un botones alcohólico de Chicago, cuyas habilidades fueron estudiadas extensamente a mediados de los sesenta por el eminente científico Jule Eisenbud. Si existe, la capacidad de la mente para afectar los componentes ultrasensibles de la película fotográfica parecería una variante natural de la psicokinesia (PK) —la alteración del estado de un objeto físico ejerciendo únicamente una influencia mental—, cuyo representante más famoso probablemente sea Uri Geller. Tort señala fenómenos similares, imágenes que aparecen espontáneamente en las paredes o los suelos de los edificios. Cita un caso muy bien documentado de los años veinte, cuando la imagen del finado deán John Liddell apareció en los muros de la catedral de Oxford. Normalmente, las imágenes que aparecen son de gente de una santidad notable, pero no siempre. El profesor Hans Bender, veterano parapsicólogo que en tiempos fue mentor de Elmar Gruber, coautor de The Jesus Conspiracy, investigó la aparición regular de unos rostros demoníacos y de mirada lasciva durante más de veinte años en las paredes y los suelos de una casa de Bélmez de la Moraleda, en España. El punto de partida de César Tort fue la paradoja entre las pruebas históricas y las científicas que ya hemos señalado: la imagen de la sábana es más coherente con el relato de una crucifixión (y por ende, para la mayoría, con el siglo I) que con una falsificación medieval, pero la prueba del carbono y la historia documentada muestran que es medieval. ¿Cómo es posible, se preguntaba Tort, que una tela del siglo XIV muestre una imagen del siglo I? De modo que especuló con la posibilidad de que fuera una pensamientografía, proyectada en la tela por la mente colectiva de los peregrinos que fueron a meditar ante la tela (entonces lisa) que creían que había envuelto a su Señor encumbrado. Tort admitía la principal objeción que puede plantearse a este argumento: incluso suspendiendo nuestros juicios acerca de la autenticidad de la pensamientografía, cabría esperar que la imagen fuera conforme a las creencias y expectativas de quienes inconscientemente la crearon. Para una mente medieval, los clavos tenían que estar en las palmas (no en las muñecas), Jesús debería ser más joven y, ciertamente, no estaría desnudo como ahí. Para explicar esto, Tort invocó otro fenómeno paranormal —la retrocognición— por el que se puede percibir psíquicamente el pasado. Los pros y contras que nos llevan a creer o no en estos fenómenos no son el asunto de este libro, pero en el caso de las hipótesis de Tort baste con decir que ninguno de esos efectos ha demostrado operar a la escala que precisa la imagen del sudario, y que el uso de esos dos desconocidos —la retrocognición y la pensamientografía— supone, sencillamente, llevar nuestra credibilidad demasiado lejos. Tampoco explica por qué se proyectó una imagen negativa, o por qué las manchas de sangre son tan distintas del resto de la imagen. No se puede negar que constituye un intento audaz y abierto de mente por reconciliar elementos del sudario, pero finalmente genera más preguntas que respuestas.

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… la tan citada teoría del «destello nuclear» es la menos sostenible de todas, y merecería menos atención incluso que la hipótesis de la pensamientografía de César Tort, si no fuera porque sigue gozando de prestigio en los círculos sudaristas: por ejemplo, se le dedicó una ponencia en el simposio de Roma de 1993. Muchos de los sudaristas que permanecen al margen de la ciencia la aceptan como la explicación más plausible o, como mínimo, como una ponencia seria. Pero los sudaristas científicos también tienden a recurrir a esta teoría, lo que, evidentemente, dice más de su desesperada necesidad de creer que de su confianza en las leyes de la ciencia. La teoría tiene tantos agujeros como tendría el sudario de haber estado expuesto a ese proceso.

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Las teorías de los vapores químicos tampoco consiguen explicar la ausencia de distorsión en la imagen. Los intentos de reproducir la imagen colocando una tela sobre un modelo cubierto de pintura han tenido como resultado una imagen distorsionada e inerte cuando, finalmente, estiran de nuevo la tela. Cabe decir lo mismo de todas las imágenes creadas a partir de reacciones químicas.

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En 1986 ocurrió un suceso en un hospital de Thornton, en Lancashire, que se acostumbra a citar como ratificación de la hipótesis del «proceso natural». Cinco años antes, un paciente identificado solo como «Les» falleció en aquel centro de cáncer de páncreas. Al cambiar la ropa de su cama, las enfermeras hallaron una mancha en el colchón que componía la silueta clara de la espalda del desafortunado: los hombros, la espalda, las nalgas y los muslos y, lo más sorprendente, el brazo y la mano izquierdos, sobre los que estaba tumbado. También se podía observar una imagen débil y distorsionada de una parte de la cara. Era evidente que la imagen se formó en el colchón a través del pijama y de la sábana (los habían quemado, como hacían siempre, antes de descubrir la imagen, aunque sí conservaron la funda del colchón con la imagen). Aunque transcurrieron cinco años antes de que el caso llamara la atención de los médicos y los expertos forenses, el profesor James Cameron, del London Hospital, que ha estudiado los detalles médicos de la imagen del sudario, fue capaz de demostrar que la imagen era debida a la acción de las enzimas presentes en los fluidos alcalinos. Dado el estado del páncreas del paciente, pasaron a la orina y, debido a su incontinencia, se acumularon en los huecos creados por su cuerpo. 8 El caso creó revuelo en la comunidad sudarista, a pesar de que los paralelismos entre este y la reliquia son meramente superficiales. Estaba claro que la imagen de Les se había formado por contacto, y que el peso del cuerpo presionando el colchón la había distorsionado. La diferencia entre ambas imágenes es la misma que puede haber entre el rostro de alguien mirando a través de una ventana a unos centímetros de distancia, y ese mismo rostro comprimido contra el cristal. Si en ambos se tratara realmente del mismo fenómeno, la espalda del sudario debería mostrar pruebas similares del contacto. Y no las hay. La imagen de Thornton es solo de la silueta y los huecos del cuerpo donde se acumularon los líquidos, mientras que en el sudario vemos todas las partes del cuerpo por igual. Si la imagen del sudario hubiera sido causada por una acción enzimática parecida, el fluido habría tenido que cruzar el espacio entre el cuerpo y la tela en los lugares donde la tela no está en contacto con la carne del hombre. Las dos imágenes ni siquiera se parecen, y la teoría de las enzimas no se puede aplicar a la sábana. Naturalmente, el caso demuestra que los fluidos humanos pueden crear imágenes que no desaparecen al lavarlas. En el caso de Thornton, no la quitó ni la lejía.

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La causa del efecto Volkringer sigue siendo desconocida y, en efecto, sí guarda relación con la imagen del sudario. Ciertamente, representa el único paralelismo hallado en la naturaleza, aunque este sea a escala mucho menor y se trate de tejidos vegetales, no humanos.

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Ninguno de los procesos por los que se ha pretendido explicar su creación —ya sea el contacto con el cuerpo, el calentamiento de una estatua metálica o incluso la teoría del destello nuclear — podría dar lugar a una imagen sin distorsión alguna. Además, ¿por qué vemos la parte frontal y la dorsal de la imagen y no la parte superior de la cabeza y los lados? La conclusión inevitable es que el sudario nunca envolvió un cuerpo, vivo o muerto. Sea cual sea el modo en que se formó la imagen, la tela tuvo que haber estado completamente plana.

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… se considera que las manchas de sangre son el detalle anatómico más perfecto. Solo pudieron pasar a la tela mediante el contacto directo.

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Tal como hemos visto, se han formulado varias teorías para justificar hábilmente la prueba del carbono y reabrir así la posibilidad de que el sudario sea auténtico. No obstante, esta prueba no es necesaria para demostrar que la imagen es una falsificación. Una falsificación única y espléndida, de acuerdo, pero falsificación, al fin y al cabo. Las claves más decisivas en el sentido de que la hizo la mano del hombre son: La ausencia de referencias de un santo sudario con una imagen anteriores al siglo XIV, y los fallos en las teorías que pretenden explicar dicha omisión, como la hipótesis del mandylion. La ausencia de mención alguna de dicho objeto tanto en el Nuevo Testamento como en los primeros textos del cristianismo. El hecho de que el sudario tuvo que estar plano cuando se formó la imagen, pues de lo contrario, esta estaría distorsionada. Esto requisito es válido tanto para la imagen frontal como para la dorsal. El sudario nunca envolvió un cuerpo. El hecho de que se requieran dos procesos distintos, e igualmente únicos, para crear la imagen del cuerpo y la de la sangre. Las anomalías en los regueros de sangre. Son casi perfectos, pero no del todo. Si nos atenemos a las pruebas que existían acerca del sudario en 1988, su misterio es aún más sorprendente. Todo indica que se trata de una falsificación: la prueba del carbono, las pruebas históricas, las significativas anomalías en la posición de la tela y en las manchas de sangre. Pero no es una pintura. No podíamos ignorar el trabajo del STURP y de otros científicos. Y, pese a que la mayor parte de los sudaristas se deja influir por sus inclinaciones religiosas, no era nuestro caso. Tampoco cabe considerarnos escépticos en asuntos paranormales (que incluyen los llamados «milagros»). En definitiva, no tenemos ningún interés creado ni en un sentido ni en otro. Seguimos remitiéndonos a los datos. El depurado realismo de la imagen y su excelencia anatómica están en absoluta contradicción con lo que cabría esperar de un falsario medieval. La teoría del destello nuclear fue la que nos encaminó, al hacernos caer en la cuenta de dos factores decisivos. El primero es que, si la imagen se creó realmente a partir de un cuerpo humano, la energía que se utilizó —radiación nuclear, rayos o, simplemente, la luz—, fuera cual fuera, tuvo que reflejarse en el cuerpo, no emitirse desde dentro. El segundo es que la energía tuvo que dirigirse o concentrarse de algún modo; de lo contrario no existiría ninguna imagen reconocible. Al resumir los resultados de las pruebas de 1978, el científico del STURP Lawrence Schwalbe escribió: «La eliminación de todo método conocido no prueba que un artista o falsificador astuto no hallara un método desconocido para nosotros». Estas palabras iban a cobrar valor profético en lo que a nuestra obra se refiere, pese a que la descripción del hipotético falsificador como «astuto» era, tal como íbamos a descubrir, ¡una estimación claramente insuficiente! En un estadio aún tan temprano, comprendimos que, aunque el sudario fuera obra de un artista, estaba muy lejos de ser la tosca falsificación que tan bruscamente despreció Teddy Hall. Quien la creó poseía conocimientos que se adelantaban, con mucho, a su tiempo, y utilizó un método tan efectivo que sigue confundiendo a la élite de los científicos del siglo XXI. Es evidente que no se trataba ni de un artista al uso ni de una persona corriente.

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Si quieres saber la verdad, pregúntasela a un niño.

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A lo largo de los meses siguientes, recibimos un total de trece cartas de Giovanni en las que seguía dándonos información acerca de Leonardo y el sudario, y cuyo contenido es correcto según hemos podido comprobar a partir de investigaciones y experimentos propios e independientes. Para resumirlos, estos son los aspectos más importantes de su teoría: Leonardo falsificó el sudario en 1492. Era una creación compuesta: partió de la imagen de su propia cara y del cuerpo de un hombre realmente crucificado. No era una pintura: fue una imagen proyectada «fijada» en el lienzo con la ayuda de productos químicos y luz; en otras palabras, se trataba de una técnica fotográfica. El maestro la falsificó por dos motivos. El primero, porque se lo había encargado el papa Inocencio VIII, como parte de un cínico experimento publicitario. Pero la razón de que le dedicara tanta concentración, osadía y genio fue que le brindó la oportunidad de atacar las bases del cristianismo desde la misma Iglesia (y tal vez le gustara la idea de que generaciones de peregrinos rezaran ante su propia imagen). La codificó de modo que, en caso de ser comprendida, se interpretaría como un desafío frontal a la Institución. No obstante, Giovanni dijo que Leonardo no cobró por el trabajo que hizo sobre el sudario de Turín porque, a simple vista, ¡era decepcionante!

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El enigma sagrado empieza con el misterio de Rennes-le-Château, un lugar remoto del Languedoc, en el sur de Francia, cerca de la frontera con España. En los últimos años del siglo XIX su sacerdote, François Bérenger Saunière, inició las obras de remodelación de la iglesia y, supuestamente, encontró algún documento en el interior de una columna. Los pergaminos estaban codificados, y parecían indicar la implicación de la aristocracia local en alguna trama. Fuera lo que fuese lo que encontró Saunière, debió de ser de un gran valor, puesto que se hizo inmensamente rico de la noche a la mañana y atrajo a la flor y nata de la alta sociedad parisiense a su parroquia. Aunque, una vez más, solo podemos barruntar en qué consistía el atractivo. Saunière reconstruyó la iglesia de modo que albergara una decoración de lo más extraña, entre la que se incluía un demonio de yeso que guardaba la entrada, y bajo el que una leyenda rezaba: «Este es un lugar terrible». El sacerdote murió el 22 de enero de 1917. Para el velatorio el cadáver fue colocado en posición sentada y muchos dolientes acudieron, hasta de lugares tan lejanos como París, atraídos por lo que parecía ser un conocimiento previo del día de su muerte. Y desfilaron ante su cuerpo, intentando llevarse un pompón rojo de su lienzo mortuorio a modo de reliquia. Se rumoreaba que el cura que había escuchado la última confesión de Saunière había huido horrorizado y que el sacerdote de Rennes llegó a la tumba sin la absolución. En la década de los setenta, Henry Lincoln investigó esta historia para realizar tres programas de televisión para la BBC, y rastreó las posibles conexiones con otros sombríos grupos a lo largo de la historia, entre los que incluyó a los caballeros templarios. Algunos años después, colaboró con sus colegas Baigent y Leigh en la redacción de un libro que profundizó más en el tema. Tenía que ser una especie de caja de Pandora, que les llevó a un laberinto de sociedades secretas y al ojo del huracán de una controversia, y que culminó con la publicación de El enigma sagrado, un éxito de ventas internacional. Sus investigaciones descubrieron la existencia de una organización oscura llamada el Priorato de Sión, que supuestamente ha existido desde el siglo XI. Los miembros del Priorato, incluido el gran maestre de aquel entonces, Pierre Plantard de Saint-Clair, se dieron a conocer a los tres autores y les ayudaron en su estudio, que amplió su espectro hasta que, pronto, casi se habían olvidado del misterio original. Los autores se muestran de acuerdo en que el supuesto objetivo del Priorato era defender la estirpe de Jesús y María Magdalena, con quien creían que se había casado. Afirmaban que Jesús no había muerto en la cruz, que tal vez hubiera vivido muchos años más, y que María Magdalena había huido con sus hijos al sur de Francia, donde tuvo una larga vida. Y donde sus descendientes se convirtieron en la dinastía merovingia de los reyes francos. Es una historia extraña y convincente —aunque, naturalmente, «herética»— y ha recibido su buena dosis de críticas y de lo que no pueden sino considerarse ultrajes (Ian Wilson siempre aplica el calificativo «abyecto» o «infame» cuando se ve obligado a hablar de El enigma sagrado). El Priorato de Sión se jacta de que, a lo largo de los siglos, ha tenido algunos grandes maestres realmente célebres. En realidad, unas pocas han sido mujeres, porque el Priorato ha sido siempre una sociedad secreta a favor de la paridad de sexos. Entre los grandes maestres masculinos que aparecen en los documentos de la organización, conocidos como los Informes secretos, están sir Isaac Newton, Victor Hugo y Leonardo da Vinci. Al parecer, Leonardo ocupó ese cargo desde 1510 hasta su muerte en 1519, cuando era invitado de Francisco I en su castillo de Amboise, en el valle del Loira. Como muchos otros lectores de El enigma sagrado, el escepticismo se apoderó de nosotros ante algunas de sus afirmaciones, aunque nos pareció que la estructura lógica del libro era de lo más convincente. En apariencia, era demasiado bueno para ser cierto que el Priorato hubiera tenido a algunos de los nombres más famosos de la historia entre sus grandes maestres. Otros de los elegidos habían sido Claude Debussy y Jean Cocteau, por ejemplo. Sin embargo, en años recientes ha accedido a tan excelso cargo gente menos célebre, como Pierre Plantard de Saint-Clair. Giovanni también afirmaba haber tenido un cargo elevado en una facción cismática del Priorato de Sión, y reivindicaba su escisión como la de los puristas que creían que la organización moderna se ha alejado de sus objetivos y creencias originales. Muchos críticos de El enigma sagrado han señalado que se basa en fuentes misteriosas y, por lo tanto, incontrastables. Aunque, de entrada, nos tentó ponernos del lado de los críticos, pronto nuestra situación empezó a trazar paralelismos con la de esos tres autores, y eso nos dio una lección de humildad. Tal como descubriríamos en carne propia, una fuente misteriosa no significa necesariamente una fuente ficticia, aunque nunca faltan críticos que sugieran lo contrario. ¿Qué pruebas tenemos de la existencia del Priorato de Sión? Las opiniones varían entre dos extremos. El primero es que las afirmaciones de la organización —a saber, que esta existe desde el siglo XI y que custodia secretos desde mucho antes de esa época— son literalmente ciertas. En el otro extremo están los que defienden que todo es una falsedad, y que la sociedad fue inventada en la década de 1950. El terreno medio lo ocupan los que consideran que el Priorato es un grupo moderno que intenta reivindicar una larga historia por motivos que, en realidad, solo conocen ellos. Algunos escritores de temática esotérica han expresado sus dudas ante el hecho de que el Priorato haya podido permanecer incógnito durante tanto tiempo. Con los años, la existencia de las sociedades más secretas, sean políticas, religiosas u ocultas, acaba saliendo a la luz. El escritor americano y experto en sociedades secretas Robert Anton Wilson ha llegado a la conclusión de que los orígenes del Priorato se remontan al siglo XX, como mucho a finales del XIX, y que se creó como una elaborada forma de tomadura de pelo. Dentro de los círculos esotéricos actuales parece prevalecer una opinión similar.

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


Tal vez no sea el Priorato del que debemos recelar. Después de todo, existen otros intereses creados en el mantenimiento del misterio del sudario. Sin embargo, hay que entender que, una vez que se comprende el verdadero mensaje de la imagen, lo que está en juego no son solo unas pocas reputaciones académicas. Incluso descubrir la identidad y el propósito del creador del sudario es, según hemos entendido, equivalente a abrir la caja de Pandora, puesto que en el misterio de ese lienzo subyace otro infinitamente mayor.

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A nosotros se nos antojó plausible que la imagen de la sábana fuera, en cierto modo, un autorretrato: no solo lo había dicho Giovanni, sino que los análisis computarizados realizados recientemente con la Mona Lisa mostraban que Leonardo no era reacio a usar su imagen en obras que, supuestamente, eran representaciones de personas muy distintas a él. Además, pese a la ceguera voluntaria de los estudiosos de la BSTS, es obvio que se parece a él, tal como nos han probado tanto nuestra encuesta popular como el mismo Luigi Mattei. Se ha insinuado que también pudo haber utilizado alguna técnica fotográfica básica para crear su oscura obra de arte para la posteridad. Más aún, nos han contado que le motivaba una profunda aversión hacia la Iglesia, fruto en parte de sus actividades alquímicas y mágicas más secretas, y en parte de su naturaleza anticristiana. Así pues, teníamos que encontrar pruebas convincentes de todo ello. Teníamos que demostrar, igual que en las investigaciones detectivescas clásicas, que Leonardo tuvo «medios, motivos y oportunidad» para crear la reliquia falsa más famosa de la historia.

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La filosofía ocultista pone de relieve todas las manifestaciones del Renacimiento y nunca debe disociarse de él, porque es el pensamiento ocultista el que subyace en el a menudo oscuro simbolismo de aquel. Uno de los objetos claves de la magia hermética son los talismanes; Ficino estaba obsesionado con ellos. Aunque se suele considerar que es sinónimo de amuleto o fetiche, el talismán es mucho más que eso. Se suponía que era capaz de atraer cierto tipo de poderes mágicos, que luego canalizaba.

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El segundo elemento importante a tener en cuenta respecto de los escritos de Leonardo sobre la alquimia es su tono y contenido precisos. Tal como hemos visto, la mayor pretensión de los alquimistas más serios era la transformación espiritual, no convertir metales base en oro, como se suele creer. Según el estudioso de temas ocultistas Grillot de Givry, es de rigor distinguir a los verdaderos alquimistas de las hordas revueltas de no iniciados, que fracasaron completamente cuando intentaron penetrar en el secreto de la verdadera doctrina y siguieron trabajando con materiales de lo más variopintos, con los que nunca lograron el resultado deseado. Esos son los falsos alquimistas, también llamados «sopladores». Resulta evidente que los escritos de Leonardo iban dirigidos a esos sopladores. Por ejemplo, les pregunta: «¿Por qué no vais a las minas donde la Naturaleza produce dicho oro, y os convertís en sus discípulos? Ella os sanará de vuestra locura por la fe, mostrándoos que nada de lo que vosotros utilizáis en vuestro horno se cuenta entre las cosas que ella utiliza para producir oro». No obstante, su actitud no es abiertamente hostil, porque también dice que los alquimistas «merecen elogios sinnúmero por la utilidad de las cosas que han inventado para el uso del hombre». Los alquimistas serios se mostrarían de acuerdo con él. El desprecio que sentían —y siguen sintiendo— por los sopladores va de la mano del que experimentan ciertos científicos hacia los que siguen creyendo que el sudario perteneció realmente a Jesús. En su conjunto, rige para los modernos alquimistas —existen institutos de alquimia tanto en Francia como en Estados Unidos— la misma tendencia al anonimato que operaba en sus antecesores. Tal vez resulte extraño, puesto que los tiempos en que podían terminar en la hoguera por sus creencias y prácticas quedan muy atrás. Algunos consideran que el anonimato está tan enraizado en la psique de los alquimistas que se ha convertido en una tradición, pero la cosa no se queda ahí. En realidad, la alquimia es solo para iniciados, al igual que cualquier otro saber oculto. Los secretos deben seguir siendo secretos. O, en palabras de Neil Powell: «Los alquimistas se complacen en velar sus escritos con un halo de misterio y oscuridad porque siempre temen que la información caiga en manos de la persona equivocada. Tal vez les guste el secreto en sí mismo». Aun así, la alquimia ha elaborado códigos, a menudo impenetrables, en los que emplean imaginería fantástica, aunque, esencialmente, se trata de un sistema inflexible que pretende transformar no solo las sustancias con las que trabaja el alquimista, sino al alquimista mismo. Existe un dicho entre los alquimistas: «No existe más Dios que el hombre-Dios» (o que Dios en el hombre). No solo era un axioma peligroso como para andar proclamándolo en tiempos de inquisidores, sino que, además, resulta un sentimiento fácilmente adjudicable a alguien como Leonardo.

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La alquimia no es una afición como la filatelia o el cultivo de orquídeas; es un sistema completo de comprensión tanto del hombre como del mundo en que reside. La «Bruja con espejo mágico» de Leonardo demuestra que no era ajeno a la imaginería alquímica.

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No obstante, lo más significativo, hasta el momento, es nuestro descubrimiento de la evidente simbología johanita que aparece en muchas de las supuestas obras de piedad cristiana de Leonardo. Incluso a nosotros, quienes a esas alturas ya nos habíamos familiarizado con la idea de que fuera un hereje, nos dejó atónitos hasta qué extremo logró incluir en sus obras sorprendentes elementos subliminales anticristianos, y, específicamente, en contra de la sagrada familia.

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Wilson y otros entusiastas del tema, especialmente Noel Currer-Briggs, tienen que realizar alambicadas presunciones para explicar que —supuestamente— los templarios estuvieron en posesión del sudario. Sorprende que todo su argumento descanse en la identificación del sudario con el Bafomet, un ídolo demoníaco con forma de cabeza humana que los templarios confesaron adorar. Se suponía que bastaba con reverenciar dicha cabeza para que le ejecutaran a uno por hereje. No obstante, Wilson cree que el Bafomet era, en realidad, el sudario doblado —igual que en sus pretendidas encarnaciones como el mandylion— para que solo se viera la cabeza. Además, sugiere que las alegaciones de culto al diablo no eran más que los intentos de sus enemigos por desacreditarles. Con todo, su teoría no se sostiene. Wilson asegura que el secreto del mandylion (que, en realidad, era el sudario) se descubrió ya cuando estaba en Constantinopla. Cabe preguntarse por qué los templarios siguieron doblándolo y adorando solo la cabeza si sabían que era una imagen de cuerpo entero. O bien desconocían sus verdaderas dimensiones, en cuyo caso difícilmente podía tratarse de la síndone de Robert de Clari, o las conocían y no era el ídolo templario.

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Nuestros cálculos determinaron que la altura del hombre del sudario —de frente— era de 2,03 m. Como es natural, los primeros sorprendidos fuimos nosotros, y repetimos varias veces las operaciones. Pero no había ningún error: la imagen frontal mide unos 2,03 m. ¿Y la imagen dorsal? Pues, para mayor sorpresa, ¡mide 2,08 m! Lo más curioso es que, si se repasa con detenimiento la literatura relativa al sudario, se hallan dichos cálculos en varios casos, pero no se les presta ninguna atención. ¡No solo es una imagen absurda e imposiblemente grande, sino que —siendo supuestamente del mismo hombre y del mismo momento— es cinco centímetros más alta por detrás que por delante! (Las puntas de los pies no se ven en la imagen frontal del sudario, pues la tela se termina un poco antes, pero eso no puede suponer una diferencia mayor de cinco centímetros.) Los creyentes, pese a conocerla, nunca le han concedido importancia a la altura total de la imagen. Si se molestan en mencionarlo, opinan que el drapeado de la tela en torno al cuerpo distorsiona las medidas, y hace que la imagen sea más larga que el cuerpo real. Sin embargo, gracias a la obra de Isabel Piczek (que también es creyente), además de la evidencia que corroboran nuestros ojos, sabemos que dicha distorsión no existe. La tela solo podía producir una imagen en escorzo —aunque, por lo demás, completamente natural— si estaba plana.

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En realidad, el largo total del cuerpo —desde lo alto de la cabeza hasta los talones cuando está tumbado, y hasta la punta de los pies cuando tiene las rodillas flexionadas— apenas cambia. El largo adicional de los pies se contrarresta exactamente con el escorzo provocado por la flexión de las rodillas. Naturalmente, todos los cálculos son distintos, pero hasta los más generosos estiman que, según esta explicación, la figura solo podría alargarse un máximo de cinco centímetros. Pese a que habíamos descartado la idea de Ian Dickinson que sostiene que la cabeza parece echada para atrás porque se formó un pliegue de la tela bajo la barbilla, decidimos comprobar si podía explicar esa altura tan elevada. Pero no, la imagen dorsal confirma nuestras mediciones e incluso las supera, puesto que es cinco centímetros más larga que la frontal. Ahora comprendemos los verdaderos motivos de tantas discusiones sobre el drapeado, los pliegues y la expansión de la tela. No eran más que una treta para ocultar un hecho incómodo, que lleva al sudario al terreno de la farsa. ¿Cabe imaginar que, si Jesús hubiera sido un gigante, no lo habría mencionado el Nuevo Testamento? Pero es que sus páginas son tan inocentes respecto a este extremo como respecto al sudario milagrosamente impreso.

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Estábamos desconcertados. Comprobamos de nuevo nuestro método, pero no hallamos ningún problema ni en el trabajo de Andy ni en el nuestro. Lentamente, caímos en la cuenta de la importancia de lo que habíamos descubierto. ¿Era posible que la tan cacareada «información tridimensional», el supuestamente único elemento de la imagen del sudario que ha tenido intrigados a creyentes y no creyentes a lo largo de los años, no existiera?

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Como el resto de los sudaristas, cuando empezamos a colaborar con Andy creíamos que en el sudario había una información tridimensional inexplicable y extraordinaria. Pese a estar convencidos de que Leonardo creó la imagen, no alcanzábamos a comprender cómo había logrado ese efecto en particular. Nos parecía que intentar replicarlo constituiría uno de los mayores obstáculos de nuestro trabajo experimental. Pero no tuvimos que enfrentarnos a él, puesto que la cacareada información tridimensional, sencillamente, no existe. No en el grado en que nos habían hecho creer las imágenes del VP-8, y nada que no pudiera explicarse por la iluminación uniforme causada por una larga exposición al sol. En este sentido, lejos de desmentirla, los elementos de información tridimensional apoyan la hipótesis de la fotografía. Lo que se nos presentaba no era, en modo alguno, una victoria fácil. Había que replicar la técnica fotográfica pionera de Leonardo y, para ello, había que lograr algo inédito. Teníamos que recrear el método utilizado para crear la imagen del sudario de Turín y producir una imagen en la que se advirtieran todas las características que no se habían explicado hasta el momento. Respiramos hondo y nos pusimos manos a la obra.

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Pese a que la idea de que la imagen del sudario era algún tipo de fotografía avanzaba varias explicaciones sobre algunas de sus características más intrigantes, resultaba difícil no seguir ponderando interrogantes. ¿Es posible que un genio, incluso de la envergadura de Leonardo, desarrollara un proceso fotográfico 350 años antes de su invención? Aunque tuviera los conocimientos precisos, ¿eran los materiales del Renacimiento adecuados? Si lo inventó, ¿por qué lo mantuvo en secreto? La última pregunta es la más fácil de responder. Dejando a un lado sus prácticas mágicas y «prohibidas», Leonardo era obsesivamente reservado. Hay quien lo ha atribuido a la natural cautela de un innovador en una época anterior a la ley de patentes. Pero, a menudo, parecen intervenir razones mucho más complejas. Por ejemplo, se negó a consignar detalles de su submarino en sus cuadernos de notas porque comprendió que, si caían en manos indebidas, podían causar la muerte de cientos de pasajeros inocentes. En el caso de la fotografía, sin embargo, existen motivos de peso que nos llevan a pensar que la consideraba parte de sus experimentos mágicos.

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Un conocido nuestro muy leonardófilo le comentó una vez a uno de nosotros, sin conocer los motivos de nuestro interés por el maestro, que si Leonardo viviera en nuestros tiempos sería fotógrafo. Si en época de Leonardo existió la posibilidad de hacer fotografías, él las hizo. No obstante, dicho esto empiezan los problemas. En nuestra opinión, capturar una imagen proyectada dependía de productos químicos sintéticos que solo podían producir las fábricas de la revolución posindustrial y de lentes modernas de muy alta calidad. Ni un genio podía haberlo hecho sin los materiales precisos. Después de todo, Leonardo también predijo el teléfono, aunque, en su día, no tenía sentido plantearse la construcción de un prototipo que funcionara.

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Si teníamos que replicar el método con el que creíamos que Leonardo había creado el sudario de Turín, había que empezar por librarnos de las ideas preconcebidas de la fotografía moderna. En nuestros días, nos resulta familiar la existencia de lentes complejas, y (al menos hasta el advenimiento de la fotografía digital) de películas que reaccionan a la luz en décimas de segundo, creando imágenes que precisan varios tratamientos químicos —el revelado, la fijación y el positivado— antes de ser utilizables. Estábamos buscando algo más simple. Por lo tanto, lo sensato era buscar en los orígenes de la fotografía y ver lo que habían utilizado los pioneros, con la esperanza de hallar algún indicio sobre el método de Leonardo.

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La investigación de Nicholas amplió la nuestra con otra dimensión que nos benefició mucho. No solo suponía una corroboración independiente de la teoría fotográfica del sudario. Sino que, dada su calidad de académico, Nicholas podía proporcionarnos un apoyo teórico y técnico que necesitábamos. En contra de la opinión de algunos, admitimos sin rubor que somos amateurs. Es más, consideramos que esa es una de las bazas de nuestro argumento. Si, a partir de un método fotográfico de lo más básico, nosotros podemos producir una imagen que tiene todas las características llamadas «milagrosas» del sudario de Turín, entonces —francamente— casi todo hijo de vecino puede hacerlo. Afortunadamente, ya no nos preocupa probar que nuestro experimento puede realizarse con una imagen a cuerpo completo, porque ya lo ha hecho Nicholas. No obstante, pese a que coincidimos en que el método fotográfico es, con mucho, la explicación más plausible de la imagen del sudario, discrepamos en un tema capital. Nicholas no está de acuerdo en que el responsable fuera Leonardo, y se lo atribuye a un desconocido falsificador árabe del siglo XIII. (La ciencia árabe del momento estaba mucho más avanzada que la europea.) Ateniéndose estrictamente a las fechas de los resultados del carbono, acepta que el sudario de Turín y el de Lirey son el mismo. Por lo tanto, demasiado pronto para que lo hubiera falsificado Leonardo. Algunos objetores a nuestro trabajo han preguntado por qué, si Leonardo había inventado dicha técnica, solo tenemos una muestra de ella. Como explicamos en el capítulo 8, los experimentos con óptica se consideraban obra del diablo hasta tal punto que nadie hubiera arriesgado su vida publicando sus resultados. Aunque, dado que esta prohibición no rige para el mundo árabe —es más, los gobernantes musulmanes estimulaban la investigación científica—, se le puede realizar esta crítica, con mayor justificación aún, a la teoría de Nicholas. No obstante, lo más importante es el problema de la cabeza. Tal como hemos visto, es demasiado pequeña, ridículamente inclinada y completamente separada del cuerpo. Nicholas explica el escorzo de la cabeza por una suerte de efecto ojo de pez creado al fotografiar todo el cuerpo. Pero nosotros hemos demostrado, más allá de la duda, que la cabeza está literalmente separada y que, en cualquier caso, su argumento no explica la imagen de la lente que se ve en el centro del rostro, en plena nariz. Además, la cara del sudario está más contrastada que el cuerpo, lo que sugiere poderosamente que fue creada en otro momento, y con mucho más cuidado. Quienquiera que lo falsificó quería llamar nuestra atención sobre algún detalle del rostro. No obstante, lo importante es que, desde la perspectiva de la mera investigación acerca del sudario, quién lo hiciera es menos importante que cómo lo hizo. La teoría fotográfica —sea nuestra o de Nicholas Allen— lo explica todo. Es la única técnica probada que funciona. Para los que contemplan la cuestión de un modo objetivo, ahora estamos, sencillamente, en el quod erat demonstrandum.

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El misterio duradero del sudario nunca ha sido a quién pertenece su imagen, sino cómo llegó hasta ahí.

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La pregunta que se impone inmediatamente es por qué arriesgaría su vida falsificando la reliquia cristiana por excelencia. Máxime siendo, como creemos, tan contrario al cristianismo. Nos planteamos el problema de Leonardo y el sudario con el propósito de esclarecer si tuvo los medios, la oportunidad y los motivos para hacerlo; como si fuéramos detectives investigando un crimen. Consideramos que, una vez recopiladas todas las pruebas, hemos presentado una hipótesis convincente. Sus experimentos con óptica y sus inquietudes alquímicas le proporcionaron los medios y, ciertamente, tuvo la oportunidad de hacerlo. Finalmente, las creencias heréticas y heterodoxas de Leonardo —especialmente su convicción johanita— le dispensaron el motivo necesario. Cabría añadir que, además de todo lo anterior, Leonardo tenía una fortaleza de carácter y una vena rebelde que le dotaban de la audacia requerida para perpetrar el mayor fraude de la historia. Ahora sabemos que el sudario no es la mortaja de Jesús, sino una obra de un ingenio sorprendente, incluso para los criterios de Leonardo. Los riesgos en los que incurrió fueron enormes puesto que, de haber sido descubierto, no cabe concebir cuáles hubieran sido las consecuencias. El escándalo consiguiente si un seglar hubiera pillado a Leonardo falsificando el santo sudario habría sido de aúpa. Pero ¿y si la Iglesia, que probablemente estaba en connivencia, o incluso lo había encargado, hubiera descubierto que estaba utilizando dicha técnica?

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El himno a la herejía

Si la perspectiva de hallar ADN femenino en el sudario levantó ampollas en un clero dominado por hombres, la performance de la artista Caroline Rye también hizo temblar a la comunidad del sudario. Inspirándose en nuestro libro, su «Máquina Turín» pone de relieve los elementos artísticos de la confección del falso sudario y supone una celebración del concepto casi místico de captar un instante tomando una fotografía con la cámara oscura. Pese a que nunca pretendió ser un experimento científico (Rye utiliza productos químicos modernos para su proceso fotográfico), su performance —en la que aparece desnuda y con el cuerpo pintado de blanco y permanece horas de pie, mientras los espectadores, uno a uno, miran a través de un agujero cómo va operándose el proceso de captación de la imagen en el «sudario»— da como resultado una serie de retales en los que queda impresa su imagen negativa. Al final de cada sesión, cuelga la tela correspondiente junto con las demás. La verdad es que tiene su gracia, pues capta ese sentimiento tan emocionante y trascendental que el mismo Leonardo debió de experimentar, a solas y en secreto, mientras esas imágenes tan realistas, y tan insólitas en la época, iban emergiendo lentamente. En la actualidad, estamos tan acostumbrados al hecho fotográfico en sí que lo damos por sentado. Pero, en aquellos tiempos, debió de ser algo realmente fantástico —la ciencia ficción de la era— y, naturalmente, con la emoción añadida de lo prohibido. Le agradecemos sinceramente a Caroline —con la que pasamos una encantadora velada en Bristol— que nos recordara la existencia de otro aspecto de la confección del sudario. Estábamos tan bloqueados con consideraciones sobre los productos químicos y las lentes, y con las minucias históricas, que fue de lo más estimulante ver el proceso a través de los ojos de una artista. Durante un breve momento, empezamos a comprender qué es lo que atrajo a Leonardo, al menos en su calidad de artista. La pregunta que se impone inmediatamente es por qué arriesgaría su vida falsificando la reliquia cristiana por excelencia. Máxime siendo, como creemos, tan contrario al cristianismo. Nos planteamos el problema de Leonardo y el sudario con el propósito de esclarecer si tuvo los medios, la oportunidad y los motivos para hacerlo; como si fuéramos detectives investigando un crimen. Consideramos que, una vez recopiladas todas las pruebas, hemos presentado una hipótesis convincente. Sus experimentos con óptica y sus inquietudes alquímicas le proporcionaron los medios y, ciertamente, tuvo la oportunidad de hacerlo. Finalmente, las creencias heréticas y heterodoxas de Leonardo —especialmente su convicción johanita— le dispensaron el motivo necesario. Cabría añadir que, además de todo lo anterior, Leonardo tenía una fortaleza de carácter y una vena rebelde que le dotaban de la audacia requerida para perpetrar el mayor fraude de la historia. Ahora sabemos que el sudario no es la mortaja de Jesús, sino una obra de un ingenio sorprendente, incluso para los criterios de Leonardo. Los riesgos en los que incurrió fueron enormes puesto que, de haber sido descubierto, no cabe concebir cuáles hubieran sido las consecuencias. El escándalo consiguiente si un seglar hubiera pillado a Leonardo falsificando el santo sudario habría sido de aúpa. Pero ¿y si la Iglesia, que probablemente estaba en connivencia, o incluso lo había encargado, hubiera descubierto que estaba utilizando dicha técnica? Solo una generación después de Leonardo, Giovanni Battista della Porta fue acusado de brujería por el simple hecho de experimentar con imágenes proyectadas. Si comportaba tanto riesgo y tantos problemas, ¿por qué lo hizo Leonardo? Hay una hipótesis de lo más simple: Giovanni aseguró que el mismo papa había encargado a Leonardo que hiciera otro «santo sudario», mejorado, para atraer a las masas. No hemos hallado pruebas directas de ello, pero las historias sobre las corruptelas de la Iglesia eran de dominio público en la época. Tal vez otros artistas se negaron a falsificar el sudario por motivos supersticiosos. Incluso en el impío ambiente del Renacimiento, había que pensárselo dos veces antes de crear una imagen de Jesús crucificado. Aunque está claro que esos escrúpulos no eran propios de Leonardo. Más bien le asistían buenas razones para perpetrar algo que, para muchos, constituía un grave sacrilegio. No hay duda al respecto, solo un hereje se hubiera atrevido a falsificar el sudario de Turín. Son muchos los creyentes que opinan que, en el caso de que sea falso, quien lo hiciera obedecía a una profunda piedad cristiana. Por ejemplo, Maria Consolata Corti —quien también cree que se trata de un autorretrato de Leonardo, aunque de factura artística, no fotográfica— lo considera una manifestación de la profunda espiritualidad cristiana del artista, y de su identificación con la Pasión de Jesucristo. No obstante, falsificar el santo sudario de Jesús con todos sus detalles, incluida la que se considera su sangre redentora, y hacerlo pasar por auténtico no es propio de un cristiano devoto. Parece cabal que la idea de poner la imagen de su propio rostro en el lienzo fue suya. El peligro de que esa broma privada fuera de dominio público no era el mismo que en la actualidad, en que las celebridades se reconocen al instante. En esa época, muy poca gente sabía qué aspecto tenía el maestro Leonardo, aunque vivieran en la misma zona. Además, la misma técnica le garantizaba el anonimato, puesto que el parecido no era evidente a simple vista. Solo aparece cuando se observa el negativo fotográfico. Leonardo experimentó con óptica, lentes e imágenes proyectadas. Serge Bramly escribió al respecto: [...] las deducciones de sus cuadernos de notas son deslumbrantes. Cuando las gentes de su época pensaban que la visión era debida a partículas (spezie) proyectadas por el ojo, Leonardo comprendió que el ojo no transmitía, sino que recibía rayos de luz [...] también percibió que el ojo registraba una imagen invertida [...] y concibió una especie de lentes de contacto [...]. Fue el primero que señaló el principio de la visión estereoscópica; es decir, la percepción del relieve tridimensional [...]. Al parecer, creó también un telescopio, un siglo antes que Galileo. Escribió: «Fabricar lentes para ver la Luna ampliada». Ensambló una serie de lentes... Asimismo, en la década de 1490 trabajó en una «máquina hecha de espejos» secreta cuyo propósito desconocemos, aunque, naturalmente, los espejos concentran la luz y el calor. Dos condiciones requeridas para producir una imagen como la del sudario, mediante el método que hemos mostrado. Lo más probable es que fuera un alquimista experimentado y que dispusiera de un amplio abanico de productos químicos. También estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado, y contaba con la oportunidad y los medios. Aunque si, como parece, no aceptó el encargo de falsificar el sudario por simples motivos económicos, ¿cuáles fueron los verdaderos motivos que le llevaron a cometer un acto tan sacrílego? En nuestra opinión, una de las claves más relevantes está en el hecho de que la cabeza del hombre del sudario está —aparentemente— cortada. Tal como hemos visto, no hay duda al respecto. Esperamos haber demostrado que había razones prácticas que explicaban esa aparente anomalía, puesto que Leonardo utilizó su rostro y el cuerpo de otra persona, por lo que dejó una línea de demarcación entre las dos imágenes creadas por separado. Sin embargo, también puede hacerse una lectura simbólica de ese desencaje. ¿Acaso creó Leonardo esa suerte de retruécano visual para decirnos, a lo largo de los siglos, que el que fue decapitado estaba «por encima» del que fue crucificado? En tanto que johanita, Leonardo veneraba a Juan el Bautista, que fue decapitado, mientras que por el crucificado Jesús no sentía sino un callado desprecio. Esta interpretación de lo que no es más que una línea del sudario de Turín puede parecer un tanto fantasiosa, pero las investigaciones posteriores revelan que no solo se ajusta a la opinión de un johanita, sino que le viene al pelo a la mentalidad de Leonardo.

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


Reliquia del otro Cristo

La edición original de este libro nos situó en una senda que trascendía el mero sudario, y nos llevó a una compleja y exhaustiva investigación de la herejía europea y de los mismos orígenes del cristianismo. Todo ese estudio tomó forma en La revelación de los templarios, inspiración parcial de El código Da Vinci . Pese a que el conjunto de la historia pertenece a ese libro, intentaremos resumir aquí los puntos más importantes. Descubrimos que el moderno Priorato de Sión forma parte de una red de sociedades secretas que se identifican firmemente con la herejía johanita. También remiten su ascendencia a la Orden de los Caballeros Templarios medievales, cuyos padres fundadores y círculo inicial eran, a la sazón, profundamente johanitas. Tal como hemos visto en la investigación de Currer-Briggs, las familias que estaban relacionadas con los orígenes de los templarios y con los que escaparon a la represión jugaron posteriormente un papel notable en la historia del sudario. Dichas conexiones y las pruebas resultantes de nuestra investigación sugieren, contundentemente, que también eran johanitas. Según la tradición johanita, los caballeros templarios originales aprendieron su doctrina de los «johanitas del este», con los que se relacionaron durante las cruzadas. En la actualidad, podemos identificar a este misterioso grupo con una secta conocida como los mandeos o seguidores del mandeísmo (cuyas prácticas funerarias citaba, tan crípticamente, Norma Weller). Hasta finales de la primera guerra del Golfo, en 1991, estuvieron confinados en Irak y algunas regiones de Irán, pero, en la actualidad, muchos viven como refugiados por todo el mundo, de Holanda a Australia. Los elementos esenciales del mandeísmo consisten en que son gnósticos, veneran a Juan el Bautista... y sienten un desprecio unánime por Jesús, a quien han anatemizado como el «falso Mesías». Reivindican que le robó adeptos a Juan y que «pervirtió todos los cultos». Incluso es posible remontarse más en el tiempo y relacionar el mandeísmo con los seguidores de Juan el Bautista. Para nosotros, fue una verdadera sorpresa descubrir que los estudiosos de la Biblia saben desde hace tiempo que Juan el Bautista y Jesús fueron, en realidad, rivales. Algunos incluso creen que la rivalidad fue acérrima. La idea de que Juan era un precursor de Jesús, como un inferior que se postraba a sus pies, es demasiado improbable para ser verdad. Al parecer, la historia fue una creación deliberada de los propagandistas de la facción de Jesús para menoscabar definitivamente el papel de Juan el Bautista y explicar por qué Cristo empezó su carrera como subordinado del Bautista. Concretamente, pretendían explicar por qué Juan bautizó a Jesús. Es el mismo problema que describe la leyenda de la Virgen de las Rocas de Leonardo, solo que con algunos «extras» ocultos. No obstante, los johanitas más recalcitrantes parecen albergar un odio personal por Jesucristo que se diría desproporcionado si tenemos en cuenta que todo cuanto este hizo fue robarle algunos seguidores a Juan. Además, de eso hace mucho tiempo, como creen los seguidores de los mandeos. Sin embargo, al profundizar se descubre que esgrimen motivos poderosos para este odio tan añejo y tan sorprendentemente vehemente. Consideran que Jesús cometió un grave crimen contra Juan, imperdonable, a pesar de los siglos que han transcurrido desde entonces. Aunque los johanitas creen que el Elegido era Juan y que Jesús le usurpó deliberadamente el protagonismo, el supuesto crimen —tal como descubrimos en la investigación que realizamos para La revelación de los templarios — eclipsa incluso a este, y suscita aún mayor curiosidad sobre los verdaderos orígenes del cristianismo. Esto no es más que un breve resumen de una historia mucho más compleja, aunque es preciso establecer la existencia de la tradición johanita. Nuestra investigación también reveló conexiones entre María Magdalena, el culto a la Virgen Negra y la diosa egipcia Isis, aunque teniendo en mente que eso, como se suele decir, es otra historia, que se discute también en María Magdalena, ¿el primer papa?, de Lynn.
Asimismo, resulta interesante señalar que los lugares claves de esta historia están dedicados a Juan el Bautista: la misma ciudad de Leonardo, Florencia, y la catedral de Turín, donde se conserva el sudario. La única escultura que ha llegado hasta nosotros en cuya creación participó Leonardo es la de Juan el Bautista que está sobre el frontispicio de la entrada del baptisterio de Florencia. La última pintura de Leonardo es San Juan Bautista, y le muestra con esa media sonrisa propia de la Mona Lisa, y señalando hacia arriba con el dedo índice de su mano derecha, el ubicuo «gesto de Juan». En Adoración de los Magos, hay una persona de pie sobre las elevadas raíces de un algarrobo —el árbol de Juan— realizando el mismo gesto con el dedo. En su famoso cartón, santa Ana también compone el gesto, ostensiblemente, y parece estar advirtiendo a la incauta Virgen de algún tipo de peligro. Y esto interprétese como se quiera, pero el discípulo cuyo rostro está quizás acusadoramente cerca del de Jesús en La última cena también hace ese gesto. En todos los casos, el mensaje es el mismo: «Acordaos de Juan...». En octubre de 1993, el profesor norteamericano Bill Homer, historiador del arte, y su esposa Christine invitaron a Lynn a cenar en la National Portrait Gallery de Londres. A lo largo de la conversación, los demás comensales —coleccionistas de arte y conservadores de galerías de todas partes del mundo— le pidieron que les contara cómo avanzaba nuestra investigación para este libro. Como es natural, más de uno se agitó en su silla, pero la hostilidad y los comentarios críticos fueron menos de los que cabía imaginar. Había un gran interés, tal vez porque, como dijo un coleccionista: «Si estáis en lo cierto, entonces ese lienzo no solo es la primera fotografía de la historia, sino también un autorretrato de Leonardo da Vinci... ¡Dios mío, se trata del artefacto más preciado de la historia!». Eso mismo pensamos nosotros, y por ese motivo instamos a las autoridades eclesiásticas a que lo conserven bien, por más que no es probable que presten atención a nuestras palabras. Y es que no solo es un Leonardo desconocido hasta la fecha, ni tampoco solamente la primera fotografía de la historia; es mucho, muchísimo más que eso. Los creyentes han dicho que el sudario es una «bomba de relojería» que contiene un profundo mensaje espiritual que transmitir a lo largo de los siglos, y que explotará en un mundo disoluto e impío cuando llegue el momento adecuado. En eso estamos de acuerdo. Pero el mensaje no es el que quieren oír, aunque haya muchos ávidamente dispuestos a ello. Leonardo consideraba que el sudario era un talismán mágico, un objeto imbuido con la semilla de su propia vida, la de Leonardo, y que él arrojó, como una botella con mensaje, a los mares del futuro. En una de las ironías más extremas de la historia, el sudario de Leonardo desafía a la religión que se supone que personifica de forma tan singular. No es un compendio de piedad cristiana, sino una despiadada acusación johanita contra el mismo Jesús. El sudario de Turín es lo más alejado de una verdadera reliquia cristiana: en realidad, es un himno a la herejía. No solo transmite el mensaje de que la cabeza cortada está «por encima» del cuerpo crucificado, sino que Leonardo fue más lejos. Marcó cuidadosamente los regueros de sangre fresca en el cuerpo del hombre para indicar que, como de los cadáveres no mana sangre, Jesús seguía vivo cuando lo bajaron de la cruz. Dado que se supone que el Salvador dio su sangre en una muerte sacrificial por nuestra redención, un martirio fallido socava definitivamente la base de la religión cristiana. Si no murió en la cruz, no era el hijo de Dios y la Iglesia le ha estado contando mentiras a su grey. De modo que sí, aunque en un sentido muy distinto, el sudario de Turín es una verdadera bomba de relojería. No hay nada accidental en el sudario de Leonardo. Cada detalle nos cuenta una historia —a la manera del maestro— y pretende llegar al mayor número posible de personas. Así, es de lo más coherente con su negro sentido del humor: Leonardo se cercioró de que los que conservaran su obra más osada e innovadora para la posteridad —tal vez hasta que se la reconociera por lo que era— fueran los mismos sacerdotes de la Iglesia que él tanto despreciaba. Utilizando su técnica fotográfica para crear la reliquia cristiana más importante, la dotó de características que le permitirían sobrevivir a lo largo de los siglos. Si esa broma tiene gracia, aún hallamos otra (aunque millones de personas la considerarán de muy mal gusto). Como la imagen del rostro no es la de Jesús, sino la del mismo artista, cabe suponer que Leonardo imaginó —y, por lo que hemos visto, no se equivocó— que generaciones de peregrinos se persignarían ante su propia imagen. Así, no solo han considerado que Leonardo, en cuanto Mona Lisa, era «la mujer más bella del mundo», sino que lo han reverenciado durante siglos como al Hijo de Dios... Habrá quien piense que es una hazaña excesiva para un hombre solo, que lleva tanto tiempo muerto. Su genialidad en otras disciplinas prácticamente palidece comparada con esta proeza. Leonardo, el falsario, y Leonardo, el hereje, pueden ser conceptos nuevos para el mundo, aunque probablemente él preferiría que le reconociéramos como a tal, en lugar de prodigarnos en el estudio de sus bocetos de ingeniería o en sus apuntes de dragones. Si, tal como creemos, la Iglesia encargó originalmente la falsificación del sudario a Leonardo, entonces algunos conspiradores en el interior del Vaticano deben conocer, aún hoy, su verdadera naturaleza. En la primera edición de este libro, dijimos: «Por ello, no descartamos que uno de estos días digan que “han robado” el sudario de Turín o que se está “desintegrando” a una velocidad de lo más conveniente». Los acontecimientos nos dieron la razón, ya que el fuego que se propagó en la catedral de Turín en 1997 casi destruyó el lienzo. Aunque, en su momento, afirmaron que se había tratado de un accidente ocasionado por una avería en la instalación eléctrica de la Capilla Real, a fecha de hoy nos consta que fue un incendio provocado. En realidad, esa misma noche la policía recibió un aviso previo (por lo que no podemos sino preguntarnos cómo es posible que el incendiario casi lograra quemar el lugar, máxime teniendo en cuenta que, esa misma noche, había 130 distinguidos invitados en la catedral, entre ellos el secretario general de la ONU). Al parecer, y para insistir en el misterio, transcurrió una hora antes de que se convocara a los bomberos. 30 Por supuesto, pueden existir varios motivos —desde el vandalismo descerebrado hasta un alegato político por parte de los grupos anarquistas italianos (autonomi), que ese mismo día se habían manifestado ante la catedral—, pero nadie reivindicó el hecho ni se ha hallado al culpable. Nadie sabe quién lo hizo ni por qué. Por más que mañana mismo destruyeran por completo el sudario de Turín —o desapareciera enigmáticamente—, la historia de Leonardo no acabaría ahí. El maestro era un revolucionario espiritual empecinado y sombrío, y, como tal, formó parte de un movimiento herético que se expandió a lo largo de muchos siglos. No estaba solo, y quinientos años después, las nuevas generaciones de johanitas siguen compartiendo sus objetivos; tal como sugiere la historia personal de Giovanni. No obstante, lo más importante de la información que nos proporcionó Giovanni, y que inicialmente sonaba tan descabellada, es que se ha verificado en casi cada uno de sus detalles. Es evidente que las sociedades secretas johanitas a las que él pertenecía quieren que se sepa. Y ahora —como investigadores que hemos profundizado en este tema durante años—, nosotros también.

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


Los creyentes han dicho que el sudario es una «bomba de relojería» que contiene un profundo mensaje espiritual que transmitir a lo largo de los siglos, y que explotará en un mundo disoluto e impío cuando llegue el momento adecuado. En eso estamos de acuerdo. Pero el mensaje no es el que quieren oír, aunque haya muchos ávidamente dispuestos a ello. Leonardo consideraba que el sudario era un talismán mágico, un objeto imbuido con la semilla de su propia vida, la de Leonardo, y que él arrojó, como una botella con mensaje, a los mares del futuro. En una de las ironías más extremas de la historia, el sudario de Leonardo desafía a la religión que se supone que personifica de forma tan singular. No es un compendio de piedad cristiana, sino una despiadada acusación johanita contra el mismo Jesús. El sudario de Turín es lo más alejado de una verdadera reliquia cristiana: en realidad, es un himno a la herejía. No solo transmite el mensaje de que la cabeza cortada está «por encima» del cuerpo crucificado, sino que Leonardo fue más lejos. Marcó cuidadosamente los regueros de sangre fresca en el cuerpo del hombre para indicar que, como de los cadáveres no mana sangre, Jesús seguía vivo cuando lo bajaron de la cruz. Dado que se supone que el Salvador dio su sangre en una muerte sacrificial por nuestra redención, un martirio fallido socava definitivamente la base de la religión cristiana. Si no murió en la cruz, no era el hijo de Dios y la Iglesia le ha estado contando mentiras a su grey. De modo que sí, aunque en un sentido muy distinto, el sudario de Turín es una verdadera bomba de relojería. No hay nada accidental en el sudario de Leonardo. Cada detalle nos cuenta una historia —a la manera del maestro— y pretende llegar al mayor número posible de personas. Así, es de lo más coherente con su negro sentido del humor: Leonardo se cercioró de que los que conservaran su obra más osada e innovadora para la posteridad —tal vez hasta que se la reconociera por lo que era— fueran los mismos sacerdotes de la Iglesia que él tanto despreciaba. Utilizando su técnica fotográfica para crear la reliquia cristiana más importante, la dotó de características que le permitirían sobrevivir a lo largo de los siglos. Si esa broma tiene gracia, aún hallamos otra (aunque millones de personas la considerarán de muy mal gusto). Como la imagen del rostro no es la de Jesús, sino la del mismo artista, cabe suponer que Leonardo imaginó —y, por lo que hemos visto, no se equivocó— que generaciones de peregrinos se persignarían ante su propia imagen. Así, no solo han considerado que Leonardo, en cuanto Mona Lisa, era «la mujer más bella del mundo», sino que lo han reverenciado durante siglos como al Hijo de Dios... Habrá quien piense que es una hazaña excesiva para un hombre solo, que lleva tanto tiempo muerto. Su genialidad en otras disciplinas prácticamente palidece comparada con esta proeza. Leonardo, el falsario, y Leonardo, el hereje, pueden ser conceptos nuevos para el mundo, aunque probablemente él preferiría que le reconociéramos como a tal, en lugar de prodigarnos en el estudio de sus bocetos de ingeniería o en sus apuntes de dragones. Si, tal como creemos, la Iglesia encargó originalmente la falsificación del sudario a Leonardo, entonces algunos conspiradores en el interior del Vaticano deben conocer, aún hoy, su verdadera naturaleza. En la primera edición de este libro, dijimos: «Por ello, no descartamos que uno de estos días digan que “han robado” el sudario de Turín o que se está “desintegrando” a una velocidad de lo más conveniente».

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


  

El Salvador del Mundo de Leonardo y el sudario de Turín

En 2011 se produjo un revuelo excepcional en el mundo del arte —al que contribuyó el furor mediático— cuando una obra de Leonardo da Vinci que llevaba años perdida reapareció. Fue un hallazgo de una importancia incomparable en más de un siglo. Se consideraba que su obra maestra Salvator Mundi (Salvador del Mundo) llevaba tres siglos y medio perdida, y, desde entonces, solo se conocía a través de copias. Pero —y esto sus propietarios y el mundo artístico no lo sabían— dicho redescubrimiento significó también un importantísimo avance en nuestras investigaciones sobre el sudario, pues nos proporcionaba el tan ansiado eslabón perdido entre la gran falsificación y el maestro florentino. Sabíamos que un día daríamos con él. Y ese día había llegado por fin. El del «Salvator Mundi» fue un tema popular en el arte y la iconografía cristianos de la Edad Media, e irónicamente se inspiraba en las representaciones del mandylion, de la sábana santa de Edesa y de otras imágenes acheiropoieta («no realizadas por manos humanas»). Leonardo pintó su propia versión, una de las obras de su creación que más famosas y admiradas serían en vida del pintor. Sus discípulos empezaron incluso a elaborar copias —versiones más baratas para clientes menos pudientes— antes de que el maestro hubiera finalizado la obra. Durante los siglos XVI y XVII se elaboraron más copias, y en la actualidad contamos con una docena de copias de primera y segunda generación. Sin embargo, el original de Leonardo desapareció del registro histórico a mediados del siglo XVII —estaba en la colección de Carlos I de Inglaterra, que quedó dispersada tras su ejecución— y se dio por perdido para siempre. En 1958, una copia particularmente pobre, mal ejecutada y excesivamente pintada, aparecida en la colección de sir Frederick Cook a principios del siglo XX, fue vendida a un coleccionista norteamericano anónimo por la suma poco espléndida de 45 libras esterlinas. Cuando, en 2005, dicho coleccionista falleció, la compró un consorcio que decidió limpiar y restaurar esa insípida «copia de la colección Cook», que así la llamaban. Al eliminar la primera capa de pintura emergió una obra de un calibre totalmente distinto, y la cosa se empezó a poner emocionante. Durante los tres años siguientes, varios expertos, entre los que estaba el historiador del arte Martin Kemp, examinaron la pintura en el más estricto secreto. Se mostraron todos de acuerdo: no solo se trataba de un auténtico Leonardo, sino que era el Salvator Mundi que se creía perdido... Rodeado de una gran agitación mediática, el descubrimiento fue anunciado a mediados de 2011, y la pintura se dio a conocer al público en una gran exposición de la National Gallery de Londres en noviembre de ese mismo año. La muestra reunió obras de Leonardo procedentes de todo el mundo, en lo que supuso la mayor recopilación de sus obras maestras que se ha expuesto jamás. Nosotros estábamos tan ansiosos como los expertos en arte, aunque por motivos distintos. Desde la publicación original de este libro, algunos científicos habían despreciado nuestra teoría basándose en que no había ninguna prueba concreta e irrefutable del vínculo entre Leonardo y el sudario, ninguna conexión documentada entre él y la reliquia, ni tampoco entre él y sus propietarios, los Saboya. A pesar de que habíamos presentado pruebas muy relevantes —aunque circunstanciales— de la relación entre el maestro y la supuesta mortaja de Jesús, la prueba concluyente y aplastante seguía siendo una quimera. No cabía sorprenderse de la ausencia de dicho vínculo: Leonardo y sus compinches en la conspiración estaban jugando con fuego al pretender falsificar la reliquia más sacra de la cristiandad. La perspectiva del castigo que podían sufrir si eran descubiertos era tan aciaga que habrían tenido que trabajar siempre con el mayor secretismo, cerciorándose de que no existieran cartas ni otros documentos que pudieran incriminarlos. Con todo, la imposibilidad de dar con una conexión tangible entre Leonardo y el sudario se convirtió en fuente de una gran frustración para nosotros, aunque al parecer el destino nos había elegido para que diéramos con la verdad sobre su «sudario». Es decir, con el «mensaje en la botella» que Leonardo arrojó a la posteridad. Pensábamos que, dada la inclinación y la habilidad de Leonardo para inscribir símbolos secretos y alusiones profundamente heréticas en su obra —por no hablar de su incapacidad para resistirse a las bromas privadas—, habría dejado algún tipo de pista, algo que confirmara su papel en la falsificación de la reliquia sagrada por antonomasia a las futuras generaciones. Sin embargo, aparte del parecido entre el maestro y el rostro del hombre del sudario, que han reconocido incluso algunos de los creyentes más recalcitrantes, nada en la obra que había sobrevivido sugería un vínculo directo. Sospechábamos ya que la clave estaba en el Salvator Mundi por el simple hecho de que es su única representación del rostro completo de Cristo, y, por lo tanto, lo más cerca que estuvo de pintarlo en una pose parecida a la del sudario. Así, la ausencia de dicha pintura nos dolía profundamente, a veces incluso en lo personal. Claro que había copias —y copias de copias—, pero no resultaban concluyentes respecto a si reproducían todas las características del original con precisión absoluta. En la década de 1970, Joanne Snow-Smith, de la University of Washington de Seattle, elaboró una convincente teoría defendiendo que una de las copias, la de la colección del marqués Jean-Louis de Ganay, de París, era el original extraviado. Para nuestra revisión de 2006 comparamos dicha versión y el rostro del hombre del sudario y nos ofreció un parecido muy preciso y emocionante. Sin embargo, no hay duda alguna de que la versión de la colección Cook es la original. La identificación de Snow-Smith mostraba que la copia del marqués de Ganay era, con mucho, la más fiel al original, y presumía que debía de haberse creado en el mismo taller de Leonardo, de mano de uno de sus asistentes con más talento, probablemente Giovanni Antonio Boltraffio, su «mejor alumno y devoto discípulo». 2 (Argumentaba Snow-Smith que, si el Salvator del marqués de Ganay no era el original, entonces era su reproducción más fiel. Y en eso no le faltaba razón.) Sin embargo, ciertas diferencias entre la copia del marqués de Ganay y el original nos aconsejaban ser precavidos. Entonces apareció el «nuevo» Salvator Mundi, el oficial, y tuvimos que volver a empezar, comparando esta nueva versión con el rostro del hombre del sudario. Como es de suponer, no fueron tiempos fáciles para nosotros. Los dos podrían haberse diferenciado en algún detalle decisivo que dejara sin fundamento nuestro alegato (para deleite de los que siempre se han opuesto a nuestra teoría de Leonardo). Pero no fue así, sino más bien todo lo contrario. Bastaba sencillamente con comparar las dos imágenes. Escaneamos fotografías del hombre del sudario y del Salvator Mundi , las ajustamos al mismo tamaño y luego utilizamos un editor de fotos para superponer una imagen a la otra. Ajustar la transparencia relativa de ambas, de manera que la visibilidad de una de ellas a través de la otra aumentara de forma gradual, nos permitió comprobar a primera vista hasta qué punto coincidían. A lo largo de las dos décadas que hemos dedicado a la investigación de Leonardo, este ha tenido a bien regalarnos algunas epifanías; todas ellas muy claras y muy visuales. Ese momento «eureka» en particular no fue la excepción. La verdad es que casi nos caemos de las sillas. Vimos inmediatamente que los rostros del Salvator Mundi de Leonardo y del hombre del sudario —que, naturalmente, pensábamos que era una imagen fotográfica que no solo había sido hecha por Leonardo, sino que, además, era de sí mismo— coincidían con absoluta precisión. Todos los rasgos —ojos, nariz, boca— se correspondían, así como la forma de la cara y hasta del cuello, que, en la pintura, de un modo muy revelador, termina exactamente donde aparece la «línea de demarcación» en el sudario. También es muy significativa la línea del nacimiento del cabello del Salvator , que sigue a la del hombre del sudario, que es claramente artificial, fruto de las limitaciones que el proceso de creación de la imagen impuso al falsificador. (La línea del pelo del auténtico Salvator coincide con la del sudario en mayor medida incluso que la copia del marqués de Ganay que utilizamos en 2006, lo que viene a confirmar la anormalidad de la primera. La copia del marqués de Ganay, por lo demás, coincide con el original —y con el sudario— con toda precisión, pero es evidente que el copista quiso que el pelo le quedara más realista.) No solo los rasgos de ambas coincidían, sino que, por lo que podemos determinar, son del mismo tamaño. Nos consta la dificultad de medir con exactitud la faz del hombre del sudario, dado que el perfil es muy impreciso, y lo mismo ocurre con el Salvator Mundi, puesto que el sombreado y la falta de nitidez de la barba hacen que no se perciba muy bien el trazado del mentón. No obstante, y dejando el mayor margen de error posible, descubrimos que las dos imágenes difieren como mucho en dos centímetros. Por desgracia, nos es imposible reproducir la expectación y la perplejidad con que vimos cómo la evidencia emergía gradualmente de la pantalla del ordenador utilizando solo estampación en frío y foto fija, aunque, a falta de eso, lo mejor es la comparación en pantalla partida en la sección de ilustraciones. En nuestra página web se puede encontrar un vídeo que revela gradualmente la coincidencia precisa entre las dos imágenes. Tal vez también notéis que hay algo espeluznante, casi pavoroso, en la precisión con que coinciden finalmente ante vuestros ojos. A medida que aumentábamos la transparencia de la imagen del sudario para que el rostro del Salvator se asomara cada vez con mayor claridad, casi parecía que el hombre del sudario estaba abriendo los ojos y cobrando vida. Quizás, en cierto modo, así era.

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


Superponer el Salvator Mundi al retrato de Agemian no hizo más que ratificar la coincidencia precisa entre los dos rostros. Más allá de esas diferencias superficiales, no cabía la menor duda razonable sobre el hecho de que estábamos viendo al mismo hombre. Eso es indiscutible. Estábamos ante dos obras de arte, pintadas con cuatrocientos años de diferencia, que son básicamente gemelas. Normalmente, determinaríamos que la segunda es una copia de la anterior. Pero sabemos que el retrato de Agemian es copia del sudario de Turín, por lo que la única conclusión lógica es que el Salvator Mundi también fue copiado de la famosa falsificación... 

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci


A esas alturas, las pruebas se sucedían, convincentes. Una pista resulta especialmente satisfactoria: Leonardo siguió —por recomendación, cabe suponer, de quien le hubiera encargado el cuadro— la iconografía clásica del tema. Cristo con la mano derecha alzada en gesto de bendición y una esfera, símbolo del mundo, en la izquierda. Normalmente se trataba de un orbe ceremonial, a menudo coronado por una cruz, aunque a veces se mostraba como el globo del mundo y, muy ocasionalmente, una esfera de vidrio transparente. Leonardo optó por esta última, aunque, naturalmente, le añadió su toque: su orbe es de cristal. Señala Martin Kemp (como uno de los detalles característicamente innecesarios que le convencieron de que la obra es un auténtico Da Vinci) que Leonardo dibujó incluso las pequeñas vetas —«inclusiones»— típicas del cristal de roca. (Quizás estos detalles les parezcan «innecesarios» a algunos estudiosos, pero nosotros hace tiempo que reconocimos que cada pincelada está cargada de significado, a menudo codificado y siempre profundo) Este alejamiento de la convención generó un acalorado debate. ¿Qué pretendía decirnos Leonardo con esa esfera de cristal? Hay quien lo ha relacionado con su fascinación por los sólidos platónicos, 6 mientras que Kemp, por su parte, sugiere que la bola representa la esfera de las estrellas fijas, el armazón cristalino que, según los antiguos, encerraba el cosmos, y que por ello muestra el dominio de Cristo sobre la creación. Pero la esfera del Salvator es específicamente sólida, y está vacía. Ahí es donde Leonardo en su rol de artífice del sudario, y su audaz y avanzado método, resultan particularmente relevantes una vez más. ¿Y si su orbe fuera una descarada alusión a otro objeto redondo y cristalino? Nicholas Allen ha indicado que lo más plausible es que para el proyecto de la imagen del sudario se utilizara una lente de cristal de roca (que no de vidrio). Como apunta un especialista australiano en arte renacentista, Hasan Niyazi: «Los observadores han relacionado esta característica del Salvator Mundi con una muestra de la fascinación de Leonardo por la óptica...». ¿Cabía considerar que la esfera de cristal era la gran pista de Leonardo sobre el método fotográfico que utilizó para crear la imagen de «Cristo», la otra mitad del par coincidente, junto con el Salvator Mundi? Al parecer, estamos ante otro «código Da Vinci». Asimismo, nos complace que Kemp señalara otra característica inesperada: el Salvator Mundi muestra cambios en la profundidad de campo. Es decir, no toda la imagen está en el mismo foco. 8 Las partes de Cristo más cercanas al observador, como la mano alzada bendiciendo, están muy bien enfocadas, mientras que el rostro, un poco más alejado, está ligeramente desenfocado. Kemp también apunta que Leonardo realizó un estudio sobre la profundidad de campo, que consta en sus cuadernos de alrededor de 1506 o 1507. Otro de los toques «leonardianos» —casi una fanfarronería— que convencieron a Kemp de que la obra era auténtica. Ningún otro artista de su época (ni tal vez de las venideras) se hubiera molestado en incluir un efecto como ese.

Clive Prince y Lynn Picknett
El gran secreto de Leonardo da Vinci





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