Astronautas
Son langostas de papel aluminio a la deriva
por el mundo submarino del espacio;
caminan con indiferencia en el vacío,
sostienen una fábrica de acero en la punta de los dedos;
son las burbujas lo que nos perdemos,
cuando se elevan, alentando, sobre ellos
atándoles aún a nuestro aliento;
les emanan palabras como palabras dichas
en la infancia, dentro de latas viejas, resonantes;
el espacio exterior es más negro que el negro
y la tierra aparece más grande y más hermosa
de lo que recordábamos;
ah, bien, algo habrán aprendido
y volverán a contarlo, si encuentran las palabras.
A veces así es como lo veo -muerte-
y estoy girando lento en un viejo vals
hacia afuera, lejos de la cámara, callado;
soy un léxico disperso, escombros
entre escombros e incluso, por un rato,
una estrella fugaz en el cielo nocturno de alguien.
John F. Deane
“Escribo como una ayuda para recuperar lo que he perdido en el transcurso de mi experiencia personal y de las dudas y vacilaciones producto de las filosofías modernas y los eventos mundiales, en el campo de la fe. En mi obra me propongo relocalizar, renombrar y reevaluar la experiencia cristiana y sus valores, sin ninguna atadura a ningún credo en particular.”
John F. Deane
Fugitivo
El viejo, en su bata bordada, de color ciruela madura,
está sentado en silencio, en su propio mundo; más allá
/de las altas ventanas
hay tulipanes de un encendido rojo sangre, narcisos
fúnebres, desordenados por el viento. El amor llega
tambaleándose a su alrededor; él permanece ausente,
/resuelto a partir,
me abandona a mitad de la oración, mis palabras
cada una de ellas, como pétalos, cayendo alrededor de mis pies.
John F. Deane
Hermanos
Estamos muy cerca de que comience la tristeza.
Nacidos hermanos y mellizos. De los dos, uno
es agua
el otro cielo. La necesidad de orden. El amor
por el desorden. La música natural
de Abraham, Isaac y Esaú se transforman
en una cacofonía: Abraham, Isaac, Jacob.
Yo estaba trepado en las altas ramas de un pino
el día que él llego; mi tío, salido de esa fotografía
en el norte de África, 1942; seis hombres jóvenes en línea,
perfectos, los pies separados, las manos tomadas detrás
de sus espaldas, sus gorras de piloto
cuidadosamente ladeadas. Detrás y encima de ellos,
las negras formas curvas del motor, la elegante hélice,
tan ancha como dos hombres, las alas letales—
un avión de caza, y hombres en guerra. Yo le temía
a él, que descendiendo desde las alturas
con un rugido poco natural; había distribuido la muerte,
un sofisticado de la matanza, con ocultas
memorias que nunca habrán de cicatrizar,
en perpetua búsqueda del olvido.
El otro: marinero y amante. Yo estaba
parado en el muelle de Westport, cercano a la insistente
cima de la montaña sagrada —bajo la música sutil,
mecánica, producida por aparejos, grúas y la lluvia suave
golpeando las aguas —cuando él salió del bar
con un vaso grande de jugo en su puño para mí—
puso en mi palma unas monedas pidiéndome que fuera paciente;
hombre de alta mar, viajero, trotamundos —lo veo en el álbum familiar,
envejeciendo, el traje azul claro, una molestia, su camisa
y corbata, el triángulo del pañuelo en el bolsillo superior, una florcilla
en el ojal —presentándose para casarse nuevamente, un hombre
desconcertado que se ríe de sí mismo, arrepentido y desmoronándose,
buscando ansioso sólo la comprensión, y el apagón total en el alcohol.
Hermanos. Todos somos tan livianos de alma que deseamos intensamente la piedad,
imaginando que Dios podrá ser engañado
por nuestras posturas políticas. Éstos son los oscuros orígenes,
míticos e inseguros, las tierras fangosas sobre las cuales caminamos
donde crecen las cautivadoras orquídeas. Entierro a uno en agua,
puesto a reposar sobre un océano tranquilo; y el otro,
destruido y fatigado, descansará tendido sobre el aire ascendente
donde las mañanas surgirán para él, finalmente, libres de toda amenaza.
John Deane
Los emigrantes
Me desperté a una oscuridad
recargada y poco familiar; intuí
el rumor de la lluvia pasando a la deriva,
las brisas previas al amanecer en los pinos;
mientras dormía ya todo había comenzado;
los crujidos de un carro,
el ritmo, lento, apagado, firme,
del golpe de cascos de un caballo;
soñé a través de esos tristes ruidos.
Y entonces los oí, estaban frente a nuestra puerta,
sus voces urgentes, susurrantes,
movimientos nerviosos contra la oscuridad;
el llanto de una mujer elevándose
en su dolor, como un animal herido
que se paraliza repentinamente y yo
estaba consciente del sonido del ómnibus
aproximándose, del trabajo de la caja de velocidades
para detenerse. Allí permaneció. Ronroneando.
Imaginé el baúl, voluminoso y nuevo,
atado con sogas de pesca,
cómo lo alzaban sobre el techo del ómnibus
y lo cubrían con lona;
luego esos gestos y voces torpes,
avergonzados besos y palabras desbastadas
como terraplenes de arena batidos por la marea creciente,
y cómo el dolor era contenido, del mismo modo
en que aprietas la palma de la mano sobre tu costado
para aliviar el sufrimiento. El ómnibus
arrancó, ruidosamente, moviéndose sobre el camino
hacia el silencio. Silencio. Luego los crujidos
de un carro y el mismo, lento, cansino ritmo
del golpe de cascos de un caballo.
John Deane
Silencio
Estaba esperando el paso de un cometa
que no volvería a pasar
en más de mil años; vi
sólo las estrellas y en un momento
el avance anodino y regular de alguna chatarra,
hecha por el hombre, que atravesaba el cielo;
pero estaba satisfecho, pasmado una vez más
por la noche inescrutable.
En algún lugar de la oscuridad terrestre un perro
ladró e hizo silencio; respiré
las estrellas y la calma y mi propia presencia minúscula
en el borde del mundo, el silencio
que se extendía delante de la música de las esferas,
que bien podía ser una orquesta afinando,
una pugna de instrumentos antes del gran llamado
de la sinfonía, la prolongada
calma animal y vegetal, que fracasó completamente,
cuando una voz humana gritó detrás de una colina.
John Deane
Silencio invernal
El hielo llegó, regularmente, como los gansos salvajes,
a posar su peso sobre la isla;
yo la observé
elegir su camino a través de la mañana,
dar pasos como un ave de largas zancas
atravesando asombrada su lago helado;
toda la tarde miramos
a través de nuestros rostros reflejados en el cristal
el desconcertante descenso de la nieve;
algunas veces nuestros rostros oscilaban como fantasmas
mirándonos desde afuera, desde otro mundo;
escribimos con la puntas de los dedos nombres sobre el vidrio.
Finalmente, ella se sentó en el borde de la cama,
sus pies colgaban libremente;
¿dónde estás ahora? susurré
buscando en su cara los rastros del sueño;
sus ojos estaban glaseados, sus labios fruncidos.
El campo y los setos, después de una nevada prolongada,
se parecen a una sábana tendida
sobre los muertos recientes;
encendimos velas altas alrededor de su cuna
y nuevamente realicé un llamado hacia el silencio invernal:
¿ lo estás haciendo tú ? sabiendo que no habría respuesta.
Me llegó el lento crujido de los neumáticos atravesando la nieve a medio
/derretir sobre un puente,
una procesión de automóviles a lo largo de un camino
que se contonea siguiendo las curvas de un río,
largas cintas negras que mantienen la tierra unida;
desde un cielo gris las palabras rebotaron hacia nosotros
allí donde estábamos parados, muy juntos el uno del otro,
negros fantasmas a la deriva flotando en un mundo blanco.
Horas de la mañana
y el mundo allí afuera era un océano blanco
mientras que aquí, al borde del océano,
su nombre está trazado en espuma a lo ancho de nuestra ventana.
John Deane
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