Batalla de Teruel, Invierno 1937-1938

Yo podría escribir sobre los libros de mi padre.
Nunca había polvo en ellos. Los tomaba entre sus manos
como si fuera la última vez. Parecían acolchados,
esperando su momento, deslizados uno por uno
hasta que formaban un muro raso - un solo libro todos ellos.

Se desprendían en dorados, en rojos secretos,
como a fumar un cigarrillo temprano por la mañana
antes de que la neblina se despejase por completo
hacia la crueldad. Podías tocar los títulos
y se volvían importantes.

En su propia oscuridad -fronteras personales,
bordes a los que tanto se había acercado,
la colina helada sobre el valle, los soldados
asidos a sus laderas, costuras de nieve,
la España que él sostenía y que lo sostenía,
cediendo línea tras línea.

Jane Durán


En los cuadros de Edward Hopper

¿Podemos detenernos aquí?
En la gasolinera
el medidor está en cero.

Por toda la lavada
calle —hay que adivinar
lo que está sucediendo
tras las ventanas abiertas.

Un rostro se desvía de otro rostro
arrastrado al resplandor
que un pueblo chico
se atreve a soportar.

Los ojos pueden llenarse de lágrimas.
Del bosque podría surgir un lobo
con toda la intención.

Minamos nuestras fuerzas
rastrillando hojas, con un café,
en una habitación por esa noche
o sentados calladamente

hasta el amanecer. Las casas
retoman sus antiguas posiciones
en el viento.

De golpe el soltarse de los abetos,
el decoro de nuestras vidas.

Jane Durán




Hay mujeres

Mujeres que se dejan el cabello sin peinar,
largo, gris, que se detienen el pelo
con sus manos rojas, que se mueven confusas.

Que pueden cocinar o bordar.
Que rondan el tiritar de un hombre durante todo el invierno
con su espíritu, respirando el aire de la niebla.

Cuyas ropas siguen descuidadas hasta el día de hoy.
Y que se mueven de lado dentro de sus zapatos.
Parecen hechas para el amor aun así.

Que se mantienen quietas cuando la marea cubre
sus grandes pies desnudos. Que embarullan su sexo,
su lucha. Que se allegan al hombre,

cuyos rostros están tan cerca que no hay dónde ocultarse.
Mujeres por las que me quitaría las peinetas
de los cabellos y lloraría abiertamente, cara a cara.

Jane Durán



La cancha de básquetbol en Central Park

De inmediato mi hijo salió de la banca y corrió
hacia el aro más lejano. Ahora podía ver,
podía estar ahí, era verano

y la luz no se iría en un largo rato.
Pensé en mi propia infancia en Manhattan,
incluso en los patines metálicos

que solía atar a mis zapatos —
una variedad de imágenes agradables, parciales
en un vector demasiado tranquilo para ver más allá

condujeron a esta banca en Central Park.
Cuando llegó el atardecer los jugadores más viejos
perdieron el rumbo —su juego, los saltos

y gritos habían sido amigables y buenos.
Mi hijo tuvo un último tiro a la canasta
hizo una bandeja con su mano izquierda

y el balón se detuvo en el aire —paró
sólo un poco más arriba que el aro, ligeramente
a un costado, y permaneció ahí, quieto.

Jane Durán


Mientras dormía

Llovió toda la noche. La lluvia me dibujó una imagen.
Me vino a ver. Era incomparablemente joven.
Mi madre, era ya vieja, sentada en su silla
en Cambridge. No supo que él estaba de vuelta.
Me cargó. Su traje era de lana,
me estrechó contra ese traje. El mar era 1950.
Él era brillante como un arete en mi oreja.
Habló con frases largas, yo con cortas.

No había estado muerto nunca, sólo lejos,
pero a nosotros se nos olvidó, único marinero
de la lluvia. Su cara era grande, la mía pequeña.
La deslizada reliquia en un museo, bajo un cristal, caray,
puertas al campo abiertas de par en par.
¿Quién va a querer cantar ya al piano
o recorrer la sala, tantos días sin él?
Arrastra su bote por el estero,
se afana bajo la luz de la bahía y no se queja.
Sus hijas son tiernas, sus hijas
lo aman tiernamente, joven del tipi.

Quita sus gafas de la mesilla,
su libro del Quijote abierto en esa página
con la que rio la última noche de su vida.
Vuelto de nuevo a ser ausencia, como un grito frío,
las teclas del piano que se escurren, la lluvia que escampa,
los bueyes que aprietan el paso en el escampado
lodo, ay, a sólo un paso de mi ventana.

Jane Durán










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