Cuestión de fe

Qué lástima que no seas creyente, Bruto,
frente a nosotros Afrodita se desnuda
y tú no puedes verla.



Desde la luna, el emperador confiesa

De todas mis colonias
la que prefiero es la luna,
porque desde aquí me asomo al mundo
como quien, sin ser visto,
atisba detrás de una esfera.
Desde este punto puedo encuadrar
el carnaval en Río
y el desfile de los portaaviones
hacia el Medio Oriente;
puedo disfrutar el ocaso sobre las islas,
perseguir el destello de unos ojos,
el aleteo de una moneda,
la multiplicación
en los espejos de las meninas
y puedo, especialmente, contemplar
el exclusivo espectáculo de tu cuerpo
arrojándose sobre otra bestia.

(¿Yo soy esa bestia, verdad Terapia?,
¿verdad que yo soy esa bestia?)

Héctor Carreto



Desdén

Tu ex mujer es tan bella
que podría causar una desgracia troyana.
Pero tú jamás le escribiste una oda.
No lo permitió tu retórica de versos pardos
sobre asuntos que nadie recuerda.
¿Cómo pretendes, entonces,
que los lectores te reciten de memoria?
Abre los ojos; aún tienes tiempo
para loar sus encantos,
aunque éstos ya pertenezcan a otro.

Héctor Carreto


El poeta regañado por la musa

"Ante sus cabellos, el viento
fue incapaz de enredarse.
Intactos, sus labios permanecen.
Solo la luz -camafeo- fijó el recuerdo",
Fueron los versos que escribí pensando en Ella.

Después de leerlos, la Musa marcó mi número:
"¿Por qué me describes con palabras de epitafio?
Según mi espejo de mano, no estoy muerta ni soy estatua.
Tampoco quieras que me asemeje a tu madre.
¿Estás enfermo, o qué sinrazones
te obligaron a cambiar de poética?
¿Acaso aseguras un túmulo en la Rotonda de los Ilustres,
en el Colegio Nacional, o paladeas dieta vitalicia?

Escúchame: no escribas más como geómetra abstraído,
en un lenguaje de cristales que entrechocan,
capaz de pintar una batalla como ramo de madreselvas.

Confía en el instinto: que tus labios refieran con orgullo mi talento en el
baile, mi afición por el vino.
Presume al lector de mis piernas en loca bicicleta,
de los encuentros sudorosos, cuyos frutos son tus epigramas.
Tampoco ocultes que tenemos diferencias.

Entre la musa que riñe contigo y la que duerme en un lienzo,
no dudes: confía en el instinto".

Héctor Carreto


El vecino

Al hojear las antologías
que incluyen la crema de mi tinta,
advertí que en todas ellas, Evelio,
me acompañan versos tuyos.

¿Serás acaso un poeta notable?
¿O seré yo uno sin virtudes?

Héctor Carreto



Habitante de los parques públicos

Era el ocaso de la infancia. En el bosque, me tocaste. ¡Encantado!

Era el juego de la mano que toca y petrifica, de la mano, ala en vuelo, que cada tarde nos perseguía entre los arbustos. ¡Encantado!, ¡desencantado!

Me tocaste. Insectos de cristal resbalaban por el mármol de mi frente. El uniforme azul marino ostentaba galardones de guerra, lodo en las rodillas y en la punta de cada zapato.

La primera señal del neón silbó el final del juego. Entonces mis colegas volaron a sus altos condominios. Tú, amiga, ganaste la vanguardia.

¿Volverás mañana?, pensé, encantado, como el amante que bajo el faro soporta la tempestad, aguardando una señal en la ventana del cielo, o como la cariátide que imagina frente al mar el regreso de los navios.

Aterido, permanecí muy quieto, hasta que una mano —tu mano— rompiera el hechizo.

Sólo las niñas de mis ojos tenían permiso de salir y columpiarse, conversar entre el follaje y cantar bajo los kioscos.

Estas niñas sollozaron frente a la púber que estrenaba las primeras medias y al nagual que le rasgó aquel nailon, bajo un aguacero incapaz de apagar el dolor del incendio.

Asistieron al entierro de un pepenador, sepultado por hojas y envolturas de plástico.

A la sombra de un roble desahuciado flameaban gargantas gemelas de hombres desiguales.

Más allá, el matrimonio de volcanes poblaba el frío estanque del cielo.

Con el adiós de las aves diurnas, mis niñas dieron la bienvenida a sus primos, los oídos.

Sobre mis hombros, pequeños seres con alas describieron tus juegos en otros parques. Encantados, mis ojos te perseguían a través de sus voces.

Por los agujeros brotaban inquilinos contagiosos, excitadas navajas y relámpagos negros, los reptiles.

De un torso caliente brotaba el plumaje de acanto, abierto por un pistilo de acero.

Y mientras las flores de la noche abrían sus capas y salpicaban a la luna con sus fragancias, imaginé una vez más el palacio sin archiduque con las luces prendidas.

Bajo esa luna herida, el bosque se transformaba en algo como misterio en opulencia.

Bajo esa luna que, con su nieve tibia, quiso hacer • del parque un mausoleo, casto como el ángel sobre la tumba.

Señora de la Noche, cuéntame de aquella que, sonámbula, clamaba por su hijo perdido.

Al final de la noche, señora, sólo dos brasas permanecieron insomnes.

Con los primeros vidrios que tímido dejaba caer un sol recién nacido, alguien barría la noche y sus desechos:

El corazón esculpido en un tronco, las flores del óxido, un guante non de granito y la huella veloz de tu zapato.

La mañana navegó eterna, con mujeres que empujaban carriolas y hombres atisbando letras de periódico.

Las bocas del ansia mordían naranjas con sal; los cuadernos, colgando, babeaban números.

Llegaron mis amigos y, ya sin tobilleras, ya sin uniforme; con el mismo nombre aunque con otro cuerpo; con el mismo rostro aunque con otros ojos, también reías.

¿Venías acaso a continuar el juego?, ¿o a practicar otro?, ¿o a observar cómo despiertan los niños?, ¿o a cerrar el círculo con una tiza?

Desafiando la mirada de los héroes sobre sus pedestales, paralizados por una orden, los filos de una mano alcanzan a su presa.

Cobijados por el ahuehuete más anciano, tus labios sienten mi boca fría. ¡Desencantado!

Héctor Carreto


Hombre de bolsillo

Los hombres de bolsillo son pequeños,
visten de oscuro
y corren peligro de ser confundidos con ratones.
No obstante son inofensivos
y es débil su chillido.
Se limitan a cumplir,
no más, no más.
Como buenos relojitos caminan por la calle.
¡Qué lindos muñequitos de cuerda,
qué monos!
No sienten la cadena que va desde su cuello
hasta el chaleco de los dioses
ni la mano que tranquila
los guarda en el bolsillo.

Héctor Carreto



La conquista del espacio

Aun distantes, las estrellas se parecen a tus ojos.

“Otra expedición al cielo”,
anuncian sin emoción los medios.

No son aventureros los tripulantes.
Los remos son teclas
que oprimen los astronautas, los ingenieros electrónicos,
los políticos del Espacio.
(No buscan tesoros sagrados
sino una verdad menos candente.)
Para ellos Júpiter, Saturno, Venus y Mercurio
no son deidades
—no influyen en nuestras emociones—;
tan sólo son puntos donde puedan clavar un estandarte.

¿Cuándo volará un poeta
en una nave de la Nasa,
que cante la guerra desatada por dos opuestos
y a la belleza inédita de tan distantes paisajes?

No importa:
Homero fundó el mito de Occidente
sin haber visto jamás las murallas de Troya.
(Con ojos sellados presenció el descenso de los dioses.)

Yo canto a las constelaciones
sin saber leer los mapas
y sin haberme envuelto
en el manto
de ninguna galaxia.

He viajado más lejos, más allá de las ciencias exactas:
ayer me acerqué al enigma de tus ojos abiertos.

Héctor Carreto





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