La sociedad líquida
 
Como es bien sabido, la idea de modernidad o sociedad «líquida» se debe a Zygmunt Bauman. Al que desee entender las distintas implicaciones de este concepto le será útil leer Estado de crisis, obra en la que Bauman y Carlo Bordoni debaten sobre este y otros problemas. La sociedad líquida empieza a perfilarse con la corriente llamada posmodernismo (término «comodín», que puede aplicarse a multitud de fenómenos distintos, desde la arquitectura a la filosofía y a la literatura, y no siempre con acierto). El posmodernismo marcó la crisis de las «grandes narraciones» que creían poder aplicar al mundo un modelo de orden; tenía como objetivo una reinterpretación lúdica o irónica del pasado, y en cierto modo se entrecruzó con las pulsiones nihilistas. No obstante, para Bordoni también el posmodernismo está en fase decreciente. Tenía un carácter temporal, hemos pasado a través de él sin darnos cuenta siquiera y algún día será estudiado como el prerromanticismo. Se utilizaba para señalar un fenómeno en estado de desarrollo y ha representado una especie de trayecto de la modernidad a un presente todavía sin nombre. Para Bauman, entre las características de este presente en estado naciente se puede incluir la crisis del Estado (¿qué libertad de decisión conservan los estados nacionales frente al poder de las entidades supranacionales?). Desaparece una entidad que garantizaba a los individuos la posibilidad de resolver de una forma homogénea los distintos problemas de nuestro tiempo, y con su crisis se ha perfilado la crisis de las ideologías, y por tanto de los partidos, y en general de toda apelación a una comunidad de valores que permitía al individuo sentirse parte de algo que interpretaba sus necesidades. Con la crisis del concepto de comunidad surge un individualismo desenfrenado, en el que nadie es ya compañero de camino de nadie, sino antagonista del que hay que guardarse. Este «subjetivismo» ha minado las bases de la modernidad, la ha vuelto frágil y eso da lugar a una situación en la que, al no haber puntos de referencia, todo se disuelve en una especie de liquidez. Se pierde la certeza del derecho (la magistratura se percibe como enemiga) y las únicas soluciones para el individuo sin puntos de referencia son aparecer sea como sea, aparecer como valor, y el consumismo. Pero se trata de un consumismo que no tiende a la posesión de objetos de deseo con los que contentarse, sino que inmediatamente los vuelve obsoletos, y el individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo (el nuevo teléfono móvil nos ofrece poquísimas prestaciones nuevas respecto al viejo, pero el viejo tiene que ir al desguace para participar en esta orgía del deseo). Crisis de las ideologías y de los partidos: alguien ha dicho que estos últimos son ahora taxis a los que se suben un cabecilla o un capo mafioso que controlan votos, seleccionados con descaro según las oportunidades que ofrecen, y esto hace que la actitud hacia los tránsfugas sea incluso de comprensión y no ya de escándalo. No solo los individuos, sino la sociedad misma vive en un proceso continuo de precarización. ¿Hay algo que pueda sustituir esta licuación? Todavía no lo sabemos, y este interregno durará bastante tiempo. Bauman observa que (desaparecida la fe en una salvación que provenga de las alturas, del Estado o de la revolución) es típico del interregno el movimiento de indignación. Estos movimientos saben lo que no quieren, pero no saben lo que quieren. Y quisiera recordar que uno de los problemas que se les plantean a los responsables del orden público a propósito de los «bloques negros» es que no es posible etiquetarlos, como se hizo con los anarquistas, con los fascistas o con las Brigadas Rojas. Actúan, pero nadie sabe cuándo ni en qué dirección, ni siquiera ellos. ¿Hay algún modo de sobrevivir a la liquidez? Lo hay, y consiste justamente en ser conscientes de que vivimos en una sociedad líquida que, para ser entendida y tal vez superada, exige nuevos instrumentos. El problema es que la política y en gran parte la intelligentsia todavía no han comprendido el alcance del fenómeno. Bauman continúa siendo por ahora una vox clamantis in deserto.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
El progreso no consiste necesariamente en ir hacia delante a toda costa.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… ya se sabe que la historia se repite dos veces, la primera en forma de tragedia y la segunda en forma de farsa.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
Porque el ser humano, para saber quién es, necesita la mirada del otro, y cuanto más le ama y le admira el otro, más se reconoce (o cree reconocerse); y si en vez de un solo otro son cien o mil, o diez mil, mucho mejor, se siente completamente realizado.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
En el mundo del futuro (se parecerá al que ya se está configurando hoy) esta distinción habrá desaparecido; se estará dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que le «vean» y «hablen de él». No habrá diferencia entre la fama del gran inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha, entre el gran amante y el ganador del concurso mundial de quién la tiene más corta, entre el que haya fundado una leprosería en África central y el que haya defraudado al fisco con más habilidad. Valdrá todo, con tal de salir en los medios y ser reconocido al día siguiente por el tendero (o por el banquero).
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Desde hace decenios el hecho de aparecer esposado ya no le destroza la vida a nadie.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Tuiteo ergo sum.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
 
El otro día en una entrevista me preguntaron (y lo hacen muchos periodistas) cuál era el libro que más había influido en mi vida. Yo sería un idiota (como muchos de los que contestan a esa pregunta) si a lo largo de mi vida un solo libro hubiera ejercido sobre mí un influjo más definitivo que otro.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… un estudiante que copia bien tiene derecho a sacar una buena nota.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 

 
Entre dogmatismo y falibilismo

En el Corriere della Sera del domingo pasado Angelo Panebianco escribía sobre los posibles dogmatismos de la ciencia. Estoy básicamente de acuerdo con él y solo quisiera destacar otro aspecto de la cuestión. En síntesis, Panebianco dice que la ciencia es por definición antidogmática, porque sabe que avanza por tanteo y error y porque (añadiría con Peirce, quien inspiró a Popper) su principio implícito es el «falibilismo», que la lleva a estar siempre pendiente de corregir sus propios errores. Se vuelve dogmática en sus fatales simplificaciones periodísticas, que transforman en descubrimiento milagroso y verdad consolidada lo que no eran más que prudentes hipótesis de investigación. Pero también corre el peligro de volverse dogmática cuando acepta un criterio inevitable, es decir, cuando la cultura de una época está dominada por un «paradigma», no solo como el darwiniano o el einsteiniano, sino también el copernicano, al que se remiten todos los científicos justamente para acabar con la insensatez de quienes se mueven al margen de él, incluidos los dementes que todavía sostienen que el Sol gira alrededor de la Tierra. ¿Cómo resolvemos el hecho de que precisamente la innovación se produce justo cuando alguien logra cuestionar el paradigma dominante? Cuando la ciencia se enroca en un determinado paradigma, tal vez para defender cotas de poder adquiridas, excluyendo por loco o hereje a quien lo discute ¿no se comporta de manera dogmática? La cuestión es dramática. ¿Los paradigmas tienen que ser siempre defendidos o siempre discutidos? Una cultura (entendida como un sistema de conocimientos, opiniones, creencias, costumbres y herencia histórica compartidos por un grupo humano concreto) no es solo una acumulación de datos, es también el resultado de su filtrado. La cultura es asimismo la capacidad de desprenderse de lo que no es útil o necesario. La historia de la cultura y de la civilización está hecha de toneladas de informaciones que han sido sepultadas. Es válido para una cultura lo que es válido para nuestra vida individual. En el cuento Funes el memorioso, Borges habla de un personaje que lo recuerda todo, cada hoja que ha visto en cada árbol, cada palabra que ha escuchado a lo largo de su vida, cada ráfaga de viento que le ha rozado, cada sabor que ha paladeado, cada frase que ha leído. Sin embargo, Funes es un completo idiota, un hombre bloqueado por su incapacidad de seleccionar y de desechar. Nuestro inconsciente funciona porque desecha. Luego, si se produce alguna confusión, hay que ir al psicoanalista para recuperar ese poco que servía y que desechamos por error. Pero por suerte todo lo demás ha sido eliminado y nuestra alma es exactamente el producto de la continuidad de esta memoria seleccionada. Si tuviésemos el alma de Funes seríamos personas sin alma. Esto es lo que hace una cultura, y el conjunto de sus paradigmas es el resultado de la enciclopedia compartida, hecha no solo de lo que se ha conservado, sino también, por así decirlo, del tabú de lo que se ha eliminado. Luego se discute sobre la base de esta enciclopedia común. Pero para que la discusión sea comprensible para todos, hay que partir de los paradigmas existentes, aunque solo sea para demostrar que ya no se sostienen. Sin la negación del paradigma ptolemaico, que se mantenía como base, las tesis de Copérnico habrían resultado incomprensibles. Internet es ahora como Funes. Como totalidad de contenidos disponibles de forma desordenada, sin filtro ni organización, permite a cada uno de nosotros construirse su propia enciclopedia, esto es, su libre y personal sistema de creencias, nociones y valores, en el que pueden concurrir, como sucede en la mente de muchos seres humanos, tanto la idea de que el agua es H2O como la de que el Sol gira alrededor de la Tierra. Así que, en teoría, podrían llegar a existir seis mil millones de enciclopedias diferentes y la sociedad humana se reduciría al diálogo fragmentado de seis mil millones de personas cada una de las cuales hablaría una lengua distinta que solo entendería quien la hablara. Por suerte, se trata tan solo de una hipótesis teórica, y lo es precisamente porque la comunidad científica cuida de que existan lenguajes comunes, sabiendo que para derribar un paradigma es necesario que haya un paradigma que derribar. Defender los paradigmas entraña sin duda el peligro de caer en el dogmatismo, pero el desarrollo del saber se basa en esta contradicción. Para evitar conclusiones apresuradas, coincido con lo que decía el científico citado al final por Panebianco: «No lo sé, es un fenómeno complejo, tengo que estudiarlo».
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Hace un tiempo, mientras intentaba hablar en la Accademia di Spagna en Roma, una señora me deslumbraba con una luz cegadora (para poder accionar bien su cámara fotográfica) y me impedía leer mis apuntes. Reaccioné con cierta irritación diciendo (como les digo a algunos fotógrafos indiscretos) que cuando yo trabajo deben dejar de trabajar ellos, por aquello de la división del trabajo; la señora apagó la cámara, pero con aire de haber sido víctima de un atropello. Precisamente la semana pasada, en San Leo, mientras se estaba presentando una excelente iniciativa del ayuntamiento para el redescubrimiento de los paisajes del Montefeltro que aparecen en las pinturas de Piero della Francesca, tres individuos me estaban deslumbrando con sus flashes y tuve que recordarles las reglas de la buena educación.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Los adultos, con los ojos pegados al móvil, ya están perdidos para siempre.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
He contado en varias ocasiones cómo dejé de hacer fotografías en 1960, tras una visita a distintas catedrales francesas que fotografiaba enloquecido. De regreso, me encontré con que tenía una serie de fotografías mediocres y no recordaba nada de lo que había visto. Tiré la cámara fotográfica y en los sucesivos viajes me limité a registrar mentalmente lo que veía. Como recuerdo, más para los demás que para mí, compraba excelentes postales.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura



Desde luego, a los adictos al teléfono habría que matarlos de pequeños, pero como no es fácil encontrar todos los días a un Herodes, es bueno castigarlos de mayores, aunque nunca entenderán en qué abismo han caído, y perseverarán.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Sé muy bien que sobre el síndrome del móvil se han escrito ya decenas de libros y que no habría nada más que añadir pero, si nos detenemos a reflexionar un momento, parece inexplicable que casi toda la humanidad haya sido presa del mismo frenesí y haya dejado de mantener relaciones cara a cara, de contemplar el paisaje y de reflexionar sobre la vida y sobre la muerte para dedicarse a hablar de manera compulsiva, casi siempre sin tener nada urgente que decir, consumiendo su vida en un diálogo entre invidentes.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
¿Qué ha predispuesto a los hombres a las prácticas mágicas durante siglos? La prisa. La magia prometía que se podía pasar de golpe de una causa a un efecto sin los pasos intermedios: pronuncio una frase y transformo el hierro en oro, invoco a los ángeles y a través de ellos envío un mensaje. La fe en la magia no desapareció con la llegada de la ciencia experimental, porque el sueño de la simultaneidad entre causa y efecto se trasladó a la tecnología. Hoy en día, es la tecnología la que te lo da todo y de una forma inmediata (pulsas un botón de tu móvil y hablas al instante con Sidney), mientras que la ciencia avanza despacio, y su prudente lentitud no nos satisface porque querríamos tener el remedio contra el cáncer ahora, y no mañana, de modo que depositamos nuestra confianza en el médico santón, que nos promete la poción milagrosa que nos curará al instante sin tener que esperar años. La relación entre entusiasmo tecnológico y pensamiento mágico es muy estrecha y va ligada a la confianza religiosa en la acción fulminante del milagro. El pensamiento teológico nos hablaba y nos habla de misterios, pero argumentaba y argumenta para demostrar hasta qué punto son concebibles, o bien insondables. En cambio, la fe en el milagro nos muestra lo numinoso, lo sagrado, lo divino, que aparece y actúa sin demora.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… yo tiendo siempre a dudar de cualquier conspiración, porque considero que mis semejantes son demasiado estúpidos para concebir una a la perfección.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
La psicología de la conspiración surge porque las explicaciones más evidentes de muchos hechos preocupantes no nos satisfacen, y a menudo no nos satisfacen porque nos duele aceptarlas.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Lo bueno es que en la vida cotidiana no hay nada más transparente que la conspiración y el secreto. Un complot, si es eficaz, antes o después crea sus propios resultados y se vuelve evidente. Y lo mismo se puede decir del secreto, que no solo suele ser revelado por una serie de «gargantas profundas» sino que, se refiera a lo que se refiera, si es importante (tanto la fórmula de una sustancia prodigiosa como una maniobra política), antes o después sale a la luz. Si no sale a la superficie, es que los complots o los secretos o eran complots inútiles, o eran secretos vacíos. La fuerza del que anuncia que posee un secreto no está en ocultar algo, sino en hacer creer que hay un secreto. En ese sentido, secreto y conspiración pueden ser armas eficaces precisamente en las manos de los que no creen en ellos.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
El secreto y las sociedades secretas, Georg Simmel recordaba que «el secreto comunica una posición excepcional a la personalidad, ejerce una atracción social determinada, […] independiente en principio del contenido del secreto, aunque, como es natural, creciente a medida que el secreto sea más importante y amplio. […] El instinto natural de idealización y el temor natural del hombre actúan conjuntos frente a lo desconocido, para aumentar su importancia por la fantasía y consagrarle una atención que no hubiéramos prestado a la realidad clara».
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… detrás de cada falsa conspiración, quizá se oculte siempre la conspiración de alguien que tiene todo el interés en presentárnosla como verdadera.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
El silencio es un bien que está desapareciendo incluso de los lugares que le eran propios.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
¿Compraremos paquetes de silencio?
 
En uno de sus últimos artículos en Panorama , Adriano Sofri preveía que (puesto que del silencio es mejor olvidarse) la táctica del futuro sería el contrarruido, ruidos agradables para sobreponerlos a los desagradables. La idea recuerda el Gog de Papini, pero no estamos hablando de futuro, sino que está sucediendo ya ahora. Pensemos en las músicas de aeropuerto, suaves y dominantes, que sirven para mitigar el ruido de los aviones. Pero dos decibelios malos más un decibelio bueno no hacen un decibelio y medio sino tres decibelios. El remedio es peor que la enfermedad. El silencio es un bien que está desapareciendo incluso de los lugares que le eran propios. No sé qué ocurre en los monasterios tibetanos, pero estuve en una gran iglesia de Milán en la que actuaban unos excelentes cantantes de góspel que, de forma gradual y con efectos de discoteca de Rímini, implicaron a los fieles en aquel cántico que tal vez fuera místico, pero que en cuanto a decibelios era propio de un círculo infernal. En un momento dado me marché murmurando non in commotione, non in commotione, Dominus (es decir, que es posible que Dios esté en todas partes, pero difícilmente lo encontraremos en medio del estruendo infernal). Nuestra generación bailaba con la música susurrada de Frank Sinatra y de Perry Como, la actual necesita «éxtasis» para soportar los niveles sonoros del sábado por la noche. Escucha música en los ascensores, va a todas partes con los auriculares, la escucha en el coche (junto con el estruendo del motor), trabaja con música de fondo mientras por la ventana abierta le llega el ruido del tráfico. En los hoteles de Estados Unidos no hay habitación donde no retruene el ruido de automóviles ansiosos y ansiogénicos. Vemos a nuestro alrededor personas que, aterrorizadas por el silencio, buscan ruidos amigos en el móvil. Es posible que las generaciones futuras estén mejor adaptadas al ruido, pero, por lo que sé de la evolución de las especies, en general esas readaptaciones requieren milenios, y por unos cuantos individuos que se adaptan son millones los que perecen en el camino. Después del agradable domingo del 16 de enero, cuando en las grandes ciudades la gente iba a caballo o en patines, Giovanni Raboni observó en el Corriere cómo los ciudadanos que circulaban por las calles disfrutaban de un silencio mágico repentinamente recuperado. Es cierto. Pero ¿cuántos se quedaron en casa irritados y con el televisor a todo volumen? El silencio va a convertirse en un bien muy preciado, y de hecho solo está al alcance de las personas adineradas que pueden permitirse tener mansiones ocultas entre la espesura, o de místicos de los montes con saco de dormir que acaban embriagándose de los silencios incontaminados de las cimas, hasta el punto de enloquecer y precipitarse por las grietas, de modo que luego la zona resulta contaminada por el zumbido de los helicópteros de los socorristas. Llegará el día en que quien no pueda resistir más el ruido podrá comprar paquetes de silencio, una hora en una habitación insonorizada como la de Proust, por el precio de una butaca en la Scala. Como rendija de esperanza, puesto que las astucias de la razón son infinitas, observo que, salvo para aquellos que utilizan el ordenador para bajarse música ensordecedora, todos los demás todavía pueden encontrar el silencio justamente frente a la pantalla luminosa, de día y de noche, anulando el audio. El precio de ese silencio será renunciar al contacto con sus semejantes. Pero es lo que hacían los padres del desierto. [2000]
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Lo repetimos una y otra vez: estamos viviendo realidades virtuales. Conocemos el mundo a través de la televisión, que muchas veces no lo representa tal como es, sino que lo reconstruye (reconstruía con fragmentos de archivo la guerra del Golfo) o incluso lo construye ex novo (Gran Hermano). Lo que vemos cada vez más son remedos de la realidad.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Ciertamente, el turismo, aunque poco atento, representa para muchos una manera de reapropiarse del mundo. La diferencia está en que antes la experiencia del viaje era decisiva, volvían distintos a como habían partido, en cambio ahora regresan sin sentirse mínimamente afectados por la turbación del país extranjero. Vuelven y solo piensan en las próximas vacaciones, no hablan de la luz nueva que les ha cambiado.
(…)
Cuando todo sea ya igual a todo, ya no se hará turismo para descubrir el mundo real, sino para encontrar siempre y dondequiera que vayamos aquello que ya conocíamos, y que habríamos podido ver perfectamente desde el televisor de casa.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
No es verdad que todos los rumanos sean violadores, todos los sacerdotes pedófilos y todos los estudiosos de Heidegger nazis. Por tanto, cualquier postura política, cualquier oposición al gobierno no debe implicar a todo un pueblo y a toda una cultura. Y esto vale sobre todo para la república del conocimiento, donde la solidaridad entre estudiosos, artistas y escritores de todo el mundo siempre ha sido una manera de defender los derechos humanos más allá de las fronteras.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Ha llegado a mis manos una obra de Pitigrilli, escritor que henchía sus relatos de citas eruditas, equivocando a menudo los nombres (Yung en vez de Jung) y más a menudo aún las anécdotas, que sacaba de vete a saber dónde. En esta página, Pitigrilli recuerda la advertencia de san Pablo: melius nubere quam uri, «más vale casarse que abrasarse» (un buen consejo para los curas pedófilos), pero observa que la mayoría de los grandes, como Platón, Lucrecio, Virgilio, Horacio y otros, eran solteros. Aunque eso no es cierto, o al menos no del todo.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
La historia, escrita por los maridos, ha condenado a las esposas al anonimato.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Bernard-Henri Lévy ha lanzado recientemente un apasionado manifiesto para recuperar una identidad europea, Europe ou chaos?, que comienza con una amenaza inquietante: «Europa no está en crisis, se está muriendo. No Europa como territorio, naturalmente, sino Europa como idea. Europa como sueño y como proyecto».
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
 
 
Esto es lo que constituye el fundamento de la identidad cultural europea, un extenso diálogo entre las literaturas, las filosofías, las obras musicales y teatrales. Nada que pueda borrarse, a pesar de la guerra, y sobre esta identidad se fundamenta una comunidad que resiste a la mayor de las barreras: la del idioma.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Si los católicos se molestan cuando se ofende a la Virgen, hay que respetar sus sentimientos, y en todo caso escribir un prudente ensayo histórico para poner en duda la Encarnación. Pero si los católicos disparasen contra los que ofenden a la Virgen, habría que combatirlos con todos los medios a nuestro alcance.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Del odio y el amor
 
En los últimos tiempos he escrito sobre el racismo, sobre la construcción del enemigo y sobre la función política del odio hacia el Otro o el Distinto. Creía haberlo dicho todo, pero en una reciente discusión con mi amigo Thomas Stauder (y se trata de una de esas ocasiones en las que ya no recuerdas qué dijo uno y qué dijo el otro, el caso es que las conclusiones coincidían) se insinuó un elemento nuevo, o por lo menos, nuevo para mí. Con una ligereza un poco presocrática, tendemos a entender odio y amor como dos opuestos que se contraponen de manera simétrica, como si lo que no amamos lo odiáramos y viceversa. Sin embargo y obviamente, entre los dos polos hay un sinfín de matices. Incluso cuando usamos los dos términos de forma metafórica, el hecho de que me guste la pizza, pero no enloquezca por el sushi no significa que lo odie; sencillamente, me gusta menos que la pizza. Y tomando los dos términos en su sentido propio, que yo ame a una persona no significa que odie a todas las demás, pues opuesta al amor puede estar muy bien la indiferencia (amo a mis hijos y me resultaba indiferente el taxista que me llevaba en su coche hace dos horas). Ahora bien, lo cierto es que el amor aísla. Si amo con locura a una mujer, pretendo que ella me ame a mí y no a otros (por lo menos no en el mismo sentido); una madre ama con pasión a sus hijos y desea que ellos la amen de forma privilegiada a ella (madre solo hay una), y no sentiría jamás que ama con la misma intensidad a hijos ajenos. Así pues, el amor es a su manera egoísta, posesivo, selectivo. Es verdad, el mandamiento del amor impone amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (a todos, a seis mil millones de prójimos), pero este mandamiento, básicamente, nos recomienda que no odiemos a nadie y no pretende que amemos a un esquimal desconocido como a nuestro padre o a nuestro nieto. El amor privilegiará siempre a mi nietecito contra un cazador de focas. Y aunque no piense (como pretende la conocida leyenda) que no me importa nada que muera un mandarín en China (sobre todo si ello podría serme de algún provecho) y sepa que las campanas siempre doblan también por mí, está claro que me afectará más la muerte de mi abuela que la del mandarín. En cambio, el odio puede ser colectivo, y debe serlo para los regímenes totalitarios; por lo cual, de pequeño, la escuela fascista me pedía que odiara a «todos» los hijos de Albión, y Mario Appelius profería cada noche por la radio su «Dios maldiga a los ingleses». Y eso es lo que quieren las dictaduras y los populismos, y a menudo también las religiones en su versión fundamentalista, porque el odio por el enemigo une a los pueblos y los hace arder a todos en un idéntico fuego. El amor calienta mi corazón en lo tocante a pocas personas; mientras que el odio calienta mi corazón, y el corazón del que es de mi bando, en lo tocante a millones de personas, a una nación, a una etnia, a gente de color y de lengua distintas. El racista italiano odia a todos los albaneses o a los rumanos o a los gitanos; Umberto Bossi, de la Liga Norte, odia a todos los italianos del Sur (y encima, recibe un sueldo pagado también con los impuestos de los meridionales, lo que es una obra maestra cabal de la malevolencia, donde al odio se une el placer del agravio y del escarnio); Silvio Berlusconi odia a todos los jueces y nos pide que hagamos lo mismo, y que odiemos a todos los comunistas, aun a costa de ver comunistas donde ya no los hay. Por lo tanto, el odio no es individualista sino generoso, filantrópico, y abraza en un mismo arrebato a inmensas multitudes. Solo en las novelas se nos dice lo bello que es morir de amor; pero en los periódicos, por lo menos cuando yo era niño, se representaba como bellísima la muerte del héroe que lo alcanzaba en el trance de arrojar una bomba contra el odiado enemigo. Por eso la historia de nuestra especie siempre ha estado más marcada por el odio, por las guerras y por las matanzas que por los actos de amor (menos cómodos y a menudo agotadores, cuando quieran extenderse más allá del ámbito de nuestro egoísmo). Nuestra propensión hacia las delicias del odio es tan natural que a los caudillos de pueblos les resulta fácil cultivarlo, mientras que al amor nos invitan solo seres adustos que tienen la nauseabunda costumbre de besar a los leprosos.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Las religiones, los mitos, los ritos antiguos hacían que la muerte fuera algo familiar, aun siendo siempre temible. Las grandes celebraciones funerarias, los gritos de las plañideras, las grandes misas de réquiem nos acostumbraban a aceptarla. Los sermones sobre el infierno nos preparaban para la muerte, y todavía en mi infancia se me invitaba a leer las páginas sobre la muerte de El joven preparado para la práctica de sus deberes de don Bosco, que no era solo el cura alegre que hacía jugar a los niños, sino que tenía una imaginación visionaria y llameante. Don Bosco nos recordaba que no sabemos dónde nos sorprenderá la muerte: si en nuestra cama, en el trabajo, o por la calle, por la rotura de una vena, un catarro, un ímpetu de sangre, una fiebre, una herida, un terremoto, un rayo, «quizá nada más acabar de leer esta consideración». En ese momento sentiremos la cabeza oscurecida, los ojos doloridos, la lengua seca, las fauces angostadas, el pecho oprimido, la sangre helada, la carne consumida, el corazón traspasado. De ahí la necesidad de practicar el ejercicio de la buena muerte:   Cuando mis pies ya inmóviles me adviertan de que mi carrera en este mundo está próxima a su fin. […] Cuando mis manos trémulas y entorpecidas no puedan ya estrecharos, ¡oh, bien mío crucificado! Y contra mi voluntad os dejen caer sobre el lecho de mi dolor. […] Cuando mis ojos llenos de tinieblas y desencajados ante el horror de la cercana muerte. […] Cuando mis labios fríos y temblorosos. […] Cuando mis mejillas pálidas y amoratadas inspiren lástima y terror a los que me rodeen y mis cabellos húmedos con el sudor de la muerte erizándose en la cabeza anuncien mi próximo fin. […] Cuando mi imaginación, agitada por horrendos y espantosos fantasmas, quede sumergida en congojas de muerte. […] Cuando haya perdido ya el uso de todos los sentidos […] Jesús misericordioso, tened piedad de mí.   Puro sadismo, se dirá. Ahora bien, ¿qué enseñamos hoy a nuestros contemporáneos? Que la muerte se consuma alejada de nosotros en el hospital, que no solemos seguir ya el féretro al cementerio, que ya no vemos a los muertos. ¿Ya no los vemos? Los vemos sin parar, salpicando sesos en las ventanillas de los taxis, saltando por los aires, estrellándose contra la acera, cayendo al fondo del mar con los pies en un cubo de cemento, dejando rodar sus cabezas por el empedrado; claro que no somos nosotros, y tampoco nuestros seres queridos, son los actores. La muerte es un espectáculo, incluso en los episodios en los que los medios de comunicación nos cuentan el caso de la joven violada de verdad o víctima del asesino en serie. No vemos su cadáver desgarrado, porque sería una forma de recordarnos la muerte, y nos dejan ver solo a los amigos llorando mientras llevan flores al lugar del delito y, con un sadismo mucho peor, llaman a la puerta de la madre para preguntarle: «¿Qué sintió cuando mataron a su hija?». No se escenifica la muerte sino la amistad y el dolor materno, que nos tocan de forma menos violenta. De este modo, la desaparición de la muerte de nuestro horizonte de experiencia inmediato hará que estemos mucho más aterrorizados cuando el momento se aproxime, ante ese acontecimiento que aun así nos pertenece desde nuestro nacimiento, y con el cual el hombre sabio llega a pactos durante toda su vida.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Creo que ya han pasado quince años desde que escribía que Europa, al cabo de algunas décadas, se convertiría en un continente multicolor, pero que el proceso costaría lágrimas y sangre. No era un profeta, sencillamente una persona con sentido común que a menudo acude a la historia, convencido de que, si aprendes lo que pasó, con frecuencia entiendes lo que podría suceder.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… un poeta que triunfa dura toda la vida…
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
 
El bibliófilo no es uno que ama la Divina comedia, es uno que ama esa determinada edición y ese determinado ejemplar de la Divina comedia . Quiere poder tocarlo, hojearlo, pasar las manos por la encuadernación. En ese sentido «habla» con el libro como objeto, por el relato que el libro hace de sus orígenes, de su historia, de las innumerables manos por las que ha pasado. A veces el libro relata una historia hecha de manchas de pulgar, anotaciones en el margen, subrayados, firmas en el frontispicio, incluso agujeros de carcoma, y una historia aún más hermosa la cuenta cuando, incluso con quinientos años, sus páginas frescas y blancas aún crujen entre los dedos.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
El saber se difunde a través de historias…
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Conocer la relación de un libro con los demás libros a menudo significa saber más del mismo que habiéndolo leído.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
… es mucho más cómodo recuperar del disco duro en pocos segundos una cita de Dante o de la Suma teológica que levantarse e ir a buscar un volumen pesado en librerías demasiado altas.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Los soportes modernos parecen apuntar más a la difusión de la información que a su conservación. El libro, en cambio, ha sido el instrumento príncipe de la difusión (pensemos en el papel que desempeñó la Biblia impresa en la Reforma protestante), pero al mismo tiempo también de la conservación. Es posible que dentro de algunos siglos la única forma de tener noticias sobre el pasado, al haberse desmagnetizado todos los soportes electrónicos, siga siendo un hermoso incunable. Y entre los libros modernos sobrevivirán los muchos hechos con papel de gran calidad, o los que ahora proponen muchos editores elaborados con papel libre de ácidos. No soy un reaccionario nostálgico del pasado. En un disco duro portátil de 250 gigas he grabado las mayores obras maestras de la literatura universal y de la historia de la filosofía; es mucho más cómodo recuperar del disco duro en pocos segundos una cita de Dante o de la Suma teológica que levantarse e ir a buscar un volumen pesado en librerías demasiado altas. Pero estoy contento de que esos libros sigan en mis estanterías, garantía de la memoria para cuando se les crucen los cables a los instrumentos electrónicos.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
La historia es lodosa y viscosa. Algo que hay que recordar siempre, porque las catástrofes de mañana siempre están madurando ya hoy en día, socarronamente.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
 
El sniper estaba arriba, con su fusil telescópico y, desde algún nudo de autopista o colinita tranquila, hacía su trabajo. Con la víctima muerta, y solo tras haber recibido un aviso, la policía llegaba y cortaba las carreteras dos o tres horas, sin encontrar obviamente a nadie porque el francotirador había tenido todo el tiempo de irse a cualquier otro sitio. Por eso, durante días la gente no salía de casa y no mandaba los niños al colegio. Por supuesto, ha habido quienes nos han advertido que esto sucede porque existe el libre comercio de las armas, pero los lobbies de los armadores han contestado que la cuestión no es tener un arma sino usarla bien. Como si usarla para matar no fuera, precisamente, usarla a la perfección. ¿Acaso la gente suele comprarse un fusil para hacerse un enema?
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Lo que caracteriza a la gilipollez con respecto a la tontería es que aquella es una afirmación sin duda equivocada, pronunciada para hacer creer algo sobre nosotros, pero el hablante no se preocupa mínimamente de saber si dice la verdad o no. «El rasgo de sí mismo que oculta el charlatán [el que dice gilipolleces] […] es que los valores veritativos de sus enunciados no tienen prácticamente interés para él»; afirmaciones de este tipo nos ponen inmediatamente las orejas de punta, y en efecto Frankfurt confirma nuestras peores sospechas: «Los campos de la publicidad y las relaciones públicas, así como el de la política, hoy en día estrechamente relacionado con los anteriores, están repletos de ejemplos de charlatanería tan descarados que pueden servir como algunos de los paradigmas más clásicos e indiscutibles del concepto». La finalidad de la gilipollez no es ni siquiera engañar sobre el estado de las cosas, es asombrar a oyentes con escasa capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, o también desinteresados por estos matices. Creo que el que pronuncia gilipolleces confía asimismo en la memoria débil de su público, lo cual le permite decir gilipolleces encadenadas que se contradicen entre ellas: «Por muy atenta y conscientemente que proceda el charlatán, sigue siendo verdad que trata de librarse de algo».
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura 
 
 
Con licencia de usted
 
A principios de 1981, hablando de la guerra del Golfo, expliqué que «fuego amigo» es «la bomba que te tira por equivocación un gilipollas que lleva tu mismo uniforme». Quizá hoy, tras el caso Calipari, los lectores serían más sensibles al hecho de que de fuego amigo se muere; pero hace quince años reaccionaron no ante la inmoralidad del fuego amigo sino ante la inmoralidad de la palabra stronzo , «gilipollas». Hubo muchas cartas de lectores y, si recuerdo bien, también críticas en otros periódicos, hasta tal punto que me vi obligado a escribir una columna sucesiva en la que recordaba cuántos ilustres autores de nuestra literatura habían usado palabras semejantes. En quince años las costumbres cambian y la editorial Rizzoli puede permitirse publicar hoy Stronzate , de Harry G. Frankfurt, que cuesta seis euros y se lee en una hora. Creo que Frankfurt es profesor emérito de filosofía en Princeton y el italiano stronzate traduce, en cuanto a funcionalidad, el título inglés que significa literalmente «mierda de toro», pero se usa en las mismas situaciones en las que en italiano se utilizaría el término que adopté yo hace quince años. Creo que también se puede definir como stronzata («gilipollez») algo por lo que no valía la pena gastarse dinero porque no funciona («Este sacacorchos electrónico es una gilipollez»), pero normalmente se aplica el término a algo que se afirma, dice, comunica: «Has dicho una gilipollez, esa película es una auténtica gilipollez». Y precisamente sobre la gilipollez eminentemente semiótica se demora Frankfurt, partiendo de una definición que otro filósofo, Max Black, dio de «paparrucha» (en el sentido de estupidez o chorrada) como «tergiversación engañosa próxima a la mentira, especialmente mediante palabras o acciones pretenciosas, de las ideas, los sentimientos, las actitudes de alguien». Deben saber ustedes que los filósofos estadounidenses son muy sensibles al problema de la verdad de nuestros enunciados, tanto que se pasan el tiempo preguntándose si es verdadero o falso decir que Ulises volvió a Ítaca, desde el momento que Ulises no existió jamás. Para Frankfurt se trata, pues, en primer lugar, de definir en qué sentido una gilipollez es algo más fuerte que una estupidez y, en segundo lugar, qué significa dar una representación falsa de algo sin mentir. Para el último problema no hay, sino que recurrir a la amplia literatura sobre el argumento desde Agustín hasta hoy en día: quien miente sabe que lo que dice no es verdadero, y lo dice para engañar. El que dice algo falso sin saber que es una falsedad, pobrecillo, no miente, sencillamente se equivoca, o está loco. Supongo que si alguien, creyéndoselo, dijera que el Sol gira alrededor de la Tierra, nosotros diríamos que ha dicho una tontería, e incluso una gilipollez. Ahora bien, en la definición de Max Black está el hecho de que quien dice una estupidez lo hace para ofrecer una interpretación falsa no solo de la realidad exterior sino también de sus propios pensamientos, sentimientos y actitudes. Esto le pasa también al que miente: uno que dice que tiene cien euros en el bolsillo (y no es verdad) no solo lo hace para hacer creer que en su bolsillo hay cien euros, sino también para convencernos de que él cree tener cien euros. Frankfurt aclara que, a diferencia de las mentiras, las paparruchas tienen como fin primero no ofrecer una falsa creencia con respecto al estado de cosas de las que se habla, sino más bien una falsa impresión de lo que sucede en la mente del hablante. Al ser esta la finalidad de las estupideces, no alcanzarían el estado de mentira porque, para usar un ejemplo de Frankfurt, un presidente de Estados Unidos puede usar expresiones blandamente retóricas sobre el hecho de que los padres fundadores estaban guiados por Dios, no para difundir creencias que él considera falsas sino para dar la impresión de ser una persona pía y amante de la patria. Lo que caracteriza a la gilipollez con respecto a la tontería es que aquella es una afirmación sin duda equivocada, pronunciada para hacer creer algo sobre nosotros, pero el hablante no se preocupa mínimamente de saber si dice la verdad o no. «El rasgo de sí mismo que oculta el charlatán [el que dice gilipolleces] […] es que los valores veritativos de sus enunciados no tienen prácticamente interés para él»; afirmaciones de este tipo nos ponen inmediatamente las orejas de punta, y en efecto Frankfurt confirma nuestras peores sospechas: «Los campos de la publicidad y las relaciones públicas, así como el de la política, hoy en día estrechamente relacionado con los anteriores, están repletos de ejemplos de charlatanería tan descarados que pueden servir como algunos de los paradigmas más clásicos e indiscutibles del concepto». La finalidad de la gilipollez no es ni siquiera engañar sobre el estado de las cosas, es asombrar a oyentes con escasa capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, o también desinteresados por estos matices. Creo que el que pronuncia gilipolleces confía asimismo en la memoria débil de su público, lo cual le permite decir gilipolleces encadenadas que se contradicen entre ellas: «Por muy atenta y conscientemente que proceda el charlatán, sigue siendo verdad que trata de librarse de algo».
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
… globalización quiere decir, precisamente, que nosotros comemos lechuga cultivada en Burkina Faso, lavada y empaquetada en Hong Kong y enviada a Rumanía para que luego sea distribuida en Italia o en Francia. Este es el gobierno de las multinacionales,
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Hacer algo que no se debería y luego limitarse a pedir perdón no es suficiente. Para empezar, hay que prometer no volver a hacerlo nunca más.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Muchos que arrojan la piedra y esconden la mano, piden perdón precisamente para seguir como antes. Es que pedir perdón no cuesta nada.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 
Antaño, el que se arrepentía de sus fechorías ofrecía algún tipo de reparación, luego se dedicaba a una vida de penitencia, refugiándose en la Tebaida para golpearse el pecho con guijarros puntiagudos o yéndose a curar leprosos al África Negra. Hoy el arrepentido se limita a denunciar a sus ex compañeros, luego o disfruta de cuidados especiales con una nueva identidad en confortables apartamentos reservados, o sale con antelación de la cárcel y escribe libros, concede entrevistas, se ve con jefes de Estado y recibe cartas apasionadas de muchachas románticas.
 
Umberto Eco
De la estupidez a la locura
 
 


 

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