… las enseñanzas de la última década parecen abundar en la
idea de que somos poco menos que incapaces de convivir unos con otros.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Hoy en día, la vida pública está llena de gente ansiosa por
echarse a las barricadas cuando la revolución ya ha terminado, tal vez porque
confunden la barricada con el hogar o porque no tienen ningún otro hogar al que
ir. Sea como fuere, toda exhibición de virtud requiere exagerar los problemas,
lo que a su vez hace que los problemas crezcan todavía más.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Y es que, si bien es cierto que la igualdad racial, los
derechos de las minorías y los derechos de las mujeres figuran entre los
mejores logros del liberalismo, también lo es que como base son sumamente inestables.
Tratar de convertirlos en los cimientos de algo es como darle la vuelta a un
taburete para luego montarse encima y tratar de mantener el equilibrio. Los
productos de un sistema no pueden replicar la estabilidad del sistema que los
ha producido. Aunque solo fuera por eso, cada uno de estos pilares es de por sí
extraordinariamente endeble. Se nos presentan como algo zanjado y consensuado,
y a pesar de que sus infinitas contradicciones, mentiras y fantasías saltan a
la vista de cualquiera, señalarlas no solo resulta desaconsejable, sino que
está literalmente castigado. Por tanto, se nos invita a aceptar cosas en las
que no es posible creer. Esta es la causa principal de todas las discusiones
desagradables que se producen tanto en la vida real como en internet. Nos piden
que demos un salto que no solo no podemos dar, sino que puede que vaya en la
dirección errónea. Nos instan a creer en cosas imposibles y nos advierten que
no nos opongamos a otras (como suministrar a nuestros hijos fármacos que interrumpen
la pubertad) a las que la mayoría de las personas se opondrían de forma
categórica. Saber que lo que se espera de nosotros es que callemos ante ciertos
asuntos y que realicemos un acto de fe imposible con respecto a otros provoca
un dolor insoportable, sobre todo porque los problemas que de ello se derivan
(incluidas las contradicciones internas) son muy evidentes. Como sabe
cualquiera que haya vivido bajo un régimen totalitario, hay algo humillante y
hasta autodestructivo en tener que marchar al son de consignas que uno no cree
ni puede creer. Si la creencia fuera que todas las personas tienen el mismo
valor y merecen la misma dignidad, entonces todos podríamos estar de acuerdo.
Pero si nos piden que creamos que no existe diferencia alguna entre homosexuales
y heterosexuales, entre hombres y mujeres, entre racismo y antirracismo, con el
tiempo esto se acaba convirtiendo en una distracción. Esa distracción —o locura
de masas— es algo que nos atenaza y de lo que debemos liberarnos. Si
fracasamos, ya sabemos cómo terminará todo esto. No solo nos enfrentamos a un
futuro cada vez más atomizado y lleno de rabia y violencia, sino a un futuro en
el cual la posibilidad de retroceder en materia de derechos —incluidos los
buenos— es más verosímil cada día. Un futuro en el que el racismo se combate
con el racismo y en el que la marginación por motivos de género se combate con
la marginación por motivos de género. Porque cuando la humillación alcanza
determinados niveles, los grupos mayoritarios dejan de tener razones para no
adoptar ciertas estrategias que tanto los han beneficiado en el pasado.
Douglas Murray
La masa enfurecida
He aquí una más de las curiosas conclusiones a las que ha
llegado nuestra cultura. En general, cuando alguien hace pública su homosexualidad
se lo felicita por haber llegado a su destino natural. Para la mayoría de las
personas, esto significa que la sociedad no ve ningún problema en que sean como
son: han llegado al destino que para ellos era adecuado y natural. Lo curioso
de esto que si un homosexual acaba decidiendo que es hetero, se verá sujeto a
cierto grado de ostracismo y sembrará dudas acerca de si está siendo sincero
consigo mismo. Cuando un hetero se declara gay, pone fin a un proceso. Cuando
un gay se declara hetero, se vuelve objeto de sospechas. Nuestra cultura ha
pasado de una marcada preferencia por la heterosexualidad a una ligera
inclinación por la homosexualidad.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Por el momento, las generaciones anteriores a los miléniales
—así como la mayoría de estos— siguen creyendo que la identidad sexual tiene
algunos puntos que son estables. A lo mejor porque saber a qué hay que atenerse
con respecto a los demás facilita en cierto modo las relaciones. El hecho de
que una identidad pueda convertirse en otra y que de esta pueda pasarse a un
estado de fluidez indica algo más que la sustitución de un dogma por otro.
Sugiere una profunda incertidumbre acerca de un hecho subyacente y que rara vez
se menciona, a saber: que todavía no sabemos casi nada sobre por qué algunas
personas son homosexuales. Tras varias décadas de investigación, este sigue
siendo uno de los grandes —y potencialmente desestabilizadores— interrogantes
derivados de la cuestión de la identidad, la cual ha pasado a ocupar una
posición prominente dentro del conjunto de nuestros supuestos valores.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Es comprensible que este sea un tema sensible. A fin de
cuentas, no fue hasta 1973 que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría
resolvió que no había pruebas científicas para seguir tratando la
homosexualidad como un trastorno y la retiró de su catálogo de trastornos
mentales (cosa rara tratándose de una lista que no deja de crecer). La
Organización Mundial de Salud hizo lo propio en 1992. De todo esto hace muy
poco, lo cual explica por qué el lenguaje y la práctica de la medicina y la
psiquiatría siguen despertando recelos cuando intervienen en estos temas. Con
todo, aceptar que la homosexualidad no implica ningún trastorno mental no
significa que sea un estado totalmente innato e inmutable. En 2014, el Real
Colegio de Psiquiatría (RCP) de Londres publicó una fascinante «declaración
sobre la orientación sexual» en la que condenaba de forma loable y categórica
cualquier intento de estigmatizar a quienes se declaran homosexuales. En ella
se explicaba que el RCP no cree que las terapias destinadas a modificar la
orientación sexual tengan ningún efecto: el RCP no podía convertir a un
homosexual en hetero ni a un hetero en homosexual. El documento, además,
reconocía algo importante: «El Real Colegio de Psiquiatría considera que la
orientación sexual viene determinada por una combinación de factores biológicos
y del entorno posnatal». En prueba de ello se citaban varias fuentes 10 y se
reiteraba que «no existen pruebas que permitan ir más allá de lo dicho ni
atribuir elección de ningún tipo al origen de la orientación sexual». 11 No
obstante, y pese a mostrarse preocupado ante las supuestas «terapias de
reorientación» —las cuales, además de ser «muy poco éticas» y pretender curar
algo que «no es un trastorno», fomentan un ambiente favorable a «los prejuicios
y la discriminación»— el RCP añadía lo siguiente: No es verdad que la
orientación sexual sea inmutable ni que no pueda variar hasta cierto punto a lo
largo de la vida. Dicho esto, la orientación sexual de la mayoría de las
personas parece girar en torno a un punto de referencia predominantemente
heterosexual u homosexual. Las personas bisexuales podrían gozar de cierto
grado de elección en términos de expresión sexual, haciendo hincapié ya sea en
su faceta heterosexual u homosexual. Asimismo, es verdad que las personas que
se sientan insatisfechas con su orientación sexual —sea esta heterosexual,
homosexual o bisexual— pueden tener motivos para explorar opciones terapéuticas
que las ayuden a llevar una vida más cómoda, reducir su angustia y alcanzar un
mayor grado de aceptación de su orientación sexual. 12 La Asociación
Estadounidense de Psicología se muestra de acuerdo en este punto, como puede
verse en sus últimas declaraciones a este respecto: No existe consenso entre la
comunidad científica acerca de los motivos exactos por los que un individuo
desarrolla una orientación heterosexual, bisexual, gay o lesbiana. A pesar de
que múltiples estudios han examinado las posibles influencias genéticas,
hormonales, sociales, culturales y del desarrollo sobre la orientación sexual,
no se han hallado pruebas que permitan concluir que la orientación sexual venga
determinada por un factor o conjunto de factores en particular. La opinión
mayoritaria es que tanto la natura como la cultura desempeñan papeles
complejos; la mayor parte de las personas tienen la sensación de no haber
elegido su orientación sexual. 13 Todo esto resulta muy admirable desde el
punto de vista de quien pretende reducir la discriminación y desterrar las
actitudes tortuosas que tratan en vano de «reorientar» a las personas, pero
deja meridianamente claro que la pregunta de qué es lo que hace homosexual a
una persona sigue sin respuesta. Puede que las leyes hayan cambiado, pero no
sabemos nada nuevo sobre las causas por las que alguien es o elige ser homosexual.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Los partidarios del enfoque queer tienden a concebir el ser
homosexual como una ocupación a tiempo completo. Y eso a los gais tiende a no
hacerles demasiada gracia.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Todas las mujeres tienen algo que los hombres heterosexuales
desean. Ellas custodian, y a la vez utilizan, una especie de magia. El problema
es que los gais parecen ser partícipes de su secreto. Puede que para algunos
esto sea algo liberador. A algunas mujeres les gusta comentar con hombres gais
sus problemas —incluidos los de índole sexual— con el sexo opuesto, más o menos
como esos hombres heteros a los que les gusta tener un amigo bilingüe con el
que practicar una lengua extranjera. Sin embargo, hay personas para las que
esto siempre será motivo de desasosiego. Porque para ellas el homosexual —sobre
todo si es hombre— siempre será alguien que sabe demasiado.
Douglas Murray
La masa enfurecida
El surgimiento del nuevo feminismo, los movimientos
contestatarios de las minorías étnicas, nacionales y sexuales, las luchas
ecológicas y antinstitucionales, así como las de las poblaciones marginales, el
movimiento antinuclear, las formas atípicas que han acompañado a las luchas
sociales en los países de la periferia capitalista, implican la extensión de la
conflictividad social a una amplia variedad de terrenos que crea el potencial
—pero solo el potencial— para el avance hacia sociedades más libres,
democráticas e igualitarias. 9
Douglas Murray
La masa enfurecida
Otra de las curiosidades del movimiento interseccional es su
técnica de camuflaje. Aparte del famoso documento de McIntosh, lo único que los
proveedores ideológicos de la justicia social y la interseccionalidad tienen en
común es que sus textos resultan ilegibles. Su escritura tiene ese estilo
deliberadamente obstructivo que uno emplea cuando, o bien no tiene nada que
decir, o bien necesita disimular que lo que dice no es verdad.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Menos de dos décadas después, las cosas están de manera
distinta. Los hechos, sin duda, le dan la razón a Pinker, pero las voces más
ruidosas no. El resultado es que, desde que Pinker escribió La tabla rasa,
nuestras sociedades se han enrocado en la ilusión de que las diferencias
biológicas —incluidas las diferencias de aptitud— pueden evitarse, negarse o
soslayarse. Algo similar ha ocurrido con las diferencias sociales. Cualquiera
que tenga hijos es consciente de las diferencias existentes entre niños y niñas,
pero el entorno cultural les dice que no hay ninguna, y que, si la hay, es una
cuestión puramente «performativa». Las consecuencias de esto son tóxicas. La
mayoría de las personas no son homosexuales. Hombres y mujeres deben encontrar
maneras de convivir. Y, sin embargo, el autoengaño relativo a la realidad
biológica es uno más del conjunto de autoengaños que nuestras sociedades han
optado por creerse. Lo peor es que hemos tratado de reordenar nuestras
sociedades, no a partir de lo que sabemos gracias a la ciencia, sino de
falsedades políticas patrocinadas por los activistas de las ciencias sociales.
De todas las cosas que ofuscan a nuestra sociedad, acaso las más insidiosas
sean las que atañen a los sexos, y en especial a las relaciones entre sexos. Porque
los hechos están ahí, delante de nuestros ojos. Solo que se supone que no
debemos percibirlos, y que, si los percibimos, debemos guardar silencio.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Da la impresión de que en este negocio siempre ha habido un
montón de hombres y les ha salido el tiro por la culata. Ojalá hubiera habido
más mujeres cuidando de la casa a la vieja usanza, porque tradicionalmente a
las mujeres siempre se les ha dado bien asegurarse de que el dinero se emplea
en pagar la luz, el gas, el teléfono y la comida. Nosotras no saqueamos ni
robamos para luego apostarlo todo a un caballo con la esperanza de recuperar el
dinero al cabo de una semana.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Una de las perplejidades, y no la menor, que despiertan
estas discusiones cada vez que surgen —y hoy en día es a menudo— es que el
concepto de privilegio es endemoniadamente difícil de definir, amén de casi
imposible de cuantificar. Alguien puede ser «privilegiado» por haber recibido
una herencia, mientras que para otro ese mismo privilegio puede equivaler a una
condena, pues le permite disponer de demasiadas cosas y le impide encontrar
incentivos para abrirse paso en la vida. Quien hereda una fortuna pero tiene
una discapacidad ¿es más o menos privilegiado que quien no tiene ninguna
fortuna pero tampoco ninguna discapacidad? ¿Quién lo decide? ¿A quién le
encomendamos que lo dirima? ¿Y cómo podemos hacer que los distintos niveles de
esta relación sean lo suficientemente flexibles no solo para que incluyan a
todo el mundo, sino también para que contemplen los eventuales cambios para
mejor o para peor que puedan producirse a lo largo de la vida?
Douglas Murray
La masa enfurecida
Da la impresión de que cuando se habla de «cuestionar» algo
mediante la formación en sesgos inconscientes, lo que se pretende no es
«cuestionar» a la gente, sino cambiarla.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Lo mismo que ocurre en la política ocurre en la empresa
pública y la privada: fomentar la diversidad por la vía rápida puede acabar
favoreciendo a quienes ya estaban muy cerca de su destino. Y a menudo son
personas a las que consideraríamos privilegiadas dentro de cualquier grupo,
incluido el suyo. En muchas empresas europeas y norteamericanas que han
adoptado estos métodos de contratación, se produce un fenómeno común del que
nadie se atreve a hablar en voz alta. Dicho fenómeno consiste en que los
empleados se están empezando a dar cuenta de cuáles son los costes de todo este
tinglado, a saber: que a pesar de que las empresas han mejorado la movilidad
femenina y étnica, la movilidad entre clases es más baja que nunca. Lo único
que se ha conseguido es crear una nueva jerarquía. Las jerarquías no son estáticas.
No lo han sido en el pasado y es improbable que lo sean en el futuro. Por su
parte, quienes promueven la interseccionalidad, la formación en sesgos y demás
han medrado de forma extraordinaria. El hecho de que estas ideas se hayan
instalado en el núcleo de la cultura empresarial es una demostración de que se
ha consolidado un nuevo tipo de jerarquía, una jerarquía en la que —como en
todas— hay opresores y oprimidos, personas que procuran ser virtuosas y
personas («directores de personal») cuya función es iluminar a quienes todavía
no lo son. Por el momento, esta nueva clase sacerdotal se encarga, con notable
éxito, de explicar a los demás cómo creen que funciona el mundo. Pero el
problema no reside tan solo en que estas teorías se hayan asentado en las
instituciones sin suficiente reflexión ni garantías de éxito. El principal
inconveniente consiste en que estos nuevos sistemas están apuntalados en
identidades grupales que todavía no comprendemos bien. Sus bases —por ejemplo,
las relaciones entre sexos y determinados temas que en tiempos habríamos
calificado de «feministas»— carecen totalmente de consenso.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Si algunos creen que en el pasado hubo sociedades
infinitamente más tolerantes con las diferencias sexuales y biológicas de lo
que lo somos en el Occidente del siglo XXI, a ellos corresponde aportar pruebas
que lo demuestren.
Douglas Murray
La masa enfurecida
En los tiempos en que las mujeres no podían votar, «Mata a
los hombres» podría haber sido una forma exaltada de exigir el sufragio
femenino. Si las feministas de la primera ola hubieran luchado por la igualdad
al grito de «Mata a los hombres», todo el mundo habría convenido en que no era
la forma más atinada de sumar simpatizantes a la causa. Sin embargo, un siglo
después parece aceptable, y aun normal, que mujeres nacidas con todos los
derechos por los que sus antecesoras tuvieron que pelear reaccionen con un
lenguaje más violento que el que se empleaba cuando la balanza estaba
infinitamente más desequilibrada.
Douglas Murray
La masa enfurecida
A veces, la nueva misandria adopta otras formas más
sarcásticas. Tenemos, por ejemplo, los términos mansplaining o machiexplicar ,
usados para censurar a los hombres que se dirigen a las mujeres con
paternalismo o prepotencia. Sin duda, todos recordamos alguna situación en la
que hemos oído a un hombre emplear ese tonillo de voz, pero la mayoría
recordamos también alguna ocasión en la que es una mujer la que se ha dirigido
a un hombre de la misma manera. O en la que un hombre le ha hablado con
condescendencia a otro hombre. ¿Por qué, pues, necesitamos un término aparte
para referirnos a una sola de estas situaciones? ¿Por qué no existen —o no
tienen uso— palabras como womansplaining o femeniexplicar? ¿Alguien sabe si un
hombre puede «machiexplicarle» algo a otro hombre? ¿Qué circunstancias deben
concurrir para que se diga que un hombre le habla desdeñosamente a una mujer
por el mero hecho de serlo y no porque esta hace lo mismo con él? Hoy por hoy,
no existen mecanismos que permitan despejar ninguna de estas dudas, solo un
arma arrojadiza a la exclusiva disposición de las mujeres. Luego está el
concepto de «el patriarcado», la idea de que (sobre todo en los países capitalistas
de Occidente) vivimos en una sociedad que favorece a los hombres y ningunea a
las mujeres y sus capacidades. Se trata de un concepto tan arraigado que,
cuando se menciona, es como si la idea de que las sociedades occidentales
modernas giran alrededor (y para único beneficio) de los hombres fuera algo que
ni siquiera merece la pena discutir. En 2018, un artículo que conmemoraba el
centenario del sufragio para las mujeres de más de treinta años publicado en
Grazia , una popular revista femenina, decía: «Vivimos en una sociedad
patriarcal, bien lo sabemos». Las pruebas a favor de tal afirmación consistían
en «la cosificación de las mujeres» y los «patrones de belleza poco realistas»,
como si a los varones no se los cosificara ni se les impusieran patrones
estéticos (algo con lo que quizá no estarían de acuerdo los hombres que
aparecen sin saberlo en Instagram bajo la etiqueta #HotDudesReading). «Para
nosotras, el patriarcado está escondido», explica el artículo, aunque algunos
de sus síntomas visibles son «una falta de respeto que se traduce en brechas
salariales e impedimentos laborales». Las revistas destinadas al público
masculino no parecen tener inconveniente en aceptar los mismos presupuestos:
refiriéndose a los hechos ocurridos en 2018, un editorial de la revista GQ
comentaba con complacencia que ese año, «por primera vez en la historia, hemos
sido llamados a responder por los pecados del patriarcado». Con todo, el peor
en este nuevo repertorio de eslóganes antimasculinos es el de la «masculinidad
tóxica». Al igual que el resto, el concepto de «masculinidad tóxica» nació en
los márgenes del mundo académico y de las redes sociales, pero actualmente se
encuentra afianzado en el seno de organizaciones serias y organismos
gubernamentales. En enero de 2019, la Asociación Estadounidense de Psicología
(APA, por sus siglas en inglés) publicó su primera guía de recomendaciones para
el tratamiento de varones jóvenes y adultos. Según la APA, cuatro décadas de
investigación habían demostrado que «la masculinidad tóxica —caracterizada por
el estoicismo, la competitividad, el dominio y la agresión— resulta perjudicial
para el bienestar de los varones». El objetivo de la guía era abordar los
rasgos «tradicionales» de la masculinidad y ayudar a los profesionales a
«reconocer este problema en varones jóvenes y adultos». En ella, la APA definía
la masculinidad tradicional como «una determinada constelación de normas que ha
ejercido su influjo sobre grandes segmentos de la población, a saber:
antifeminidad, éxito, abominación de la debilidad, preferencia por la aventura,
el riesgo y la violencia». Esta fue una de las vías a través de las cuales el
concepto de «masculinidad tóxica» entró en el imaginario popular. Y entró, una
vez más, sin que nadie sugiriera que tal problema podía tener su
correspondencia en el bando femenino. ¿Existe alguna forma de «feminidad
tóxica»? Si es así, ¿en qué consiste y cómo puede extirparse? Tampoco se ofrece
ninguna explicación de cómo funciona el concepto de «masculinidad tóxica», ni siquiera
según sus propios términos, es decir, si la competitividad es un rasgo
específicamente masculino —como parece sugerir la APA—, ¿cuándo resulta tóxica
o dañosa y cuándo útil? ¿Es permisible que un atleta varón utilice sus
instintos en la pista? En caso afirmativo, ¿se le puede ayudar a que fuera de
la pista sea lo más dócil posible? ¿Puede criticarse a un hombre por afrontar
un cáncer terminal con estoicismo? ¿Se lo puede ayudar para que abandone esta
actitud perjudicial y adopte otra menos estoica? Si la «aventura» y el «riesgo»
son rasgos masculinos, ¿en qué circunstancias debemos animar a los hombres a
renunciar a ellos? ¿Debemos adiestrar a los exploradores para que sean menos
aventureros o a los bomberos para que se expongan a menos riesgos? ¿Deberíamos
templar la «violencia» de los militares y fomentar en ellos cierta apariencia
de debilidad? ¿En qué casos? ¿Mediante qué mecanismo podríamos reprogramar a
los militares para que empleasen sus dotes y habilidades cuando la sociedad lo
requiere y, a la vez, para que las depusieran el resto del tiempo?
Evidentemente, si es cierto que la masculinidad posee rasgos tóxicos, lo más
probable es que sus raíces sean tan hondas (es decir, que existan en todas las
culturas con independencia de sus diferentes circunstancias) que sea imposible
extirparlas. O también podría ser que ciertos aspectos de la conducta masculina
resulten indeseables en determinados momentos y lugares. Si este fuera el caso,
es casi seguro que podríamos encontrar maneras específicas de solventar el
problema. Sea como fuere, inventar conceptos como «privilegio masculino»,
«patriarcado», «machiexplicación» o «masculinidad tóxica» no ayuda —a veces por
exceso, otras por defecto— ni a elaborar diagnósticos ni a vislumbrar
soluciones. Visto desde fuera, la explicación más obvia es que lo que interesa
no es tanto mejorar a los hombres como neutralizarlos, despojarlos de sus
virtudes y convertirlos en seres pusilánimes, lastimosos y avergonzados de sí
mismos. En pocas palabras, huele a venganza.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Las redes se han convertido en el medio ideal para instaurar
nuevos dogmas y aplastar al oponente justo cuando más convendría escucharlo.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Las redes sociales constituyen un sistema de ideas que se
presenta como capaz de vehicular lo que sea, incluidos los agravios. Y lo hace
a la par que anima a sus usuarios a centrarse en sí mismos de forma casi
ilimitada, cosa que muchos ya hacen sin necesidad de que nadie los anime. Es
más, cualquiera que en algún momento sienta la más mínima insatisfacción con la
vida o sus circunstancias tiene a su disposición un sistema totalitario que
todo lo explica, incluido por qué el mundo no le deja levantar cabeza.
Douglas Murray
La masa enfurecida
¿Qué periodo de tiempo debería transcurrir entre el error y
el perdón? ¿Lo sabe alguien? ¿Hay alguien interesado en averiguarlo?
Douglas Murray
La masa enfurecida
En alguna parte del espectro de la intersexualidad tenemos a
aquellas personas que nacen con una combinación de cromosomas normal (XX o XY),
con los genitales que les corresponden y todo lo demás, pero que, por motivos
que todavía no alcanzamos a entender, creen habitar un cuerpo erróneo. El
cerebro les dice que son un hombre, pero su cuerpo es el de una mujer, o
viceversa. No solo ignoramos a qué se debe —si a algo se debe—, sino que apenas
estamos empezando a descubrir con cuánta frecuencia ocurre. No se ha demostrado
que existan diferencias fisiológicas significativas entre las personas trans y
las no trans, y aunque se han realizado algunos estudios sobre posibles
diferencias en lo tocante al funcionamiento cerebral, por el momento nada
indica la presencia de una razón de hardware en virtud de la cual algunas
personas desean pasar de un sexo a otro. Aun así, como en el caso de la
homosexualidad, hay quien tiene interés en convertir lo que parece ser una
cuestión de software en una de hardware. En el ámbito de lo trans, esta
maniobra se ha centrado en varios aspectos. Uno de ellos tiene que ver con una
razón obvia para el cambio de sexo: la excitación sexual. A un hombre le puede
gustar vestirse con lencería femenina o incluso completamente de mujer porque
eso «le pone»: las medias, el tacto del encaje, la transgresión, el
atrevimiento. Se trata de una filia sexual bien conocida y a la que se designa
con el poco agraciado término técnico de «autoginefilia». La autoginefilia
consiste en excitarse imaginándose a uno mismo en el papel del sexo opuesto.
Como era de esperar, dentro de esta «comunidad» existen subdivisiones y
disputas entre los distintos tipos de autoginefilia, que van desde los hombres
que fantasean con ponerse una prenda femenina hasta los que se excitan ante la
idea de tener cuerpo de mujer. Una de las cosas más curiosas que han ocurrido
en los últimos años, desde que el debate en torno a lo trans se intensificó, es
que la autoginefilia ha caído en desgracia. Dicho de otro modo: sugerir que
quienes se identifican como trans puedan ser en realidad personas dispuestas a
llevar sus filias hasta las últimas consecuencias se ha convertido en una idea
aborrecible dentro de la comunidad trans, tanto es así que —como muchas otras
cosas— se equipara con el discurso del odio.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Los motivos de este giro son evidentes y nos devuelven al
dilema entre hardware y software. Las filias sexuales pueden deberse tanto a
motivos de hardware como de software, pero es difícil persuadir a la sociedad
de que altere casi todas sus normas sociales y lingüísticas para darles cabida.
La sociedad puede tolerarte, puede desearte lo mejor, pero el hecho de que te
guste ponerte pantalones de mujer no es razón para obligar a todo el mundo a
utilizar unos pronombres nuevos. Ni para modificar los baños públicos. Ni para
educar a los jóvenes en la creencia de que no existen diferencias entre los
sexos y que el género es un constructo social. Si lo trans girase en gran parte,
sobre todo o exclusivamente en torno a la estimulación erótica, tendríamos
tantos motivos para cambiar nuestras bases sociales como para hacerlo por
quienes se excitan vistiéndose de látex. La autoginefilia entraña el peligro de
que lo trans se perciba como una cuestión de software, de aquí que nadie quiera
oír hablar de ella. Porque —igual que con los homosexuales— lo que interesa es
demostrar que las personas trans «nacen así». Todo esto se complica aún más por
el hecho de que las acciones de muchas personas trans denotan la presencia de
algo que (como en el caso de Jan Morris) deja claro que su voluntad de habitar
un cuerpo del sexo opuesto no puede ser una mera filia o fantasía. Al fin y al
cabo, cuesta pensar en algo que exija mayor compromiso que la decisión de
someterse a una intervención quirúrgica que modifique tu cuerpo de forma
permanente. Sin duda, cuando alguien está dispuesto a que le extirpen el pene o
a que se lo desuellen para darle la vuelta como un guante, cuesta creer que sus
razones obedezcan a un simple capricho. Intervenciones como estas parecen todo
lo contrario a una afición o un estilo de vida electivo. Y, sin embargo, ni
siquiera esto demuestra que lo trans sea una cuestión de hardware, pues sabemos
que algunas personas no se detienen ante nada con tal de ver cumplido aquello
que consideran cierto. La pregunta es si aquello que una persona o un grupo de
personas consideran cierto acerca de sí mismas debe ser aceptado o no como tal
por el resto de la sociedad.
Douglas Murray
La masa enfurecida
La ausencia de pruebas es una de las razones por las que
algunas personas creen que toda la cuestión trans es fruto de un delirio. Esta
sospecha de fondo coexiste con una sociedad a la que se anima a aceptar sin más
las afirmaciones que las personas trans hacen acerca de sí mismas.
Douglas Murray
La masa enfurecida
En julio de 2015, el comentarista conservador Ben
Shapiro, que por entonces contaba treinta y un años, fue uno de los invitados
del programa Dr. Drew On Call , de la cadena HLN, para hablar
del premio concedido a Jenner. A su lado se sentaba otra invitada, Zoey Tur, a
la que se presentó como «periodista transgénero». En un momento dado de la
conversación, el doctor Drew le preguntó a Tur si creía que Jenner era una
persona «valiente», a lo que la periodista respondió que «ser valiente es ser
una misma», y ser transgénero es «una de las cosas más valientes que pueda
haber».
A continuación, Shapiro señaló que celebrar a
Jenner equivalía a «difundir un delirio». «¿Por qué un “delirio”?»,
preguntó airadamente otra invitada. Shapiro, al contestar, se refirió a Jenner
con el pronombre masculino en lugar del femenino. A pesar de que Jenner había
sido Bruce durante sesenta y seis años y de que solo llevaba tres meses
identificado como Caitlyn, el resto del plató hizo frente común contra Shapiro,
criticándolo por falta de tacto. «Es “ella” —recalcó la misma mujer airada que
había intervenido antes—. No estás siendo educado con los pronombres. Es una
falta de respeto.»
Haciendo caso omiso de cómo es posible ser o no educado con
los pronombres, Shapiro entró al trapo y dijo:
Dejaos de respeto. A los hechos les dan igual vuestros
sentimientos. Y lo que es un hecho es que todos los cromosomas y todas las
células del cuerpo de Caitlyn Jenner son masculinos, con la excepción de
algunos de sus espermatozoides. También es un hecho que todavía tiene todas sus
partes masculinas. Cómo se sienta por dentro es irrelevante a efectos
biológicos.
Dicho lo cual, el único otro invitado del plató que había
expresado algún tipo de crítica al premio de Jenner (sobre la base de que
Jenner era rica, blanca y nunca se había significado en cuestiones LGBT en el
pasado), puntualizó de inmediato que «no comulgaba» con las palabras de
Shapiro. A la vista de lo que ocurrió después, es posible que ese
distanciamiento fuera necesario.
El presentador procuró templar los ánimos e invitó a Tur a
que ilustrara a los presentes sobre la ciencia de la disforia de género. «Ambos
sabemos que los cromosomas no necesariamente determinan si alguien es varón o
hembra —dijo Tur, y apoyando la mano sobre el hombro de Shapiro con
condescendencia añadió—: No sabes de qué estás hablando. No tienes ninguna
formación en genética.» Shapiro intentó preguntar si podían o no tocar el tema
de la genética, pero volvieron a interrumpirlo. Entonces, Shapiro le preguntó a
Tur: «¿Y cuáles son sus genes, caballero?», momento en que la periodista
apoyó la mano en la nuca de su contertulio y dijo con tono amenazante: «No
sigas por ahí o volverás a casa en ambulancia».
Sin apenas inmutarse, Shapiro replicó: «No sé si esto me
parece muy apropiado en una discusión de tema político». En circunstancias
normales, lo esperable habría sido que el resto de los invitados condenasen
aquella amenaza, pero la dinámica del debate hizo que todos arremetieran contra
Shapiro. «Para ser justos, estás siendo bastante grosero, y eso no está bien»,
señaló uno de los invitados. Otro comentó que llamar «caballero» a Tur era un
«insulto intolerable». Al cabo, y ya sin oposición, Tur dijo: «Te consume el
odio. Te diré lo que eres: eres un hombre minúsculo».
Shapiro no llegó a perder la sangre fría en ningún momento y
tampoco «troleó» a Tur. Tras la amenaza de mandarlo a casa en ambulancia, no le
dijo: «Esa es una conducta muy poco femenina». Tampoco había esperado a que lo
golpeara para decirle: «Caramba, pegas como un hombre». Ni siquiera destacó lo
curioso que resultaba que alguien que había hecho con su cuerpo lo que Tur
había hecho con el suyo tratara de emascularlo ridiculizando su estatura. En
lugar de todo eso, Shapiro se ciñó a su argumento sobre el peso de la biología,
un argumento que hasta hace pocos años no habría tenido nada de polémico pero
que ahora suscitaba un rechazo generalizado entre la gente de los medios y las
celebridades, hasta el punto de que parecía preferible justificar una amenaza
de agresión a defender a alguien poco «educado con los pronombres».
La rapidez y la intensidad de esta estampida puede tener
varias causas. La primera (ejemplificada en la cubierta de la revista Time)
es la sospecha, o la esperanza, de que lo trans sea la nueva homosexualidad, el
nuevo feminismo o los nuevos derechos civiles, y de que todo aquel que, a lo
largo de la próxima década, se ponga del lado equivocado lo lamente tanto —y
quede tan socialmente desprestigiado— como quienes en su momento discreparon de
los otros movimientos. En algunos aspectos, hay cierta similitud. Si
los homosexuales no tienen nada que los diferencie desde el punto de vista
genético, entonces lo único que los distingue es su conducta. Las personas
homosexuales lo son porque dicen serlo y porque actúan como si lo fueran. De la
misma forma, quizá, las personas trans lo son porque afirman serlo, sin que
nadie espere (o exija) la presencia de ningún signo externo —ni ningún
indicador biológico— que lo justifique, como en el caso de los homosexuales.
Sin embargo, existe una diferencia muy significativa. Cuando
una lesbiana se enamora de un hombre o un gay se enamora de una mujer, o cuando
un hombre heterosexual de repente se enamora de una persona de su mismo sexo,
todo su hardware biológico permanece intacto. Un homosexual
que se vuelve hetero o un hetero que se vuelve homosexual no hace nada
irreversible, mientras que la meta última de las personas trans es irreversible
y altera su vida por completo. Quienes expresan preocupación o piden cautela en
relación con la transexualidad no necesariamente «niegan la existencia de las
personas trans» ni piden que se las trate como ciudadanos de segunda categoría,
y mucho menos (la afirmación más catastrofista de todas) empujan a las personas
trans a suicidarse. Sencillamente piden cautela acerca de un fenómeno que
todavía no conocemos bien y que no tiene vuelta atrás.
La preocupación que mucha gente no expresa en público
proviene precisamente de esta irreversibilidad. Las noticias sobre el
incremento en el número de menores que afirman experimentar disforia de género,
así como las crecientes pruebas del «efecto acumulativo» que tienen estas
afirmaciones (es decir, el hecho de que cuando cierto número de menores afirman
vivir en el cuerpo equivocado se produzca un aumento exponencial de aseveraciones
similares), nos hacen pensar que los padres y otras partes interesadas no se
equivocan al preguntarse con inquietud adónde irá a parar todo esto. Cuestiones
como la edad a la que las personas que creen vivir en un cuerpo equivocado
deberían poder acceder a fármacos y tratamientos quirúrgicos merecen una
profunda reflexión. Entre otras cosas porque cada vez hay más indicios de que
muchos menores que dicen tener disforia de género la superan (muchos de ellos
terminan siendo homosexuales). Aquí se junta un problema con otro. A nadie le
agrada recordar los tiempos en que a las personas homosexuales se les decía «ya
se te pasará», pero ¿y si lo trans fuera (siquiera en algunos casos) tan solo
una etapa? ¿Y si esa constatación llega demasiado tarde? Preguntas como estas
no son «tránsfobas», sino que privilegian los intereses de los menores, y los
intentos por estigmatizar estas inquietudes han enturbiado la cuestión más de
lo que ya estaba.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Si bien es cierto que existen personas que sufren disforia
de género, y si bien es cierto también que la cirugía es para algunos la mejor
opción, ¿cómo podemos diferenciarlos de esas personas a las que esa idea se les
sugiere pero que, con el tiempo, se dan cuenta de que se han equivocado?
Douglas Murray
La masa enfurecida
Si la L, la G y la B de las siglas LGBT ya eran elementos
endebles, la última de estas letras es la más inestable de todas. Gais,
lesbianas y bisexuales son entidades difusas, pero lo trans sigue siendo poco
menos que un misterio y sus consecuencias son las más extremas. El problema no
reside en que exijan igualdad de derechos (casi nadie cree que a alguien deba
negársele tal cosa), sino en sus asunciones y presupuestos. La exigencia de que
todo el mundo tenga que adaptarse al uso de nuevos pronombres genéricos y a la
presencia de personas del sexo opuesto en los baños no es más que uno de sus
extremos más frívolos. Mucho más seria es la exigencia de fomentar que los
menores se sometan a una intervención médica por motivos tan formidablemente
confusos y a edades cada vez más tempranas.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Enarbolar la bandera de las mujeres, los homosexuales, las
personas de otro origen racial y las personas trans se ha convertido en un modo
de expresar compasión, pero también en una forma de exhibir la propia
moralidad. En el prontuario de una nueva religión. «Luchar» a favor de estas
causas y celebrarlas equivale a demostrar que somos buena gente.
Douglas Murray
La masa enfurecida
La metafísica que alimenta a las nuevas generaciones, y con
la que todos los demás nos vemos obligados a tragar, es demasiado inestable y
parte del deseo de expresar con certeza cosas que en realidad ignoramos, así
como del desprecio y el relativismo con que repudia lo que sí sabemos. Sus
principios son que todo el mundo puede volverse homosexual, que las mujeres son
mejores que los hombres, que las personas pueden volverse blancas, pero no
negras y que cualquiera puede cambiar de sexo. Quien no encaje en este esquema
es un opresor. Y absolutamente todo debe plantearse desde una óptica política.
Desentrañar las contradicciones y malentendidos de estas afirmaciones daría
para toda una vida. Las inexactitudes no solo son de detalle, sino que afectan
a la raíz misma. ¿Qué postura deben adoptar los hombres y las mujeres
(homosexuales o heteros) ante las afirmaciones de quienes atribuyen a los
menores un género distinto del que se les asignó al nacer? ¿Por qué una
muchacha que presenta rasgos masculinos debería clasificarse como candidata a
hombre transexual? ¿Por qué un niño al que le gusta vestirse de princesa tiene
que ser una futura mujer transexual? A lo mejor son esos expertos que hablan de
caramelos envueltos en el papel equivocado quienes padecen un error de
percepción. Se calcula que para el 80 por ciento de los menores diagnosticados
con lo que hoy se denomina disforia de género el problema desaparece por sí
solo durante la pubertad. Es decir, acaban encontrándose cómodos con el sexo
biológico que se les atribuyó al nacer. La mayoría de estos menores terminarán
siendo gais o lesbianas cuando alcancen la edad adulta. ¿Cómo deberían sentirse
las lesbianas y los gais al ver que, décadas después de haber sido aceptados
como son, una nueva generación de menores que podrían acabar siendo gais o
lesbianas crece convencida de que sus rasgos femeninos los convierten en
mujeres o que sus rasgos masculinos los convierten en hombres? ¿Tantos años
haciendo valer sus derechos como mujeres para que alguien nacido hombre les
diga ahora cuáles son sus derechos y cuándo tienen derecho a hablar?
Douglas Murray
La masa enfurecida
A veces, los problemas surgen porque alguien pregunta lo que
no debe. Pero otras veces es porque la persona elegida para hacer las cosas
bien resulta ser un ser humano caótico y complejo.
Douglas Murray
La masa enfurecida
He aquí otra demanda imposible: la de quien pretende ser
ridículo sin ser ridiculizado.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Existe un potencial infinito para la ofensa y la aparición
de nuevas categorías en la siempre cambiante jerarquía del agravio. Ahora bien,
¿existe algún orden? ¿Equivale una persona blanca y gorda a una persona de
color delgada? ¿O acaso existen diferentes escalas de opresión que todos
deberíamos conocer, aun cuando nadie nos haya explicado sus reglas (pues dichas
reglas no emanan de la razón, sino de las masas en estampida)? En lugar de
volvernos locos tratando de resolver un rompecabezas que no tiene solución, a
lo mejor deberíamos buscar la salida de este laberinto imposible.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Vemos opresión donde no la hay y no tenemos ni idea de cómo
responder a ella.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Veamos también las palabras con que The Economist se refería
a «la raíz de la brecha salarial de género», que la revista achacaba a la
prole: «Tener hijos disminuye las ganancias de la mujer a lo largo de la vida,
un fenómeno que se conoce como “penalización por maternidad”». Ignoro quién
puede leer esta afirmación, y tanto menos escribirla, sin sentir un
estremecimiento. Si asumimos que el principal objetivo en la vida es ganar
dinero, desde luego es posible que tener hijos suponga una «penalización» para
las mujeres y que, por consiguiente, les impida tener una suma más grande en su
cuenta corriente cuando mueran. Si, por el contrario, deciden pagar esa
«penalización», quizá tengan la suerte de emprender uno de los viajes más
importantes y enriquecedores que el ser humano tiene a su alcance.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Pero si la ausencia de discusiones serias y la presencia de
contradicciones bastasen para detener la nueva religión de la justicia social,
esta nunca habría llegado a irrumpir. Quienes creen que este movimiento acabará
desinflándose a causa de sus contradicciones internas pueden esperar sentados.
En primer lugar, porque no tienen en cuenta la subestructura marxista de gran
parte del movimiento, ni tampoco su inherente voluntad de arrojarse en brazos
de la contradicción antes que reconocer sus monstruosas incongruencias o
preguntarse cuál es en realidad el objetivo último de todo esto. Pero el otro
motivo por el que la contradicción no basta es porque nada indica que la
interseccionalidad y la justicia social estén interesadas en resolver los
problemas que supuestamente les importan. La primera pista en este sentido la
encontramos en su descripción parcial, sesgada, injusta y poco representativa
de nuestras sociedades. Pocas personas creen que nuestra sociedad no tenga
margen de mejora, pero presentarla como un sistema en el que la intolerancia,
el odio y la opresión campan por sus respetos denota la aplicación de un prisma
que, en el mejor de los casos, resulta parcial y, en el peor, directamente
hostil. Su perspectiva no es la del crítico que busca el perfeccionamiento,
sino la del enemigo que aspira a la destrucción. Es una actitud que se
manifiesta dondequiera que miremos.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Pensemos en el ejemplo de lo trans. Existían motivos para
reflexionar sobre la difícil y poco discutida cuestión de las personas
intersexuales, y no por morbo sino por llegar a una solución. Como ha observado
Eric Weinstein, cualquiera que sienta un interés genuino por acabar con la
estigmatización y la infelicidad de las personas que nacen en un cuerpo
equivocado debería empezar por el problema de la intersexualidad. Quien lo
hiciera vería a las claras que se trata de una cuestión de hardware que siempre
ha estado lamentablemente relegada. Esto daría visibilidad a la situación de
estas personas, les reportaría reconocimiento y nos permitiría entender mejor
cómo abordar un asunto para el que de verdad se requiere ayuda médica y
psicológica. Los activistas de la justicia social tuvieron la oportunidad de
hacerlo. Pero no lo hicieron. En lugar de ello, optaron por la línea dura («Yo
soy lo que digo que soy y no puedes demostrar lo contrario») y huyeron hacia
delante: «Las vidas de los trans importan», «Hay gente que es trans. Supéralo».
De forma previsible y cansina, quienes siempre han protestado contra el
patriarcado, la hegemonía, el cisupremacismo, la homofobia, el racismo
institucional y el sexismo hicieron suya también la cuestión trans.
Sentenciaron de forma explícita que sí, que si un hombre decía ser una mujer
(aunque no hiciera nada al respecto), entonces sí, era una mujer y sugerir lo
contrario era transfobia. La pauta salta a la vista.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Un movimiento que quisiera luchar por los derechos de las
personas trans empezaría por la intersexualidad y, a partir de ahí, avanzaría
con sumo cuidado hacia el resto de las reclamaciones del colectivo,
analizándolas con precisión científica sobre la marcha. Lo que no haría es
atacar por las buenas la parte más difícil del problema ni insistir en que no
hay más verdad que esa y que todo el mundo debe creerlo así. Esta no es la
manera de crear una coalición o un movimiento, sino lo que uno haría si
quisiera impedir el consenso y provocar división.
Douglas Murray
La masa enfurecida
El objetivo constante de los activistas de la justicia
social en relación con cada uno de los asuntos que hemos tratado en este libro
—la homosexualidad, las mujeres, la raza, lo trans— ha sido presentarlos como
una fuente de agravios y defenderlos de la manera más incendiaria posible. Su
deseo no es remediar, sino dividir; no aplacar, sino inflamar; no mitigar, sino
incendiar. Una vez más, atisbamos aquí los restos de una subestructura
marxista. Si no puedes gobernar una sociedad —o fingir gobernarla, o
derrumbarla en el intento de gobernarla—, puedes hacer otras cosas. Puedes
elegir una sociedad sensible a sus propios defectos —y, aunque imperfecta,
mejor que el resto de las opciones— y sembrar en ella la duda, la división, la
discordia y el miedo. Lo principal es hacer que la gente dude de absolutamente
todo: que dude de las bondades de su sociedad en general; que dude de si se la
trata con justicia; que dude de si existen entidades tales como los hombres y
las mujeres; que dude de casi todo. Hecho esto, puedes presentarte como si
tuvieras todas las respuestas: un conjunto imbricado, grandilocuente y
omniabarcador de respuestas que restituirán el orden perfecto y cuya aplicación
irás explicando por medio de las redes. Quizá se salgan con la suya. Quizá los
valedores de la nueva religión utilizarán a los homosexuales, a las mujeres, a
las personas de distinto color y a las personas trans como ariete para
enfrentar a la gente con la sociedad en la que se ha criado. Quizá consigan que
todo el mundo se rebele contra el «patriarcado masculino, blanco y cis» antes
de que sus «grupos de víctimas oprimidas» se hagan picadillo los unos a los
otros. Es posible. Pero quienes deseamos evitar este desenlace de pesadilla
deberíamos buscar soluciones.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Por lo común, preguntar «¿en comparación con qué?»
únicamente sirve para constatar que la utopía con la que se compara a nuestra
sociedad no ha existido nunca. Si este es el caso, quizá lo que hace falta es
ser un poco más humildes y seguir dialogando. Quienes afirman que nuestra
sociedad se caracteriza por la intolerancia, pero creen saber cómo enmendar
todos sus males deberían tener muy clara su hoja de ruta. De lo contrario, tendremos
motivos para recelar de un proyecto cuyas bases pretenden revestirse con el
rigor de la ciencia cuando en realidad son más bien una manifestación de
pensamiento mágico.
Douglas Murray
La masa enfurecida
LA VÍCTIMA NO SIEMPRE TIENE RAZÓN NI ES BUENA NI MERECE
ALABANZA … Y QUIZÁ NI SIQUIERA SEA UNA VÍCTIMA
Douglas Murray
La masa enfurecida
En nuestra cultura actual, el victimismo tiene mucha más
salida y está más cotizado que el estoicismo o el heroísmo. De alguna manera,
ser víctima garantiza la victoria (o, cuando menos, arrancar con cierta
ventaja) en la gran carrera de la opresión. En la raíz de este curioso fenómeno
se halla uno de los errores de percepción más importantes de los movimientos
por la justicia social: que las personas oprimidas (o que afirman estar
oprimidas) son, por algún motivo, mejores que las demás; que el hecho de pertenecer
a este grupo lleva aparejada cierta aureola de decencia, de pureza o de bondad.
En realidad, el sufrimiento en y de por sí no hace mejor a nadie. Los
homosexuales, las mujeres, los negros o las personas trans pueden ser tan
deshonestas, embaucadoras y groseras como cualquier hijo de vecino. El
movimiento por la justicia social sugiere que cuando la interseccionalidad
conquiste su objetivo y la matriz jerárquica quede desterrada se inaugurará una
era de fraternidad universal. Sin embargo, lo más probable es que en el futuro
las personas sigan comportándose más o menos como lo han hecho a lo largo de
toda la historia; que sigan manifestando los mismos impulsos, las mismas
fragilidades, las mismas pasiones y las mismas envidias que han movido a nuestra
especie hasta hoy. No hay motivos para creer, por ejemplo, que si las
injusticias sociales se acabasen y todas las empresas tuvieran la cuota justa
de diversidad (en cuanto a género, orientación sexual y raza), quienes hoy se
encargan de velar por estos aspectos desaparecerían también. Parece, cuando
menos, improbable que ese feliz día los salarios de seis cifras sean más
comunes que en la actualidad o que quienes han conseguido obtenerlos mediante
una interpretación hostil de la sociedad se presten a renunciar a ellos cuando
su misión esté cumplida. Más plausible es creer que estas clases asalariadas
son conscientes de que el rompecabezas es insoluble y de que, por eso mismo, su
trabajo está garantizado de por vida. Seguirán en sus puestos tanto tiempo como
puedan, hasta el día en que la gente se dé cuenta de que su respuesta a los
males del mundo no es ninguna solución, sino una invitación a la locura, una
invitación por la que tanto el individuo como la sociedad en su conjunto pagan
un elevado precio.
Douglas Murray
La masa enfurecida
…las personas altamente politizadas tienen predisposición a
leer los comentarios de su propia tribu política —aun los más incendiarios— con
un espíritu de generosidad e indulgencia que se trueca en tanta negatividad y
hostilidad como sea posible cuando interpretan las palabras del oponente.
Douglas Murray
La masa enfurecida
Una de las maneras de distanciarnos de la locura de nuestros
tiempos consiste en mantener el interés por la política, pero sin convertir
esta en una fuente de realización personal. Lo que deberíamos hacer es decirle
a la gente que simplifique su vida y que no se deje engañar subordinando su
existencia a una teoría que no ofrece respuestas, no hace predicciones y es
fácilmente falsable. Son muchas las cosas que pueden aportar sentido a la vida.
La mayoría de las personas lo hallan en el amor hacia la gente y los lugares de
su entorno: en los amigos, la familia y los seres queridos, en la cultura, en
los espacios y en la capacidad para seguir maravillándose. Podemos encontrarlo
preguntándonos qué es lo importante para nosotros y gravitando en la medida de
lo posible hacia esos núcleos de interés. Dejar que la política identitaria, la
justicia social (en esta acepción) y la interseccionalidad nos consuman es
malgastar la vida. Sin duda, podemos desear una sociedad en la que nadie quede
relegado por razón de los rasgos personales que le han tocado en suerte. Si
alguien posee la competencia y el deseo de hacer algo, ni su raza ni su sexo ni
su orientación sexual deberían impedírselo. Ahora bien, minimizar las diferencias
no es lo mismo que fingir que estas no existen. Pretender que el sexo, la
sexualidad y el color de la piel no significan nada sería ridículo. Pero
pretender que lo son todo sería nefasto.
Douglas Murray
La masa enfurecida
No hay comentarios:
Publicar un comentario