… las enseñanzas de la última década parecen abundar en la idea de que somos poco menos que incapaces de convivir unos con otros.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Hoy en día, la vida pública está llena de gente ansiosa por echarse a las barricadas cuando la revolución ya ha terminado, tal vez porque confunden la barricada con el hogar o porque no tienen ningún otro hogar al que ir. Sea como fuere, toda exhibición de virtud requiere exagerar los problemas, lo que a su vez hace que los problemas crezcan todavía más.
 
Douglas Murray
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Y es que, si bien es cierto que la igualdad racial, los derechos de las minorías y los derechos de las mujeres figuran entre los mejores logros del liberalismo, también lo es que como base son sumamente inestables. Tratar de convertirlos en los cimientos de algo es como darle la vuelta a un taburete para luego montarse encima y tratar de mantener el equilibrio. Los productos de un sistema no pueden replicar la estabilidad del sistema que los ha producido. Aunque solo fuera por eso, cada uno de estos pilares es de por sí extraordinariamente endeble. Se nos presentan como algo zanjado y consensuado, y a pesar de que sus infinitas contradicciones, mentiras y fantasías saltan a la vista de cualquiera, señalarlas no solo resulta desaconsejable, sino que está literalmente castigado. Por tanto, se nos invita a aceptar cosas en las que no es posible creer. Esta es la causa principal de todas las discusiones desagradables que se producen tanto en la vida real como en internet. Nos piden que demos un salto que no solo no podemos dar, sino que puede que vaya en la dirección errónea. Nos instan a creer en cosas imposibles y nos advierten que no nos opongamos a otras (como suministrar a nuestros hijos fármacos que interrumpen la pubertad) a las que la mayoría de las personas se opondrían de forma categórica. Saber que lo que se espera de nosotros es que callemos ante ciertos asuntos y que realicemos un acto de fe imposible con respecto a otros provoca un dolor insoportable, sobre todo porque los problemas que de ello se derivan (incluidas las contradicciones internas) son muy evidentes. Como sabe cualquiera que haya vivido bajo un régimen totalitario, hay algo humillante y hasta autodestructivo en tener que marchar al son de consignas que uno no cree ni puede creer. Si la creencia fuera que todas las personas tienen el mismo valor y merecen la misma dignidad, entonces todos podríamos estar de acuerdo. Pero si nos piden que creamos que no existe diferencia alguna entre homosexuales y heterosexuales, entre hombres y mujeres, entre racismo y antirracismo, con el tiempo esto se acaba convirtiendo en una distracción. Esa distracción —o locura de masas— es algo que nos atenaza y de lo que debemos liberarnos. Si fracasamos, ya sabemos cómo terminará todo esto. No solo nos enfrentamos a un futuro cada vez más atomizado y lleno de rabia y violencia, sino a un futuro en el cual la posibilidad de retroceder en materia de derechos —incluidos los buenos— es más verosímil cada día. Un futuro en el que el racismo se combate con el racismo y en el que la marginación por motivos de género se combate con la marginación por motivos de género. Porque cuando la humillación alcanza determinados niveles, los grupos mayoritarios dejan de tener razones para no adoptar ciertas estrategias que tanto los han beneficiado en el pasado.
 
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He aquí una más de las curiosas conclusiones a las que ha llegado nuestra cultura. En general, cuando alguien hace pública su homosexualidad se lo felicita por haber llegado a su destino natural. Para la mayoría de las personas, esto significa que la sociedad no ve ningún problema en que sean como son: han llegado al destino que para ellos era adecuado y natural. Lo curioso de esto que si un homosexual acaba decidiendo que es hetero, se verá sujeto a cierto grado de ostracismo y sembrará dudas acerca de si está siendo sincero consigo mismo. Cuando un hetero se declara gay, pone fin a un proceso. Cuando un gay se declara hetero, se vuelve objeto de sospechas. Nuestra cultura ha pasado de una marcada preferencia por la heterosexualidad a una ligera inclinación por la homosexualidad.
 
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Por el momento, las generaciones anteriores a los miléniales —así como la mayoría de estos— siguen creyendo que la identidad sexual tiene algunos puntos que son estables. A lo mejor porque saber a qué hay que atenerse con respecto a los demás facilita en cierto modo las relaciones. El hecho de que una identidad pueda convertirse en otra y que de esta pueda pasarse a un estado de fluidez indica algo más que la sustitución de un dogma por otro. Sugiere una profunda incertidumbre acerca de un hecho subyacente y que rara vez se menciona, a saber: que todavía no sabemos casi nada sobre por qué algunas personas son homosexuales. Tras varias décadas de investigación, este sigue siendo uno de los grandes —y potencialmente desestabilizadores— interrogantes derivados de la cuestión de la identidad, la cual ha pasado a ocupar una posición prominente dentro del conjunto de nuestros supuestos valores.
 
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Es comprensible que este sea un tema sensible. A fin de cuentas, no fue hasta 1973 que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría resolvió que no había pruebas científicas para seguir tratando la homosexualidad como un trastorno y la retiró de su catálogo de trastornos mentales (cosa rara tratándose de una lista que no deja de crecer). La Organización Mundial de Salud hizo lo propio en 1992. De todo esto hace muy poco, lo cual explica por qué el lenguaje y la práctica de la medicina y la psiquiatría siguen despertando recelos cuando intervienen en estos temas. Con todo, aceptar que la homosexualidad no implica ningún trastorno mental no significa que sea un estado totalmente innato e inmutable. En 2014, el Real Colegio de Psiquiatría (RCP) de Londres publicó una fascinante «declaración sobre la orientación sexual» en la que condenaba de forma loable y categórica cualquier intento de estigmatizar a quienes se declaran homosexuales. En ella se explicaba que el RCP no cree que las terapias destinadas a modificar la orientación sexual tengan ningún efecto: el RCP no podía convertir a un homosexual en hetero ni a un hetero en homosexual. El documento, además, reconocía algo importante: «El Real Colegio de Psiquiatría considera que la orientación sexual viene determinada por una combinación de factores biológicos y del entorno posnatal». En prueba de ello se citaban varias fuentes 10 y se reiteraba que «no existen pruebas que permitan ir más allá de lo dicho ni atribuir elección de ningún tipo al origen de la orientación sexual». 11 No obstante, y pese a mostrarse preocupado ante las supuestas «terapias de reorientación» —las cuales, además de ser «muy poco éticas» y pretender curar algo que «no es un trastorno», fomentan un ambiente favorable a «los prejuicios y la discriminación»— el RCP añadía lo siguiente: No es verdad que la orientación sexual sea inmutable ni que no pueda variar hasta cierto punto a lo largo de la vida. Dicho esto, la orientación sexual de la mayoría de las personas parece girar en torno a un punto de referencia predominantemente heterosexual u homosexual. Las personas bisexuales podrían gozar de cierto grado de elección en términos de expresión sexual, haciendo hincapié ya sea en su faceta heterosexual u homosexual. Asimismo, es verdad que las personas que se sientan insatisfechas con su orientación sexual —sea esta heterosexual, homosexual o bisexual— pueden tener motivos para explorar opciones terapéuticas que las ayuden a llevar una vida más cómoda, reducir su angustia y alcanzar un mayor grado de aceptación de su orientación sexual. 12 La Asociación Estadounidense de Psicología se muestra de acuerdo en este punto, como puede verse en sus últimas declaraciones a este respecto: No existe consenso entre la comunidad científica acerca de los motivos exactos por los que un individuo desarrolla una orientación heterosexual, bisexual, gay o lesbiana. A pesar de que múltiples estudios han examinado las posibles influencias genéticas, hormonales, sociales, culturales y del desarrollo sobre la orientación sexual, no se han hallado pruebas que permitan concluir que la orientación sexual venga determinada por un factor o conjunto de factores en particular. La opinión mayoritaria es que tanto la natura como la cultura desempeñan papeles complejos; la mayor parte de las personas tienen la sensación de no haber elegido su orientación sexual. 13 Todo esto resulta muy admirable desde el punto de vista de quien pretende reducir la discriminación y desterrar las actitudes tortuosas que tratan en vano de «reorientar» a las personas, pero deja meridianamente claro que la pregunta de qué es lo que hace homosexual a una persona sigue sin respuesta. Puede que las leyes hayan cambiado, pero no sabemos nada nuevo sobre las causas por las que alguien es o elige ser homosexual.
 
Douglas Murray
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Los partidarios del enfoque queer tienden a concebir el ser homosexual como una ocupación a tiempo completo. Y eso a los gais tiende a no hacerles demasiada gracia.
 
Douglas Murray
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Todas las mujeres tienen algo que los hombres heterosexuales desean. Ellas custodian, y a la vez utilizan, una especie de magia. El problema es que los gais parecen ser partícipes de su secreto. Puede que para algunos esto sea algo liberador. A algunas mujeres les gusta comentar con hombres gais sus problemas —incluidos los de índole sexual— con el sexo opuesto, más o menos como esos hombres heteros a los que les gusta tener un amigo bilingüe con el que practicar una lengua extranjera. Sin embargo, hay personas para las que esto siempre será motivo de desasosiego. Porque para ellas el homosexual —sobre todo si es hombre— siempre será alguien que sabe demasiado.
 
Douglas Murray
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El surgimiento del nuevo feminismo, los movimientos contestatarios de las minorías étnicas, nacionales y sexuales, las luchas ecológicas y antinstitucionales, así como las de las poblaciones marginales, el movimiento antinuclear, las formas atípicas que han acompañado a las luchas sociales en los países de la periferia capitalista, implican la extensión de la conflictividad social a una amplia variedad de terrenos que crea el potencial —pero solo el potencial— para el avance hacia sociedades más libres, democráticas e igualitarias. 9
 
Douglas Murray
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Otra de las curiosidades del movimiento interseccional es su técnica de camuflaje. Aparte del famoso documento de McIntosh, lo único que los proveedores ideológicos de la justicia social y la interseccionalidad tienen en común es que sus textos resultan ilegibles. Su escritura tiene ese estilo deliberadamente obstructivo que uno emplea cuando, o bien no tiene nada que decir, o bien necesita disimular que lo que dice no es verdad.
 
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Menos de dos décadas después, las cosas están de manera distinta. Los hechos, sin duda, le dan la razón a Pinker, pero las voces más ruidosas no. El resultado es que, desde que Pinker escribió La tabla rasa, nuestras sociedades se han enrocado en la ilusión de que las diferencias biológicas —incluidas las diferencias de aptitud— pueden evitarse, negarse o soslayarse. Algo similar ha ocurrido con las diferencias sociales. Cualquiera que tenga hijos es consciente de las diferencias existentes entre niños y niñas, pero el entorno cultural les dice que no hay ninguna, y que, si la hay, es una cuestión puramente «performativa». Las consecuencias de esto son tóxicas. La mayoría de las personas no son homosexuales. Hombres y mujeres deben encontrar maneras de convivir. Y, sin embargo, el autoengaño relativo a la realidad biológica es uno más del conjunto de autoengaños que nuestras sociedades han optado por creerse. Lo peor es que hemos tratado de reordenar nuestras sociedades, no a partir de lo que sabemos gracias a la ciencia, sino de falsedades políticas patrocinadas por los activistas de las ciencias sociales. De todas las cosas que ofuscan a nuestra sociedad, acaso las más insidiosas sean las que atañen a los sexos, y en especial a las relaciones entre sexos. Porque los hechos están ahí, delante de nuestros ojos. Solo que se supone que no debemos percibirlos, y que, si los percibimos, debemos guardar silencio.
 
Douglas Murray
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Da la impresión de que en este negocio siempre ha habido un montón de hombres y les ha salido el tiro por la culata. Ojalá hubiera habido más mujeres cuidando de la casa a la vieja usanza, porque tradicionalmente a las mujeres siempre se les ha dado bien asegurarse de que el dinero se emplea en pagar la luz, el gas, el teléfono y la comida. Nosotras no saqueamos ni robamos para luego apostarlo todo a un caballo con la esperanza de recuperar el dinero al cabo de una semana.
 
Douglas Murray
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Una de las perplejidades, y no la menor, que despiertan estas discusiones cada vez que surgen —y hoy en día es a menudo— es que el concepto de privilegio es endemoniadamente difícil de definir, amén de casi imposible de cuantificar. Alguien puede ser «privilegiado» por haber recibido una herencia, mientras que para otro ese mismo privilegio puede equivaler a una condena, pues le permite disponer de demasiadas cosas y le impide encontrar incentivos para abrirse paso en la vida. Quien hereda una fortuna pero tiene una discapacidad ¿es más o menos privilegiado que quien no tiene ninguna fortuna pero tampoco ninguna discapacidad? ¿Quién lo decide? ¿A quién le encomendamos que lo dirima? ¿Y cómo podemos hacer que los distintos niveles de esta relación sean lo suficientemente flexibles no solo para que incluyan a todo el mundo, sino también para que contemplen los eventuales cambios para mejor o para peor que puedan producirse a lo largo de la vida?
 
Douglas Murray
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Da la impresión de que cuando se habla de «cuestionar» algo mediante la formación en sesgos inconscientes, lo que se pretende no es «cuestionar» a la gente, sino cambiarla.
 
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Lo mismo que ocurre en la política ocurre en la empresa pública y la privada: fomentar la diversidad por la vía rápida puede acabar favoreciendo a quienes ya estaban muy cerca de su destino. Y a menudo son personas a las que consideraríamos privilegiadas dentro de cualquier grupo, incluido el suyo. En muchas empresas europeas y norteamericanas que han adoptado estos métodos de contratación, se produce un fenómeno común del que nadie se atreve a hablar en voz alta. Dicho fenómeno consiste en que los empleados se están empezando a dar cuenta de cuáles son los costes de todo este tinglado, a saber: que a pesar de que las empresas han mejorado la movilidad femenina y étnica, la movilidad entre clases es más baja que nunca. Lo único que se ha conseguido es crear una nueva jerarquía. Las jerarquías no son estáticas. No lo han sido en el pasado y es improbable que lo sean en el futuro. Por su parte, quienes promueven la interseccionalidad, la formación en sesgos y demás han medrado de forma extraordinaria. El hecho de que estas ideas se hayan instalado en el núcleo de la cultura empresarial es una demostración de que se ha consolidado un nuevo tipo de jerarquía, una jerarquía en la que —como en todas— hay opresores y oprimidos, personas que procuran ser virtuosas y personas («directores de personal») cuya función es iluminar a quienes todavía no lo son. Por el momento, esta nueva clase sacerdotal se encarga, con notable éxito, de explicar a los demás cómo creen que funciona el mundo. Pero el problema no reside tan solo en que estas teorías se hayan asentado en las instituciones sin suficiente reflexión ni garantías de éxito. El principal inconveniente consiste en que estos nuevos sistemas están apuntalados en identidades grupales que todavía no comprendemos bien. Sus bases —por ejemplo, las relaciones entre sexos y determinados temas que en tiempos habríamos calificado de «feministas»— carecen totalmente de consenso.
 
Douglas Murray
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Si algunos creen que en el pasado hubo sociedades infinitamente más tolerantes con las diferencias sexuales y biológicas de lo que lo somos en el Occidente del siglo XXI, a ellos corresponde aportar pruebas que lo demuestren.
 
Douglas Murray
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En los tiempos en que las mujeres no podían votar, «Mata a los hombres» podría haber sido una forma exaltada de exigir el sufragio femenino. Si las feministas de la primera ola hubieran luchado por la igualdad al grito de «Mata a los hombres», todo el mundo habría convenido en que no era la forma más atinada de sumar simpatizantes a la causa. Sin embargo, un siglo después parece aceptable, y aun normal, que mujeres nacidas con todos los derechos por los que sus antecesoras tuvieron que pelear reaccionen con un lenguaje más violento que el que se empleaba cuando la balanza estaba infinitamente más desequilibrada.
 
Douglas Murray
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A veces, la nueva misandria adopta otras formas más sarcásticas. Tenemos, por ejemplo, los términos mansplaining o machiexplicar , usados para censurar a los hombres que se dirigen a las mujeres con paternalismo o prepotencia. Sin duda, todos recordamos alguna situación en la que hemos oído a un hombre emplear ese tonillo de voz, pero la mayoría recordamos también alguna ocasión en la que es una mujer la que se ha dirigido a un hombre de la misma manera. O en la que un hombre le ha hablado con condescendencia a otro hombre. ¿Por qué, pues, necesitamos un término aparte para referirnos a una sola de estas situaciones? ¿Por qué no existen —o no tienen uso— palabras como womansplaining o femeniexplicar? ¿Alguien sabe si un hombre puede «machiexplicarle» algo a otro hombre? ¿Qué circunstancias deben concurrir para que se diga que un hombre le habla desdeñosamente a una mujer por el mero hecho de serlo y no porque esta hace lo mismo con él? Hoy por hoy, no existen mecanismos que permitan despejar ninguna de estas dudas, solo un arma arrojadiza a la exclusiva disposición de las mujeres. Luego está el concepto de «el patriarcado», la idea de que (sobre todo en los países capitalistas de Occidente) vivimos en una sociedad que favorece a los hombres y ningunea a las mujeres y sus capacidades. Se trata de un concepto tan arraigado que, cuando se menciona, es como si la idea de que las sociedades occidentales modernas giran alrededor (y para único beneficio) de los hombres fuera algo que ni siquiera merece la pena discutir. En 2018, un artículo que conmemoraba el centenario del sufragio para las mujeres de más de treinta años publicado en Grazia , una popular revista femenina, decía: «Vivimos en una sociedad patriarcal, bien lo sabemos». Las pruebas a favor de tal afirmación consistían en «la cosificación de las mujeres» y los «patrones de belleza poco realistas», como si a los varones no se los cosificara ni se les impusieran patrones estéticos (algo con lo que quizá no estarían de acuerdo los hombres que aparecen sin saberlo en Instagram bajo la etiqueta #HotDudesReading). «Para nosotras, el patriarcado está escondido», explica el artículo, aunque algunos de sus síntomas visibles son «una falta de respeto que se traduce en brechas salariales e impedimentos laborales». Las revistas destinadas al público masculino no parecen tener inconveniente en aceptar los mismos presupuestos: refiriéndose a los hechos ocurridos en 2018, un editorial de la revista GQ comentaba con complacencia que ese año, «por primera vez en la historia, hemos sido llamados a responder por los pecados del patriarcado». Con todo, el peor en este nuevo repertorio de eslóganes antimasculinos es el de la «masculinidad tóxica». Al igual que el resto, el concepto de «masculinidad tóxica» nació en los márgenes del mundo académico y de las redes sociales, pero actualmente se encuentra afianzado en el seno de organizaciones serias y organismos gubernamentales. En enero de 2019, la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) publicó su primera guía de recomendaciones para el tratamiento de varones jóvenes y adultos. Según la APA, cuatro décadas de investigación habían demostrado que «la masculinidad tóxica —caracterizada por el estoicismo, la competitividad, el dominio y la agresión— resulta perjudicial para el bienestar de los varones». El objetivo de la guía era abordar los rasgos «tradicionales» de la masculinidad y ayudar a los profesionales a «reconocer este problema en varones jóvenes y adultos». En ella, la APA definía la masculinidad tradicional como «una determinada constelación de normas que ha ejercido su influjo sobre grandes segmentos de la población, a saber: antifeminidad, éxito, abominación de la debilidad, preferencia por la aventura, el riesgo y la violencia». Esta fue una de las vías a través de las cuales el concepto de «masculinidad tóxica» entró en el imaginario popular. Y entró, una vez más, sin que nadie sugiriera que tal problema podía tener su correspondencia en el bando femenino. ¿Existe alguna forma de «feminidad tóxica»? Si es así, ¿en qué consiste y cómo puede extirparse? Tampoco se ofrece ninguna explicación de cómo funciona el concepto de «masculinidad tóxica», ni siquiera según sus propios términos, es decir, si la competitividad es un rasgo específicamente masculino —como parece sugerir la APA—, ¿cuándo resulta tóxica o dañosa y cuándo útil? ¿Es permisible que un atleta varón utilice sus instintos en la pista? En caso afirmativo, ¿se le puede ayudar a que fuera de la pista sea lo más dócil posible? ¿Puede criticarse a un hombre por afrontar un cáncer terminal con estoicismo? ¿Se lo puede ayudar para que abandone esta actitud perjudicial y adopte otra menos estoica? Si la «aventura» y el «riesgo» son rasgos masculinos, ¿en qué circunstancias debemos animar a los hombres a renunciar a ellos? ¿Debemos adiestrar a los exploradores para que sean menos aventureros o a los bomberos para que se expongan a menos riesgos? ¿Deberíamos templar la «violencia» de los militares y fomentar en ellos cierta apariencia de debilidad? ¿En qué casos? ¿Mediante qué mecanismo podríamos reprogramar a los militares para que empleasen sus dotes y habilidades cuando la sociedad lo requiere y, a la vez, para que las depusieran el resto del tiempo? Evidentemente, si es cierto que la masculinidad posee rasgos tóxicos, lo más probable es que sus raíces sean tan hondas (es decir, que existan en todas las culturas con independencia de sus diferentes circunstancias) que sea imposible extirparlas. O también podría ser que ciertos aspectos de la conducta masculina resulten indeseables en determinados momentos y lugares. Si este fuera el caso, es casi seguro que podríamos encontrar maneras específicas de solventar el problema. Sea como fuere, inventar conceptos como «privilegio masculino», «patriarcado», «machiexplicación» o «masculinidad tóxica» no ayuda —a veces por exceso, otras por defecto— ni a elaborar diagnósticos ni a vislumbrar soluciones. Visto desde fuera, la explicación más obvia es que lo que interesa no es tanto mejorar a los hombres como neutralizarlos, despojarlos de sus virtudes y convertirlos en seres pusilánimes, lastimosos y avergonzados de sí mismos. En pocas palabras, huele a venganza.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Las redes se han convertido en el medio ideal para instaurar nuevos dogmas y aplastar al oponente justo cuando más convendría escucharlo.
 
Douglas Murray
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Las redes sociales constituyen un sistema de ideas que se presenta como capaz de vehicular lo que sea, incluidos los agravios. Y lo hace a la par que anima a sus usuarios a centrarse en sí mismos de forma casi ilimitada, cosa que muchos ya hacen sin necesidad de que nadie los anime. Es más, cualquiera que en algún momento sienta la más mínima insatisfacción con la vida o sus circunstancias tiene a su disposición un sistema totalitario que todo lo explica, incluido por qué el mundo no le deja levantar cabeza.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
¿Qué periodo de tiempo debería transcurrir entre el error y el perdón? ¿Lo sabe alguien? ¿Hay alguien interesado en averiguarlo?
 
Douglas Murray
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En alguna parte del espectro de la intersexualidad tenemos a aquellas personas que nacen con una combinación de cromosomas normal (XX o XY), con los genitales que les corresponden y todo lo demás, pero que, por motivos que todavía no alcanzamos a entender, creen habitar un cuerpo erróneo. El cerebro les dice que son un hombre, pero su cuerpo es el de una mujer, o viceversa. No solo ignoramos a qué se debe —si a algo se debe—, sino que apenas estamos empezando a descubrir con cuánta frecuencia ocurre. No se ha demostrado que existan diferencias fisiológicas significativas entre las personas trans y las no trans, y aunque se han realizado algunos estudios sobre posibles diferencias en lo tocante al funcionamiento cerebral, por el momento nada indica la presencia de una razón de hardware en virtud de la cual algunas personas desean pasar de un sexo a otro. Aun así, como en el caso de la homosexualidad, hay quien tiene interés en convertir lo que parece ser una cuestión de software en una de hardware. En el ámbito de lo trans, esta maniobra se ha centrado en varios aspectos. Uno de ellos tiene que ver con una razón obvia para el cambio de sexo: la excitación sexual. A un hombre le puede gustar vestirse con lencería femenina o incluso completamente de mujer porque eso «le pone»: las medias, el tacto del encaje, la transgresión, el atrevimiento. Se trata de una filia sexual bien conocida y a la que se designa con el poco agraciado término técnico de «autoginefilia». La autoginefilia consiste en excitarse imaginándose a uno mismo en el papel del sexo opuesto. Como era de esperar, dentro de esta «comunidad» existen subdivisiones y disputas entre los distintos tipos de autoginefilia, que van desde los hombres que fantasean con ponerse una prenda femenina hasta los que se excitan ante la idea de tener cuerpo de mujer. Una de las cosas más curiosas que han ocurrido en los últimos años, desde que el debate en torno a lo trans se intensificó, es que la autoginefilia ha caído en desgracia. Dicho de otro modo: sugerir que quienes se identifican como trans puedan ser en realidad personas dispuestas a llevar sus filias hasta las últimas consecuencias se ha convertido en una idea aborrecible dentro de la comunidad trans, tanto es así que —como muchas otras cosas— se equipara con el discurso del odio.
 
Douglas Murray
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Los motivos de este giro son evidentes y nos devuelven al dilema entre hardware y software. Las filias sexuales pueden deberse tanto a motivos de hardware como de software, pero es difícil persuadir a la sociedad de que altere casi todas sus normas sociales y lingüísticas para darles cabida. La sociedad puede tolerarte, puede desearte lo mejor, pero el hecho de que te guste ponerte pantalones de mujer no es razón para obligar a todo el mundo a utilizar unos pronombres nuevos. Ni para modificar los baños públicos. Ni para educar a los jóvenes en la creencia de que no existen diferencias entre los sexos y que el género es un constructo social. Si lo trans girase en gran parte, sobre todo o exclusivamente en torno a la estimulación erótica, tendríamos tantos motivos para cambiar nuestras bases sociales como para hacerlo por quienes se excitan vistiéndose de látex. La autoginefilia entraña el peligro de que lo trans se perciba como una cuestión de software, de aquí que nadie quiera oír hablar de ella. Porque —igual que con los homosexuales— lo que interesa es demostrar que las personas trans «nacen así». Todo esto se complica aún más por el hecho de que las acciones de muchas personas trans denotan la presencia de algo que (como en el caso de Jan Morris) deja claro que su voluntad de habitar un cuerpo del sexo opuesto no puede ser una mera filia o fantasía. Al fin y al cabo, cuesta pensar en algo que exija mayor compromiso que la decisión de someterse a una intervención quirúrgica que modifique tu cuerpo de forma permanente. Sin duda, cuando alguien está dispuesto a que le extirpen el pene o a que se lo desuellen para darle la vuelta como un guante, cuesta creer que sus razones obedezcan a un simple capricho. Intervenciones como estas parecen todo lo contrario a una afición o un estilo de vida electivo. Y, sin embargo, ni siquiera esto demuestra que lo trans sea una cuestión de hardware, pues sabemos que algunas personas no se detienen ante nada con tal de ver cumplido aquello que consideran cierto. La pregunta es si aquello que una persona o un grupo de personas consideran cierto acerca de sí mismas debe ser aceptado o no como tal por el resto de la sociedad.
 
Douglas Murray
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La ausencia de pruebas es una de las razones por las que algunas personas creen que toda la cuestión trans es fruto de un delirio. Esta sospecha de fondo coexiste con una sociedad a la que se anima a aceptar sin más las afirmaciones que las personas trans hacen acerca de sí mismas.
 
Douglas Murray
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 En julio de 2015, el comentarista conservador Ben Shapiro, que por entonces contaba treinta y un años, fue uno de los invitados del programa Dr. Drew On Call , de la cadena HLN, para hablar del premio concedido a Jenner. A su lado se sentaba otra invitada, Zoey Tur, a la que se presentó como «periodista transgénero». En un momento dado de la conversación, el doctor Drew le preguntó a Tur si creía que Jenner era una persona «valiente», a lo que la periodista respondió que «ser valiente es ser una misma», y ser transgénero es «una de las cosas más valientes que pueda haber».
A continuación, Shapiro señaló que celebrar a Jenner equivalía a «difundir un delirio». «¿Por qué un “delirio”?», preguntó airadamente otra invitada. Shapiro, al contestar, se refirió a Jenner con el pronombre masculino en lugar del femenino. A pesar de que Jenner había sido Bruce durante sesenta y seis años y de que solo llevaba tres meses identificado como Caitlyn, el resto del plató hizo frente común contra Shapiro, criticándolo por falta de tacto. «Es “ella” —recalcó la misma mujer airada que había intervenido antes—. No estás siendo educado con los pronombres. Es una falta de respeto.»
Haciendo caso omiso de cómo es posible ser o no educado con los pronombres, Shapiro entró al trapo y dijo:
 
Dejaos de respeto. A los hechos les dan igual vuestros sentimientos. Y lo que es un hecho es que todos los cromosomas y todas las células del cuerpo de Caitlyn Jenner son masculinos, con la excepción de algunos de sus espermatozoides. También es un hecho que todavía tiene todas sus partes masculinas. Cómo se sienta por dentro es irrelevante a efectos biológicos.
 
Dicho lo cual, el único otro invitado del plató que había expresado algún tipo de crítica al premio de Jenner (sobre la base de que Jenner era rica, blanca y nunca se había significado en cuestiones LGBT en el pasado), puntualizó de inmediato que «no comulgaba» con las palabras de Shapiro. A la vista de lo que ocurrió después, es posible que ese distanciamiento fuera necesario.
El presentador procuró templar los ánimos e invitó a Tur a que ilustrara a los presentes sobre la ciencia de la disforia de género. «Ambos sabemos que los cromosomas no necesariamente determinan si alguien es varón o hembra —dijo Tur, y apoyando la mano sobre el hombro de Shapiro con condescendencia añadió—: No sabes de qué estás hablando. No tienes ninguna formación en genética.» Shapiro intentó preguntar si podían o no tocar el tema de la genética, pero volvieron a interrumpirlo. Entonces, Shapiro le preguntó a Tur: «¿Y cuáles son sus genes, caballero?», momento en que la periodista apoyó la mano en la nuca de su contertulio y dijo con tono amenazante: «No sigas por ahí o volverás a casa en ambulancia».
Sin apenas inmutarse, Shapiro replicó: «No sé si esto me parece muy apropiado en una discusión de tema político». En circunstancias normales, lo esperable habría sido que el resto de los invitados condenasen aquella amenaza, pero la dinámica del debate hizo que todos arremetieran contra Shapiro. «Para ser justos, estás siendo bastante grosero, y eso no está bien», señaló uno de los invitados. Otro comentó que llamar «caballero» a Tur era un «insulto intolerable». Al cabo, y ya sin oposición, Tur dijo: «Te consume el odio. Te diré lo que eres: eres un hombre minúsculo».
Shapiro no llegó a perder la sangre fría en ningún momento y tampoco «troleó» a Tur. Tras la amenaza de mandarlo a casa en ambulancia, no le dijo: «Esa es una conducta muy poco femenina». Tampoco había esperado a que lo golpeara para decirle: «Caramba, pegas como un hombre». Ni siquiera destacó lo curioso que resultaba que alguien que había hecho con su cuerpo lo que Tur había hecho con el suyo tratara de emascularlo ridiculizando su estatura. En lugar de todo eso, Shapiro se ciñó a su argumento sobre el peso de la biología, un argumento que hasta hace pocos años no habría tenido nada de polémico pero que ahora suscitaba un rechazo generalizado entre la gente de los medios y las celebridades, hasta el punto de que parecía preferible justificar una amenaza de agresión a defender a alguien poco «educado con los pronombres».
La rapidez y la intensidad de esta estampida puede tener varias causas. La primera (ejemplificada en la cubierta de la revista Time) es la sospecha, o la esperanza, de que lo trans sea la nueva homosexualidad, el nuevo feminismo o los nuevos derechos civiles, y de que todo aquel que, a lo largo de la próxima década, se ponga del lado equivocado lo lamente tanto —y quede tan socialmente desprestigiado— como quienes en su momento discreparon de los otros movimientos. En algunos aspectos, hay cierta similitud. Si los homosexuales no tienen nada que los diferencie desde el punto de vista genético, entonces lo único que los distingue es su conducta. Las personas homosexuales lo son porque dicen serlo y porque actúan como si lo fueran. De la misma forma, quizá, las personas trans lo son porque afirman serlo, sin que nadie espere (o exija) la presencia de ningún signo externo —ni ningún indicador biológico— que lo justifique, como en el caso de los homosexuales.
Sin embargo, existe una diferencia muy significativa. Cuando una lesbiana se enamora de un hombre o un gay se enamora de una mujer, o cuando un hombre heterosexual de repente se enamora de una persona de su mismo sexo, todo su hardware biológico permanece intacto. Un homosexual que se vuelve hetero o un hetero que se vuelve homosexual no hace nada irreversible, mientras que la meta última de las personas trans es irreversible y altera su vida por completo. Quienes expresan preocupación o piden cautela en relación con la transexualidad no necesariamente «niegan la existencia de las personas trans» ni piden que se las trate como ciudadanos de segunda categoría, y mucho menos (la afirmación más catastrofista de todas) empujan a las personas trans a suicidarse. Sencillamente piden cautela acerca de un fenómeno que todavía no conocemos bien y que no tiene vuelta atrás.
La preocupación que mucha gente no expresa en público proviene precisamente de esta irreversibilidad. Las noticias sobre el incremento en el número de menores que afirman experimentar disforia de género, así como las crecientes pruebas del «efecto acumulativo» que tienen estas afirmaciones (es decir, el hecho de que cuando cierto número de menores afirman vivir en el cuerpo equivocado se produzca un aumento exponencial de aseveraciones similares), nos hacen pensar que los padres y otras partes interesadas no se equivocan al preguntarse con inquietud adónde irá a parar todo esto. Cuestiones como la edad a la que las personas que creen vivir en un cuerpo equivocado deberían poder acceder a fármacos y tratamientos quirúrgicos merecen una profunda reflexión. Entre otras cosas porque cada vez hay más indicios de que muchos menores que dicen tener disforia de género la superan (muchos de ellos terminan siendo homosexuales). Aquí se junta un problema con otro. A nadie le agrada recordar los tiempos en que a las personas homosexuales se les decía «ya se te pasará», pero ¿y si lo trans fuera (siquiera en algunos casos) tan solo una etapa? ¿Y si esa constatación llega demasiado tarde? Preguntas como estas no son «tránsfobas», sino que privilegian los intereses de los menores, y los intentos por estigmatizar estas inquietudes han enturbiado la cuestión más de lo que ya estaba.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Si bien es cierto que existen personas que sufren disforia de género, y si bien es cierto también que la cirugía es para algunos la mejor opción, ¿cómo podemos diferenciarlos de esas personas a las que esa idea se les sugiere pero que, con el tiempo, se dan cuenta de que se han equivocado?
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Si la L, la G y la B de las siglas LGBT ya eran elementos endebles, la última de estas letras es la más inestable de todas. Gais, lesbianas y bisexuales son entidades difusas, pero lo trans sigue siendo poco menos que un misterio y sus consecuencias son las más extremas. El problema no reside en que exijan igualdad de derechos (casi nadie cree que a alguien deba negársele tal cosa), sino en sus asunciones y presupuestos. La exigencia de que todo el mundo tenga que adaptarse al uso de nuevos pronombres genéricos y a la presencia de personas del sexo opuesto en los baños no es más que uno de sus extremos más frívolos. Mucho más seria es la exigencia de fomentar que los menores se sometan a una intervención médica por motivos tan formidablemente confusos y a edades cada vez más tempranas.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Enarbolar la bandera de las mujeres, los homosexuales, las personas de otro origen racial y las personas trans se ha convertido en un modo de expresar compasión, pero también en una forma de exhibir la propia moralidad. En el prontuario de una nueva religión. «Luchar» a favor de estas causas y celebrarlas equivale a demostrar que somos buena gente.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
La metafísica que alimenta a las nuevas generaciones, y con la que todos los demás nos vemos obligados a tragar, es demasiado inestable y parte del deseo de expresar con certeza cosas que en realidad ignoramos, así como del desprecio y el relativismo con que repudia lo que sí sabemos. Sus principios son que todo el mundo puede volverse homosexual, que las mujeres son mejores que los hombres, que las personas pueden volverse blancas, pero no negras y que cualquiera puede cambiar de sexo. Quien no encaje en este esquema es un opresor. Y absolutamente todo debe plantearse desde una óptica política. Desentrañar las contradicciones y malentendidos de estas afirmaciones daría para toda una vida. Las inexactitudes no solo son de detalle, sino que afectan a la raíz misma. ¿Qué postura deben adoptar los hombres y las mujeres (homosexuales o heteros) ante las afirmaciones de quienes atribuyen a los menores un género distinto del que se les asignó al nacer? ¿Por qué una muchacha que presenta rasgos masculinos debería clasificarse como candidata a hombre transexual? ¿Por qué un niño al que le gusta vestirse de princesa tiene que ser una futura mujer transexual? A lo mejor son esos expertos que hablan de caramelos envueltos en el papel equivocado quienes padecen un error de percepción. Se calcula que para el 80 por ciento de los menores diagnosticados con lo que hoy se denomina disforia de género el problema desaparece por sí solo durante la pubertad. Es decir, acaban encontrándose cómodos con el sexo biológico que se les atribuyó al nacer. La mayoría de estos menores terminarán siendo gais o lesbianas cuando alcancen la edad adulta. ¿Cómo deberían sentirse las lesbianas y los gais al ver que, décadas después de haber sido aceptados como son, una nueva generación de menores que podrían acabar siendo gais o lesbianas crece convencida de que sus rasgos femeninos los convierten en mujeres o que sus rasgos masculinos los convierten en hombres? ¿Tantos años haciendo valer sus derechos como mujeres para que alguien nacido hombre les diga ahora cuáles son sus derechos y cuándo tienen derecho a hablar?
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
A veces, los problemas surgen porque alguien pregunta lo que no debe. Pero otras veces es porque la persona elegida para hacer las cosas bien resulta ser un ser humano caótico y complejo.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
He aquí otra demanda imposible: la de quien pretende ser ridículo sin ser ridiculizado.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Existe un potencial infinito para la ofensa y la aparición de nuevas categorías en la siempre cambiante jerarquía del agravio. Ahora bien, ¿existe algún orden? ¿Equivale una persona blanca y gorda a una persona de color delgada? ¿O acaso existen diferentes escalas de opresión que todos deberíamos conocer, aun cuando nadie nos haya explicado sus reglas (pues dichas reglas no emanan de la razón, sino de las masas en estampida)? En lugar de volvernos locos tratando de resolver un rompecabezas que no tiene solución, a lo mejor deberíamos buscar la salida de este laberinto imposible.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Vemos opresión donde no la hay y no tenemos ni idea de cómo responder a ella.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Veamos también las palabras con que The Economist se refería a «la raíz de la brecha salarial de género», que la revista achacaba a la prole: «Tener hijos disminuye las ganancias de la mujer a lo largo de la vida, un fenómeno que se conoce como “penalización por maternidad”». Ignoro quién puede leer esta afirmación, y tanto menos escribirla, sin sentir un estremecimiento. Si asumimos que el principal objetivo en la vida es ganar dinero, desde luego es posible que tener hijos suponga una «penalización» para las mujeres y que, por consiguiente, les impida tener una suma más grande en su cuenta corriente cuando mueran. Si, por el contrario, deciden pagar esa «penalización», quizá tengan la suerte de emprender uno de los viajes más importantes y enriquecedores que el ser humano tiene a su alcance.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
 
Pero si la ausencia de discusiones serias y la presencia de contradicciones bastasen para detener la nueva religión de la justicia social, esta nunca habría llegado a irrumpir. Quienes creen que este movimiento acabará desinflándose a causa de sus contradicciones internas pueden esperar sentados. En primer lugar, porque no tienen en cuenta la subestructura marxista de gran parte del movimiento, ni tampoco su inherente voluntad de arrojarse en brazos de la contradicción antes que reconocer sus monstruosas incongruencias o preguntarse cuál es en realidad el objetivo último de todo esto. Pero el otro motivo por el que la contradicción no basta es porque nada indica que la interseccionalidad y la justicia social estén interesadas en resolver los problemas que supuestamente les importan. La primera pista en este sentido la encontramos en su descripción parcial, sesgada, injusta y poco representativa de nuestras sociedades. Pocas personas creen que nuestra sociedad no tenga margen de mejora, pero presentarla como un sistema en el que la intolerancia, el odio y la opresión campan por sus respetos denota la aplicación de un prisma que, en el mejor de los casos, resulta parcial y, en el peor, directamente hostil. Su perspectiva no es la del crítico que busca el perfeccionamiento, sino la del enemigo que aspira a la destrucción. Es una actitud que se manifiesta dondequiera que miremos.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
 
 
 
Pensemos en el ejemplo de lo trans. Existían motivos para reflexionar sobre la difícil y poco discutida cuestión de las personas intersexuales, y no por morbo sino por llegar a una solución. Como ha observado Eric Weinstein, cualquiera que sienta un interés genuino por acabar con la estigmatización y la infelicidad de las personas que nacen en un cuerpo equivocado debería empezar por el problema de la intersexualidad. Quien lo hiciera vería a las claras que se trata de una cuestión de hardware que siempre ha estado lamentablemente relegada. Esto daría visibilidad a la situación de estas personas, les reportaría reconocimiento y nos permitiría entender mejor cómo abordar un asunto para el que de verdad se requiere ayuda médica y psicológica. Los activistas de la justicia social tuvieron la oportunidad de hacerlo. Pero no lo hicieron. En lugar de ello, optaron por la línea dura («Yo soy lo que digo que soy y no puedes demostrar lo contrario») y huyeron hacia delante: «Las vidas de los trans importan», «Hay gente que es trans. Supéralo». De forma previsible y cansina, quienes siempre han protestado contra el patriarcado, la hegemonía, el cisupremacismo, la homofobia, el racismo institucional y el sexismo hicieron suya también la cuestión trans. Sentenciaron de forma explícita que sí, que si un hombre decía ser una mujer (aunque no hiciera nada al respecto), entonces sí, era una mujer y sugerir lo contrario era transfobia. La pauta salta a la vista.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Un movimiento que quisiera luchar por los derechos de las personas trans empezaría por la intersexualidad y, a partir de ahí, avanzaría con sumo cuidado hacia el resto de las reclamaciones del colectivo, analizándolas con precisión científica sobre la marcha. Lo que no haría es atacar por las buenas la parte más difícil del problema ni insistir en que no hay más verdad que esa y que todo el mundo debe creerlo así. Esta no es la manera de crear una coalición o un movimiento, sino lo que uno haría si quisiera impedir el consenso y provocar división.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
El objetivo constante de los activistas de la justicia social en relación con cada uno de los asuntos que hemos tratado en este libro —la homosexualidad, las mujeres, la raza, lo trans— ha sido presentarlos como una fuente de agravios y defenderlos de la manera más incendiaria posible. Su deseo no es remediar, sino dividir; no aplacar, sino inflamar; no mitigar, sino incendiar. Una vez más, atisbamos aquí los restos de una subestructura marxista. Si no puedes gobernar una sociedad —o fingir gobernarla, o derrumbarla en el intento de gobernarla—, puedes hacer otras cosas. Puedes elegir una sociedad sensible a sus propios defectos —y, aunque imperfecta, mejor que el resto de las opciones— y sembrar en ella la duda, la división, la discordia y el miedo. Lo principal es hacer que la gente dude de absolutamente todo: que dude de las bondades de su sociedad en general; que dude de si se la trata con justicia; que dude de si existen entidades tales como los hombres y las mujeres; que dude de casi todo. Hecho esto, puedes presentarte como si tuvieras todas las respuestas: un conjunto imbricado, grandilocuente y omniabarcador de respuestas que restituirán el orden perfecto y cuya aplicación irás explicando por medio de las redes. Quizá se salgan con la suya. Quizá los valedores de la nueva religión utilizarán a los homosexuales, a las mujeres, a las personas de distinto color y a las personas trans como ariete para enfrentar a la gente con la sociedad en la que se ha criado. Quizá consigan que todo el mundo se rebele contra el «patriarcado masculino, blanco y cis» antes de que sus «grupos de víctimas oprimidas» se hagan picadillo los unos a los otros. Es posible. Pero quienes deseamos evitar este desenlace de pesadilla deberíamos buscar soluciones.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
Por lo común, preguntar «¿en comparación con qué?» únicamente sirve para constatar que la utopía con la que se compara a nuestra sociedad no ha existido nunca. Si este es el caso, quizá lo que hace falta es ser un poco más humildes y seguir dialogando. Quienes afirman que nuestra sociedad se caracteriza por la intolerancia, pero creen saber cómo enmendar todos sus males deberían tener muy clara su hoja de ruta. De lo contrario, tendremos motivos para recelar de un proyecto cuyas bases pretenden revestirse con el rigor de la ciencia cuando en realidad son más bien una manifestación de pensamiento mágico.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
LA VÍCTIMA NO SIEMPRE TIENE RAZÓN NI ES BUENA NI MERECE ALABANZA … Y QUIZÁ NI SIQUIERA SEA UNA VÍCTIMA
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
En nuestra cultura actual, el victimismo tiene mucha más salida y está más cotizado que el estoicismo o el heroísmo. De alguna manera, ser víctima garantiza la victoria (o, cuando menos, arrancar con cierta ventaja) en la gran carrera de la opresión. En la raíz de este curioso fenómeno se halla uno de los errores de percepción más importantes de los movimientos por la justicia social: que las personas oprimidas (o que afirman estar oprimidas) son, por algún motivo, mejores que las demás; que el hecho de pertenecer a este grupo lleva aparejada cierta aureola de decencia, de pureza o de bondad. En realidad, el sufrimiento en y de por sí no hace mejor a nadie. Los homosexuales, las mujeres, los negros o las personas trans pueden ser tan deshonestas, embaucadoras y groseras como cualquier hijo de vecino. El movimiento por la justicia social sugiere que cuando la interseccionalidad conquiste su objetivo y la matriz jerárquica quede desterrada se inaugurará una era de fraternidad universal. Sin embargo, lo más probable es que en el futuro las personas sigan comportándose más o menos como lo han hecho a lo largo de toda la historia; que sigan manifestando los mismos impulsos, las mismas fragilidades, las mismas pasiones y las mismas envidias que han movido a nuestra especie hasta hoy. No hay motivos para creer, por ejemplo, que si las injusticias sociales se acabasen y todas las empresas tuvieran la cuota justa de diversidad (en cuanto a género, orientación sexual y raza), quienes hoy se encargan de velar por estos aspectos desaparecerían también. Parece, cuando menos, improbable que ese feliz día los salarios de seis cifras sean más comunes que en la actualidad o que quienes han conseguido obtenerlos mediante una interpretación hostil de la sociedad se presten a renunciar a ellos cuando su misión esté cumplida. Más plausible es creer que estas clases asalariadas son conscientes de que el rompecabezas es insoluble y de que, por eso mismo, su trabajo está garantizado de por vida. Seguirán en sus puestos tanto tiempo como puedan, hasta el día en que la gente se dé cuenta de que su respuesta a los males del mundo no es ninguna solución, sino una invitación a la locura, una invitación por la que tanto el individuo como la sociedad en su conjunto pagan un elevado precio.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
…las personas altamente politizadas tienen predisposición a leer los comentarios de su propia tribu política —aun los más incendiarios— con un espíritu de generosidad e indulgencia que se trueca en tanta negatividad y hostilidad como sea posible cuando interpretan las palabras del oponente.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida

 
Una de las maneras de distanciarnos de la locura de nuestros tiempos consiste en mantener el interés por la política, pero sin convertir esta en una fuente de realización personal. Lo que deberíamos hacer es decirle a la gente que simplifique su vida y que no se deje engañar subordinando su existencia a una teoría que no ofrece respuestas, no hace predicciones y es fácilmente falsable. Son muchas las cosas que pueden aportar sentido a la vida. La mayoría de las personas lo hallan en el amor hacia la gente y los lugares de su entorno: en los amigos, la familia y los seres queridos, en la cultura, en los espacios y en la capacidad para seguir maravillándose. Podemos encontrarlo preguntándonos qué es lo importante para nosotros y gravitando en la medida de lo posible hacia esos núcleos de interés. Dejar que la política identitaria, la justicia social (en esta acepción) y la interseccionalidad nos consuman es malgastar la vida. Sin duda, podemos desear una sociedad en la que nadie quede relegado por razón de los rasgos personales que le han tocado en suerte. Si alguien posee la competencia y el deseo de hacer algo, ni su raza ni su sexo ni su orientación sexual deberían impedírselo. Ahora bien, minimizar las diferencias no es lo mismo que fingir que estas no existen. Pretender que el sexo, la sexualidad y el color de la piel no significan nada sería ridículo. Pero pretender que lo son todo sería nefasto.
 
Douglas Murray
La masa enfurecida
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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