Dinard 

 Desde la cuesta empinada del Monte Saint-Michel, se divisa Saint-Malo, puerto de pesca y granito, cosa soñada también en la esmeralda de la costa, en la que hacía mucho frío para el agua de Bretaña. Mi joven cuerpo era delgado como el aire que respiraban los monjes, allí tendido en una arena helada que había pintado Picasso con coloridas esferas y locos bañadores, ondeaba mi alma en un cielo de repollos, ondeaba sobre mi bandera. El hotelito de Dinard y la abadía gregoriana, un desyuno en la veranda con Langlois, los mejillones de la noche, vino blanco, la siesta, y la estampida del mar, ya todo flota en la caleta del recuerdo, el piano de la infancia, un viejo San Bernardo, la colosal motocicleta, un hijo muerto, mi sombrero.

Julio Llinás



El gran mal 

La cacería comenzó cuando 
unas hienas de paso descubrieron la química 
perfecta. 
(Esto fue impresionante.) 
En la alta noche desfilaron 
los Sensibles -los comerciantes y otros notables poderosos-. 
Y un voluntario fue arrojado a los ácidos sudores. 
Yo he presenciado esta epidemia, 
como un testigo muy viejo, muy santo y muy enfermo. 

Julio Llinás


El sueño de Orson Welles 

Andando por los muelles, ¡sombra! 
de la resaca cautiva que golpea 
contra el murallón, 
o bien las grandes ollas hirvientes 
adonde van a morir los camarones
y algunas tardes humanas 
con sus tricotas de sal, 
se llega más allá, 
a la elegancia sin piedad,
donde los yates despliegan 
sus toldillos luminosos 
bajo la noble noche 
que a todos acaricia. 

 ¿Quién eres? dice la perra babosa 
de collar de strass, 
¿cómo te atreves? Este es mi barco. 

Bajo el toldillo las mujeres beben 
sus copas de Seurat, 
los caballeros deslizan las baquetas 
por los caños 
de sus pistolas de duelo; 
la más antigua es la más fina y canta: y
o soy damasquinada y he matado a Dios 
en Normandía. 

Andando por los muelles, sombra, 
por las banquinas grasientas 
del disidente mar, 
el caminante ha visto el mundo en una esfera de cristal 
en cuyo centro cae la nieve eternamente.

Julio Llinás


Raíces

El hombre que habla 
y devora sus palabras, 
teje una fábula en su Tierra. 
Y el aire invade 
los verbos de su raza. 
Así cayó esta zarpa 
en mi inocencia. 
Así creció mi orgullo 
en este mundo. 

Julio Llinás


Reliquia 

Es la primera vez 
que me sucede 
y espero que 
sea la última. 

Iba caminando 
por la calle 
y una mujer 
le dijo a su marido: 

 Ese es Julio Llinás. 
¿Quién? 
Preguntó el marido. 

Julio Llinás, el poeta 
surrealista. 

Es el último que queda, 
una especie de reliquia:

Lo leí en una revista.

Julio Llinás


"Usted se llena la boca con Rimbaud y con sus crípticas frases, podría decírseme tal vez. ¿Qué importancia han de tener las expresiones de un adolescente de fines del siglo XIX? Bueno, diría yo probablemente, han de tener la importancia que se le acuerde al genio, al mediador de Novalis, la importancia que uno o más hombres, iluminados por sus destellos, engrandecidos por su significado poético, devorados por parecida pasión y rebeldía, logren dar a esas palabras, mágicas o no, sagradas o no, según quien las reciba e incube.
Otras palabras ha habido ciertamente, pronunciadas por un neurótico y rebelde joven judío, que trastrocaron el mundo de la Antigüedad. Y ello no ha sido tal vez por la futura entidad —ignorada por entonces— de quien las pronunciaba, sino por la amalgama subversiva producida entre la palabra y su destinatario.
El verbo crece sobre la faz de la Tierra, a pesar de la contaminación del hombre y sus infames designios. En el verbo está la salvación.
Pero no hay verbo sin hombre. Y el verbo está en aquello que no entiende el hombre, desde su escala ideológica, desde los mecanismos de su estructura intelectual. El verbo está en lo que el hombre rechaza e ignora, en lo que teme, en realidad, en lo desconocido.
El individuo social se va forjando modas gatopardistas que son abrazadas con entusiasmo por la grey, escandalosas cuestiones de conducta, aparentes rebeldías del cuerpo, se diría, más que de la mente. ¿Qué verdadera rebeldía puede excluir a la mente?
Desde luego, están los profetas de la conformidad, de la aceptación, de la vista gorda, del mejor de los mundos posibles, del manoseo de Dios y la familia. Son ellos los responsables de la náusea, del cinismo y de la infamia en que vivimos, cobardes sin remedio.
Lo verdaderamente despiadado es que es ese hombre social el que ha acuñado los mismos conceptos morales que transgrede minuto a minuto, en una suerte de holocausto sin gloria de sí mismo. Ha establecido una ética para el prójimo, de cuyos compromisos él, en tanto que individuo, parece estar exento. Luego, lo estarán sus hijos, sus parientes, sus amigos. Y sus acongojados deudos repetirán las trampas de su condición y él se marchará hacia el cielo —indiscutiblemente—, y todos tan contentos.
Era más que evidente para mí que esas cuestiones de reparo frente al otro, lo eran también frente a mí mismo y que estaban extremadamente agudizadas por el manto de pánico con que me cubría mi nueva posición dentro de la estructura social. Hasta entonces, yo me libraba, en virtud de fáciles piruetas ante el espejo de mis paradojas y mediante cierto tono de joven bohemio y contestatario, de confrontar mi realidad con el entorno. Era bastante sencillo, he de decirlo, y hasta ominosamente elitista. Me bastaba con experimentar mis propias objeciones y rechazos.
Pero ahora, trataba diariamente con los señores Velasdías y Báez y Babiecco, y comía con ellos, y me sentaba frente al bloc del ingeniero Dusseldorf, y era preciso que emitiera opiniones desde dentro del pastel, como una pasa de uva más y no como la mosca que se posa alegremente y vuela.
Por estragados que estuvieran sus cerebros, eran personas con vida, con cierto tipo de vida, con apetitos materiales aparentemente razonables, y vanidades humanas e impenetrables corazas de desgana, que intervenían en mi ánimo y me hacían miserable."

Julio Llinás
El fervoroso idiota




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