La tristeza de la señora poeta

Conocí una vez a una reciente viuda
Se posaba en la silla como un pájaro
Porque ya no quería sentarse.

Habrán llorado a doctores
A policías
A señores de chaleco de oro
Y a puños con gemelos de jazmín.
Pero a nadie han llorado
Como lloran las viudas de los poetas
a los poetas.

No se dignan sentarse
Y menos que menos lagrimear.
Están encendidas, leves, como un tabaco de marfil
Entrecierran los ojos para hacerle sombra a la memoria
Y durante veinte o treinta años
arden despacio
la despedida.

María del Rosario Sola


Sonata doméstica

Todo está oscuro
menos la mesa con la comida servida que humea.
Hablo de oscuridad sencilla como una mano caída sobre un mueble después del mediodía. La niebla dentro de la casa suele ser mortal.
Se aloja como una pálida luz debajo de las cosas y luego nos recuerda que el aire y el color de la copa de vino se cerrarán con el libro. Pienso entonces en aquel que alguien lee, acodado en la ventanilla de un tren, sin saber nada. La manga de su saco huele a tabaco y el sol lo empalidece. La mugre de los vidrios es como arenilla de oro, encaje abstracto tras el cual la realidad se empeña en colocar una escena:
hiedra, muro gris
con alabastros de humedad,
reja, herrumbre, ciprés. El tren parte entonces y hace rodar la escena que se debate por no entrar en el olvido y se aferra como una ortiga de plata detrás de la retina. El hombre se decide a mirar el paisaje y cierra el libro.
Todo está oscuro
menos la mesa con la comida servida que aún humea.

María del Rosario Sola





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