A un ruiseñor

Nada en el camino. Sino
pétalos, quizás. Rosa detrás
y blanco por dentro. Nada sino
el tajamar de un puente. Sordinas 
en los ladrillos, duros como masilla,
después, al sol, como metal.
Musgos de Grimmia, peludos,
plateados, con sus frutos secos
desenrollados. Ácaros rojos ruedan
sobre el liquen achicharrado
y lo que parece casual
suelo, moscardas, Helinas,
Phaonias, ¿serán?
Este mes el limón, diré
color prímula, polillas, que desaparecen
en el seto y luego vuelven
para esconderse, son Conchas amarillas no
Chenopodiatas. Vacilación de líneas.
Camptogrammas. Calentamiento del
camino e insignificancia de los nombres.
Scotopteryxs. Disgonias el
aleteo. Duplica y borra el
margen. Fosco y blanco. Detenido
ante nada. Detenerse aquí ante
nada, como un pinzón que canta
sin parar, todo el día.
Un avetoro. El arrullo de dos
tórtolas. Voces, y algunas que
vibran con ternura. No
digo nada de esto por amor. Es
la adecuación de cualquiera. Es
el quelque chose de cualquiera.
No es asunto mío. Bichos que
deambulan. Orugas que se enroscan
como signos de pregunta. Entonces
una nota, cinco veces, cada vez más
fuerte, sigue, luego de una tensa
pausa, por el suave chillido de
guijarros mojados, que podría llamar
un sonido glotal. Estoy
vacío, parado ante nada, mientras
espero que esta canción comience.
El camino se eleva cuando
pasa por el manzano y
se acerca al puente.

R. F. Langley


Dejamos sin lograr en el
anochecer de verano. No existen
mapas de luz de la luna. Encontramos
paz en la habitación y no
pregunte qué no será respondido.
No sabemos lo que vemos, entonces
hay más aquí. Más. Aquí.

R. F. Langley


La pieza nocturna

Las jaulas están cerradas. Alguien
cacarea en la de los gansos
por el accionar de los monstruos.
En la cocina blanca pego un
salto y me friego las manos.
Ni una sola huella allí
afuera en la nieve iluminada por la luna.
Luego miro oblicuamente. Luego sé.
Miles de pequeños manifiestos
donde sea que vayan los ratones azules.

Limpio el piso y corto el pasto. Alguien se suena la
nariz frente a los gansos de guardia.
Cruzo el agua hasta la próxima entrega
tenebrosa, silbando
entre los dientes, buscando en la paja
y en la estrategia y en todo ese
interminable esto y aquello. Acto seguido
las réplicas corren enérgicamente
por las vigas. Apago
mi linterna y observo los ojos que brillan.

Debo hacer una entrada en caso de que haya
un mensaje. La hago dos veces.
La gansa espera, estricta
en su odio, en el establo. Alza
su pico y los ratones
muestran dos incisivos cada uno.
Ciertas verdades estorban el rincón
del alféizar, pero Júpiter
se refleja en el vidrio. O una
lámpara que vaga por el camino.

Prueba con el grifo de afuera, pero
no mantengas la respiración.
El aire grueso se volvió fino.
Escúchame. Poco
es seguro. Un ratón dispara
una trampera. Masajeo piel lisa mientras
salen los granos.
Cuanto más angosto el espacio
entre cortinas, más
vívida la punta del alfiler.

Cronos le cuelga hierro
al cuello del viejo olmo. El árbol más oscuro
se coloca estrellas alrededor de su cabeza.
La gansa es el único romano
que queda. Desfila de una punta a la otra
concentrada en la punta de su pico.
¿Por qué debe un guardia
estar tan desposeído? Si yo dijera
"¡Bo!" cada pulgada muerta del
patio chillaría.

Exactamente. El pestillo se cierra. Ahora
el viajero podría pasar, pero le
place apoyarse sobre su cetro.
El metal se abraza a la madera extenuada.
El oporto acarrea el sabor de la vasija.
La valija huele a queso. La gansa
se frena, congelada, al final de
su sombra. Ponte de pie y hazlo.
Los ratones entran en delirio mientras
luchan en el pasto ensordecedor.

Roger Francis Langley


















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