20 pasos hacia adelante


Ningún vínculo constructivo con los demás se puede establecer y fortalecer si no se apoya en una buena relación de cada uno consigo mismo. Y este concepto no es más que la mejor expresión de la necesaria cuota de sano egoísmo.
 
Un camino cuyo último paso coincidirá con la autorrealización, y cuyo primer paso no puede ser otro que el de conocerse, saberse, descubrirse...
 
• Des-cubrirse, es decir, quitar la cobertura que me impide verme.
 
• Animarme a dejar de lado las máscaras.
 
• Mostrarme ante mí y ante los demás tal como soy.
 
• Asumir la responsabilidad de todo lo que soy; que incluye todo lo que hago y todo lo que digo.
 
Conocernos es el primer paso si pretendemos dejar de pedirles a los otros que sean observadores de nuestra vida.
 
Conocernos consiste en tomarnos el tiempo de mirarnos interiormente, conectar con lo que creemos, con lo que pensamos, con lo que sentimos y con lo que somos, más allá de todo lo que a otros les gustaría.
 
Conocernos es empezar por el principio. Por la primera de aquellas tres preguntas existenciales que acompañan al hombre desde los tiempos más lejanos y que aparecen en todas y cada una de las culturas ancestrales:
 
¿Quién soy?
 
¿Adónde voy?
 
¿Con quién?
 
Tres preguntas que, como siempre digo, deben ser contestadas en ese riguroso orden, aunque sólo sea para impedir que sea mi rumbo el que determine quién soy y acabe volviéndome esclavo de mi camino. Tres preguntas que, respondidas en orden, una y otra vez, alcanzarán para evitar que mi compañera o compañero de ruta se crean con el derecho o la responsabilidad de decidir por mí el camino que seguir.
 
Jorge Bucay
20 pasos hacia adelante
 
 
Puede que sea una deformación profesional, pero después de tantos años estoy convencido de que solamente trabajando con los individuos será posible que se dé el cambio que queremos para el mundo.
 
Jorge Bucay
20 pasos hacia adelante
 
 
Quiero compartir con todos mi versión de un cuento que siempre fue muy significativo para mí, una historia escrita hace medio siglo por uno de los grandes de la literatura, que se hizo conocer como O’Henry.
 
Esta historia transcurre en la Francia de 1900, en los comienzos de un durísimo invierno.
 
Marie era una niña de once años que vivía en una antigua casa parisina. Desde que el frío se había hecho sentir, ella empezó a quejarse de un intenso dolor en la espalda que se volvía intolerable al toser.
 
Cuando el médico fue a verla, le dio a su madre el diagnóstico que más temía: tuberculosis.
 
En esa época, todavía sin antibióticos, la infección era casi una garantía de muerte. Lo único que los médicos podían hacer era recetar algunos paliativos para el dolor, cuidados generales, reposo... y fe.
 
—Estos pacientes, como casi todos —les dijo el profesional—, tienen más posibilidades de curarse si luchan contra la enfermedad; si Marie dejara de pelear por su vida, moriría en algunas semanas. —Y luego agregó, sabiendo que era más un deseo que un pronóstico—: Estoy seguro de que si la mantenemos calentita, bien alimentada y con muchos deseos de vivir, cuando el invierno pase, ella estará fuera de peligro y la tuberculosis será sólo un mal recuerdo.
 
Cuando el doctor se fue, la madre de la niña miró el calendario.
 
Faltaban todavía dos largos meses para que llegara la primavera...
 
Sabiendo que ninguno de sus compañeros de clase iría a verla, por el comprensible aunque injustificado temor al contagio, la madre se acercó hasta la escuela de Marie para rogarle a la maestra que fuera a casa a darle algunas clases, no tanto por el aprendizaje como por emplear algo de su tiempo de encierro y aburrimiento. La maestra le dijo que no podía hacerlo. Lo sentía, pero había cuatro niños en el curso en la misma situación, ella no podía ocuparse de ellos, debía cuidar de los que todavía asistían a clase.
 
Al día siguiente, mientras colgaba guirnaldas caseras por la casa tratando de contagiar la alegría que no sentía por las fiestas, la madre vio la pálida cara de su hija y la tristeza reflejada en su expresión. Fue entonces cuando tuvo la idea. Con la ayuda de la casera, se ocupó esa mañana de mover todos los muebles de la casa para poder llevar la cama de Marie junto a la ventana de la sala que daba al pequeño patio central compartido. Desde allí, pensó la madre, por lo menos verá ese pequeño patio interior, el ciprés en el centro del jardín, las enredaderas en las paredes, las ventanas de lo otros dos edificios. Seguramente, se dijo, se distraerá aunque sea viendo a la gente pasar de ida y de vuelta de sus ocupaciones o de sus compras de fin de año.
 
Entrado enero, el invierno se volvió más y más frío, y con ello la niña se agravó. Más de una noche un ataque de tos terminó con un vómito de sangre y la consiguiente desesperación de la pobre jovencita y de su madre.
 
Una mañana, al volver de la compra, la madre encontró a Marie con la mirada perdida de cara al ventanal. Nada tenía que ver ya esa niña con la Marie que ella recordaba de apenas unas semanas atrás. La madre se acercó a preguntarle cómo se sentía esa mañana y la niña le dijo que tenía mucho miedo de morirse. La madre la abrazó con fuerza sosteniendo la cabeza de su hija contra su pecho, tratando de que no se diera cuenta de que lloraba. La niña señaló hacia el patio y le dijo:
 
—Mira, mami, ¿ves esa enredadera en la pared del edificio de enfrente?
 
Hace semanas estaba llena de hojas, algunas más verdes, otras más amarillas. Mírala ahora qué pocas hojas le quedan. Acabo de pensar que cuando la última de las hojas de la enredadera caiga, mi vida también llegará a su fin.
 
—No tienes que pensar en eso —le dijo su madre, acomodando las almohadas y secándose las lágrimas de espaldas a la niña—. En primavera, de todas las enredaderas surgen nuevas hojas y la vida verde vuelve a nacer.
 
«Pero son otras hojas»..., pensó la jovencita sin decirlo.
 
La enfermedad seguía su curso con altibajos, pero cada vez que el médico iba a visitarla veía cómo el ánimo de la paciente decaía en la misma magnitud que su estado general.
 
Hasta que una mañana la madre descubrió a Marie muy interesada, mirando hacia arriba por la ventana. Sin querer interrumpir, la madre se acercó con cuidado tratando de ver qué era lo que llamaba la atención de su hija. Se trataba de un joven pintor que, junto a su ventana en el tercer piso del edificio de enfrente, pintaba con colores vivos imágenes de París: Notre-Dame, Montmartre, el Moulin Rouge...
 
Por primera vez en muchos días, la madre vio a Marie entusiasmada y alegre. La madre compartía esa alegría; algo por fin había captado su interés, quizás ella pudiera convencer al pintor para que la ayudara.
 
Esa misma tarde, la madre cruzó hacia el edificio y llamó a la puerta del artista. Cuando el joven y estrafalario artista abrió, le contó que era la madre de una niña que vivía en la planta baja, en el edificio de enfrente, le dijo que padecía una grave enfermedad, y lo que el médico había diagnosticado.
 
—Lo siento mucho, señora —contestó el pintor—, pero no entiendo para qué ha venido a contarme todo esto.
 
—Vine a pedirle que se acerque a darle algunas clases de dibujo, o de
 
pintura a Marie. A ella siempre le interesó el arte, ¿sabe usted? Si usted pudiera bajar a casa de vez en cuando a charlar con Marie... yo, por supuesto, le pagaré lo que pida...
 
—Y con un tono de ruego terminó diciendo—: Su vida, ¿sabe?, quizá dependa de que usted acepte mi encargo.
 
No por el dinero sino por la pena que le daba la imagen de la niña que ya había visto desde la ventana, el joven artista empezó a bajar un día sí y otro también a casa de Marie, llevando consigo algunas telas, carbones y colores para hablar de pintura y para animar a la joven a que utilizase su tiempo en cama para dibujar y pintar.
 
Durante las siguientes semanas creció entre ellos una extraña amistad.
 
Una tarde, cuando el pintor bajó a verla, Marie lloraba en su cama.
 
—¿Qué sucede, mon cher? —le preguntó.
 
Marie le contó de su relación con la enredadera y luego le dijo:
 
—Ayer, después de que te fuiste, hubo mucho viento y muchas hojas cayeron. Cuando la tormenta pasó conté las hojas que quedaban. De las miles que había entre sus ramas sólo quedan veintiocho. Y yo sé lo que eso significa: si se cayeran todas hoy, no habría un mañana para mí.
 
El pintor intentó convencer a Marie de que esa asociación era una tontería:
 
—La vida seguirá de todas maneras —le dijo—, no debes pensar así.
 
Tienes que practicar las escalas de colores y dibujar las manzanas que te pedí; si no, nunca llegarás a exponer. De hecho, gracias a haber practicado mucho en mi vida me ha llegado una invitación para exponer mis pinturas en América.
 
—¿Te irás? —preguntó Marie, sin querer escuchar la respuesta.
 
—Volveré en mayo como muy tarde —le dijo el pintor—. Entonces, si has practicado iremos a dibujar en la campiña, recorreremos los
 
museos y te enseñaré a pintar con óleo.
 
—No sé si estaré cuando regreses, pintor —contestó Marie—.
 
Depende de la enredadera.
 
El artista, encariñado con la jovencita, la abrazó y prefirió no hablar de esa fantasía. Sólo la besó en la frente y le dejó indicaciones de qué hacer para estar ocupada hasta que él regresase.
 
Cuando se fue, Marie sintió como si el mundo se le derrumbara y en un negro presagio vio cómo, mientras el pintor cruzaba hacia su casa, el viento arrancaba de la enredadera tres hojas de golpe y las dejaba caer violentamente en el patio.
 
Desde ese día, cada mañana la niña controlaba desde su ventana la cantidad de hojas que quedan en la enredadera... y cada mañana registraba un agudo dolor en el pecho cuando comprobaba que, durante la noche, alguna de sus acompañantes había caído para siempre.
 
—¿Qué pasa, hija? —le preguntó su madre, después de una agitada y febril noche.
 
—Mira, mamá —dijo Marie, señalando por la ventana—. Sólo quedan tres hojitas: una abajo junto al cuadro, otra en medio de la pared y una más solita, arriba de todo, al lado de la ventana del pintor.
 
Tengo miedo, mamá.
 
—No te asustes —contestó la madre, con una convicción que no tenía
 
—. Esas hojitas van a aguantar; son las más fuertes, ¿entiendes? Sólo faltan dos semanas para que llegue la primavera.
 
La mirada divertida de Marie se transformó en la oscura expresión de un obsesivo control sobre las pobres tres hojitas. Y una noche de febrero, en medio de una feroz tormenta de viento y lluvia, la hoja del medio se soltó de su amarra y voló lejos. Marie no dijo nada pero redobló sus rezos para pedirle al buen Dios que protegiera sus hojitas.
 
—Mamá —gritó una mañana—. Mamá, ven.
 
—¿Qué pasa, hija?
 
—Queda sólo una, mami, sólo una. La de abajo del todo se cayó anoche. Me voy a morir mami, me voy a morir. Por favor, abrázame, tengo miedo, mamita. Mucho miedo.
 
—Hay que tener fe, hijita —dijo la madre tragando saliva y reprimiendo el llanto de su propio miedo—. Además, faltan pocos días para la primavera y todavía queda una hoja. Es la hoja campeona,
 
¿sabes?
 
—Sí, pero hace un rato la vi temblar... Tápame, mamá, tengo frío.
 
La madre la arropó con sus mantas y fue a buscar unos paños húmedos. La niña tenía mucha fiebre.
 
Cada momento que Marie estaba despierta miraba por la ventana a la única hoja que todavía resistía. En la punta de la enredadera, la pequeña hoja marrón verdosa se aferraba solitaria a su base, y la niña, al verla, cruzaba instintivamente los dedos pidiéndole que resistiera para que ella también pudiera salvarse. Y la hoja resistía.
 
Nieve, lluvia y viento.
 
Pasaron los días y la hoja aguantó...
 
Hasta que una mañana, mientras Marie miraba su esperanza, vio que un rayo de sol iluminaba la hoja, y descubrió que a su lado y más abajo en la enredadera pequeños botones verdes habían empezado a aparecer.
 
—Mami, mami, la hoja ha resistido, llegó la primavera, mami. ¿No es maravilloso?
 
La madre corrió junto a su hija y la abrazó con lágrimas en sus ojos.
 
Ella no pensaba en la enredadera sino en su hija, que también se había salvado.
 
—Sí, hija, es maravilloso.
 
Pasaron los días y la niña comenzó a recuperar sus fuerzas muy despacio.
 
En la primera salida a la calle que el médico autorizó, Marie corrió al edificio de enfrente para preguntar por su amigo el pintor.
 
La casera se sorprendió al verla, quizá porque no era habitual que alguien sobreviviera a la tuberculosis.
 
—Me alegro de que estés bien —le dijo mientras la besaba con sincera alegría—. Tu amigo todavía no ha vuelto, pero me ha asegurado que en unas semanas lo tendremos por aquí. Mandó esto para ti.
 
Y remetiendo la mano en su escote, le alargó una carta para ella: PARA ENTREGAR A MI AMIGA MARIE.
 
 
Hola, Marie:
 
Tal como ves, todo ha pasado.
 
Para cuando leas esto faltarán días para retomar nuestras clases de pintura.
 
Yo he comprado nuevos colores y pinceles; así que quiero regalarte los que fueron míos.
 
Dile a la casera que te abra mi apartamento y llévate mis cosas.
 
Practica mucho, recuerda las manzanas... y las escalas de colores.
 
La niña saltaba de alegría. Después de pedir la llave a la casera, subió a la pequeña buhardilla a por sus pinturas.
 
Una vez allí se acercó a recoger el atril que estaba, como siempre, junto a la ventana. Mirando hacia fuera vio, desde arriba, su propia
 
cama en el edificio de enfrente.
 
Sin pensarlo, Marie abrió la ventana e instintivamente buscó a su amiga la hoja heroica, la que aguantó todo, la más fuerte de todas las hojas...
 
Y la vio. Allí estaba en la pared, a un lado, muy cerca del marco de madera de la ventana.
 
Allí estaba. Pero no era una hoja verdadera, era una hoja que había pintado en el ladrillo su amigo el pintor...
 
¿Seremos capaces de amar así?
 
¿Seremos capaces de pintar hojas en nuestras ventanas para inspirar, alentar y acompañar a los que amamos, aunque nosotros estemos lejos?
 
¿Seremos capaces de dar el gran paso hacia el amor verdadero?
 
Jorge Bucay
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Sonríe cada vez que puedas y también cuando más te cueste, y entonces aprenderás que si tú no lo permites, nada es capaz de arruinar tu alegría, ni siquiera la tristeza de tener que llorar de vez en cuando por algo doloroso.
 
Jorge Bucay
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Suelo desconfiar de todos los que se quejan demasiado o se pasan la vida despotricando y buscando la responsabilidad de todo en los demás. Y sé que desconfío, especialmente porque otros me han enseñado a ver, primero en mí mismo y después en los demás, que ésta es la forma en la que uno consigue eternizar sus carencias. Cumpliendo una regla no escrita de todas nuestras neurosis, toleramos mejor la frustración que los cambios hacia lo nuevo y desconocido. Mientras uno se queja, no hace, no puede hacer, porque la queja consume gran parte de la energía necesaria para ponerse en acción e iniciar esos cambios, desde dentro hacia afuera.
 
Jorge Bucay
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Aprender siempre es un acto humilde.
 
Jorge Bucay
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Ninguna condena puede ser peor que la de estar limitado a saber solamente lo que uno ya sabe. Y esa cárcel es la de los soberbios. La vida es, por supuesto, la exploración de cosas nuevas y su sentido es, para todos, el de crecer.
 
Jorge Bucay
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Aprendí como psiquiatra una norma de vida que he utilizado y enseñado desde hace muchos años. Un viejo maestro de la salud mental definía la locura de una manera muy particular y provocativa. Estar loco no es, como la gente piensa, un impulso que lo lleva a uno a hacer cosas extrañas. La verdadera locura, nos decía siempre, es hacer todo el tiempo lo mismo y pretender que el resultado sea diferente.
 
Jorge Bucay
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Cuenta la leyenda urbana que a un autobús local de un pequeño pueblo subió un día una joven.
 
Pagó su billete y se sentó en el único asiento que quedaba libre, al lado de un señor, elegantemente vestido, que le sonrió acomodándose para hacerle más sitio.
 
Apenas el vehículo se puso en marcha, la joven sacó de su bolso un sobre y volvió a mirar su contenido, un papel de carta con un logotipo azul en una esquina y unas pocas letras escritas a máquina.
 
Luego suspiró ruidosamente y una sonrisa enorme se dibujó en su hermoso rostro.
 
—Buenas noticias... —dijo el señor, sintiéndose un partícipe involuntario.
 
—Oh..., disculpe —dijo la joven, dándose cuenta de lo que había hecho.
 
—No hay problema, al contrario... ¿Buenas noticias?
 
—Buenísimas... ¡Estoy embarazada!
 
—Cuánto me alegro... Felicidades —dijo el hombre tocándole la mano paternalmente.
 
—Sí, yo también me alegré muchísimo... Hace tiempo que quería este embarazo. Ya llevo cuatro años casada... y cuando no era por una cosa era por otra, nunca conseguíamos que esta prueba diera positiva.
 
—Es increíble cómo se dan las coincidencias —dijo el hombre, sacando de su bolsillo un sobre de correos—. Yo también acabo de recibir una buena noticia. Hace ya dos años que compré un caballo de carreras y, como usted dice, cuando no era por una cosa era por otra, nunca había conseguido ganar un gran premio... Y mire, hace apenas unos minutos, me llegó este telegrama avisándome de que, por primera vez, ganamos una carrera del circuito oficial.
 
—A veces el azar hace cosas maravillosas. ¿No cree? —preguntó la joven.
 
—Sí..., aunque en este caso tuve que ayudar al azar... Voy a contarle un secreto —dijo el hombre bajando la voz y arrimando su mano a la boca como quien quiere esconder sus palabras—. Yo estaba tan deseoso de ganar una carrera... que sin decírselo a nadie decidí cambiar de jinete.
 
—Le voy a contar otro secreto... —dijo ella repitiendo el gesto de él
 
—. Yo también.
 
Jorge Bucay
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Nuestra formación racionalista privilegia la meta al camino, sobrevalora la utilidad de la compañía sobre el placer de estar acompañado y desprecia el peso de la vivencia propia, jerarquizando lo aprendido por otros y explicado por los expertos sabihondos de siempre.
 
Jorge Bucay
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Siempre que uno recorre un largo camino, aunque la recompensa sea sabrosa y deseable, pasa por momentos difíciles. Coyunturas en las que todo parece ir cuesta arriba. Como muchos, en algunos de esos momentos tengo la sensación física de que mi cuerpo ya no resiste, sobre todo si lo que sigue se presenta como el comienzo de una altura difícil de escalar. Son tiempos en los que necesariamente pasa por nuestra mente la tentación de quedarse en el lugar al que hemos llegado y olvidarnos del objetivo. Las circunstancias son diferentes de aquellas en las que debíamos permitirnos descansar y festejar. Son tiempos en los que percibimos que el descanso no es suficiente y que las fuerzas flaquean. Tiempos en los que sería bueno volver a detenerse, pero esta vez para revisar el equipaje. En lo personal, en esos momentos que considero fundamentales, siempre descubro en mi mochila una decena de cosas que no tengo que seguir llevando y que están allí porque alguna vez fueron útiles, porque alguien me pidió que las llevara, porque creí que eran imprescindibles, porque el corazón no me deja abandonarlas en el camino, cosas que cargo por lo mucho que me ha costado tenerlas, o simplemente por si acaso. Si pienso un poco, me doy cuenta de que todo ese peso terminará impidiendo mi marcha. Es el lastre de lo que no sirve, la carga de lo que no es imprescindible, la tara de lo que no compensa llevar si comparo el esfuerzo que supone con el beneficio que ofrece. Así funciona la tonta actitud de cargar con lo pasado, con lo viejo, con lo rancio... y cuesta arriba. Cuando hablo de dar el paso de deshacerse de lo innecesario, no me refiero a arrojar al cubo de la basura la brújula que me regaló mi abuelo y que me sigue siendo tan poco útil como entonces, aunque la adoro. Hablo de esa segunda brújula que me compré a un precio que no valía, enamorado de sus bronces y de sus letras en plata; esa hermosísima brújula que nunca se supo hacia dónde apuntaba y que también llevo en mi mochila, si soy sincero, más por lo que pagué por ella que por lo que me sirve. Muchos maestros de Oriente nos enseñan que somos seres espirituales y que todos nuestros deseos terrenales no son más que la sombra que nuestros cuerpos materiales proyectan sobre la tierra. Acompañando esa metáfora, me pregunté un día si en ese planteamiento no está la explicación de mucho, si no todo, lo que nos pasa. Imagínate que yo decida, siendo fiel a las pautas que la educación de nuestra sociedad de consumo me ha sabido inculcar, correr tras las posesiones que ambiciono o que se corresponden con mi ubicación social, según la norma de mi entorno y mi época. Si yo representara esa actitud a la luz de la metáfora planteada, sería el equivalente de tomar la decisión de correr tras mi sombra. Ahora bien, si cualquiera tomara tan estúpida decisión, ¿qué pasaría? Primero, nunca alcanzaría lo que persigue. Segundo, cada vez estaría más lejos. Tercero, lo perseguido sería cada vez más grande. Cada vez más grande, cada vez más lejos y con garantía de fracaso... ¿No hay peor verdad? Pero ¿qué pasaría si ahora mismo me diera cuenta y, girando sobre mis pasos, decidiera caminar hacia la luz, en lugar de correr tras la sombra? Pasarían simbólicamente tres cosas. Poco a poco, la sombra sería más y más pequeña. Cada vez estaría más cerca. Y, finalmente, cuando me acercase mucho a la luz, la sombra desaparecería por completo. Éste es el camino de este paso, dejar de correr tras la sombra de nuestro deseo de poseer, de acumular, de tener. Caminar en dirección a la luz y dejar que las cosas que deseo me sigan hasta alcanzarme. Este paso se refiere a deshacerse de todo tipo de adicciones, cosas, personas, conductas, actitudes, ideologías. Se refiere a desapegarse de todo lo que, de alguna manera, no es tuyo. Lo único que verdaderamente te pertenece es aquello que no podrías perder en un naufragio, dicen los sufís. Y en la lista de aquellas cosas que seguramente se podrían perder, empecemos por agregar nuestro ego vanidoso y narcisista. Esto que te cuento sucedió realmente. En una escuela de niños especiales, que tenían en común padecer síndrome de Down, se organizó en primavera una jornada de olimpiadas. Todos los alumnos participaban al menos en alguna competición, y muchos de ellos en más de dos. El fin de la tarde era en la pista central de la escuela, donde se correría la carrera de cien metros lisos delante de padres e invitados. En la carrera participaban diez corredores que tenían entre ocho y doce años. El profesor de educación física los había reunido unos minutos antes y, con buen criterio educativo, les había dicho: —Jóvenes, a pesar de ser una carrera, lo importante es que cada uno de vosotros dé lo mejor de sí. No cuenta quién gane la carrera, lo que verdaderamente importa es que todos lleguéis a la meta. ¿Lo habéis entendido? —Sí, señor —contestaron los niños y las niñas a coro. Con gran entusiasmo, y ante el griterío de familiares, compañeros y maestros, los corredores se alinearon en la línea de salida. Y tras el clásico «¿Preparados? ¿Listos?», el profesor de gimnasia disparó una bala de fogueo al cielo. Los diez empezaron a correr y, desde los primeros metros, dos de ellos se separaron del resto, liderando la búsqueda de la meta. De repente, la niña que corría en penúltimo lugar tropezó y cayó. El raspón en las rodillas fue menor que el susto, pero la niña lloraba por ambas cosas. El jovencito del último lugar se detuvo a ayudarla, se arrodilló a su lado y le besó las rodillas lastimadas. El público que se había puesto de pie se tranquilizó al ver que nada grave había pasado. Sin embargo, los otros niños, todos ellos, se giraron hacia atrás y al ver a sus compañeros, retrocedieron. Al llegar consolaron a la jovencita, que cambió su llanto en una risa cuando, entre todos, tomaron la decisión. El maestro les había dicho que lo importante no era quién llegara primero, así que entre todos alzaron en el aire a la compañera que se había caído y la cargaron rompiendo la cinta de llegada todos a la vez. El periódico local ponía en su nota del día siguiente, con toda precisión: «La emoción más intensa de las olimpiadas especiales de ayer fue la carrera de los cien metros lisos. Si usted no estuvo, pregunte a los asistentes “¿Quién ganó?”. No importa quién sea el interrogado, me animo a asegurar que obtendrá siempre la misma respuesta: “En esa carrera, ganamos todos”.» Puede que nos sonrojemos al darnos cuenta de todo lo que tenemos que aprender para atrevernos a dejar pasar lo que no nos sirve y para ser capaces de renunciar a lo que nos pesa llevar en la espalda; pero hay al menos algunas noticias alentadoras. Por lo visto, tenemos de quién aprender.
 
Jorge Bucay
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Adam Smith, el más famoso de todos los economistas y uno de los filósofos más leídos de la modernidad, decía que detrás de todas las búsquedas del hombre había un fin económico; que el dinero y el poder eran el último interés de la conducta de todas las personas. Pero agregaba que esas dos búsquedas eran sólo la garantía de recibir lo más importante y deseado: el reconocimiento del prójimo. Sentirse valioso —decía Smith— y admirado por los demás. Por si no queda claro, uno de los padres de la economía, uno de los creadores de los modelos sociopolíticos de la filosofía de mercado nos dice que, de todas maneras, el objetivo de la carrera por las cosas materiales sigue siendo la mirada calificadora del otro (y agrego yo: su aceptación, su compañía, su amor).
 
Jorge Bucay
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Trabajamos desmedidamente para que a nuestras familias no les falte nada y les hacemos prescindir de lo que más necesitan, un padre o una madre o su pareja. Confundimos el medio con el fin, el disfrutar con el poseer, el temor con el respeto, la fama con la gloria, la popularidad con la trascendencia y la sumisión con el amor.
 
Jorge Bucay
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Cuentan que había una vez un hombre que trabajaba en un pequeño pueblo del interior de un lejano país. Había conseguido ese trabajo, un puesto muy codiciado, a pesar de que él vivía en una aldea vecina, al otro lado del monte. Cada día, el hombre se despertaba en su pequeña casa en la que vivía solo, preparaba sus cosas y salía al sendero para caminar durante tres horas antes de llegar a su trabajo. No había otra manera de viajar que no fuera andando a través del monte. El ritual se repetía al anochecer en dirección contraria, hasta que el trabajador llegaba a su casa rendido y apenas tenía tiempo para cocinarse alguna cosa y dormir hasta la madrugada del día siguiente.
 
Así durante cuarenta años...
 
Una mañana, al llegar al pueblo, casi sin haberlo pensado, se acerca a su jefe para decirle que va a dejar el trabajo. Le dice que ya no está en edad de hacer semejante caminata, dos veces al día, que lo ha hecho durante cuarenta años y que ya no quiere hacerlo más.
 
El otro hombre, mucho más joven que él, le pregunta con genuina sorpresa por qué en esos cuarenta años no se ha mudado de pueblo.
 
El trabajador baja la cabeza y contesta:
 
—Lo pensé. Pero como no sabía si el trabajo iba a durar... no quise correr riesgos...
 
El siguiente paso de nuestro camino es, pues, animarnos a correr algunos riesgos. Y, sobre todo, es evaluar los riesgos que corremos. No es sensato que pienses que te estoy proponiendo que te atrevas a saltar del décimo piso a la calle, ni te estoy empujando a jugarte el dinero a las patas de un caballo, ni te estoy sugiriendo que tengas relaciones sexuales sin cuidado, ni que explores cómo se siente uno al consumir drogas...
 
Dije y digo que hay mucho por aprender y muchos de quienes aprender.
 
Digo hoy que ciertamente siempre podemos aprender algo de cualquiera.
 
Digo hoy que no debemos pretender aprender todo de alguien.
 
Digo hoy, aunque suene antipático, que hay algunas cosas que es mejor no aprender.
 
Te estoy proponiendo que corras riesgos evaluados y que descartes aquellas actitudes y conductas cuya consecuencia posible no alcance a justificar el riesgo que has corrido o cuyo máximo beneficio no compense el daño al cual te expones.
 
Jorge Bucay
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No creo que la medida de las relaciones interhumanas sea lo que soy capaz de ceder, si no lo que somos capaces de compartir.
 
Jorge Bucay
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Nuestro temor a equivocarnos es el resultado de nuestra educación.
 
Jorge Bucay
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