Chico con paraguas rojo

y ustedes dos inclinados
contra de esa luz. Tu reposera
moviéndose en un círculo de zapatos: ellos
te abandonaron en tu antesala de sombra,
tu hermana con sus cosas de nena, acomoda su snorkel
en silencio, tus terribles padres
de la mano. Según la longitud de tus extremidades
no eres más un hombre que una orquídea.
Más allá de ti los cruceros pasan a toda velocidad y
se detienen, el verde mar se espesa y brilla,
las mujeres se aceitan y se desparraman.
Todavía no ha ocurrido nada. Tal vez
nada ocurrirá. Tú observas anonadado las colinas
con una palma apoyada sobre la arena, como si
la tierra pudiera elevar su latido para decir
que está llegando, sí, ahora, sea lo que sea.

Tiffany Atkinson




Correr de la noche

Tanto frío
que ni la luna puede digerirlo
ni el muelle en su maloliente oscuridad. Tú
equilibras tu respiración como tazón de hielo
seco. Todo es un error, este cuerpo,
este trabajo, este amor. En algún lugar adentro
allí donde el corazón gira violentamente en su cuerda
hay un animal acechando. Escarba
a la noche, tal vez con un pico o un colmillo,
no es ni bueno ni malo, solo está inquieto.

Tanta lluvia
que ni la colina más profunda puede filtrarla
ni el río con sus branquias abiertas. Tú
llevas tu corazón como un plato lleno de sangre.
Todo es una gran bendición, este cuerpo,
este trabajo, este amor. En algún lugar adentro
allí donde los pulmones expanden sus intrincadas alas
hay un animal acechando. Se retuerce
a la noche y muestra su vientre o sus tiernas escamas,
no es ni bueno ni malo, solo está inquieto.

Tiffany Atkinson



En esta

él viene del jardín desnudo
con una brazada de acelga.
El pelo enrulado hasta la clavícula, y tiene
aros, porque con cada movimiento algo
juega con la luz. Y no es
poca cosa, no. Es un hombre planetario. Su
piel tiene sol en el inconsciente, no como la
mía. Está silbando, brillante y abstraído.
Estoy segura de que no es de por acá.
Claro que yo no tengo jardín. Sin embargo,
un florero de lirios rasga el aire con un aroma
a leche derramada. Y a él le encanta conversar.
Aunque yo hable como un marido en una tienda de ropa de mujer,
no le importa. Podría gustarme él,
así las cosas. Y él sabría hacer margaritas
con los ojos vendados. Una vez pregunta, ¿en qué andabas
cuando te encontré esta mañana? 
Estaba sólo escribiendo. Mira. Una historia probable.

Tiffany Atkinson



Querida Kate:

Las veredas de fin de semana son para las chicas pálidas. Todas esas hijas
de nuestro pueblo, alimentadas con leche, salen; sus párpados de neón
brillan. Están asustando a los gatos
y haciendo sonar las alarmas —

descaradas con sus cigarrillos y sus tampones,
pasándose brillo en los labios, con tiras de pastillas diminutas.
Absurdamente desenvueltas al besar. Siempre
besando, oh, a alguien —

y Rufus, paseando por la costanera, dice
hola, Kirsty. Jess, te ves impresionante. ¡Sam!
Casi no te… ¿cuándo te volviste tan…?
Qué culto de histéricas.

Pero más tarde, cuando chapalean pasadas de lágrimas, o
llevan a casa gaviotas heridas en cajas de cartón
o comparten una colilla en la costanera, no puedo
dejar de pensar en ellas

a nuestra edad: engordando en el callejón sin salida
de matrimonios destartalados —peor— disecándose
sobre hojas de cálculo. ¿De qué lado estamos ahora, Kate?
Pd. ¿Café? ¿Pronto?

Tiffany Atkinson


Sin aviso

estamos ferozmente borrachos, y las crueldades crepitan
como rosas viejas. Cama de espinas. Qué poco
se necesita para derribar las maleables geometrías
del sexo, para perder el valor de amar. No

el amor en sí. El valor necesario. El elástico empuje
del salmón contra el río-músculo, la fe
loca del pimpollo. Todas las cosas que empujan contra
lo privado y lo singular. Es el camino
de botas usadas, tu partida; pero no te

quiero menos por eso. La luna toma un punto de vista
objetivo, manda comunicados a través
de la cama. Y la madrugada es pura boca. Vuelve,
y trasplantemos los viejos resentimientos. Elaboremos
vinos de mala calidad en el otoño. Riamos. Engordemos.

Tiffany Atkinson


Sobre llorar

sin que sea tristeza exactamente,
que como tú sabes tiene gruesa
insondable piel como cualquier mamífero
y que permanece, sobre todo, cerca de donde lo dejaste;
mientras que las lágrimas en sí son anfibias,
volubles, lunares, pura espuma,
los ojos llorosos vuelcan doblemente el plato.
Es decir, y completar los habituales formularios, etc.
estoy inundada, y con tal exhibición de básculas
e iridiscencia. No preguntes –uno podría
pesar también el arcoíris –y además,
no lo sé. No obstante
te entrego esta cosa que desborda,
mi dios, a nuestra edad, este cuenco de barro
con minerales y todas nuestras aguas en común.
De esto estamos hechos en verdad. Bebe.

Tiffany Atkinson



















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