El mundo como voluntad y representación

Cuando era niño mi padre todas las mañanas,
algunas mañanas, por un tiempo, cuando yo tenía como diez años,
le daba a mi madre una droga llamada antibús,
que te hace vomitar si tomas licor.
Eran unas píldoras pequeñas y amarillas. Él las aplastaba
en un vaso, las disolvía en agua, le acercaba
el vaso y se quedaba mirando atentamente mientras bebía.
Era a finales de los años cuarenta, una época,
una sociedad, en la que los hombres se levantaban,
se iban al trabajo y dejaban a las mujeres con los niños.
Él me guiñaba el ojo al estilo de los años cuarenta.
La observaba de cerca para que ella no pudiera “salirse
con la suya” o “vacilar” a un par de tipos
jugados como nosotros. Escucho esas frases
en películas viejas y empiezo a divagar.
La razón para aplastar las medicinas con tanto cuidado
era porque una píldora puede esconderse debajo de la lengua
y escupirse después. El motivo por el que este ritual
era llevado a cabo tan de mañana ─me decían,
y sabía que era verdad─ era que ella podía,
si quería, provocarse el vómito,
así que había que vigilarla hasta que su organismo
absorbiera el medicamento. Difícil expresar, en estas líneas,
el ritmo de todo el acto. Él molía dos píldoras
en un vaso hasta pulverizarlas, lo llenaba de agua,
se lo daba a ella y la veía tomar.
En mi recuerdo él está usando un traje gris,
de punto de espiga, y una camisa blanca que ella había planchado.

Algunas mañanas, como en aquellas historietas
en las que Dagwood se largaba pronto para aplacar
al señor  Dithers y dejaba a Blondie con boronas 
de tostadas y riachuelos de yema de huevo
por recoger antes de irse de compras
─lo que la historieta llamaba maratón de compras─
con Trixie, nuestro vecino de al lado, mi padre
tomaba uno de los primeros buses y me dejaba a mí 
la vigilancia. “Echale un ojo a mamá, compañero”.
¿Conocés aquel pasaje de la Eneida? El hombre
que abandona la ciudad que arde con su padre
en hombros y que sostiene la mano de su pequeño hijo
con la intención de ayudar entre los tapices en llamas
y las columnas que se caen mientras el profeta ciego,
con los brazos elevados al cielo, aúlla desde la recámara interior:
“La gran Troya se derrumba. La gran Troya ya no existe”.
Deprimida en su albornoz, arrepentida  y dócil,
en la mesa de la cocina mi madre sentía náuseas y bebía,
bebía y sentía náuseas. De algún lugar tomamos nuestra primera idea
moral sobre el mundo, sobre la justicia y el poder,
el género y el orden de las cosas.

Robert Hass



El privilegio de ser

Muchos están haciendo el amor. Muy arriba, los ángeles,
en el inalterable éter cristalino de los anhelos humanos
se trenzan unos a otros el pelo, que es de un rubio rojizo
y tiene la textura de un río helado. De tanto en tanto
le echan un vistazo al torpe éxtasis
–les debe parecer como si unos pájaros sin plumas
chapotearan en el charco de una cama–
y luego una mujer, a punto de correrse,
separa los párpados cerrados del hombre y dice:
mírame, y él la hace. ¿O es el hombre
el que tira de la cuerda del telón en el teatro a oscuras?
De cualquier manera, lo hacen, se miran el uno al otro;
dos seres de ojos evolucionados, voraces,
sorprendidos, conectados por el vientre por un increíblemente dulce
pegamento lúbrico, que se quedan mirándose,
y los ángeles se desesperan. Lo odian. Se estremecen lastimeramente
como litografías de mendigos victorianos,
de facciones perfectas y la piel de alabastro, vestidos con harapos
en el sórdido callejón de una novela.
Toda la creación se siente ofendida por esta angustia.
Es como el sonido lastimero que la luna hace en ocasiones,
al elevarse. Los amantes en particular no lo soportan,
los llena de una tristeza indescriptible, de modo que
cierran los ojos de nuevo y abrazan, cada uno, 
sintiendo la mortal singularidad del cuerpo
que le han arrebatado a la muerte durante una hora o así,
y un día, mientras corren al atardecer, la mujer le dice al hombre,
me levanté tan triste esta mañana porque me di cuenta
de que no puedes, por mucho que quiera,
amor mío, ponerle remedio a mi soledad,
a la vez que le acaricia  mejilla para dejarle claro
que no pretende herirle al decirle esa verdad.
Y el hombre no se siente herido exactamente,
entiende que la vida tiene límites, que la gente
muere joven, fracasa en el amor,
fracasa en sus ambiciones. Corre a su lado, piensa
en cuánta tristeza han jadeado, esquivado a base
de hablarle suavemente, aferrados el uno al otro con antiguas, inventadas
formas de cortesía y torpe gratitud, listos 
para encontrarse solos de nuevo, o insatisfechos, o simplemente
complacientes como las parejas que en verano en la playa
leen artículos de revistas acerca de las relaciones intimidas entre los sexos,
para sí mismos, o en voz alta para el otro,
y para los inmensos, analfabetos, reconfortantes ángeles.

Robert Hass




Envidia de los poemas de otros 

En una versión de la leyenda las sirenas no cantaban.
Que lo hicieran era puro cuento de marineros.
Así Odiseo, atado al mástil, fue perturbado
Por una música que no pudo escuchar—el desplome de las olas,
El diáfano viento, el hambre de aves alejadas de la orilla—
Y las mujeres mudas que recogían algas para cubrir sus jardines,
Viéndolo tenso contra el cordaje, viendo
El ansia atroz en sus ojos, en su isla yerma y rocosa
Se transforman imaginando que él imagina
La canción que jamás cantaron.

Robert Hass



"Hay siglos enteros en que directamente no hay poesía que merezca ser leída. No conozco a ningún poeta español del siglo XVIII, tal vez a dos ingleses. ¿Qué ocurrió en la poesía inglesa durante los siglos XIII y XIV? No mucho. Tal vez la poesía estadounidense del siglo XXI caiga en desgracia, al punto que no quede nada digno de ser leído, tal vez se produzca un florecimiento espectacular, ¿quién sabe lo que pueda ocurrir con la poesía argentina o con la brasileña? En cualquier caso, creo que las nuevas tecnologías van a tener interesantes consecuencias formales. En Estados Unidos hay poetas performers que se presentan en antros, poetas concretos o artistas visuales que usan la palabra, artistas conceptuales, gente que está escribiendo poemas que incluyen fotos, otros que mezclan videos con recitados. Una poeta vietnamita estadounidense, Cathy Park Hong, una escritora muy interesante e ingeniosa, acaba de subir a internet el video de una performance que hizo en colaboración con un videoartista de Los Ángeles. Siempre me viene a la cabeza la imagen de Chéjov, que escribía para los primeros libros de chistes que salieron en Rusia. Conocí a un poeta chino, Xi Chuan, que me dijo que sus primeras influencias habían sido Borges y Tranströmer. Creo que la poesía siempre se va a deber a su lengua, pero que se va a internacionalizar mucho más rápido, de modo que la gente va a poder prestar atención a lo que está sucediendo. Tú vas a verlo mejor que yo y, si existe el más allá, me cuentas qué pasó. Siempre pienso en lo que dijo Tranströmer: “Si existe el más allá, nuestros e-mails por fin podrían tener respuesta”."

Robert Hass



La guerra de Bush

Tecleo el escueto sintagma “La guerra de Bush”
A la cabecera de un folio de papel blanco,
Con el impulso no muy firme de que un poema
Me ayude a esclarecer,
Aunque no estén a mi alcance,
Los hechos de forma ordenada.
Berlín es una ciudad del norte. En mayo,
A finales del siglo veinte,
En los frondosos barrios de Dahlem Dorf,
Al sur de Grunewald, cerca de Krumme Lanke,
Se levanta el viento del norte antes del amanecer
En medio de una algarabía de pájaros, luego los mirlos,
Una variedad de tordos negros europeos, logran que se desperece el sol
Como si tiraran de una enorme maraña
De alambre dorado. Hay dos tipos
De castaños florecientes, los rojos y los blancos,
El húmedo pavimento aparece moteado
De pétalos con las incandescentes púas
De sus flores; los zapatos en las paradas del metro
Con restos también. El verde de los robledales de la ribera,
Las espiguillas de los abedules, el tenue verde de los arces,
Y el aroma de las lilas está por todas partes.
En la estación Oskar-Helene-Heim un granjero
Vende espárragos blancos en una mesa atestada.
Dentro de un mes estará vendiendo setas;
Al mes siguiente, fresas
Y pequeños cangrejos rosáceos del Spree.
Las pilas de tallos de los espárragos
Son alarmantemente fálicos, fálicos, tiernos
Y mortalmente pálidos. Su apariencia de temporada
Debe de ser el remanente de algún ritual de fertilidad
De las tribus germanas. Al vapor, adquieren el color
Del marfil envejecido. En mayo, en los restaurantes,
Se sirven en rebosantes fuentes blancas
Con patatas cocidas y salsa mayordoma,
O raspaduras de jamón de Parma y zumo de limón,
O ramitos de acedera y salmón ahumado. Al
Volver a casa bajo la dilatada luz oblicua
Y brillante del norte,
Sobre los abedules de hoja nueva y los olmos
Cantan ruiseñores al primer atisbo
Del crepúsculo, una treta de la mente
Que el pasado se nos ponga por delante
Como si fuera el sobrevoltaje
de un cambio de vía del funicular.
Chispa: las bombas incendiarias sobre Hamburgo,
Cincuenta mil muertos en una sola noche,
“Los cuerpos de los niños al día siguiente
En la calle en hileras como un mercado
De pollos carbonizados”. Chispa:
Las bombas incendiarias sobre Tokio, cien mil
En una noche. Chispa: la matanza de
Cuarenta y cinco mil oficiales polacos a manos de
Del ejército ruso en los Hatyn Woods,
Labor de media jornada. Chispa:
Dos millones de prisioneros de guerra rusos
Asesinados por el ejército alemán a lo largo de todo
El frente del Este, casi sin provisiones,
invierno de 1943. Chispa: Hiroshima.
Chispa: Auschwitz, Dachau, Thersienstadt,
El tambaleo del tren y la revoltura de estómago
Pasada la exhibición de cataratas de cabello, las pilas
De maletas con iniciales, a la vista de todos. Chispa:
Los gulags, siete millones en Bielorrusia
Y Ucrania. En la inocente Europa una noche
De primavera, entre los abedules velados por la luz,
Pasean unos estudiantes de la mano. Uno de ellos
Lleva una novela, la traducción al alemán
De un breve libro de Marguerite Duras
Sobre una historia de amor en la parte vieja de Saigón. (Chispa:
Dos millones de vietnamitas, cincuenta y cinco mil
Jóvenes americanos, especies enteras
De pájaros tropicales extinguidas con tal cantidad de bombas).
El tipo de libro que encanta a los jóvenes,
Amor en tiempos de guerra.
Cuarenta y cinco millones, todo dicho, en la II Guerra Mundial.
En Berlín, la bella Berlín, en primavera,
Nunca te preguntas cómo pudo
Haber ocurrido, y estos alemanes, tampoco,
Niños entonces, o aún no nacidos, se lo
Preguntan nunca. ¿Será que nos gusta besar
Y bombardear a la vez, en perspectiva
Al menos, a las chicas con sus vestidos de flores?
Alguien querrá siempre movilizar a la
Muerte en escala masiva para lograr el dominio
Económico o por pura venganza. Y la misión, asumida
Como tal, apela a la imaginación.
La carrera militar es una profesión de estrategas.
Mira cómo juegan los chicos: les encanta
Encontrar la forma de hacer saltar las cosas.
Pero el resto de nosotros tenemos que seguir.
¿Por qué lo hacemos? Sin duda existe un tipo de ira
Que busca herir lo que nos ha herido. Las guerras
Se llevan a cabo por ese motivo.
Los lectores atentos de las noticias leen las razones
En el aire. Y los que nos consideramos ofendidos,
Nos identificamos siempre con la virtud. Y eso
–creerse cargado de razones para justificar
la ira y causar dolor– nos convierte en asesinos.
El joven Arab se depiló a sí mismo como acto
De purificación antes de dirigir el avión
Hacia la torre de oficinas. No es sólo
Violencia, es un gusto por el poder
Que se suma al desprecio del cuerpo.
El resto tenemos que actuar como creamos oportuno.
Las mujeres muertas entre los escombros de Bagdad
Que no depositaron un voto por sus muertes
O el blanco crudo de los huesos a la vista
En los cuerpos de sus hombres y sus hijos
Es el regalo de libertad que les estamos ofreciendo,
Que es nuestra virtud, los injuriados.
Es difícil decir qué es peor, la indolencia
Moral o la vergüenza intelectual.
¿Y de qué les sirve la indignación a los muertos?
¿O nuestras apacibles formas de resistencia racional?
Y la muerte purificadora, la dulce muerte
De Walt Whitman, la purgadora, la tierna
Amante, la que cierra los párpados, convierte
Los cuerpos apilados en fruta de verano,
Urracas comiendo oscuras bayas al atardecer
Y el polen de los abedules maculando las aceras
Del dorado más pálido. Bald nur –Goethe– no,
Warte nur, bald ruhest du auch. Espera un momento.
Encontrarás la calma muy pronto. En Dahlem,
Bajo los castaños, en la frondosa primavera.

Robert Hass



"La repetición nos hace sentir seguros y la variación nos hace sentir libres."

Robert Hass



Meditación en Lagunitas

El nuevo pensamiento es todo pérdida.
En eso se parece al antiguo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular borra
la luminosa claridad de una idea general.
Que el pájaro carpintero cara de payaso
que escudriña el esculpido tronco muerto
de aquel abedul es, por su sola presencia,
alguna trágica caída de un mundo primigenio
de luz indivisa. O la otra noción que dice
que, como en este mundo no hay una sola cosa
que corresponda al arbusto de la zarzamora,
una palabra es la elegía de lo que significa.
De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.
Apenas si tenía que ver con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas.
A ella yo le daba igual seguramente.
Pero cómo recuerdo la manera en que sus manos partían el pan,
lo que su padre le dijo para herirla, lo que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras,
días que son la carne buena prolongándose.
Una ternura tal, aquellas tardes y noches
repitiendo zarzamora, zarzamora, zarzamora.

Robert Hass




Música tenue

Quizá necesitas escribir un poema acerca de la gracia.

Cuando todo lo quebrado está quebrado,
y todo lo muerto está muerto,
y el héroe se ha mirado en el espejo con absoluto desdén
y la heroína se ha estudiado la cara y sus defectos,
sin piedad y el dolor que pensaron que podría,
como una señal de su sinceridad, liberarlos de ellos mismos
ha perdido novedad y no los ha liberado,
y han empezado a pensar, amable y vagamente,
al observar a los demás afanarse en sus rutinas
—gustos y antipatías, razones, hábitos, miedos—
que el amor propio es el débil pedúnculo
de todo florecimiento humano, y entendido,
por tanto, por qué habían estado, toda su vida, 
tan enconados en defenderlo, y que nadie
—excepto algún santo inconcebible en su remanso
de pobreza y silencio—puede nunca escapar de este
     violento, automático
compañero de la vida, quizá entonces, luz indiferente,
leve música tras las cosas, aparece una revoloteo
     semejante a la gracia.

Como en la historia que un amigo contó de cuando
trató de matarse. Su chica le había dejado.
Abejas en el corazón, después escorpiones, gusanos, y
     después cenizas.
Se subió a la viga más exterior del puente,
del lado que da a la bahía, una azul, lúcida tarde.
y en el aire salino pensó en la palabra “marisco”,
que algo había en ella ligeramente ridículo.
Nadie dice “tierrisco”. Pensó que era degradante para la
     perca amarilla
que sacó brillando de los acantilados, la perca de roca
     negra,
escamas como carbón pulido, en lechos de alga
a lo largo de la costa; y se dio cuenta de que el porqué
     de la palabra
eran los cangrejos, o mejillones, o almejas. Si no
los restaurantes podrían poner simplemente “pescado”,
     en sus carteles
y cuando se despertó —había dormido durante horas, acurrucado
     acurrucado 
en la viga como un niño— el sol estaba descendiendo
y sentía un poco mejor, y asustado. Se puso la 
     chaqueta
que había usado de almohada, saltó la valla
con cuidado, y condujo de vuelta a una casa vacía.

Había un par de braguitas amarillo limón
colgadas de un picaporte. Las estudió. Exceso de lavados.
Una tenue rojez en la entrepierna que le puso enfermo
de rabia y de tristeza. Sabia más o menos
dónde estaba ella. Un piso en algún lado de Russian Hill.
Habrán acabado de hacer el amor. Ella tendrá lágrimas
en los ojos y le acariciará la mandíbula, agradecida. «Dios»,
dirá, «me haces tanto bien».  Luces parpadeantes,
un paisaje de niebla colina abajo hasta el puerto y la bahía.
«Estás triste», dirá él. «Sí». «¿Pensando en Nick?».
«Sí» dirá ella y llorará. «Me esforcé», ahora con sollozos,
«de verdad que me esforcé». Y después él la abrazará
     durante un rato
—tejidos guatemaltecos de sus trabajos de campo en la
     pared—
y después follarán otra vez, y ella llorará algo más,
y después se dormirán.
                                   Y él, él reproducirá esa escena
solo una vez, una vez y media, y se dirá a si mismo
que va a cargar con ella durante mucho tiempo
y que no hay nada que pueda hacer
aparte de cargar con ella. Salió a la galería, y escuchó
el bosque en la oscuridad del verano, la corteza de los
     madroños
agrietándose y rizándose según iba surgiendo el frío.

No es, no obstante, la historia, ni el amigo
que se inclina hacia ti, diciendo «Y entonces me di cuenta…»,
que es la parte delas historias que uno nunca acaba de creerse.
Se me ocurrió que el mundo esta tan lleno de dolor
que algunas veces debe realizar de alguna manera un canto.
Y que la secuencia ayuda, tanto como ayuda el orden:
primero un ego,  después dolor, y más tarde el canto.

Robert Hass




Símil heroico

Cuando el guerrero cayó en Los siete samuráis de Kurosawa
bajo la lluvia gris,
y la dinastía Tokugawa y en Cinemascope,
cayó recto como un pino, cayó
como Ayax cae en Homero
en dáctilos cantados y el árbol era tan enorme
que el leñador debió volver dos días seguidos
a ese sitio afortunado para acabar de serruchar
y en el tercer día llevó a su tío.

Apilaron troncos en el aire resinoso
cortando a hachazos las pequeñas ramas,
atando esos haces por separado.
Cortaban en cuatro los bloques próximos a la raíz
y aun así eran incómodamente grandes;
partieron en dos los troncos del medio:
diez haces y cuatro grandes pilas de madera fragante,
lunas, cuartos de luna y medias lunas
acanaladas por los dientes de la sierra.

El leñador y el viejo, su tío,
están parados en medio del bosque
sobre un suelo embarrado de pino y primavera.
Han dejado de trabajar
porque están cansados y porque
no he imaginado ni un animal de carga
ni un carro primitivo. Son demasiado astutos
para llamar a los vecinos y regresar a casa
con unos pocos troncos después de tres días de trabajo.
Están esperando que yo haga algo
o que el capataz del Gran Señor
venga y los arreste.

¡Qué pacientes son!
El viejo fuma en una pipa y escupe.
El joven está pensando que sería rico
si ya fuera rico y tuviera una mula.
Diez días de acarreo
y en el séptimo día probablemente
los atrapen, vuelvan a casa con las manos vacías
o peor. No sé
si son japoneses o micénicos
y no puedo hacer nada.
El camino de aquí a esa aldea
no está traducido. Un héroe que muere
entrega su quietud al aire.
Un hombre y una mujer caminan desde el cine
a casa en el silencio de lealtades separadas.
La imaginación tiene sus límites.

Robert Hass



Soneto

Un hombre habla con su ex mujer por teléfono.
Ha amado esa voz y escucha con atención
cada modulación de su tono. Lo conoce
en la intimidad. No sabe qué quiere
de ese sonido, de su amable urbanidad.
Estudia, por la ventana, las formas de las semillas
de las vainas partidas de los árboles ornamentales.
La especie crece en todos los jardines, nadie sabe su nombre
salvo los horticultores. Cuatro recámaras con arcos
de verde pálido, diminutos arcos de un proscenio vegetal,
un par de encogidas semillas negras alojadas en cada recámara.
Una geometría de deseo, miniatura, india o persa,
amantes o dioses en sus habitaciones. Afuera, animales blancos,
pacientes, y vides enredadas, y lluvia.

Robert Hass



"Traducir poesía es una forma intensiva de estudiarla. Te acercas a ella y lo que te ofrece, como artista, es la posibilidad de asimilar sus trucos, enriquece tu repertorio. Y es bueno traducir a grandes poetas, ser exigente y rodearse de gente interesante. Eso también ocurre al traducir a poetas contemporáneos, algo que no he hecho a menudo. Sí he traducido, con un amigo, poemas de Adam Zagajewski, y allí sucede algo particular, porque tú eres la primera persona en trasladar esa voz a tu lengua, para que la gente pueda conocerla. Y si el poeta es muy bueno, tal vez surjan nuevos traductores, de modo que en esos casos no tengo que preocuparme porque salga perfecto, sino por ponerlo en circulación. Si uno traduce haikus, o a Horacio, existen muchas traducciones, y el asunto es llevar a la lengua de destino algo que uno ve en el original, pero que no ha visto en las traducciones disponibles."

Robert Hass



"Una vez leí poemas de Human wishes en presencia de Robert Bly, que afirmaba que la poesía estadounidense era demasiado realista, demasiado preocupada por imaginar lo concreto. Me dijo: “No sé, Robert, veo mucho contenido anecdótico.” No supe qué responderle. Contar historias es parte de mi manera de conocer el mundo. Con suerte, para mí es una extensión del método del haiku, un método metonímico. Una mujer te mira y te pregunta: “¿Estás triste por algo?” ¿Acaso no se cifran en eso la mayor parte de las cosas de la vida? Escuché a alguien en el mercado decir: “No pensó que debiera pero yo pensé que sí.” ¿De qué estaban hablando? Captar pequeños fragmentos de relatos puede producir el mismo efecto que “Es mediodía. / Cantan aves. El río / corre en silencio”."

Robert Hass





No hay comentarios: