"Era Mádai, un hombre sordo que acostumbraba a gritar sin piedad al oído de sus víctimas «con el fin de intercambiar opiniones», lo cual, repetía, no le importaba en absoluto, y si bien los otros dos coincidieron en esta exhortación, adoptaron posiciones divergentes en cuanto al qué. Prescindiendo de toda introducción al tema de conversación y reconociendo a Eszter como dueño y señor de la situación, el señor Nadaban, un carnicero corpulento que debía su privilegiada posición entre los ciudadanos más influyentes a sus llamadas «dulces obras poéticas», declaró que él deseaba llamar la atención de los presentes sobre la necesidad de la solidaridad, mientras que el señor Volent, entusiasta ingeniero de la fábrica de botas y experto en toda clase de problemas técnicos, sacudió la cabeza y nombró la serenidad como punto de partida para una acción conjunta, en oposición al señor Mádai, el cual acalló a los otros, volvió a inclinarse hacia el oído de Eszter y comunicó a voz en cuello lo siguiente: «¡Hay que estar vigilante, a cualquier precio! ¡Esa es nuestra tarea, señores, digo yo!» Así y todo, ninguno de ellos dudaba de que aquello que definían con los conceptos fundamentales de «vigilancia», «serenidad» y «solidaridad» sólo era la obertura prometedora de sus argumentaciones cargadas de responsabilidad, y estaban ansiosos por empezar a desarrollar sus irrefutables argumentos, de suerte que a Eszter—tras reponerse de su innegable asombro al toparse allí, ante la entrada del Casino de Señores de la fábrica de medias, con esos «tres idiotas del mogollón»—no le resultó difícil imaginar lo que le esperaba si la radical diferencia de opiniones entre esos tres héroes temblorosos llegaba a manifestarse, o sea que se arriesgó y, como quería ceder cuanto antes la palabra a Valuska, que se mantenía apartando del círculo de los caballeros, y prevenir los ataques de estos, les preguntó cómo habían alcanzado la unánime conclusión de que el fin había llegado («tal y como he podido colegir de sus palabras», añadió). La pregunta los sorprendió, por lo visto, y las tres miradas airadas se reunieron en un rayo, como quien dice, pues ninguno podía imaginar que György Eszter, objeto de todos los respetos «por dorar con la esfera del arte nuestra aburrida vida cotidiana, gracias a su excepcional talento», como señaló en su día un texto de homenaje, o por ser, como escribiera el carnicero Nadaban en un poema laudatorio, «alfa y omega de nuestra gris realidad», que György Eszter no supiera nada de nada; pero en cuestión de segundos encontraron, sin embargo, la simple explicación de semejante desinformación, atribuible, según ellos, a la naturaleza distraída de los grandes espíritus que se retiran del mundanal ruido, y tomaron conciencia con orgullo de que, una vez más, eran precisamente ellos los afortunados elegidos para informar a esta personalidad viviente de los funestos cambios producidos en el destino de la ciudad. El abastecimiento era del todo imprevisible, la escuela y las oficinas ya casi no funcionaban, el problema de la calefacción de las casas alcanzaba dimensiones alarmantes debido a la falta de carbón, señalaron cortando el uno la palabra del otro. No había medicamentos, se lamentaban con expresión de dolor, la circulación de coches y autobuses había dejado de existir y esa misma mañana hasta los teléfonos se habían quedado mudos, poniendo un sello definitivo en la situación. Y entonces, dijo el señor Volent en tono amargo, entonces además, terció el señor Nadaban, y entonces para colmo, gritó el señor Mádai, viene este circo a frustrar nuestras esperanzas depositadas en el desarrollo y el restablecimiento del orden, un circo con una ballena enorme a la que habíamos dejado entrar de buena fe y contra la cual ya nada se podía hacer, por cuanto esta compañía realmente extraña, señaló el señor Nadaban bajando la voz, altamente sospechosa, asintió el señor Mádai, y sumamente siniestra, añadió el señor Volent frunciendo el ceño con expresión lúgubre, había llegado ya, por desgracia, a la plaza Kossuth. Sin prestar atención a Valuska, que los miraba ora con desconcierto, ora con tristeza, comunicaron a Eszter que se trataba sin la menor duda de una banda criminal, si bien no les había sido fácil descubrir el significado de todo ello y el fondo de la cuestión. «¡Son al menos quinientos!», exclamaron, para señalar acto seguido que, de hecho, la compañía estaba compuesta por dos personas, que la atracción era lo más terrible, dijeron, y que servía de simple pretexto a esa gentuza carente de más señas para atracar por la noche a los pacíficos habitantes. Afirmaron que la ballena no desempeñaba papel alguno y, a continuación, que la ballena era la causa de todo, y cuando por último declararon, refiriéndose a unos «turbios bandidos», que ya habían empezado a robar y, al mismo tiempo, que seguían todos inmóviles en la plaza, Eszter se hartó y levantó la mano con decisión, indicando que pedía la palabra."

László Krasznahorkai
Melancolía de la resistencia



“Escogí la novela y el ensayo porque me parecen géneros que se acercan más a lo objetivo, sin embargo, en lo que escribo, dejo penetrar la música y la poesía, que son partes fundamentales de mi vida. Fluye tanta información, todo resulta tan confuso que será mejor que la realidad la filtren los poetas.”

László Krasznahorkai 


"Estike, que miró atrás una y otra vez, aún vio cómo ardía la punta del cigarrillo en su mano y ese fulgor fue como la luz de una estrella que se extinguía para siempre, la luz de la última estrella en el cielo cuya huella permanecía durante largos minutos en la oscura bóveda celeste hasta que sus contornos ondulantes acababan siendo absorbidos definitivamente por las pesadas tinieblas nocturnas que de repente se le echaron encima, disolviendo el camino bajo sus pies, y en las que tuvo la sensación de flotar impotente, desamparada, ingrávida y abandonada. Se puso a correr hacia la luz intermitente de la fonda, como si sustituyera la del cigarrillo de su hermano que acababa de apagarse, y antes de llegar y aferrarse al alféizar de la ventana de la fonda, sintió escalofríos porque su ropa estaba completamente empapada y la cortina de encajes se le pegaba al cuerpo ardiente y parecía hielo. Se puso de puntillas para ver el interior, pero no llegaba a la ventana, de modo que saltó; el cristal, sin embargo, estaba empañado, y sólo se oía un rumor confuso procedente del interior, el tintineo de un vaso o de una botella, alguna risa entrecortada que enseguida se mezclaba con voces que respondían y se superponían. Le zumbaba la cabeza y tenía la sensación de que unas aves chillonas e invisibles revoloteaban a su alrededor. Se apartó de la ventana, apoyó la espalda contra el muro y se quedó mirando ensimismada la mancha que la luz del interior dibujaba sobre la tierra. Sólo en el último instante se dio cuenta de que alguien se acercaba jadeando, con pasos lentos y pesados, por la subida que llevaba de la carretera a la fonda. Ya no tenía tiempo para huir, de manera que permaneció pegada al muro, inmóvil, los pies clavados en el suelo, confiando en no ser vista. Sólo se movió y corrió como una loca hacia aquella persona cuando reconoció al médico. Se agarró de su abrigo empapado, aunque habría preferido meterse bajo la prenda, y no se echó a llorar porque el doctor no la abrazó, de modo que se quedó ante él con la cabeza gacha, con el corazón latiendo a toda velocidad, la sangre palpitando con fuerza en los oídos, y ni siquiera se percató de que el doctor estaba diciendo algo, sólo percibió el tono de impaciencia y de rechazo en las palabras, pero no entendió su significado, y el primer momento de alivio fue sustituido por un incomprensible sentimiento de amargura, porque el médico, en vez de rodearla con los brazos, trataba de apartarla."

László Krasznahorkai
Tango satánico



"Hablar de cuestiones técnicas con un escritor es como preguntarle a la persona más guapa del mundo cómo lo hizo. Son conceptos que sólo pueden ser separados por abstracción. Es algo con lo que se nace."

László Krasznahorkai 


"Luna, valle, rocío, muerte.
En marzo del año del Señor de 1992, entre las cuatro y las cuatro y cuarto de la madrugada del tercer día del mes, para ser precisos, es decir, apenas ocho años antes de la celebración del bimilenario de la era cristiana o, dicho de otro modo, del comienzo de los tiempos, en cierto sentido, pero a mucha distancia todavía del ánimo festivo que se avecinaba, el doctor György Korin detuvo el coche ante la entrada del bar non stop de la estación de autobuses, paró como pudo el motor, se apeó y—como quien está seguro de encontrar allí realmente, con esas cuatro palabras en la cabeza, aquello que buscaba después de pasar tres días sumido en un estado etílico—empujó la puerta sin titubear, se dirigió tambaleándose a un hombre solitario —la única persona que se hallaba ante la barra— y, en vez de derrumbarse en el acto, tal y como habría correspondido a su estado de embriaguez, le dijo, silabeando con enorme esfuerzo: Querido ángel, llevo mucho tiempo buscándote.
El interpelado volvió la cabeza poco a poco hacia él. No podía asegurarse siquiera que fuese un hombre. Mostraba un rostro cansado, sin luz alguna en los ojos, y el sudor le cubría la frente por completo.
Llevo tres días buscándote sin parar, explicó Korin. Porque… has de saber por fin que esto ha vuelto a acabar… Que esto… la madre que lo parió…hizo una larga pausa, y sólo el silencio, no la rigidez de su rostro, reveló hasta qué punto contenía él la emoción reinante en su interior, aunque al final logró concluir esa frase, sin duda, desesperada y mil veces preparada: … ha vuelto a acabar.
Con la misma parsimonia con que antes lo había mirado, el hombre se volvió entonces hacia la barra, se llevó el cigarrillo a los labios con un gesto no exento de cierta elegancia e inhaló profundamente, lo más profundamente que pudo, hasta que el humo llegó a los bronquiolos terminales más remotos de los pulmones y, a continuación, al no poder ya más, apretó los labios, aguantó el humo un tiempo increíblemente largo y, sólo entonces, cuando la cabeza se le había puesto roja ya y las venas se le habían hinchado en las sienes, empezó a soltarlo en un finísimo hilo. Korin observó fijamente todo el proceso; no se sabía con exactitud si debido a que esperaba una respuesta o a que su mente se desconectó de pronto por unos instantes; sea como fuere, se quedó mirando al hombre, que se perdía un poco tras el humo que subía en espiral, y luego, sin quitarle la vista de encima ni poder siquiera apartarla, con un gesto tan perfecto como ciego, cogió un vaso vacío y dio un golpe en la barra, como para llamar al camarero."

László Krasznahorkai
Ha llegado Isaías 



"No es tanto que hayamos olvidado que no matamos al totalitarismo, y que sólo lo pusimos a dormir. Para todas las personas de mi generación era inconcebible que el nazismo pudiera surgir de nuevo y los éxitos de populistas como Trump o Le Pen nos parecen atroces. Incluso la xenofobia diluida de los pequeños dictadores del este de Europa nos choca. Lo que hay que entender es que estos tipos se aprovechan de la esperanza para convertirla en miedo y, casi siempre, el primer afectado es el arte."

László Krasznahorkai 


"No estamos aquí para cambiar las cosas, eso lo hacen los grandes grupos de población y gente honrada. El escritor sólo debe responder ante sí mismo y eso es más que suficiente. Hay que aprovechar esa libertad y abrazarla."

László Krasznahorkai 


"Olía a alquitrán; el asqueroso, penetrante y contundente olor a alquitrán se extendía por doquier, y no lo remediaba ni siquiera el fuerte viento, porque éste, que los calaba, por cierto, hasta los huesos, sólo levantaba y remolineaba el olor, pero no conseguía sustituirlo por otro; de manera que en toda la zona, en un tramo de kilómetros y kilómetros, pero en particular allí, entre aquellos raíles que entraban desde el este y se desplegaban luego como un abanico y la estación de Rákosrendezo que se vislumbraba a sus espaldas, la atmósfera consistía en eso, en olor a alquitrán, y difícilmente podía precisarse qué contenía, además, este hedor, si humo y hollín acumulados, si la fetidez de los cientos y cientos de miles de convoyes que pasaban traqueteando, de las traviesas, del balasto y del acero de las vías, aunque no cabía la menor duda de que incluía otros elementos ocultos, que sólo podían mentarse mediante circunloquios o que eran directamente innombrables, tales como la ingente carga de la futilidad humana que una voluntad vomitiva—la cual adoptaba millones de caras y, vista desde la altura del puente, se plasmaba en una aterradora inutilidad—traía en cientos y cientos de miles de convoyes; y el aire era alimentado también, sin duda, por el espíritu de lo desértico, de lo abandonado, del fantasmagórico letargo febril que se había aposentado durante décadas sobre aquel paisaje, donde Korin trataba ahora de situarse, él, que en su huida sólo quiso, en principio, pasar al otro lado, con rapidez, sin ruido y sin llamar la atención, a fin de proseguir su camino hacia el hipotético centro de la ciudad y que ahora se veía obligado, por así decirlo, a asentarse en ese gélido y ventoso punto del mundo, forzado a agarrarse—barandilla, bordillo, asfalto, metal—de detalles que parecían importantes desde la altura de los ojos, pero que eran, por supuesto, todos casuales, de tal modo que un puente que cruzaba por encima de las vías del tren a unos cien metros de la estación de mercancías de Rákosrendezo dejó de ser un segmento inexistente en el mundo para transformarse en un segmento existente, se convirtió en uno de los episodios iniciales más significativos de su nueva vida o, como él mismo lo formuló luego, de su amok, un puente por el que, si no lo hubieran detenido allí, habría pasado ciegamente."

László Krasznahorkai
Guerra y guerra 



"Pasa, pero no muere."

László Krasznahorkai 














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