No es que José Finsbury fuese un sabio. Nada de eso. Toda su
erudición se limitaba al conocimiento de aquello que le habían proporcionado
algunos manuales elementales y la lectura de los periódicos. Ni siquiera
llegaba hasta las enciclopedias; «su libro», según él decía, «era la vida».
Estaba dispuesto a reconocer que sus conferencias no eran para catedráticos,
pues se dirigían, también según él, «al gran corazón del pueblo». Era un
ejemplo de que el corazón del pueblo era independiente de su cabeza, ordinariamente
las lucubraciones de José Finsbury veíanse favorablemente acogidas.
Robert Louis Stevenson
El muerto vivo
—¡No ves, hija mía, que es un ser sin inteligencia!
Robert Louis Stevenson
El muerto vivo
—¿Y no has oído hablar nunca de médicos que se dejan
corromper? —preguntó Mauricio—. Son tan frecuentes como las fresas en los
bosques; puedes encontrarlos fácilmente a tres libras y media por cabeza. Juan
no pudo evitar el decir: —Estoy seguro de que yo no lo haría por menos de
cuarenta libras.
Robert Louis Stevenson
El muerto vivo
—¡El hombre debe tener alguna vez el valor de obedecer a su
conciencia!
Robert Louis Stevenson
El muerto vivo
¡Qué concesiones tiene que hacer algunas veces un hombre
diplomático!
Robert Louis Stevenson
El muerto vivo
El muerto vivo
El muerto vivo
El muerto vivo
El muerto vivo
El muerto vivo
Los filósofos debieran tomarse la tarea, uno de estos días, de averiguar seriamente si los hombres son o no capaces de acomodarse a la felicidad. Lo cierto es que no pasa un mes sin que un hijo de familia se escape de su casa para enrolarse a bordo de un buque mercante, o que un marido, cuidado con tierna solicitud, tome las de Villadiego con destino a Texas y en compañía de su cocinera. Se han visto pastores huir de entre sus feligreses, y hasta se han encontrado jueces capaces de abandonar voluntariamente la magistratura.
El muerto vivo
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