"Estados Unidos tiene la reputación de mantener sus fuertes tradiciones de la literatura de género, por lo que las novelas traducidas no son fácilmente aceptadas allí. Me alegré mucho de que mi novela "The Hole" (El Agujero) haya sido reconocida por los críticos estadounidenses. Creo que fue gracias a su narrativa que permite una inmersión profunda en la historia, sin la necesidad de entender ningún país o sociedad extranjera. Los lectores no coreanos también pueden leerla sin sentir nada desconocido."

Pyun Hye-young


"La literatura coreana contemporánea está recibiendo gradualmente reconocimientos en todo el mundo. Espero que la próxima generación de autores coreanos tenga más oportunidades para una reacción sensacionalista en el exterior."

Pyun Hye-young



"La vida está llena de secretos desconocidos, divisiones y espacios en blanco."

Pyun Hye-young



"Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está
muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está muerta. Mi exmujer está
muerta. Mi exmujer está muerta.
No dejaba de murmurar para sí mismo estas palabras, pero no importaba las veces que las repitiera, no iba a asumir la verdad. Lo que hacía Yujin
era gastarle una broma pesada. Yujin sabía que él se había acostado con su
exmujer después de que ella se había divorciado de él y casado con Yujin,
y ahora, obviamente, había dedicado los últimos días viendo la manera de
hacerle daño.
Abrió la puerta de la terraza. El olor a basura y a desinfectante penetró
en la habitación; al tiempo, un dolor seco se extendió desde el centro de su
cuerpo. No era el dolor de darse cuenta de que su exmujer estaba muerta.
El sentimiento era parecido a lo que sintió cuando era niño al pararse frente
al oscuro retrato fúnebre de su madre muerta. No le dejaron ver el cuerpo
de su madre. Era sólo un niño entonces y nadie en su familia quería que él
viera cómo se veía ella muerta, con el cuerpo destrozado por el accidente
de tráfico. Aunque era sólo un niño, sabía lo que era la muerte, pero aún no
entendía lo que significaba que su «madre» hubiera muerto.
El motivo por el que se sintió triste fue su padre. Su padre, vestido con
un traje negro de tela demasiado pesada para la temporada, goteaba sudor
en la funeraria. El traje lo había comprado para su boda, hacía nueve años.
Mayorista de muebles, su padre vestía pantalones de mezclilla y una chamarra todos los días para trabajar. Si no era para asistir a las bodas de otras
personas, casi no tenía motivo para usar traje. Las mangas del saco estaban
demasiado apretadas en el cuerpo de su padre, que se había vuelto más corpulento después del matrimonio. La tela negra estaba arrugada de inclinarse
hasta el suelo cada vez que un doliente se acercaba al retrato fúnebre y de
sentarse como una piedra con la espalda desplomada. Las mangas, que apretaban como salchichas cada vez que se echaba hacia adelante para saludar
a alguien que había venido a presentar sus condolencias, parecían a punto
estallar. Por la tarde del segundo día, la costura de la axila finalmente cedió y
la camisa blanca saltó. Parecía una lengua blanca. Todos estaban demasiado
tristes como para que les importara o como para reírse. El dolor del duelo
les permitía pasar por alto el ridículo. Él no dejaba de mirar la tela blanca.
Parecía como si su madre le estuviera sacando la lengua para evitar que llorara. Más tarde esa noche, después de que él se había quedado dormido en
la sala de recepción donde los invitados seguían empinando vasos de alcohol
en silencio, lo despertó el sonido de sollozos ahogados. Su padre estaba solo,
llorando frente al retrato fúnebre. Él rompió en llanto. Lloró por el silencio
en la sala funeraria, por el olor de la sopa picante de pechuga que se había
espesado y condensado de hervir demasiado tiempo, por el rostro oscuro de
la gente cansada y por la visión de su padre llorando a mares. Lloró desde el
dolor de un hijo mirando a su humilde padre vestido con un traje roto, con
lágrimas en una cara contraída y bufonesca, con la cabeza calva y perlada de
sudor, y no debido al luto por una madre fallecida.
El funeral terminó y pasó un mes. Su padre llamó a una limpiadora para
que le ayudara a arreglar el desastre en la casa. Cuando ella abrió el refrigerador, hizo una mueca, sacó los recipientes uno por uno y los puso sobre la
mesa. Eran los últimos platillos que su madre había preparado. Estaban mohosos y podridos. Él se había escondido en su habitación, mirando a través
de la puerta mientras ella limpiaba, pero cuando él vio esto, saltó y agarró
uno de los recipientes antes de que ella lo pudiera verter por el fregadero.
Eran camarones secos fritos. Odiaba los camarones secos. Cada vez que los
comía, las cáscaras se atoraban en sus dientes. Se quedo ahí, frunciendo el
ceño a la odiosa limpiadora, y se rellenó la boca de camarones secos con
moho.
El estómago le dolió durante días. Sin nadie que lo cuidara, tuvo que sufrir esto solo, con la diarrea haciendo erosión en su parte baja. Finalmente,
entendió que su madre se había ido. El dolor se extendió por su cuerpo y su
corazón, subiendo y bajando por el esófago con cada bocanada nauseabunda
de camarones blandos y mohosos. Había yacido despierto en la cama hasta
altas horas de la noche, enfermo y solo, resignado al hecho de tener que
atenderse para salir de la enfermedad sin su madre.
La muerte de su exmujer lo hundiría de la misma manera. Sólo después
de que le doliera todo el cuerpo a causa de ella, sólo después de que todas
las palabras que quería decir y necesitaba decir hubieran retrocedido a su
interior y revuelto su estómago, sólo después de que su lengua endureciera
por el dolor de ser incapaz de pronunciar una sola palabra puesto que ella
no estaba allí para escucharla, su muerte finalmente se haría real. No estaba
triste porque ella estuviera muerta. Lo que sentía era el asombro de encontrarse en un país extranjero y saber, a través de alguien que era poco más que
un extraño para él y que lo informaba con una voz unilateral y cargada de
recelo, que la persona de la que se sentía más cercano en este mundo se había ido. Ahora más que nunca anhelaba hablar con ella. No dejaba de repetirse las palabras «está muerta» para intentar librarse de ese deseo. Aunque
pudiera no convencerse de ello, era obvio que no estaba en el departamento
con él. Así que de todas formas no podía hablar con ella.
Antes del divorcio, él se había descarriado una vez. La chica era simpática y reía con facilidad, y él le gustaba. Durante un tiempo estuvo atormentado en secreto, preguntándose si realmente amaba a la chica y tratando
de averiguar si ella lo amaba. Un día podía pensar que estaba locamente
enamorado, pero al día siguiente pensaba que si esa cosa frágil que sentía era
lo que llamaban amor, entonces podía decir que había amado a un perro en
la calle. Mientras la indecisión sobrevolaba, él se acostó con la chica varias
veces.
Lo que le había molestado entonces no era el sentido de haber cometido
una falta moral o de culpabilidad que sentía por acostarse con otra persona
mientras estaba legalmente casado. Tampoco era porque se sintió mal con
su esposa. Ni porque se sintió mal con la chica con la que se acostó aun no
teniendo claro si la amaba o no. Era la soledad que sentía de no ser capaz
de discutir el problema abiertamente con su esposa. Era la soledad de quien
guarda un secreto que preferiría no cargar. Cuando se trataba de las olas
de sentimientos que lo arrasaban, el estremecimiento que sentía cada vez
que veía a la chica, la inseguridad de no saber si ella lo iba a abandonar, la
ansiedad de querer ser amado por ella, la soledad de tener que adivinar lo
que ella estaba sintiendo a través de una palabra trivial, ya que ella no lo
dejaba entrar por completo, y el hecho de que quería alejarse de ella a pesar
de todo eso, en la única persona en que quería confiar era en su esposa. Su
esposa era la única persona que podía haber escuchado toda la historia y
decirle si la chica realmente lo amaba, si él amaba o no a la chica y lo dif ícil
que le iba a poner el amor las cosas al final. Pero él sabía que precisamente
por esa razón, de todas las personas, era a su mujer a la que no podía decir
una palabra de eso.
Estaba tan solo ahora como estuvo entonces. Tenía ganas de hablar con
alguien sobre la muerte de su exesposa y de la decepción que sentía porque
ella había huido a un mundo del que él no formaba parte. Pero la persona
con la que quería hablar acerca de su muerte era, más que nadie, su propia
exesposa. Ella hubiera querido decirle lo asustada que estaba en el momento en que se dio cuenta que estaba a punto de morir, lo mucho que dolió
cuando la hoja del cuchillo —como lo imaginaba, él comenzaba a llorar por
primera vez— rajaba su carne, lo angustioso que era darse cuenta de que
todavía estaba viva después de repetidas puñaladas, y lo aterrador que era
expulsar su último aliento al tiempo que empleaba sus últimas fuerzas para
abrir los ojos y mirar a su asesino. Tan solo como lo hizo a él no ser capaz de
hablarle a ella de la soledad, así de sola la habrá hecho a ella no ser capaz de
hablarle a nadie sobre su propia muerte.
Sus lágrimas cayeron, aun así su muerte todavía no se sentía real. Incluso
si su cuerpo estuviera ahí ahora, delante de sus ojos, sentiría lo mismo. Pero
como él ya no era un niño, tenía que aceptar su muerte, asumida o no, y le
dolía imaginarla sufriendo. Nunca la volvería a ver, nunca más tendría una
conversación con ella. La oportunidad de hablar sobre la soledad de guardar
secretos que no podían compartir entre ellos, acerca de la profunda soledad
que surgía de cargar sólo las cosas que ellos debían saber, se había ido para
siempre."

Pyun Hye-young
Cenizas y rojo











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