La pérdida de sangre

Somos el animal que huye herido
dejando, a su paso, sobre las hojas
de la hierba, sobre la tierra pelada
y las piedras, tibias gotas encarnadas
que el frío de la noche cristaliza
y el sol a la mañana evapora...
Neoclásico, un símbolo de fácil conversión 
que la mente fijó en versos blancos
mientras el resto de mí, por su cuenta,
conducía a lo largo de una calle despejada.
Y así como el ingeniero sigue sus cálculos
al lavarse las manos, y los interrumpe
para atender el teléfono,
con las maniobras para estacionar
frente al portón de Hebraica
-el candelabro de siete brazos temblando
en el espejo retrovisor- la estrofa,
como la sangre misma que trataba,
sobre los viejos adoquines recalentados
de la pendiente, se evaporó...
Entré al edificio, no esperé a que llegar
el ascensor y subí las escaleras;
algo en la oscuridad me rozó la frente,
haciéndome un tajo: la arista
-luego supe- de un batiente recién pintado
que había quedado abierto.

D. G. Helder


Madrigal

A los treinta, todavía con
briznas y agujas de pino en el pelo
y ya con bolsas debajo de los ojos,
el lirón traba con piedras y barro
la entrada de la madriguera.
Habiendo saltado toda
la primavera en una pata,
el verano en dos, ya ni puede caminar.
Los ojos de su madre,
para quien ahora es un extraño,
brillan sobre la hierba un instante
en su rudimento de memoria.
La vigilia duró bastante tiempo
pero el sueño puede no tener fin.

D. G. Helder


Peluquería de extramuros

Era, nomás, por pasar cerca del puente
-y ver que el puente seguía estando
aunque el tren ya no pasara- y enseguida
ir bordeando, del brazo, el Atlético Sparta,
cruzar después la zanja donde, dele sacar
caracoles del agua con una media,
un día, intacta, descubrí entre los yuyos
la cabeza de perro, que a los treinta años
--más un hermano, ahora, que un hijo--
me ofrecí, por calles de tierra,
a ir con mamá hasta la peluquería.

D. G. Helder











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