El baile

Baila, mujer, gira entre los espejos que repiten tu imagen. Baila, amor, deja que tu padre mire el reloj, en vana pretensión de encerrarte en el tiempo. Baila conmigo, mientras el húsar, tu prometido, afina su bigote con un gesto feroz, mientras se acerca a mí con esa mala fiebre de los celos y me arroja su guante. Baila, baila entre los espejos, los abanicos, las mujeres, las columnas, el jarrón de la China, las medallas de los embajadores, los perfumes, los murmullos. Baila, con tus quince años apretados a mí ahora y mañana cuando avance por la niebla del bosque entre esos hombres enlutados y tristes, cuando atraviese con mi sable el corazón del húsar. Baila ahora, mujer, antes de que tu padre se desmorone como el muro que cae por el fuego de la artillería, antes que tu madre sea una mortaja blanca que se pudre en un apacible y bello cementerio al que llevas tus flores. Baila, querida, antes que las otras parejas se conviertan en humo y ya no pueda decirte amor. Baila, baila, porque ya empieza a destrozarse el cortinado, las tapicerías de la casa, ya entran los búhos por la ventana, ya los violines dejan de tocar, ya te mueres, mientras yo, veinte siglos después te recuerdo y te amo, el que baila contigo esta noche, entre los espejos que repiten tu imagen.

Pedro Isaac Gdansky Orgambide



"En la propia escuela solía aprender a golpes de regla. Es que era muy rebelde y peleador; desafiaba a pelear hasta a los maestros. Fui el típico niño-problema de Piaget."

Pedro Isaac Gdansky Orgambide


La intrusa

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico.

El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

Pedro Isaac Gdansky Orgambide



"Por esos días, Georgie acuñó una manera de decir que todos, también usted, han imitado con vergüenza o fervor. Sospecho que en algunos textos, él mismo se imita. Nadie puede escribir como él, después de él, la biografía imaginaria del incendiario de la biblioteca de Alejandría. Nadie, sospecho, puede transformar en literatura una simple película de gangsters. Un consejo: cuando escriba acerca de Georgie, no caiga en la tentación de imitarlo. Cuídese. Y tampoco oiga a los detractores, que afirman sin el menor pudor que si hubieran leído la Enciclopedia Británica también escribirían como él. Trate de hacer una crónica y de novelar esa crónica, que no es poco. Y, si puede, escriba de manera periodística, justo al revés de lo que se hace ahora, que los periodistas escriben como literatos. Cuente los hechos y deje que el lector saque sus conclusiones."

Pedro Orgambide
El escriba


"Si la Muerte, Oficial de la Ley de Cristo, persigue a uno, nos persigue a todos. Si Dios castiga a Adán, casti­ga a todos los hombres. Y si el teatro actúa como espejo de la vida, es en él finalmente donde vemos ejemplifica­da nuestra existencia y nuestra suerte. Parece razonable que los religiosos optaran por esa forma de evangelización. Y también parece aceptable que dentro de esta for­ma se infiltraran ideas y mitos del pueblo indígena. La vida mestiza debía encontrar sus propias respuestas al planteo religioso de los españoles. Y si bien absorbía, por un lado, las enseñanzas y credos de los sacerdotes, por otro integraba sus creencias y tradiciones en el Tea­tro de Dios. Ziller da un paso adelante: él habla por to­dos a la manera de un Mesías o de esos líderes políticos que usted admira tanto. Es curioso que Ziller incorpore como un signo diferenciador de su teatro lo gestual, lo corporal, lo físico. Antes de Ziller el discurso quedaba en manos del conquistador, pero el conquistado podía expresarse, como ya vimos, en la escenografía o la hu­milde utilería del teatro. Más aún: en algunas representaciones aportaba sus danzas y su música. Irrumpía con el gesto, los ademanes, la pantomima, las contorsiones, la acrobacia, la coreografía de un teatro sometido. No podía rescatar la letra, el significado explícito del anti­guo teatro mexicano, pero sí una de sus partes vitales: lo corporal, lo físico. Era la danza que venía de un antiguo ritual, que se adaptaba a la nueva ceremonia; la danza con la memoria del paraíso perdido, la danza del amor y también de la guerra, con sus bailarines emplumados, con el sonido de las pulseras en los tobillos, con los ági­les saltos, los contoneos, las cadencias de la antigua mú­sica. Ella acompañó las representaciones del Teatro de Dios. Aún hoy, como usted habrá podido ver, en los pueblos y hasta en las calles del Distrito Federal, se anti­cipa a los fieles de las procesiones. El Teatro de Dios le­vantó sus tinglados en las iglesias, pero los antiguos me­xicanos entraron en él, le dieron su impronta, su sello. A la vez, los sacerdotes españoles lograron, durante la épo­ca colonial, mediatizar los mensajes implícitos en las danzas y cantos de los aztecas. "Cantan fábulas y anti­guallas que hoy se podrían reformar y darles cosas o a lo divino que canten."

Pedro Orgambide
Aventuras de Edmund Ziller



"Sucede que uno es absolutamente literario. A mí, la literatura me salva de la abusiva realidad."

Pedro Isaac Gdansky Orgambide


"Una vez, de chico, vi a unos hombres de barbas imponentes y empecé a gritar: "¡Los gauchos, los gauchos!". Para qué; pum, recibí un coscorrón. Me corrigieron: aquellos barbudos eran judíos religiosos, algo así como rabinos. Al poco tiempo volví a ver a unos tipos también con barbas imponentes. Ahí no dudé. Grité: "¡Los rabinos, los rabinos!". Pum, otro coscorrón. Me retaron: "Esos son gauchos"."

Pedro Isaac Gdansky Orgambide













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