«¿Cuándo volverán?»
Me han hecho esta pregunta innumerables veces, y me la han hecho las personas que han leído mis libros, entendiendo por «ellos» a los anunnaki, los extraterrestres que llegaron a la Tierra desde su planeta, Nibiru, y que fueron reverenciados como dioses en la antigüedad. ¿Será cuando Nibiru, en su alargada órbita, vuelva a las inmediaciones de la Tierra? ¿Y qué ocurrirá entonces? ¿Habrá oscuridad en mitad del día y la Tierra saltará en pedazos? ¿Habrá paz en la Tierra, o tendrá lugar el Harmaguedón? ¿Habrá un milenio de trastornos y tribulaciones, o acaecerá la Segunda Venida mesiánica? ¿Ocurrirá en 2012, después de 2012, o no ocurrirá?
Se trata de preguntas profundas en las que se combinan las esperanzas y las ansiedades más arraigadas de las personas con las expectativas y las creencias religiosas; preguntas que adquieren realce con los acontecimientos actuales: guerras en las tierras en las que se entrelazaron las vidas de dioses y hombres, amenazas de holocaustos nucleares y la alarmante ferocidad de los desastres naturales. Son preguntas que no me atreví a responder en todos estos años, pero cuya respuesta, ahora, no se puede (no se debe) diferir más.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos, Prefacio
 
 
En estas tres situaciones apocalípticas (las dos que ya han tenido lugar y la que está a punto de tener lugar), la relación física y espiritual entre el cielo y la Tierra fue y sigue siendo un punto clave de los acontecimientos. Los aspectos físicos se manifestaron mediante la existencia en la Tierra de emplazamientos reales que enlazaban la Tierra con los cielos; lugares que se tuvo por cruciales, que fueron focos de los acontecimientos; mientras que los aspectos espirituales se manifestaron en lo que llamamos religiones. En los tres casos, ocupó un punto central el cambio de relación entre el Hombre y Dios, salvo cuando, en tomo a 2100 a. C., la humanidad se enfrentó al primero de estos trastornos, en el cual la relación era entre los hombres y los dioses, en plural.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Según los textos sumerios, los anunnaki establecieron la realeza (la civilización y sus instituciones, como bien se pudo ver en Mesopotamia) como un nuevo orden en sus relaciones con la humanidad, en el que los reyes/sacerdotes servían tanto de enlace como de separación entre dioses y hombres. Pero, si uno echa la vista atrás en esta aparente «edad dorada» de los asuntos entre dioses y hombres, se le hace patente que los asuntos de los dioses dominaron y determinaron constantemente los asuntos de los hombres, así como el destino de la humanidad. Ensombreciéndolo todo estuvo la determinación de Marduk/Ra de reparar la injusticia cometida con su padre Ea/Enki cuando, siguiendo las normas de sucesión de los anunnaki, se declaró a Enlil, y no a Enki, heredero legal de su padre Anu, soberano de su planeta natal, Nibiru.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En tiempos antediluvianos, se encontraba en Nippur el centro de control de misiones, el puesto de mando de Enlil, donde éste había ubicado el DUR.AN.KI, el enlace Cielo-Tierra, para las comunicaciones con el planeta madre, Nibiru, y con las naves espaciales que les conectaban. (Después del Diluvio, estas funciones se reubicaron en un lugar que posteriormente sería conocido como Jerusalén). Su posición central, equidistante del resto de centros del E.DIN, se consideraba también equidistante de las «cuatro esquinas de la Tierra», y le otorgaba su apodo de «Ombligo de la Tierra». En un himno dedicado a Enlil, se referían a Nippur y a sus funciones de este modo: Enlil, cuando tú designaste los asentamientos divinos en la Tierra, levantaste Nippur como tu propia ciudad… Tú fundaste el Dur-An-Ki en el centro de las cuatro esquinas de la Tierra. El término «las cuatro esquinas de la Tierra» se encuentra también en la Biblia; y cuando Jerusalén sustituyó a Nippur como centro de control de misiones después del Diluvio, también recibió el apodo de Ombligo de la Tierra. En sumerio, el término que se traduce por las cuatro regiones de la Tierra es UB, aunque también se le encuentra como AN.UB, las cuatro «esquinas» celestes; siendo en este caso un término astronómico relacionado con el calendario. Se utilizaba para referirse a los cuatro puntos del ciclo anual Tierra-Sol, que denominamos actualmente como solsticio de verano, solsticio de invierno y los dos puntos de cruce del ecuador: el equinoccio de primavera y el equinoccio de otoño.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Fue Enki el primero en agrupar las estrellas que se podían observar desde la Tierra en «constelaciones», y fue él quien dividió los cielos en los cuales la Tierra circunda al Sol en doce partes, que es lo que desde entonces llamamos círculo zodiacal de las constelaciones…
Este fenómeno, llamado precesión de los equinoccios, o simplemente precesión, se deriva del hecho de que, cuando la Tierra completa una órbita anual alrededor del Sol, no vuelve al mismo punto exacto del cielo. Hay un ligero retraso, un retraso ligerísimo, de un grado (de los 360 grados que tiene el círculo) cada 72 años. Fue Enki el primero en agrupar las estrellas que se podían observar desde la Tierra en «constelaciones», y fue él quien dividió los cielos en los cuales la Tierra circunda al Sol en doce partes, que es lo que desde entonces llamamos círculo zodiacal de las constelaciones. Dado que cada duodécima parte del círculo ocupa 30 grados del arco celeste, el retraso o cambio precesional de una casa zodiacal a otra ocurre (matemáticamente) cada 2160 años (72 x 30), lo que da lugar así pues a un ciclo zodiacal completo de 25 920 años (2160 x 12). Para guía del lector, se han añadido aquí las fechas aproximadas de las eras zodiacales (siguiendo la división igualitaria en doce partes y no las observaciones astronómicas reales). El que éste fuera un logro realizado en una época previa a las civilizaciones de la humanidad queda atestiguado por el hecho de que se aplicara un calendario zodiacal a las primeras estancias de Enki en la Tierra (cuando a las dos primeras casas zodiacales se les dio nombre en su honor); no fue el logro de un astrónomo griego (Hiparco) del siglo III a. C., como muchos libros de texto sugieren todavía; y esto lo demuestra el hecho de que las doce casas zodiacales ya fueran conocidas para los sumerios milenios antes por los mismos nombres y las mismas representaciones con que se conocen hoy en día.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
 
Los textos disponibles no ofrecen razón alguna sobre por qué Marduk eligió aquel lugar en concreto, a orillas del Éufrates, para establecer su nuevo cuartel general, pero su ubicación nos ofrece una pista: estaba situado entre la reconstruida Nippur (el centro de control de misiones antediluviano) y la reconstruida Sippar (el espaciopuerto antediluviano de los anunnaki), de modo que lo que Marduk quizás tuvo en mente era construir unas instalaciones que pudieran cumplir ambas funciones. Un mapa posterior de Babilonia, dibujado sobre una tablilla de arcilla, lo representa como un «ombligo de la Tierra», semejante al título-función original de Nippur. El nombre que Marduk le dio al lugar, Bab-Ili en acadio, significaba «pórtico de los dioses», un lugar desde el cual los dioses podían ascender y descender, y donde la principal instalación iba a ser «una torre cuya cúspide llegue a los cielos» … ¡una torre de lanzamiento!
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Después de llegar al bosque, presenciaron durante la noche el lanzamiento de un cohete. Así es como lo describió Gilgamesh: ¡La visión que tuve fue completamente aterradora! Los cielos gritaron, la tierra tronó; se fue la luz del día, llegó la oscuridad. Un relámpago brilló, una llama se encendió. Las nubes se hincharon, ¡llovió muerte! Después, el fulgor se desvaneció; el fuego se apagó. Y todo lo que había caído se había convertido en cenizas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En los anales del Hombre en la Tierra, el siglo XXI a. C. vio en el Oriente Próximo de la antigüedad uno de los capítulos más gloriosos de la civilización, conocido como el período de Ur III. Pero fue, al mismo tiempo, un período de lo más difícil y demoledor, pues presenció el fin de Sumer bajo una fatídica nube nuclear. Y, después de eso, ya nada volvió a ser igual.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
El texto pretende que estas profecías se las hizo al rey Sneferu un «gran sacerdote-vidente» llamado Nefer-rohu, «un hombre de clase, un escriba competente con sus dedos». Convocado por el rey para que le predijera el futuro, Nefer-rohu «extendió la mano para tomar la caja de los utensilios de escritura, sacó un rollo de papiro» y, luego, se puso a escribir lo que había visto de un modo muy similar al de Nostradamus:
 
Mirad, hay algo acerca de lo cual hablan los hombres;
es aterrador…
Lo que se hará nunca se hizo antes.
La Tierra está completamente destruida.
Las tierras arruinadas, no quedan restos.
La gente no puede ver la luz del sol,
nadie puede vivir con esas nubes que les cubren,
el viento del sur se opone al viento del norte.
Los ríos de Egipto están vacíos…
Ra debe establecer de nuevo los cimientos de la Tierra.
 
Antes de que Ra pueda restablecer «los cimientos de la Tierra», habrá invasiones, guerras, derramamientos de sangre. Luego, una nueva era de paz, de tranquilidad y de justicia seguirá. La traerá lo que hemos dado en llamar un salvador, un mesías:
 
Luego, he aquí que vendrá un soberano,
Ameni («El Desconocido»),
El Triunfante, se le llamará.
El Hijo-Hombre será su nombre por siempre jamás…
La fechoría será erradicada;
en su lugar vendrá la justicia;
la gente de su época se regocijará.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el momento en que, en el cielo,
los destinos en la Tierra se determinen,
«Lagash levantará su cabeza hacia los cielos
de acuerdo con la Gran Tablilla de los Destinos»,
decidió Enlil en favor de Ninurta.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
De las sorprendentes circunstancias que rodearon el anuncio, la planificación, la construcción y la consagración del E.NINNU («Casa/ Templo de los Cincuenta») se da cuenta con todo lujo de detalles en las inscripciones de Gudea, que se descubrieron en las ruinas de Lagash (un lugar llamado ahora Tello) y que se citan ampliamente en los libros de Las crónicas de la Tierra. Lo que emerge de estos detallados registros (inscritos en dos cilindros de arcilla con una clara escritura cuneiforme sumeria) es el hecho de que, desde el anuncio hasta la consagración, cada paso y cada detalle del nuevo templo vino dictado por aspectos celestes.
Estos aspectos celestes tan especiales tenían que ver con los detalles temporales de la construcción del templo: era el momento, como las líneas iniciales de las inscripciones declaran, en que «los destinos de la Tierra se determinan en los cielos»:
 
En el momento en que, en el cielo,
los destinos en la Tierra se determinen,
«Lagash levantará su cabeza hacia los cielos
de acuerdo con la Gran Tablilla de los Destinos»,
decidió Enlil en favor de Ninurta.
 
Ese momento especial en que los destinos de la Tierra se determinaban en los cielos era lo que hemos llamado el tiempo celeste, el reloj zodiacal. Y se hace evidente que tal estimación estaba relacionada con el día del equinoccio, si nos atenemos al resto del relato de Gudea, así como al nombre egipcio de Thot, Tehuti, El Equilibrador (del día y la noche), el que «Tira del Cordón» para orientar un nuevo templo. Tales consideraciones celestes dominaron el proyecto del Eninnu desde el principio hasta el final.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 

El nuevo templo, le dijo a Gudea, «se verá desde muy lejos; su aterradora visión llegará hasta los cielos; la adoración de mi templo se extenderá a todas las tierras, su nombre celestial se proclamará en todos los países, hasta los confines de la Tierra…
 
En Magan y Meluhla hará que la gente [diga]:
Ningirsu [el “Señor del Girsu”],
el Gran Héroe de las Tierras de Enlil,
es un dios sin igual;
él es el señor de toda la Tierra».
 
Magan y Meluhla eran los nombres sumerios de Egipto y de Nubia, las Dos Tierras de los dioses de Egipto, El Eninnu tenía por propósito establecer, incluso allí, en las tierras de Marduk, la superioridad del señorío de Ninurta: «un dios sin igual, el señor de toda la Tierra».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Al igual que Stonehenge, en las islas británicas, lo construido en Lagash ofrecía señales de piedra para las observaciones solares de los solsticios y los equinoccios, pero el principal rasgo externo era la creación de una línea de visión a partir de una piedra central, que pasaba después entre dos pilares de piedra, para bajar luego por la avenida hasta otra piedra. Esta línea de visión, exactamente orientada cuando se planificó, permitía determinar, en el momento de la salida helíaca, en qué constelación zodiacal aparecía el Sol. Y ése era el principal objetivo de todo el complejo: determinar la era zodiacal a través de una observación precisa.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el siglo XXI a. C., el tiempo celeste y el tiempo mesiánico no coincidieron.
Ve en paz y vuelve cuando los cielos declaren tu Era, le dijo Nergal a Marduk. Claudicando ante su destino, Marduk se fue, pero no se fue demasiado lejos.
Y con él, como emisario, portavoz y heraldo, iba su hijo, cuya madre era una mujer terrestre.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
A diferencia de los enfrentados Ninurta y Marduk, que no dejaban de ser «inmigrantes» en la Tierra desde su Nibiru natal, Nannar/Sin había nacido en la Tierra. No sólo era el primogénito de Enlil en la Tierra, sino que era el primero de la primera generación de dioses nacidos en la Tierra. Sus hijos, los gemelos Utu/Shamash e Inanna/Ishtar, y su hermana Ereshkigal, que pertenecían a la tercera generación de dioses, habían nacido todos en la Tierra. Eran dioses, pero también eran nativos de la Tierra. Sin duda, todo esto se tomaría en consideración a la hora de forcejear por las lealtades del pueblo.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El que los jóvenes anunnaki tomaran a mujeres terrestres como esposas no debería de sorprender, pues aparece registrado en la Biblia, de modo que cualquiera lo puede leer. Lo que no se conoce mucho, ni siquiera entre los expertos, porque la información se halla en textos ignorados y ha de verificarse a partir de la compleja lista de dioses, es el hecho de que fue Marduk el que sentó el precedente que, más tarde, seguirían «los hijos de los dioses»:
 
Y sucedió,
cuando los terrestres comenzaron a aumentar en número
sobre la Tierra
y les nacieron hijas,
que los hijos de los Elohim
vieron que las hijas de El Adán
les eran compatibles;
y tomaron para sí esposas
de entre las que elegían.
Génesis 6,1-2.
 
La explicación bíblica de las razones del Diluvio, que aparecen en los ocho primeros versículos, versículos enigmáticos, del capítulo 6 del Génesis apuntan claramente a los matrimonios mixtos y su consiguiente descendencia como causa de la cólera divina:
 
Los Nefilim existían en la Tierra
en aquellos días, y también después,
cuando los hijos de los Elohim
se unían a las hijas de El Adán
y tenían hijos con ellas.
 
(Mis lectores quizás recuerden que eso era lo que yo me preguntaba cuando iba a la escuela, siendo niño: ¿por qué nefilim, que significa literalmente «Aquellos que han bajado», que descendieron [del cielo a la Tierra], se traducía normalmente por «gigantes»? Fue mucho después cuando me di cuenta [y aventuré] de que la palabra hebrea que significa «gigantes», anakim, era en realidad una interpretación distorsionada de la palabra sumeria anunnaki).
La Biblia deja suficientemente claro que estos matrimonios mixtos (el «tomar esposas») entre los jóvenes «hijos de los dioses» (hijos de los Elohim, los Nefilim) y las hembras terrestres («hijas de El Adán») fue la razón que tuvo Dios para buscar el fin de la humanidad a través del Diluvio: «Mi espíritu ya no morará más en el Hombre, pues en su carne han errado… Y Dios se arrepintió de haber forjado a El Adán en la Tierra, y se sintió turbado, y dijo: “Borraré a El Adán que he creado de la faz de la Tierra”».
Los textos sumerios y acadios que cuentan la historia del Diluvio dicen que fueron dos los dioses implicados en este drama: fue Enlil quien buscaba la destrucción de la humanidad con el Diluvio, mientras que Enki se confabuló para impedirlo, dándole instrucciones a «Noé» para que construyera el arca salvadora. Si profundizamos en los detalles, nos daremos cuenta de que la cólera de Enlil de «¡Hasta aquí hemos llegado!», por una parte, y las contramedidas de Enki, por la otra, no era simplemente una cuestión de principios. Pues fue el mismo Enki el que comenzó a copular con hembras terrestres y a tener hijos con ellas, y fue Marduk, el hijo de Enki, quien abrió el camino y sentó el precedente para el matrimonio con ellas…
Para cuando la Misión Tierra era ya plenamente operativa, los anunnaki apostados en la Tierra ascendían a seiscientos; por otra parte, otros trescientos, conocidos como los IGI.GI («Aquellos que observan y ven») tripulaban una estación de paso planetaria (¡en Marte!) y el puente espacial de naves que circulaban entre los dos planetas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Y sucedió que, un día, Marduk se lamentaba ante su madre de que, mientras a sus compañeros se les habían asignado esposas, a él no se le había asignado una: «No tengo esposa, no tengo hijos»; y luego le dijo que se había encariñado de la hija de un «sumo sacerdote, un músico consumado» (existen razones para creer que era un hombre elegido, llamado Enmeduranki en los textos sumerios, el equivalente del bíblico Henoc). Tras confirmar que la mujer terrestre (que se llamaba Tsarpanit) estaba de acuerdo con la unión, los padres de Marduk accedieron a la boda.
El matrimonio tuvo sus frutos en un hijo. Le llamaron EN.SAG, «Señor Elevado». Pero, a diferencia de Adapa, que era un semidiós terrestre, el hijo de Marduk fue incluido en las listas de los dioses sumerios, donde se le llamaba también «el divino MESH», término que, al igual que en GilgaMESH, se utilizaba para designar a un semidiós. Fue, por tanto, el primer semidiós reconocido como dios. Más tarde, cuando dirigiera a las masas de humanos en nombre de su padre, se le daría el nombre-epíteto de Nabu, el Portavoz, el Profeta, pues ése es el significado literal de la palabra, al igual que ocurre con la palabra hebrea bíblica Nabih, que se traduce como «profeta».
Nabu era, así pues, el dios-hijo y el Adán-hijo de las escrituras de la antigüedad, aquél cuyo propio nombre significaba profeta. Como en las profecías egipcias citadas anteriormente, su nombre y su papel se llegarían a vincular con las expectativas mesiánicas.
Y así fue que, en los días previos al Diluvio, Marduk sentó un precedente para el resto de jóvenes dioses que no estaban casados: buscar una mujer terrestre y casarse con ella… La ruptura del tabú resultó ser especialmente atractiva para los dioses igigi, que se pasaban la mayor parte del tiempo en Marte, con su principal estación en la Tierra en el Lugar de Aterrizaje, en las Montañas de los Cedros. Buscando una oportunidad (quizás cuando se les invitó a ir a la Tierra para celebrar la boda de Marduk), se hicieron con un buen número de mujeres terrestres y se las llevaron como esposas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los compiladores de la Biblia hebrea, a pesar de sus esfuerzos por encajar las fuentes sumerias (que hablaban de la rivalidad y los enfrentamientos entre Enlil y Enki) en un marco monoteísta (la creencia en un único Dios todopoderoso), terminaron aquella sección en el capítulo 6 del Génesis con el reconocimiento de lo que ocurrió en realidad. Al hablar de los descendientes de aquellos matrimonios, la Biblia admite dos cosas: una, que los matrimonios mixtos tuvieron lugar en los días anteriores al Diluvio, «y también después»; y dos, que aquellos descendientes fueron «los héroes de la antigüedad, hombres famosos». Los textos sumerios indican que los heroicos reyes posdiluvianos eran, en realidad, tales semidioses.
Pero no sólo hubo descendientes de Enki y de su clan; en ocasiones, los reyes de la región enlilita eran hijos de dioses enlilitas. Por ejemplo, en La lista de los reyes sumerios se dice con toda claridad que, cuando comenzó la realeza en Uruk (un dominio enlilita), el elegido para la realeza fue un MESH, un semidiós:
 
Meskiaggasher, hijo de Utu,
se convirtió en sumo sacerdote y rey.
 
Utu era, cómo no, el dios Utu/Shamash, nieto de Enlil. Descendiendo por la línea dinástica, nos encontramos con el famoso Gilgamesh, «dos terceras parte de él divino», hijo de la diosa enlilita Ninsun y del sumo sacerdote de Uruk, un terrestre. Y, si seguimos la línea dinástica, veremos que hubo varios reyes más, tanto en Uruk como en Ur, que llevaron el título de «Mesh» o «Mes».
También en Egipto hubo faraones que reivindicaron su parentesco divino. Muchos de los faraones de las Dinastías XVIII y XIX adoptaron nombres teofóricos, con el prefijo o sufijo MSS (abreviatura de Mes, Mose, Meses), que significaba «progenie de» éste o de aquel dios, como por ejemplo en los nombres Ah-mes o Ra-mses (RA-MeSeS, «progenie de», descendiente de, el dios Ra). La famosa reina Hatshepsut, que, aun siendo mujer, adoptó el título y los privilegios de un faraón, reivindicó ese derecho en virtud de ser una semidiosa. En las inscripciones y en las representaciones de su inmenso templo de Deir el Bahri, se afirmaba que el gran dios Amón «tomó la forma de su majestad el rey», el marido de su madre, la reina, «y mantuvo relaciones sexuales con ella», engendrando así a Hatshepsut. Los textos cananeos hablan también de Keret, un rey que era hijo del dios El.
Una variante curiosa de estas costumbres de reyes-semidioses fue la de Eannatum, un rey sumerio que gobernó en Lagash durante los primitivos tiempos «heroicos». En una inscripción de este rey, que se encontró en un monumento suyo bien conocido (la Estela de los Buitres), se atribuye su estatus de semidiós a la inseminación artificial de Ninurta (el Señor del Girsu, el recinto sagrado), y a la ayuda de Inanna/Ishtar y de Ninmah (que aparece aquí con su epíteto de Ninharsag):
 
El Señor Ningirsu, guerrero de Enlil,
implantó el semen de Enlil para Eannatum
en el útero de […].
Inanna acompañó su [nacimiento],
le llamó «Digno del templo de Eanna»,
lo puso en el sagrado regazo de Ninharsag.
Ninharsag le ofreció su pecho sagrado.
Ningirsu se regocijó con Eannatum,
Ningirsu implantó el semen en el útero.
 
Aunque la referencia al «semen de Enlil» no deja claro si el propio semen de Ninurta/Ningirsu se considera aquí «semen de Enlil» por ser el primogénito de Enlil, o si se utilizó realmente el semen de Enlil para la inseminación (lo cual resulta dudoso), lo que sí deja patente la inscripción es que la madre de Eannatum (cuyo nombre en la estela es ilegible) fue fecundada artificialmente, de tal modo que el semidiós se concibió sin una verdadera relación sexual; ¡un caso de inmaculada concepción en Sumer, en el tercer milenio a.C.!
El hecho de que los dioses estaban familiarizados con la inseminación artificial viene corroborado en los textos egipcios, según los cuales, tras el asesinato y la desmembración de Osiris a manos de Set, el dios Thot extrajo semen del falo de Osiris y fecundó con él a la esposa de éste, Isis, que engendró así al dios Horus. Hay una representación de la hazaña que muestra a Thot y a las diosas del nacimiento sosteniendo las dos hebras de ADN que se utilizaron, y a Isis con el recién nacido Horus en brazos.
Por tanto, es evidente que, después del Diluvio, los enlilitas aceptaron también los emparejamientos con mujeres terrestres, y consideraron adecuados para la realeza a sus descendientes, «los héroes, hombres famosos».
Así comenzaron los «linajes de sangre real» de los semidioses.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Cuando llegaron a Ur las noticias de la derrota y de la trágica muerte de Ur-Nammu, se levantó un gran lamento en la ciudad. El pueblo no podía comprender cómo un rey tan devoto y religioso, un pastor justo que sólo seguía las directrices de los dioses, con las armas que ellos habían puesto en sus manos, podía perecer de forma tan ignominiosa. «¿Por qué no lo tomó de su mano el Señor Nannar?», preguntaban. «¿Por qué Inanna, Dama del Cielo, no puso su noble brazo en torno a su cabeza? ¿Por qué el valiente Utu no le ayudó?».
Los sumerios, que creían que todo lo que sucede estaba predestinado, se preguntaban, «¿Por qué estos dioses se hicieron a un lado cuando se decidió el amargo destino de Ur-Nammu?». Sin duda, aquellos dioses, Nannar y sus hijos gemelos, sabían lo que Anu y Enlil habían determinado; sin embargo, no dijeron nada para proteger a Ur-Nammu. Sólo había una explicación posible, concluyó el pueblo de Ur y de Sumer, mientras lloraban y se lamentaban: los grandes dioses deben de haber regresado a su mundo…
 
¡Cómo ha cambiado el destino del héroe!
Anu mudó su sagrada palabra.
¡Enlil cambió falsamente su decreto!
 
¡Son palabras duras, que acusan a los grandes dioses enlilitas de engaño y traición! Esas antiquísimas palabras transmiten hasta dónde llegó la decepción del pueblo.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En la pugna por el corazón y la mente de la humanidad, los enlilitas estaban vacilando. Nabu, el «portavoz», intensificó la campaña en nombre de su padre Marduk. Su propio prestigio había aumentado y se había transformado; ahora glorificaban su divinidad con una gran variedad de epítetos de veneración. Inspirándose en Nabu (el Nabih, el Profeta), las profecías sobre el futuro, sobre lo que iba a ocurrir, comenzaron a difundirse por los países en contienda.
Sabemos lo que decían porque se han encontrado varias tablillas de arcilla en las cuales se inscribieron estas profecías. Escritas en babilonio antiguo cuneiforme, los expertos las han agrupado en Profecías acadias y Apocalipsis acadios. En todas ellas se percibe la idea de que el pasado, el presente y el futuro forman parte de un flujo continuo de acontecimientos; de que, dentro de un destino preordenado, existe aun así espacio para el libre albedrío y, por tanto, para una variación en el destino; de que, para la humanidad, eran los dioses del cielo y de la Tierra los que lo decretaban o determinaban; y que, por tanto, los acontecimientos en la Tierra son un reflejo de acontecimientos en los cielos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Al igual que en el caso de las profecías egipcias, la mayoría de los expertos califican también a las «profecías acadias» como de «seudo-profecías» o textos post adventum , es decir, creen que se escribieron mucho después de los acontecimientos «predichos»; pero, como ya hemos indicado en lo referente a los textos egipcios, decir que los acontecimientos no fueron profetizados porque ya habían ocurrido no es más que reafirmar que los acontecimientos, per se, ocurrieron (tanto si se predijeron como si no), y eso es precisamente lo que más nos importa a nosotros. Significa que las profecías se hicieron realidad. Y, si es así, lo más escalofriante es la predicción (en un texto conocido como Profecía «B»): El Arma Aterradora de Erra a las tierras y al pueblo vendrá a juzgar. Una profecía ciertamente escalofriante pues, antes de que terminara el siglo XXI a. C., tuvo lugar «el juicio sobre las tierras y los pueblos», cuando el dios Erra («el Aniquilador», un epíteto de Nergal) desencadenó un holocausto nuclear que hizo realidad las profecías.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Las fuentes antiguas indican que, desde la seguridad de la región sagrada, Nabu se aventuró a adentrarse en las tierras y en las ciudades que había a lo largo de la costa mediterránea, incluso en algunas islas del Mediterráneo, difundiendo por todas partes el mensaje de la inminente supremacía de Marduk. Era él, por tanto, el enigmático «Hijo-Hombre» de las profecías egipcias y acadias, el hijo divino que era también un Hijo-Hombre, el hijo de un dios y de una mujer terrestre.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La razón por la cual lo Divino en el cielo, que hace el cielo, es amor, es que el amor es una conjunción espiritual; une los ángeles al Señor y los une entre sí mutuamente, los entreúne de manera que todos forman una sola entidad ante la vista del Señor. Además, el amor es el Ser mismo de la vida de cada uno; de él viene por lo tanto la vida del ángel y también la vida del hombre. Que lo más íntimo de la vida del hombre viene del amor puede saberlo todo él que reflexiona; porque por la presencia del mismo siente calor, por su ausencia frío, y por su privación se muere. Pero hay que saber que tal como es la vida de cada uno, tal es su amor.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Si sincronizamos la cronología bíblica, la sumeria y la egipcia (tal como hicimos en La guerra de los dioses y los hombres), llegaremos al año 2123 a. C. como fecha de nacimiento de Abraham. La decisión de los dioses de hacer del centro de culto de Nannar/Sin, Ur, la capital de Sumer y la entronización de Ur-Nammu tuvieron lugar en el año 2113 a. C. Poco después, los sacerdocios de Nippur y de Ur se combinaron por vez primera, y es muy probable que fuera entonces cuando el sacerdote nipuriano Tirhu se trasladó con su familia, en la que estaba su hijo Abram, de diez años, para servir en el templo de Nannar en Ur.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El asiriólogo Theophilus Pinches fue el primero en llamar la atención de los expertos sobre el grupo de tablillas denominadas Los textos de Kedorlaomer, en una conferencia pronunciada en el Victoria Institute de Londres, en 1897. En estas tablillas se describen claramente los mismos acontecimientos que constituyen la gran guerra internacional del capítulo 14 del Génesis, aunque con mucho más detalle; es bastante posible, de hecho, que estas tablillas constituyeran la fuente de los autores bíblicos. En ellas, se identifica a «Kedorlaomer, rey de Elam» como el rey elamita Kudur-Laghamar, del que tenemos constancia por registros históricos. «Aryok» ha sido identificado como ERI.AKU («Sirviente del dios Luna»), que reinó en la ciudad de Larsa (la bíblica Ellasar); y Tidal se ha identificado como Tud-Ghula, un vasallo del rey de Elam.
A lo largo de los años, se ha debatido mucho sobre la identidad de «Amrafel, rey de Senaar», y se han hecho multitud de sugerencias, incluso la de identificarle con Hammurabi, un rey babilonio que vivió varios siglos después. Senaar era el nombre bíblico de Sumer, no de Babilonia, de modo que, ¿quién era el rey de Sumer en tiempos de Abraham? En La guerra de los dioses y los hombres, he sugerido convincentemente que la palabra hebrea no debería haberse leído como Amra-Phel, sino como Amar-Phel, del sumerio AMAR. PAL (una variante de AMAR.SIN), cuyas fórmulas de fechas atestiguan que, ciertamente, en 2041 a. C., puso en marcha la Guerra de los Reyes.
Esta coalición de la que habla la Biblia, plenamente identificada ya, estuvo dirigida por los elamitas, detalle corroborado por los datos mesopotámicos, que destacan la reemergencia del liderazgo de Ninurta en la contienda. La Biblia también fecha esta invasión de Kedorlaomer, indicando que tuvo lugar catorce años después de la anterior incursión elamita en Canaán, otro detalle que se adecúa a los datos de tiempos de Shulgi.
Sin embargo, la ruta de la invasión fue diferente en esta ocasión: atajando distancias en Mesopotamia mediante el arriesgado paso de una franja del desierto, los invasores evitaron las zonas costeras del Mediterráneo, densamente pobladas, al descender por la ribera oriental del río Jordán. La Biblia hace una relación de los lugares donde se dirimieron las batallas y quiénes, entre las fuerzas enlilitas, combatieron allí; la información indica que se intentaron saldar cuentas con antiguos adversarios (los descendientes de los matrimonios mixtos de los igigi, e incluso los descendientes de Zu, el Usurpador), que evidentemente dieron su apoyo a los levantamientos contra los enlilitas. Pero no se perdió de vista el objetivo principal: el espaciopuerto. Las fuerzas invasoras siguieron lo que desde tiempos bíblicos se conoce como la Calzada del Rey, que discurre de norte a sur por la ribera oriental del Jordán. Pero cuando viraron hacia el oeste, en dirección a la entrada de la península del Sinaí, se encontraron con unas fuerzas que les bloquearon el paso: Abraham y sus caballeros.
Los textos de Kedorlaomer dicen que el camino estaba bloqueado en la ciudad que se halla a las puertas de la península, la ciudad de Dur-Mah-Ilani («el gran lugar fortificado de los dioses»), que la Biblia denomina Cadés Barnea:
 
El hijo del sacerdote,
a quien los dioses habían ungido en verdadero consejo,
el saqueo ha impedido.
Sugiero que «el hijo del sacerdote», ungido por los dioses, era Abram, el hijo del sacerdote Téraj.
 
En una tablilla de fórmulas de fechas perteneciente a Amar-Sin, inscrita en ambos lados, se alardea de la destrucción de NEIB. RU.UM, «el lugar de pastoreo de Ibru’um». De hecho, no hubo batalla a las puertas del espaciopuerto; la mera presencia de las fuerzas de choque de Abram persuadió a los invasores para que dieran la vuelta, en busca de objetivos más ricos y lucrativos. Pero si la referencia que se hace es ciertamente a Abram, con su nombre, nos ofrece una vez más una extraordinaria corroboración extrabíblica del registro patriarcal, a despecho de quién se atribuyera la victoria.
Frustrados en su intento de penetrar en la península del Sinaí, el Ejército del Este enfiló hacia el norte. El mar Muerto era entonces más pequeño; el actual apéndice sur aún no estaba sumergido, y era entonces una rica y fértil llanura, con granjas, campos de labranza y centros de comercio.
Entre las poblaciones de la región había cinco ciudades, entre las que estaban las infames Sodoma y Gomorra. Dirigiéndose hacia el norte, los invasores se enfrentaron entonces a las fuerzas combinadas de lo que la Biblia llama «las cinco ciudades pecadoras». Y, según dice la Biblia, fue allí donde los cuatro reyes lucharon y derrotaron a los cinco reyes. Después de saquear las ciudades y tomar cautivos, los invasores emprendieron el regreso, esta vez por la ribera oeste del Jordán.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La utilización de «armas de destrucción masiva» en Oriente Próximo es una de las causas del miedo a que se hagan realidad las profecías del Harmaguedón. Pero lo triste del hecho es que la escalada del conflicto (entre dioses, no entre hombres) llevó a la utilización de armas nucleares, precisamente allí, hace cuatro mil años. Si alguna vez hubo un acto del todo lamentable, y con las consecuencias más inesperadas, ese acto se produjo allí. Es un hecho, y no una ficción, que la primera vez que se utilizaron en la Tierra armas nucleares no fue en 1945 d. C., sino en 2024 a. C. El fatídico acontecimiento se describe en diversos textos de la antigüedad, a partir de los cuales se puede reconstruir y poner en contexto el qué y el cómo, el por qué y el quién.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Desde Jarán, Marduk gritó a los grandes dioses: «¿Hasta cuándo?». ¿Aún no ha llegado mi tiempo?, preguntaba en su autobiografía profética:
 
Oh, grandes dioses, aprended mis secretos
mientras me ciño el cinturón, a la memoria me vienen los recuerdos.
Yo soy el divino Marduk, un gran dios.
Fui desterrado por mis pecados,
a las montañas he ido.
En muchas tierras he errado, vagabundo.
Fui desde donde el sol se eleva hasta donde se pone.
A las tierras altas de Hatti llegué.
En el País de Hatti pedí un oráculo;
en él pregunté: «¿Hasta cuándo?».
 
«En medio de Jarán, veinticuatro años anidé —continuaba Marduk—. ¡Mis días se han completado!». Había llegado el momento, dijo, de emprender el camino hasta su ciudad (Babilonia), «para reconstruir mi templo y establecer mi morada imperecedera». Visionario impenitente, Marduk anhelaba ver su templo, el E.SAG.ILA («templo cuya cabeza es elevada») irguiéndose como una montaña sobre una plataforma en Babilonia, denominándolo «la casa de mi alianza». Anticipaba que Babilonia perduraría para siempre, con un rey de su agrado allí instalado, en una ciudad llena de alegría, una ciudad que Anu bendeciría. Marduk profetizaba que los tiempos mesiánicos «ahuyentarán el mal y la mala suerte, trayendo el amor materno a la humanidad».
El año en que se cumplieron sus veinticuatro años de estancia en Jarán, en 2024 a. C., hacía setenta y dos años que Marduk había accedido a abandonar Babilonia y esperar el oracular tiempo celeste.
El «¿hasta cuándo?» de Marduk a los grandes dioses no era infundado, pues los líderes de los anunnaki se reunían en consejo para consultar de modo constante, tanto formal como informalmente. Alarmado por el empeoramiento de la situación, Enlil regresó apresuradamente a Sumer, y se quedó horrorizado al enterarse de que las cosas habían ido a peor incluso en la misma Nippur. Se convocó a Ninurta para que explicara el porqué de la mala conducta de los elamitas, pero Ninurta le echó toda la culpa a Marduk y a Nabu. Se convocó a Nabu y «Ante los dioses, el hijo de su padre llegó». Su principal acusador era Utu/Shamash, quien, describiendo la grave situación, dijo, «Nabu ha sido el causante de todo esto». Hablando en nombre de su padre, Nabu culpó a Ninurta, y resucitó las antiguas acusaciones contra Nergal en lo referente a la desaparición de los instrumentos de monitorización antediluvianos y el fracaso a la hora de impedir los sacrilegios en Babilonia; se enzarzó en una discusión a voz en grito con Nergal y, «mostrando falta de respeto… a Enlil mal le habló: No hay justicia, se concibió la destrucción, Enlil hizo que se planeara el mal contra Babilonia». Era una acusación sin precedentes contra el Señor del Mando.
Enki intervino, pero lo hizo para defender a su hijo, no para defender a Enlil. ¿De qué se acusaba en realidad a Marduk y a Nabu?, preguntó. Su cólera iba dirigida especialmente contra su hijo Nergal: «¿Por qué sigues oponiéndote?», le preguntó. Ambos discutieron acaloradamente, hasta que Enki le gritó a Nergal que se apartara de su presencia. El consejo de los dioses se disolvió en el desconcierto.
Pero todos aquellos debates, acusaciones y contraacusaciones estaban teniendo lugar frente a un hecho del que todos eran cada vez más conscientes, un hecho al que Marduk se refería como el Oráculo Celeste: con el transcurso del tiempo, con el crucial cambio de un grado en el reloj de las precesiones, la era del Toro, la era zodiacal de Enlil, estaba tocando a su fin, y la era del Carnero, la era de Marduk, se cernía en los cielos. Ninurta pudo verla llegar en su templo del Eninnu, en Lagash (el que Gudea había construido); Ningishzidda/ Thot pudo confirmarlo desde todos los círculos de piedras que había levantado por todas partes en la Tierra; y el pueblo también lo sabía.
Fue entonces cuando Nergal, infamado por Marduk y por Nabu, y rechazado por su padre, Enki, «consultó consigo mismo» y concibió la idea de recurrir a las «terroríficas armas». No sabía dónde estaban escondidas, pero sabía que estaban en la Tierra, guardadas en un lugar subterráneo secreto (según un texto catalogado como CT-xvi, líneas 44-46, en algún lugar de África, en los dominios de su hermano Gibil):
 
Aquellas siete, en las montañas seguían;
en una cavidad dentro de la tierra moraban.
 
Basándonos en nuestro actual nivel de tecnología, podría tratarse de siete ingenios nucleares: «Vestidas con el terror, se precipitaron con un resplandor». Se trajeron involuntariamente a la Tierra desde Nibiru, y se ocultaron mucho tiempo atrás en un lugar seguro y secreto; Enki sabía dónde estaban, pero también lo sabía Enlil.
En un consejo de guerra de los dioses, del cual no avisaron a Enki, se votó seguir la sugerencia de Nergal para darle a Marduk un golpe de castigo. Estaban en comunicación constante con Anu: «Anu a la Tierra las palabras habló, la Tierra a Anu las palabras pronunció». Anu dejó claro que su autorización para llevar a cabo aquel acto sin precedentes se limitaba a privar a Marduk del espaciopuerto del Sinaí, pero que no debían resultar dañados ni los dioses ni el pueblo: «Anu, señor de los dioses, de la Tierra tuvo piedad», afirman los registros antiguos. Los dioses eligieron a Nergal y a Ninurta para llevar a cabo la misión, dejándoles absolutamente claro su alcance limitado y sus condiciones.
Pero no fue eso lo que ocurrió: La «ley de las consecuencias involuntarias» volvió a demostrarse, pero a una escala catastrófica.
Con posterioridad a la catástrofe, que trajo la muerte de multitud de personas y la desolación de Sumer, Nergal le dictó a un escriba de su confianza su propia versión de los hechos, en un intento por exonerarse de la tragedia. Este extenso texto se conoce como La epopeya de Erra, pues cita a Nergal con el epíteto de Erra («el Aniquilador») y a Ninurta como Ishum («el Abrasador»). Y podemos ensamblar la verdadera historia de lo sucedido añadiéndole a este texto información procedente de otras fuentes sumerias, acadias y bíblicas.
Así, nos encontramos con que, en cuanto la decisión estuvo tomada, Nergal se trasladó apresuradamente a los dominios africanos de Gibil para encontrar y recuperar las armas. Ni siquiera esperó a Ninurta que, para su consternación, se enteró de que Nergal estaba haciendo caso omiso de los límites marcados, y que iba a utilizar las armas indiscriminadamente para saldar algunas cuentas personales: «Aniquilaré al hijo, y que el padre lo entierre; luego, mataré al padre, y que nadie lo entierre», fanfarroneaba Nergal.
Mientras discutían, se enteraron de que Nabu no se había quedado sentado: «Desde su templo, dio el paso para dirigir todas sus ciudades, hacia el Gran Mar se encaminó; al Gran Mar entró, se sentó sobre un trono que no era suyo». Nabu no sólo estaba convirtiendo a los habitantes de las ciudades occidentales, ¡estaba apoderándose de las islas del Mediterráneo e instaurándose como soberano! Eso llevó a Nergal/Erra a argüir que la destrucción del espaciopuerto no iba a ser suficiente: Nabu, y las ciudades que se habían puesto de su lado, tenían que recibir el castigo también, ¡tenían que ser destruidos!
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Ahora, con dos objetivos, el equipo Nergal-Ninurta tomó conciencia de que había otro problema: ¿acaso la destrucción del espaciopuerto no haría sonar la alarma, advirtiendo a Nabu y a sus pecadores seguidores para que escaparan? Revisaron sus objetivos y dieron con la solución repartiéndose el trabajo: Ninurta atacaría el espaciopuerto, mientras que Nergal atacaría las «ciudades pecadoras» cercanas. Pero, mientras acordaban todo esto, Ninurta comenzó a dudar de nuevo; insistió en que no sólo habría que advertir previamente a los anunnaki que atendían las instalaciones espaciales, sino que habría que advertir también a algunas personas: «Valeroso Erra —le dijo a Nergal—, ¿acaso vas a destruir a los justos junto con los injustos? ¿Destruirás a aquellos que no han pecado contra ti junto con aquellos otros que sí que han pecado contra ti?».
Los textos antiguos dicen que Ninurta terminó persuadiendo a Nergal/Erra: «Las palabras de Ishum aplacaron a Erra como un aceite fino». Y así, una mañana, Ninurta y Nergal, repartiéndose entre ellos los siete explosivos nucleares, partieron hacia tan trágica misión:
 
El héroe Erra se puso en marcha,
recordando las palabras de Ishum.
Ishum también partió,
de acuerdo con la palabra dada, con el corazón encogido.
 
Los textos de los que podemos disponer llegan incluso a decimos quién fue a cada objetivo: «Ishum al Monte Más Supremo puso su rumbo» (sabemos, por La epopeya de Gilgamesh, que el espaciopuerto estaba junto a este monte). «Ishum levantó la mano: el monte se hizo pedazos… Lo que una vez se elevó hacia Anu para lanzar hizo que se marchitara, su rostro hizo desaparecer, su lugar asoló». Con una sola explosión nuclear, Ninurta arrasó el espaciopuerto y sus instalaciones.
El texto antiguo cuenta después lo que hizo Nergal: «Emulando a Ishum, Erra siguió la Calzada del Rey, acabó con las ciudades, en desolación las convirtió»; su objetivo estaba al sur del mar Muerto; eran las «ciudades pecadoras», cuyos reyes habían formado la alianza contra los reyes del Este.
Y así, en el año 2024 a. C., se arrojaron armas nucleares en la península del Sinaí y en la cercana llanura del mar Muerto; y el espaciopuerto y las cinco ciudades dejaron de existir.
 
Sorprendentemente, aunque no tanto si se comprende la historia de Abraham y su misión de la forma en que la hemos explicado, es en este acontecimiento apocalíptico donde convergen el relato bíblico y los textos mesopotámicos.
Sabemos por los textos mesopotámicos que guardan relación con este evento que, tal como se había establecido, los anunnaki que custodiaban el espaciopuerto fueron advertidos: «Los dos [Nergal y Ninurta], incitados para perpetrar su maldad, hicieron que los guardianes se apartaran; los dioses de aquel lugar lo abandonaron; sus protectores subieron a las alturas del cielo». Pero, mientras los textos mesopotámicos reiteran que «los dos hicieron huir a los dioses, les hicieron huir para no abrasarse», son sin embargo ambiguos en lo referente a si también se avisó con tiempo a las gentes de las ciudades condenadas. Es aquí donde la Biblia proporciona los detalles perdidos. En el Génesis, leemos que tanto Abraham como su sobrino Lot sí que fueron advertidos, pero no el resto de los habitantes de las «ciudades pecadoras».
El relato bíblico, además de arrojar luz sobre los aspectos «catastróficos» del acontecimiento, ofrece detalles que clarifican sorprendentemente muchos aspectos de los dioses en general y de su relación con Abraham en particular. La historia comienza en el capítulo 18 del Génesis, cuando Abraham, por entonces con noventa y nueve años de edad, está descansando en la entrada de su tienda, bajo el cálido sol del mediodía. Abraham «levantó los ojos» y, de repente, vio «a tres individuos parados delante de él». Si bien se les denomina Artashim, «hombres», había algo diferente, algo inusual en ellos, pues Abraham salió rápidamente de la tienda y se postró ante ellos; y, refiriéndose a sí mismo como su siervo, les lavó los pies y les ofreció comida. Finalmente, se nos dice que eran tres seres divinos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El punto de encuentro entre los textos mesopotámicos y el relato bíblico del Génesis en lo referente a la destrucción de Sodoma y Gomorra es, al mismo tiempo, una de las confirmaciones más significativas de la veracidad de la Biblia en general y de la condición y el papel de Abraham en particular; y, sin embargo, es uno de los pasajes que más rehúyen los teólogos y otros expertos, por cuanto el relato de lo acontecido el día anterior, el día en que tres seres divinos («ángeles» que parecían hombres) fueron a visitar a Abraham, encaja demasiado bien con la hipótesis de los «astronautas de la antigüedad». Aquellos que cuestionan la Biblia o que tratan los textos mesopotámicos como simples mitos han intentado explicar la destrucción de Sodoma y Gomorra como una catástrofe natural, cuando la versión bíblica confirma en dos ocasiones que la «destrucción» por «fuego y azufre» no fue una catástrofe natural, sino un evento premeditado, posponible e incluso cancelable : la primera vez, cuando Abraham regateó con el Señor para que perdonara las ciudades, para que no destruyera al justo con el injusto; y la segunda vez cuando su sobrino Lot logró que se pospusiera la destrucción.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Las fotografías de la península del Sinaí realizadas desde el espacio siguen mostrando una gigantesca cavidad y una visible fractura de la superficie de la Tierra allí donde tuvieron lugar las explosiones nucleares. Por toda la zona hay esparcidas hasta el día de hoy restos triturados de rocas quemadas y ennegrecidas, que tienen una proporción extremadamente inusual de isótopos de uranio-235, lo cual indica, según los expertos, la exposición de estas rocas a un inmenso calor repentino de origen nuclear. La destrucción de las ciudades en la llanura del mar Muerto provocó que la costa sur del mar se desmoronara, inundando así la otrora fértil región y llevando a la aparición de un añadido que, hasta el día de hoy, queda separado del resto del mar Muerto por una barrera denominada la Lengua. Las exploraciones de los arqueólogos israelíes en el lecho del mar han revelado la existencia de enigmáticas ruinas sumergidas, pero el reino hachemita de Jordania, en cuya mitad del mar Muerto se hallan las ruinas, no ha permitido posteriores exploraciones. Curiosamente, los textos mesopotámicos confirman el cambio topográfico, e incluso sugieren que el mar se convirtió en mar Muerto como consecuencia de la explosión nuclear. Dicen que Erra, «Socavó el mar, su totalidad dividió; lo que vive en él, hasta los cocodrilos, hizo marchitar». Pero resultó que los dos dioses destruyeron mucho más que el espaciopuerto y las ciudades pecadoras. Como consecuencia de las explosiones nucleares. Una tormenta, el Viento Maligno, recorrió los cielos. Y comenzó una reacción en cadena de consecuencias imprevistas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Las ciudades sumerias, una tras otra, se relacionan en los textos como «abandonadas», sin dioses, sin gente, sin animales. Los expertos, desconcertados, se preguntaban si habría acaecido alguna «grave catástrofe», una misteriosa calamidad que había afectado a la totalidad de Sumer. ¿Qué podría ser? La respuesta al enigma estaba justo ahí, en los mismos textos: Se lo llevó el viento
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Que el hecho de que el Viento Maligno tuviera su origen en una explosión nuclear en la península del Sinaí y en sus cercanías queda claro cuando los textos afirman que los dioses sabían su origen y su causa: una deflagración, una explosión:
 
Una explosión maligna anunció la siniestra tormenta,
una explosión maligna fue su precursora.
Poderosos descendientes, hijos valerosos,
fueron los heraldos de la peste.
 
Los autores de los textos de lamentaciones, los mismos dioses, nos dejaron un registro vivo de lo sucedido. Tan pronto como Ninurta y Nergal lanzaron las terroríficas armas desde el cielo, «esparcieron rayos aterradores, abrasándolo todo como el fuego». La tormenta resultante «se creó en un destello relampagueante». Después, se elevó en el cielo una «densa nube fatal» (el “hongo” atómico), seguido de «fuertes ráfagas de viento… una tempestad que abrasa los cielos». Fue un día difícil de olvidar:
 
Aquel día,
cuando el cielo crujió
y la Tierra fue herida,
arrasada su faz por el remolino,
cuando los cielos se oscurecieron
y cubrieron como con una sombra.
Aquel día nació el Viento Maligno.
 
Los distintos textos atribuyen el venenoso remolino a la explosión habida en «el lugar donde los dioses ascienden y descienden», a la destrucción del espaciopuerto, más que a la destrucción de las «ciudades pecadoras». Fue allí, «en medio de las montañas», donde el hongo nuclear se elevó con un destello brillante; y fue de allí desde donde los vientos predominantes, procedentes del Mediterráneo, transportaron la venenosa nube nuclear hacia el este, hacia Sumer, donde no hubo destrucción, pero sí una silenciosa aniquilación, que llevó la muerte a todos los seres vivos a través del aire envenenado.
Es evidente en todos los textos relevantes que, con la posible excepción de Enki, que protestó y advirtió de los peligros de la utilización de las armas terroríficas, ninguno de los dioses implicados esperaba que fuera a suceder lo que sucedió finalmente. La mayoría de ellos había nacido en la Tierra; y, para ellos, los relatos de guerras nucleares en Nibiru eran cuentos de ancianos. ¿Acaso Anu, que lo debía de saber mejor, pensó que quizás las armas, ocultas durante tanto tiempo, no funcionarían? ¿Acaso Enlil y Ninurta, que habían venido de Nibiru, dieron por supuesto que los vientos, si es que los había, llevarían la nube atómica hacia los desiertos desolados que forman actualmente Arabia? No hay una respuesta satisfactoria para esto; los textos solo dicen que «los grandes dioses palidecieron ante la inmensidad de la tormenta». Pero está claro que, en cuanto se dieron cuenta de la dirección de los vientos y de la intensidad del veneno atómico, hicieron sonar la alarma en todos aquellos lugares que se encontraban en el camino de la nube, y advirtieron a dioses y hombres que huyeran para salvar la vida.
El pánico, el miedo y la confusión que se apoderaron de Sumer y de sus ciudades cuando sonó la alarma se describen vivamente en una serie de textos de lamentaciones, como La lamentación de Ur, La lamentación por la desolación de Ur y de Sumer, La lamentación de Nippur; La lamentación de Uruk y otros. Por lo que respecta a los dioses, parece que en general hubo un «cada uno que se las apañe»; haciendo uso de sus diversas naves, partieron por aire o por agua para apartarse del camino del viento. En cuanto al pueblo, los dioses hicieron sonar la alarma antes de huir. Como se describe en La lamentación de Uruk, «¡Levantaos! ¡Huid! ¡Ocultaos en la estepa!», les dijeron en mitad de la noche. «Presos del terror, los ciudadanos leales de Uruk» huyeron para salvar la vida, pero el Viento Maligno los alcanzó de todos modos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
«¡Oh, templo de Nannar en Ur, cuán amarga es tu desolación!», lloraban los poemas de lamentación; «¡Oh, Ningal, cuya tierra ha perecido, haz tu corazón como agua!».
 
La ciudad se ha convertido en una ciudad extraña,
¿cómo se puede vivir ahora?
La casa se ha convertido en una casa de lágrimas,
y hace mi corazón como agua.
Ur y sus templos han sido
entregados al Viento.
 
Después de dos mil años de esplendor, la gran civilización sumeria se fue con el viento.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En los últimos años, a los arqueólogos se les han unido los geólogos, los climatólogos y demás expertos en ciencias terrestres con el fin de emprender un esfuerzo multidisciplinario que permita resolver el enigma del abrupto colapso de Sumer y Acad a finales del tercer milenio a. C. Un estudio que marcó tendencias fue el de un grupo internacional de siete científicos de diferentes disciplinas titulado «El cambio climático y el derrumbamiento del imperio acadio: evidencias desde el mar Profundo», publicado en la revista científica Geology , en su edición de abril de 2000. En esta investigación se hicieron análisis radiológicos y químicos de antiguas capas de polvo de aquel período, obtenidas en diversos emplazamientos de Oriente Próximo, pero principalmente del fondo del golfo de Omán; la conclusión a la que llegaron fue que un inusual cambio climático en las regiones adyacentes al mar Muerto levantó grandes tormentas de polvo, y que este polvo (un inusual «polvo mineral atmosférico») fue transportado por los vientos predominantes hacia el sur de Mesopotamia, y más allá, hasta el golfo Pérsico. ¡El mismo desarrollo del Viento Maligno de Sumer! La datación por radiocarbono de la inusual «precipitación de polvo» llevó a la conclusión de que se debió a «un extraño y dramático evento que tuvo lugar en torno a 4025 años antes del presente». Eso, en otras palabras, significa «en torno a 2025 a. C.», ¡el mismo 2024 a. C. que hemos indicado! Curiosamente, los científicos involucrados en este estudio observaron en su informe que «el nivel del mar Muerto cayó abruptamente unos cien metros en aquella época». Dejan sin explicar el asunto; pero, obviamente, la ruptura de la barrera meridional del mar Muerto y la inundación de la llanura, tal como las hemos descrito, explicarían lo que sucedió. La revista científica Science dedicó su edición del 27 de abril de 2001 al paleoclima mundial. En una sección que trata de los acontecimientos de Mesopotamia, dice que existen evidencias en Iraq, Kuwait y Siria de que «el abandono generalizado de la llanura aluvial» entre los ríos Tigris y Éufrates se debió a unas tormentas de polvo que «comenzaron hace 4025 años». El estudio deja sin explicar la causa del abrupto «cambio climático», pero adopta la misma fecha para él: 4025 años antes de 2001 d. C. El fatídico año, según confirma la ciencia moderna, fue 2024 a. C.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El apocalipsis nuclear y sus no pretendidas consecuencias trajeron un abrupto fin al debate sobre la era zodiacal en la que se encontraban; el tiempo celeste era ahora el tiempo de Marduk. Pero el planeta de los dioses, Nibiru, seguía orbitando y marcando el tiempo divino, y la atención de Marduk se puso entonces en esto. Como queda claro en su texto profético, Marduk imaginaba ahora a unos sacerdotes-astrónomos que exploraban los cielos desde las distintas alturas de su zigurat buscando «el planeta legítimo del Esagil». Los entendidos en augurios, llamados al servicio, se levantarán en su mitad. A derecha e izquierda, en lados opuestos, formarán por separado. El rey se les acercará entonces; el legítimo Kakkabu del Esagil sobre el país [el rey observará]. Había nacido una religión estelar: El dios, Marduk, se había convertido en una estrella; una estrella (nosotros lo llamamos planeta), Nibiru, se había convertido en «Marduk». La religión se convertiría en astronomía, y la astronomía se convertiría en astrología.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
 
La festividad de Año Nuevo, el acontecimiento religioso más importante del año, comenzaba el primer día del mes de Nissan, coincidiendo con el equinoccio de primavera. Con el nombre de fiesta de Akiti, evolucionó en Babilonia en una celebración de doce días de duración a partir de la festividad sumeria de A.KI.TI («Sobre la Tierra se trae la Vida»), que duraba diez días. Se llevaba a cabo según unas elaboradas y definidas ceremonias y sobre unos rituales prescritos que representaban (en Sumer) el relato de Nibiru y la llegada de los anunnaki a la Tierra, así como (en Babilonia) el relato de la vida de Marduk. En ella se incluían episodios de las Guerras de la Pirámide, cuando Marduk fue sentenciado a morir en una tumba sellada, y su «resurrección», cuando fue devuelto a la vida; su exilio para convertirse en el Invisible, y su victorioso retomo final. Las procesiones, las idas y venidas, las apariciones y desapariciones, e incluso las representaciones de su pasión por parte de actores, presentaban a Marduk ante el pueblo, de una forma visual y vivida, como a un dios sufriente (sufriendo en la Tierra para, finalmente, lograr la victoria al conseguir la supremacía mediante un homólogo celeste). (La historia de Jesús del Nuevo Testamento era tan parecida a la de Marduk que los expertos y los teólogos europeos estuvieron debatiendo hace un siglo si Marduk habría sido el «prototipo de Jesús»).
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Las evidencias de una enorme diáspora sumeria, con su lengua, su escritura, sus símbolos, sus costumbres, sus conocimientos celestes, sus creencias y sus dioses, nos llegan de múltiples formas. Además de las generalidades (una religión basada en un panteón de dioses que habían llegado de los cielos, una jerarquía divina, epítetos-nombres de dioses que significan lo mismo en diferentes lenguas, conocimientos astronómicos que incluyen un planeta natal de los dioses, un zodíaco con sus doce casas, casi idénticos relatos de la creación y recuerdos de dioses y de semidioses que los expertos tratan de «mitos»), existen multitud de similitudes concretas sorprendentes que no se pueden explicar de otro modo que mediante la presencia real de los sumerios. Un ejemplo de ello lo tenemos en la difusión en Europa del símbolo de Ninurta, el Águila Doble; el hecho de que tres idiomas europeos (el húngaro, el finlandés y el vasco) sólo tengan similitudes con el sumerio; y la representación, extendida por todo el mundo (incluso en Sudamérica) de Gilgamesh luchando con las manos desnudas con dos feroces leones
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En las antiguas Cuatro Regiones, las oleadas migratorias que el desastre nuclear y la nueva era de Marduk desencadenaron, igual que ríos y arroyos se desbordan tras una lluvia torrencial, llenaron las páginas de la historia de los siglos posteriores con el auge y la caída de naciones, Estados y ciudades-estado, mientras el vacío Sumer se llenaba de recién llegados de cerca y lejos, quedando el foco de atención, el escenario central, en lo que podemos denominar las Tierras de la Biblia. De hecho, hasta el advenimiento de la arqueología moderna, poco o nada se sabía acerca de la mayor parte de ellas salvo por las menciones de la Biblia hebrea, que no sólo ofrecía un registro histórico de todos aquellos pueblos, sino también de sus «dioses nacionales» y de las guerras libradas en nombre de aquellos dioses. Pero, entonces, la arqueología sacó a la luz naciones como la de los hititas, Estados como el de Mitanni o capitales reales como Mari, Karkemish o Susa, que hasta entonces eran un misterio en un mar de dudas; en sus ruinas no sólo se encontraron reveladores artilugios, sino también miles de tablillas de arcilla inscritas, que arrojaron luz sobre su existencia y sobre la medida en que el legado sumerio se había transmitido al resto de culturas. En casi todos los aspectos, los «hallazgos» sumerios en ciencia y tecnología, en literatura y arte, realeza y sacerdocio, constituyeron los cimientos en los que se desarrollaron las posteriores culturas. En astronomía, se conservaron los términos sumerios, las fórmulas orbitales, las listas planetarias y los conceptos zodiacales. La escritura cuneiforme sumeria se siguió utilizando durante otros mil años. Se estudiaba la lengua sumeria, se compilaban léxicos sumerios, y se copiaban y traducían los relatos épicos de dioses y héroes. Y cuando se descifraron las distintas lenguas de aquellas naciones, resultó que sus dioses eran, después de todo, los miembros del antiguo panteón anunnaki. ¿Acaso los dioses enlilitas acompañaron a sus seguidores cuando injertaron los conocimientos y las creencias sumerios en tierras lejanas? Los datos no son concluyentes, pero lo que sí se sabe históricamente es que, al cabo de dos o tres siglos del inicio de aquella nueva era, en las tierras fronterizas de Babilonia, aquellos que se suponía que debían de haber sido los invitados jubilados de Marduk en su recinto sagrado se embarcaron en una nueva clase de afiliaciones religiosas: las religiones nacionales de Estado. Quizás Marduk lograra hacer acopio de los cincuenta nombres divinos, pero lo que no pudo impedir fue que, a partir de entonces, las naciones lucharan entre sí, que los hombres se mataran entre sí «en nombre de Dios» … de su dios.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Si las profecías y las expectativas mesiánicas relacionadas con la nueva era del siglo XXI a. C. nos resultan familiares hoy en día, los gritos de guerra de los siglos posteriores tampoco nos resultarán extraños. Si en el tercer milenio a. C., los dioses lucharon entre sí utilizando ejércitos de hombres, en el segundo milenio a. C. los hombres lucharon entre sí «en nombre de dios».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Tal como había soñado Marduk, y una vez su zigurat-templo Esagil se elevó hacia el cielo, su principal función la constituyó la continua observación de los cielos; y, ciertamente, el sector más importante de sacerdotes del templo era el que estaba compuesto por aquéllos cuya tarea era observar los cielos, seguir los movimientos de estrellas y planetas, tomar nota de los fenómenos inusuales (como una conjunción planetaria o un eclipse) y tomar en consideración si los cielos anunciaban augurios; y, en caso de ser así, interpretar lo que presagiaban. Entre los sacerdotes-astrónomos, llamados en general Mashmasahu , había diversas especialidades. Había, por ejemplo, un sacerdote Kalu, que estaba especializado en la observación de la constelación del Toro. El deber del Lagaru era mantener un registro diario detallado de las observaciones celestes, y transmitir la información a un cuadro superior de sacerdotes-intérpretes. Entre éstos, que constituían la cúspide de la jerarquía sacerdotal, estaban los Ashippu, especialistas en augurios, los Mahhu, «que pueden leer los signos», y los Baru («decidores de verdad»), que «comprendían los misterios y los signos divinos». Un sacerdote especial, el Zaqiqu , se encargaba de transmitirle al rey las palabras divinas. Después, a la cabeza de aquellos sacerdotes-astrónomos-astrólogos, estaba el Urigallu, el sumo sacerdote, que era un hombre santo, mago y médico, cuyas blancas vestiduras iban orladas con elaborados adornos coloreados.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Es evidente, a partir de todos los textos astronómicos (y astrológicos) de Babilonia, que sus sacerdotes-astrónomos conservaron la división sumeria de los cielos en tres caminos o senderos, cada uno de los cuales ocupaba sesenta grados del arco celeste: el Camino de Enlil en los cielos septentrionales, el Camino de Ea en los cielos meridionales y el Camino de Anu en la banda central. En este último se ubicaban las constelaciones zodiacales, y era ahí donde «la Tierra se encuentra con el Cielo», en el horizonte. Quizás debido a que Marduk había alcanzado la supremacía de acuerdo con el tiempo celeste, con el reloj zodiacal, sus sacerdotes-astrónomos exploraban constantemente los cielos en el horizonte, en el sumerio AN.UR, la «Base del Cielo». No había razón para observar el sumerio AN.PA, la «Cima del Cielo», el zenit, pues Marduk, como «estrella», es decir, Nibiru, estaba lejos y era invisible. Pero, siendo un planeta en órbita, aunque fuera invisible ahora, necesariamente tenía que volver. En una expresión equivalente del tema de Marduk-es-Nibiru, la versión egipcia de la religión estelar de Marduk prometía abiertamente a sus fieles que vendría un tiempo en que esta estrella-dios o dios-estrella reaparecería como el ATON. Y fue este aspecto de la religión estelar de Marduk (su eventual retorno) el que desafió directamente a los adversarios enlilitas de Babilonia, y el que desvió el enfoque del conflicto hacia unas renovadas expectativas mesiánicas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Las guerras, y los dioses nacionales en cuyo nombre peleaban, no tienen sentido salvo si uno se da cuenta de que, en el núcleo de los conflictos, se hallaba lo que los sumerios habían llamado DUR.AN.KI, el «enlace Cielo-Tierra». Una y otra vez, los textos antiguos nos hablan de la catástrofe que tuvo lugar «cuando la Tierra fue separada del cielo», cuando el espaciopuerto que los conectaba fue destruido. La abrumadora pregunta que se planteó con posterioridad al desastre nuclear fue ésta: ¿Quién (qué dios y su nación) puede reivindicar ser el único en la Tierra que posee el enlace con los cielos? Para los dioses, la destrucción del espaciopuerto de la península del Sinaí fue la pérdida material de unas instalaciones que había que reemplazar. Pero ¿puede imaginarse usted el impacto (el impacto espiritual y religioso) sobre la humanidad? De repente, los adorados dioses del cielo y de la Tierra habían perdido la comunicación con el Cielo… Con el espaciopuerto del Sinaí arrasado, sólo quedaban tres emplazamientos espaciales en el Viejo Mundo: el Lugar de Aterrizaje en las Montañas de los Cedros; el Centro de Control de Misiones posdiluviano que había reemplazado al de Nippur; y las grandes pirámides de Egipto, que anclaban el Corredor de Aterrizaje. Con la destrucción del espaciopuerto, ¿tendrían todavía alguna función celeste útil esos otros emplazamientos? (Y, por tanto, ¿tendrían alguna importancia religiosa?). Nosotros sabemos la respuesta, hasta cierto punto, debido a que estos tres emplazamientos siguen estando en pie en la Tierra, desafiando a la humanidad con sus misterios y a los dioses con su irreverente faz hacia los cielos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Una vez despojadas de sus equipos de dirección por irradiaciones durante las guerras de los dioses, la Gran Pirámide y sus compañeras siguieron cumpliendo la función de balizas físicas del Corredor de Aterrizaje. Desaparecido el espaciopuerto, quedaron como testigos silenciosos de un pasado que se desvaneció; y ni siquiera existen indicios que apunten a la posibilidad de que llegaran a convertirse en objetos religiosos sagrados.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Ese lugar, Ba’albek («el valle-grieta de Ba’al»), en Líbano, constaba en la antigüedad de una inmensa plataforma (de más de 460 000 metros cuadrados) de piedra pavimentada, en cuya esquina noroccidental se elevaba una enorme estructura de piedra. Construida con gigantescos bloques de piedra perfectamente tallados que pesan entre 600 y 900 toneladas cada uno, el muro occidental estaba especialmente fortificado con los bloques de piedra más pesados que existen en la Tierra, entre los que hay tres que tienen el increíble peso estimado de 1100 toneladas cada uno, y que se conocen como el Trilitón. Pero lo más sorprendente de estos colosales bloques de piedra es que se extrajeron de una cantera que se encuentra a unos tres kilómetros de distancia en el valle, donde uno de tales bloques, que no se acabó de extraer, todavía sobresale del suelo
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los documentos históricos de la época indican que fueron los asirlos, desde el norte, los primeros en desafiar militarmente a la Babilonia de Marduk.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Asiria se llamaba a sí misma la «Tierra del dios Asur», o simplemente ASUR, por el nombre de su dios nacional, pues sus reyes y su pueblo consideraban que lo único que importaba era el aspecto religioso. Su primera capital se llamó también «Ciudad de Asur», o simplemente Asur Este nombre significaba «El que ve» o «El que es visto». Sin embargo, a pesar de los innumerables himnos, oraciones y demás referencias al dios Asur, sigue sin estar claro quién era exactamente en el panteón sumerio-acadio. En las listas de dioses, era el equivalente de Enlil; otras referencias sugieren a veces que era Ninurta, hijo y heredero de Enlil; pero, dado que siempre que se relacionaba o se mencionaba a su esposa se le daba el nombre de Ninlil, la conclusión suele ser que el asirio Asur no era otro que Enlil.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La captura y el alejamiento de Marduk de Babilonia tuvieron unas claras repercusiones geopolíticas, que cambiaron durante varios siglos el centro de gravedad de Mesopotamia hacia el oeste, hasta las tierras que se extienden a lo largo del mar Mediterráneo. En términos religiosos, fue el equivalente a un fuerte terremoto: de golpe, las grandes expectativas de Marduk de que todos los dioses se unieran bajo su égida, y todas las expectativas mesiánicas de sus seguidores, se desvanecieron como una bocanada de humo. Pero, tanto en lo geopolítico como en lo religioso, su mayor impacto se puede resumir en la historia de tres montañas, los tres emplazamientos espaciales que pusieron a la Tierra Prometida en medio de todo: el monte Sinaí, el monte Moria y el monte del Líbano. De todos los acontecimientos que siguieron al inesperado suceso de Babilonia, el más importante y de mayor trascendencia fue el Éxodo de los israelitas desde Egipto, cuando, por vez primera, se confiaron a los terrestres lugares que hasta entonces habían sido sólo de los dioses. Cuando los hititas apresaron a Marduk y se fueron de Babilonia, dejaron tras ellos una situación política caótica y un enigma religioso: ¿Cómo podía haber ocurrido esto? ¿Por qué había sucedido? Si a las personas les ocurría algo malo, siempre podían decir que los dioses se habían encolerizado con ellas; pero ¿qué pasaba si a quien le ocurría algo malo era a un dios, concretamente, a Marduk? ¿Acaso había un Dios supremo por encima del dios supremo? En la misma Babilonia, la eventual liberación y regreso de Marduk no trajo la respuesta; de hecho, incrementó el misterio, pues los casitas, que le dieron la bienvenida al dios prisionero a su regreso a la ciudad, no eran babilonios, sino extranjeros. Ellos llamaban a Babilonia «Karduniash», y se llamaban por nombres como Barnaburiash y Karaindash, pero poco más se sabe de ellos o de su lengua original. A día de hoy, sigue sin estar claro de dónde vinieron y por qué se permitió a sus reyes reemplazar a la dinastía de Hammurabi (en tomo a 1660 a. C.) y dominar Babilonia desde 1560 a. C. hasta 1160 a. C. Los expertos modernos hablan del período que siguió a la humillación de Marduk como de una «edad oscura» de la historia babilónica, no sólo por el caos en el que se vio inmersa, sino principalmente por la escasez de registros escritos de aquella época de Babilonia. Los casitas se integraron rápidamente en la cultura sumerio-acadia, adoptando su lengua y su escritura cuneiforme; pero no eran tan meticulosos archivando registros como lo habían sido los sumerios, ni como los escribas de los anales reales babilónicos anteriores. De hecho, la mayor parte de los escasos registros reales de los reyes casitas no se han encontrado en Babilonia, sino en Egipto (unas tablillas de arcilla halladas en el archivo de la correspondencia real de el-Amarna). Y es digno de notar que, en esas tablillas, los reyes casitas llamaban a los faraones egipcios «hermano mío». La expresión, aunque figurativa, no era injustificada, pues Egipto compartía con Babilonia su veneración por Ra-Marduk y, al igual que Babilonia, había pasado también por una «edad oscura», un período que los expertos denominan Segundo Período Intermedio. Comenzó con el hundimiento del Imperio Medio, hacia 1780 a. C., y se prolongó hasta los alrededores de 1560 a. C. Como en Babilonia, se caracterizó por el reinado de unos reyes extranjeros, conocidos como «hicsos». Tampoco aquí se sabe muy bien quiénes eran, de dónde procedían o cómo fue que sus dinastías pudieron gobernar Egipto durante más de dos siglos. No es probable que el paralelismo entre las fechas de este Segundo Período Intermedio (con sus múltiples aspectos oscuros) y las del declive de Babilonia, desde la cúspide de las victorias de Hammurabi (1760 a. C. ) hasta la captura y la reanudación del culto de Marduk en Babilonia (en torno a 1560 a. C. ), sean casuales o pura coincidencia: unos acontecimientos similares en épocas paralelas, y en los principales dominios de Marduk, tuvieron lugar debido a que a Marduk «le salió el tiro por la culata», porque las mismas justificaciones por las que había reivindicado su supremacía eran las que ahora le llevaban a la perdición. El problema era el propio argumento inicial de Marduk, que sostenía que había llegado el tiempo de su supremacía en la Tierra porque, en los cielos, la era del Carnero, su era, había llegado. Pero, a medida que el reloj zodiacal seguía avanzando, la era del Carnero se iba desvaneciendo poco a poco. Las evidencias físicas de aquellos desconcertantes tiempos aún existen, y se pueden ver en Tebas, la antigua capital del Alto Egipto. Dejando a un lado las grandes pirámides de Giza, los monumentos más impresionantes y majestuosos del antiguo Egipto son los colosales templos de Kamak y Luxor, en el sur de Egipto (el Alto Egipto). Los griegos llamaban a aquella ciudad Thebai, que es de donde deriva el nombre castellano de Tebas; pero los antiguos egipcios la llamaban Ciudad de Amón, pues era a este dios invisible a quien estaban consagrados los templos. La escritura jeroglífica y las representaciones pictóricas de sus paredes, obeliscos, pilares y columnas glorificaban al dios y ensalzaban a los faraones que construyeron, engrandecieron y ampliaron (y no dejaron de cambiar) los templos. Fue allí donde se anunció la llegada de la era del Carnero con sus largas hileras de esfinges con cabeza de carnero, y es allí, en la misma disposición de sus templos, donde se nos revela el secreto dilema de los seguidores egipcios de Ra-Amón/Marduk.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En cierta ocasión, visitando estos lugares con un grupo de lectores y seguidores míos, me puse a mover las manos como un policía de tráfico en medio de un templo; los turistas casuales que pasaban por allí debieron de preguntarse «¿Quién es este loco?», pero yo estaba intentando indicarle a mi grupo el hecho de que los templos de Tebas, construidos por una sucesión de faraones, no habían dejado de cambiar su orientación. Fue Sir Norman Lockyer quien, en los años noventa del siglo XIX, llegó a percatarse de la importancia de este aspecto arquitectónico, lo que dio origen a una disciplina llamada arqueoastronomía.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
«Si, en lo celeste, Marduk es el invisible Nibiru, ¿cuándo se revelará, cuándo reaparecerá, cuándo retornará?»
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La promesa hecha a Abraham se les renovó a los israelitas en su primera parada, en Har Ha-Elohim , el «monte de los Elohim/dioses». Y la misión consistía en tomar, poseer, los otros dos emplazamientos espaciales, que la Biblia vincula una y otra vez (como en Salmos 48,3): el monte Sión, en Jerusalén, Har Kodshi , «Mi monte Sagrado», y el de la cima del Líbano, Har Zaphon , «El monte Secreto del Norte». La Tierra Prometida abarcaba claramente ambos emplazamientos espaciales; su división entra las doce tribus le concedía la región de Jerusalén a las tribus de Benjamín y de Judá, y el territorio que en la actualidad ocupa Líbano a la tribu de Aser. Moisés, en sus últimas palabras a las tribus antes de morir, recordaba a la tribu de Aser que el emplazamiento espacial del norte estaba en sus tierras; y que ninguna otra tribu, les dijo, vería al que «cabalga las nubes elevándose hacia el cielo» (Deuteronomio 33, 26). Aparte de la asignación territorial, las palabras de Moisés dan a entender que el lugar debería estar operativo para ser utilizado, con el fin de elevarse hacia el cielo en el futuro. Hablando claro, los Hijos de Israel tenían que ser los custodios de los dos emplazamientos espaciales de los anunnaki que aún quedaban. Se renovó la Alianza con el pueblo elegido para esta tarea, y se hizo con la mayor teofanía de la que se tenga constancia, en el monte Sinaí. Ciertamente, no fue por casualidad que la teofanía tuviera lugar allí. Desde el mismo principio del relato del Éxodo (cuando Dios llama a Moisés y le encarga la misión del Éxodo), ese lugar de la península del Sinaí ocupa un lugar central. En Éxodo 3,1, leemos que sucedió en el «monte de los Elohim», la montaña vinculada con los anunnaki. La ruta del Éxodo la determinó la divinidad. Dios le mostraba el camino a la multitud de los Hijos de Israel con «un pilar de nube durante el día y un pilar de fuego durante la noche». Los israelitas «viajaron por el desierto del Sinaí de acuerdo con las instrucciones de Yahveh», dice claramente la Biblia; durante el tercer mes de viaje, «al llegar al desierto de Sinaí acamparon en el desierto. Allí acampó Israel, frente al monte»; y tres días después, «Yahveh bajó al monte Sinaí a la vista de todo el pueblo», en su Kabod. Era el mismo monte al que Gilgamesh, al llegar al lugar donde los cohetes ascendían y descendían, había llamado «monte Mashu». Era el mismo monte con «las puertas dobles hacia el cielo» al cual iban los faraones egipcios en su viaje a la otra vida, para reunirse con los dioses en el «planeta de los millones de años». Era el monte que dominaba el antiguo espaciopuerto. Y fue allí donde se renovó la Alianza con el pueblo elegido para que fueran los guardianes de los dos emplazamientos espaciales que aún quedaban.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los reyes fenicios del primer milenio a. C. eran perfectamente conscientes de la importancia y del propósito del lugar; de ello da fe la representación impresa en una moneda fenicia de Biblos. El profeta Ezequiel (28, 2, 14) amonestaba al rey de Tiro por creer altivamente que, por haber estado en aquel lugar sagrado de los Elohim, se había convertido él mismo en un dios: Tú has estado en un monte santo, como un dios eras, caminando entre piedras de fuego… Y te hiciste altivo, diciendo: «Soy un dios, en el lugar de los Elohim estuve»; pero eres sólo un hombre, no un dios.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos


Los cinco primeros libros de la Biblia hebrea, conocidos como la Torah («Las Enseñanzas»), cubren la historia desde la Creación, Adán y Noé hasta los patriarcas y José, en el Génesis. Los otros cuatro libros (Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) cuentan la historia del Éxodo, por una parte, y por otra enumeran las normas y regulaciones establecidas en la nueva religión de Yahveh. Esta nueva religión incorporaba de forma patente una nueva forma de vida, una forma de vida «sacerdotal»: «No hagáis como se hace en la tierra de Egipto, donde habéis habitado, ni hagáis como se hace en la tierra de Canaán, adonde os llevo; no debéis comportaros como ellos ni seguir sus estatutos» (Levítico 18, 2-3).
Después de establecer los fundamentos de la fe («No tendrás otro Dios delante de mí»), de su moral y de su código ético en sólo Diez Mandamientos, se desgranan página a página, con todo lujo de detalles, requisitos dietéticos, normas para los ritos y las vestimentas sacerdotales, enseñanzas médicas, directrices agrícolas, instrucciones arquitectónicas, reglamentos de comportamiento familiar y sexual, leyes de la propiedad y leyes criminales, etcétera. Se nos revela aquí un extraordinario conocimiento en casi la totalidad de disciplinas científicas, competencia en metales y tejidos, conocimientos en sistemas legales y temas sociales, familiaridad con las tierras, la historia, las costumbres y los dioses de otras naciones… y determinadas preferencias numerológicas.
El tema del doce (como en las doce tribus de Israel o en el año de doce meses) es obvio. Obvia también es la predilección por el siete, que destaca en la esfera de las festividades y los rituales, en el establecimiento de una semana de siete días y en la consagración del séptimo día como el Sabbath. Cuarenta es un número especial, como en los cuarenta días y cuarenta noches que Moisés pasó en el monte Sinaí, o los cuarenta años decretados para que los israelitas erraran por el desierto del Sinaí. Y estos números nos resultan familiares por los relatos sumerios: los doce miembros del sistema solar y los doce meses del calendario de Nippur; el siete como número planetario de la Tierra (dado que los anunnaki contaban desde el exterior del sistema solar hacia dentro) y de Enlil como comandante de la Tierra; o el cuarenta como rango numérico de Ea/Enki.
El número cincuenta también está presente. Como sabrá ya el lector, el cincuenta era un número con aspectos «sensibles»: era el rango numérico original de Enlil y el de su heredero, Ninurta; y aún más importante, en los días del Éxodo connotaba el simbolismo de Marduk y de sus cincuenta nombres. Pero atención especial merece el hecho de que se le diera al cincuenta una extraordinaria importancia, pues se utilizó para crear una nueva unidad de tiempo, el jubileo, de cincuenta años.
En tanto que el calendario de Nippur se adoptó de forma clara para la observancia de las festividades y demás ritos religiosos israelitas, también se dictaron regulaciones especiales para el quincuagésimo año; se le dio un nombre especial, el de año jubileo: «Es el jubileo, que será sagrado para vosotros» (Levítico, capítulo 25). En ese año, debían darse libertades y liberaciones sin precedentes. El cálculo se hacía contando el día de la Expiación del Año Nuevo durante siete años siete veces, es decir, cuarenta y nueve veces; luego, el día de la Expiación del siguiente año, el quincuagésimo, el toque de un cuerno de carnero debía sonar por todo el país, y se debía proclamar la libertad para la tierra y para todos los que moraran en ella: la gente retornaría con sus familias, las propiedades deberían devolverse a sus dueños originales, toda venta de tierra o de casa quedaría condonada y anulada; los esclavos (¡que habían de ser tratados en todo momento como ayudantes contratados!) serían libres, y se le daría libertad también a la tierra, dejándola en barbecho durante aquel año.
En tanto que el concepto de un «Año de Libertad» es original y único, la elección del cincuenta como unidad en el calendario se nos puede antojar extraña (nosotros hemos adoptado el cien, un siglo, como unidad de tiempo más adecuada). Por otra parte, el nombre asignado a este año de cada cincuenta resulta incluso más sospechoso. La palabra que traducimos como «jubileo» es Yovel en la Biblia hebrea, y significa «un carnero». Así, podría decirse que lo que se decretaba era un «Año del Carnero», que debía repetirse cada cincuenta años y que debía anunciarse mediante el toque de un cuerno de carnero. Pero, tanto la elección del cincuenta como nueva unidad de tiempo como su nombre plantean una inevitable pregunta: ¿habría aquí algo oculto, algo relacionado con Marduk y con su era del Cordero?
¿Se les estaría diciendo a los israelitas que contaran de cincuenta en cincuenta años, hasta que tuviera lugar un acontecimiento divino significativo relacionado con la era del Carnero o con el poseedor del Rango del Cincuenta, cuando todo volvería a un nuevo comienzo?
Aunque no se nos da una respuesta obvia en estos capítulos bíblicos, uno no puede evitar buscar pistas en una unidad de tiempo, muy significativa y similar, que podemos encontrar en el otro extremo del mundo: no de cincuenta, sino de cincuenta y dos. Éste era el número secreto del dios centroamericano Quetzalcóatl, que, según las leyendas aztecas y mayas, fue quien les trajo la civilización, e inclusive sus tres calendarios. En Los reinos perdidos, identificamos a Quetzalcóatl con el dios egipcio Thot, cuyo número secreto era el cincuenta y dos, un número basado en el calendario, pues representaba las cincuenta y dos semanas de siete días del año solar.
El más antiguo de los tres calendarios centroamericanos se conoce como la Cuenta Larga: contaba el número de días desde un «Día Uno» que los expertos han identificado como el 13 de agosto de 3113 a. C. Junto a este calendario continuo pero lineal, había otros dos calendarios cíclicos. Uno, el Haab, era un calendario anual solar de 365 días, dividido en 18 meses de 20 días cada uno, más 5 días adicionales a final de año. El otro era el Tzolkin, un calendario sagrado de sólo 260 días, compuesto de una unidad de 20 días que rotaba 13 veces, Los dos calendarios cíclicos se encajaban entre sí, como dos ruedas dentadas, para crear la Ronda Sagrada de cincuenta y dos años, que era cuando estos dos calendarios volvían a su punto de inicio común y comenzaban la cuenta de nuevo.
Este «manojo» de cincuenta y dos años era la unidad de tiempo más importante, porque estaba vinculada a la promesa de Quetzalcóatl de que volvería a América Central en su año Sagrado. Los pueblos de la zona solían congregarse en las montañas cada cincuenta y dos años para esperar el prometido retorno de Quetzalcóatl. (En uno de aquellos años sagrados, en 1519 d. C., un español de piel blanca y con barba, Hernando Cortés, desembarcó en la costa de Yucatán, en México, y fue recibido por el rey azteca Moctezuma como si fuera el Dios que regresaba; craso error, como sabemos ahora).
En América Central, ese «manojo de años» se utilizaba para la cuenta atrás hasta el prometido «año del retomo», y la pregunta que nos planteamos es: ¿Estaría pensado el «año jubileo» para servir a un propósito similar?
Buscando una respuesta, nos encontramos con que, cuando el tiempo lineal de cincuenta años se combina con la unidad cíclica zodiacal de setenta y dos años (el tiempo que precisa el cambio de un grado), nos encontramos con 3600 (50 x 72 = 3600), que era el período orbital (matemático) de Nibiru.
Vinculando el calendario jubilar y el calendario zodiacal con la órbita de Nibiru, ¿no estaría diciendo el Dios bíblico, «Cuando entréis en la Tierra Prometida, comenzad la cuenta atrás hasta el retomo»?
Hace unos dos mil años, durante una época de gran fervor mesiánico, se reconoció que el jubileo era una unidad de tiempo inspirada por la divinidad para predecir el futuro: para calcular el retomo mediante la combinación de las ruedas dentadas del tiempo. Y ese reconocimiento se encuentra en la base de uno de los más importantes libros posbíblicos, conocido como El libro de los Jubileos.
Aunque ahora sólo está disponible en su traducción griega y en traducciones posteriores, se escribió originariamente en hebreo, como confirman los fragmentos encontrados entre los manuscritos del mar Muerto. Basado en tratados y tradiciones sagradas extrabíblicas, rescribía el Libro del Génesis y parte del Éxodo según un calendario basado en la unidad de tiempo jubilar. Y todos los expertos coinciden en afirmar que era un producto de las expectativas mesiánicas de la época en que Roma ocupaba Jerusalén, y que su propósito era ofrecer una forma mediante la cual predecir el momento de la llegada del Mesías, cuando tendría lugar el final de los tiempos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La idea de que el culto de Atón era una forma de monoteísmo (el culto de un único creador del universo) surge principalmente de alguno de los himnos a Atón que se han encontrado; en ellos hay versos como «Oh, dios único, de quien no hay otro… El mundo vino a ser por tu mano». El hecho de que, en un claro abandono de las costumbres egipcias, estuviera estrictamente prohibida la representación antropomórfica de este dios resulta sospechosamente similar a la prohibición de Yahveh de hacer «imagen esculpida» alguna para el culto. Además, algunos fragmentos de los himnos a Atón parecen ser clones de los salmos bíblicos:
 
¡Oh, Atón vivo,
cuán numerosas son tus obras!
Están ocultas a la vista de los hombres.
¡Oh dios único, junto al cual no hay otro!
Tú creaste la tierra según tu deseo
cuando estabas solo.
 
El reconocido egiptólogo James H. Breasted (The Dawn of Conscience) comparó los versos de arriba con el Salmo 104, comenzando por el versículo 24:
 
¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras!
En sabiduría las has hecho todas;
de tus riquezas está llena la Tierra.
 
Sin embargo, la similitud no se debe a que ambos, himno egipcio y salmo bíblico, se copiaran uno a otro, sino a que los dos hablan del mismo dios celeste de la epopeya de la Creación sumeria; ambos hablan de Nibiru, que conformó los cielos y creó la Tierra, infundiendo en ella la «semilla de la vida».
Casi todos los libros que tratan del antiguo Egipto le dirán que el disco de Atón, que Akenatón convirtió en objeto central de culto, representaba al benévolo Sol. Si fuera así, sería extraño que, en una marcada desviación de la arquitectura de los templos egipcios, que se orientaban a los solsticios sobre un eje sudeste-noroeste, Akenatón orientara su templo de Atón sobre un eje este-oeste, pero además poniendo su entrada al oeste, en el lado opuesto a la salida del Sol. Si Akenatón hubiera estado esperando una reaparición celeste desde la dirección opuesta a aquélla en la que el Sol se eleva, no podría tratarse del Sol.
Una lectura minuciosa de los himnos revela que Atón, el «dios estrella», no era Ra en su aspecto de Amón, «el Invisible», sino un Ra diferente: era el dios celeste que había «existido desde tiempos primitivos… El que se renueva a sí mismo», dado que reaparece con toda su gloria, un dios celeste que se «va a la lejanía y regresa». Sobre un criterio diario, estas palabras podrían aplicarse ciertamente al Sol; pero, sobre un criterio a largo plazo, la descripción encajaba con Ra en su aspecto de Nibiru: se hacía invisible, decían los himnos, porque estaba «muy lejos en el cielo», porque se iba «detrás del horizonte, hasta las alturas del cielo». Y ahora, anunciaba Akenatón, volvía con toda su gloria. Los himnos de Atón profetizaban su reaparición, su retomo, «hermoso en el horizonte del cielo… brillante, hermoso, fuerte», trayendo una época de paz y de benevolencia para todos. Estas palabras manifiestan unas claras expectativas mesiánicas que no tienen nada que ver con el Sol.
En apoyo de la explicación de que el «Atón es el Sol», se ofrecen diversas representaciones de Akenatón. En ellas, se le muestra a él y a su esposa recibiendo las bendiciones de una estrella radiante, o bien orando ante ella; y la mayoría de los egiptólogos dicen que esa estrella es el Sol. Es cierto que los himnos se refieren a Atón como una manifestación de Ra; de ahí que los egiptólogos que creen que Ra era el Sol lleguen la conclusión de que Atón también debía de representar al Sol; pero si Ra era Marduk, y el Marduk celeste era Nibiru, entonces Atón representaría también a Nibiru, y no al Sol. Evidencias adicionales podemos obtener de los mapas del cielo, algunos de los cuales se han hallado en las pinturas que decoraban las tapas de los ataúdes, donde se ven claramente las doce constelaciones del zodíaco, el Sol, con sus rayos, y demás miembros del sistema solar; pero el planeta de Ra, el «Planeta de los Millones de Años», se muestra como un planeta extra en su propia gran barca celeste más allá del Sol, con el jeroglífico de «dios» en él: el «Atón» de Akenatón.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El tono de aprobación ante un vidente profesional que se advierte en la Biblia, que prohibía la adivinación, los conjuros y demás, nos lleva a pensar que esta historia era, en sus orígenes, un relato no israelita que, sin embargo, los autores bíblicos incorporaron dedicándole un espacio sustancial por lo que el incidente y su mensaje debieron de considerarse un preludio importante de la conquista israelita de la Tierra Prometida. El texto sugiere que Balaam era arameo, y que vivía en algún lugar del curso alto del río Éufrates; sus oráculos proféticos trataron temas que iban desde el destino de los hijos de Jacob y el lugar de Israel entre las naciones hasta oráculos referentes al futuro de esas otras naciones, incluida la distante Asiría que, por entonces, aún no se había convertido en un imperio. Los oráculos eran, por tanto, una expresión de las expectativas de la época, difundidas incluso entre los no «israelitas». Insertando este relato, los autores de la Biblia combinaron el destino de Israel con las expectativas universales de la humanidad. El relato de Balaam indica que esas expectativas se habían canalizado a lo largo de dos senderos: el ciclo zodiacal, por una parte, y el curso de la Estrella Que Volvía, por la otra. Las referencias zodiacales son ciertamente potentes en lo relativo a la era del Carnero (¡y a su dios!) en la época del Éxodo, y se convierten en oraculares y proféticas cuando el vidente Balaam visualiza el futuro, cuando invoca (en Números, capítulo 23) los símbolos de las constelaciones zodiacales del Toro y del Carnero («siete novillos y siete carneros para el sacrificio») y el León («cuando la Trompeta Real se escuche en Israel»). Y es cuando visualiza ese distante futuro cuando el texto de Balaam emplea la significativa expresión al final de los tiempos como momento en el cual se aplicarán los oráculos proféticos (Números 24,14). La expresión vincula directamente estas profecías no israelitas con el destino de los descendientes de Jacob, por cuanto el mismo Jacob, en su lecho de muerte, reunió a sus hijos para anunciarles los oráculos referentes a su futuro (Génesis, capítulo 49), «Juntaos —dijo—, y os anunciaré lo que os ha de acontecer al final de los tiempos». Hay quienes creen que los oráculos, que iban dirigidos a cada una de las futuras doce tribus de Israel, guardaban relación con las doce constelaciones zodiacales. ¿Y qué es eso de la Estrella de Jacob, una visión de la que sólo nos habla Balaam? En las discusiones de los expertos bíblicos, se le suele dar, en el mejor de los casos, un contexto astrológico más que astronómico, si bien con mucha frecuencia se considera que la referencia a la Estrella de Jacob es puramente figurativa. Pero ¿qué pasaría si la referencia fuera en realidad a una estrella, a un planeta visto proféticamente, aunque aún invisible? ¿Qué pasaría si Balaam, al igual que Akenatón, estuviera hablando del retorno, de la reaparición de Nibiru? Convendría percatarse de que este retorno sería un evento extraordinario que tendría lugar una vez cada varios milenios; un acontecimiento que, en ocasiones anteriores, había dado lugar a momentos decisivos y profundos en los asuntos de dioses y hombres. No es ésta una pregunta retórica. De hecho, los acontecimientos venían indicando que algo abrumadoramente importante estaba al caer. Después de un siglo más o menos de preocupaciones y predicciones referentes al planeta que retomaba (preocupaciones y predicciones que nos encontramos en los relatos del de Balaam y en el Egipto de Akenatón), Babilonia empezó a ofrecer evidencias de la existencia de unas expectativas ampliamente difundidas, y la pista más destacada fue el signo de la cruz.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el año 1260 a. C., ascendió al trono de Babilonia un nuevo rey que adoptó el nombre de Kadashman-Enlil, sorprendente nombre teofórico de veneración a Enlil. Pero no fue éste un gesto aislado, pues durante el siglo posterior le siguieron otros reyes casitas que llevaban también nombres teofóricos en los que no sólo veneraban a Enlil, sino también a Adad; un gesto sorprendente que sugiere un deseo de reconciliación con los dioses enlilitas. Y el hecho de que se estaba esperando algo inusual se evidencia también en unos monumentos conmemorativos denominados kudurru («piedras redondeadas»), que se levantaban como señalizadores de límites y fronteras. Los kudurru llevaban inscripciones en las que se establecían los términos del tratado fronterizo (o de la concesión de tierras), así como los juramentos pronunciados para apoyarlo, y se santificaban con símbolos de los dioses celestes. Los símbolos zodiacales divinos, los doce, se representaban frecuentemente; pero, orbitando por encima de ellos, estaban los símbolos del Sol, la Luna y Nibiru. En otra representación, se puede ver a Nibiru en compañía de la Tierra (el séptimo planeta) y la Luna (además del símbolo de Ninmah, el instrumento con que se cortaba el cordón umbilical del recién nacido). Curiosamente, a Nibiru ya no se le representaba con el símbolo del disco alado, sino de un modo completamente distinto, como el planeta de la cruz radiante, en correspondencia con la descripción sumeria de los «días antiguos», la de un planeta radiante a punto de convertirse en el «planeta del cruce». Esta manera de representar a Nibiru (un planeta que hacía milenios que no se observaba) mediante el símbolo de una cruz radiante comenzó a hacerse más y más habitual, y los reyes casitas de Babilonia no tardaron en simplificar el símbolo hasta dejarlo, simplemente, en el signo de la cruz, sustituyendo el disco alado por este signo en sus sellos reales. Esta cruz, que se parece mucho a la posterior cruz de Malta cristiana, se conoce en los estudios de glíptica antigua como cruz casita. Y, como se indica en otra representación, el símbolo de la cruz se le aplicaba a un planeta, a diferencia del Sol, que se mostraba por separado junto con la Luna creciente y el símbolo de Marte, la estrella de seis puntas. Con el comienzo del primer milenio a. C., el signo de la cruz de Nibiru se difundió desde Babilonia hasta aparecer en los diseños de los sellos de los países cercanos. En ausencia de textos religiosos o literarios casitas, sólo podemos conjeturar qué expectativas mesiánicas podrían haber acompañado a estos cambios en las representaciones. Fueran cuales fuesen, intensificaron la ferocidad de los ataques de los estados enlilitas (Asiria y Elam) contra Babilonia, y su oposición a la hegemonía de Marduk. Esos ataques retrasaron, pero no impidieron, la eventual adopción del signo de la cruz en la misma Asiria. Como revelan los monumentos reales, los reyes asirios lo llevaban, haciendo ostentación de él, en el pecho, cerca del corazón, del mismo modo que los católicos devotos llevan la cruz en nuestros días. Religiosa y astronómicamente, era un gesto de lo más significativo. Y debía de ser una manifestación ciertamente difundida, pues, también en Egipto, se han descubierto representaciones de un dios-rey que, al igual que sus homólogos asirios, lleva el signo de la cruz en el pecho. La adopción del signo de la cruz como emblema de Nibiru en Babilonia, en Asiria y en otros lugares no fue una gran innovación. Este signo se había usado con anterioridad en Sumer y Acad. «¡Nibiru, que “Cruzar” sea su nombre!», dice la epopeya de la Creación; y, en consecuencia, su símbolo, la cruz, se empleó en la glíptica sumeria para representar a Nibiru; pero, por entonces, significaba siempre su regreso a la invisibilidad
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El Enuma elish, la epopeya de la Creación, afirma claramente que, después de la Batalla Celeste con Tiamat, el Invasor hizo una gran órbita en torno al Sol y volvió al escenario de la batalla. Dado que Tiamat orbitaba al Sol en un plano denominado la eclíptica (al igual que lo hacen otros miembros de la familia planetaria del Sol), el Invasor tenía que volver a ese mismo lugar en los cielos; y, cada vez que vuelve, órbita tras órbita, es ahí donde cruza el plano de la eclíptica. Una manera sencilla de ilustrar esto sería poniendo como ejemplo el recorrido orbital del conocido cometa Halley, que emula a escala bastante más reducida la órbita de Nibiru: su órbita inclinada lo lleva, cuando está cerca del Sol, desde el sur, por debajo de la eclíptica, cerca de Urano. Hace un arco por encima de la eclíptica y le da la vuelta al Sol, diciéndole «Hola» a Saturno, Júpiter y Marte; luego, baja y cruza la eclíptica cerca del punto donde tuvo lugar la Batalla Celeste de Nibiru con Tiamat (el Cruce, marcado con una «X»), y se va, para volver cuando su «destino» orbital lo prescribe.
Ese punto en los cielos, y en su momento, es el Cruce; y el Enuma elish afirma que es entonces cuando el planeta de los anunnaki se convierte en el
 
Planeta de la Cruz:
Planeta NIBIRU:
la Encrucijada del Cielo y la Tierra ocupará…
Planeta NIBIRU: la posición central posee…
Planeta NIBIRU:
es él el que, sin cansarse,
sigue cruzando en mitad de Tiamat;
¡Que «Cruzar» sea su nombre!
 
Los textos sumerios que tratan de acontecimientos decisivos en la saga de la humanidad proporcionan indicaciones concretas en lo referente a las apariciones periódicas del planeta de los anunnaki (aproximadamente, cada tres mil seiscientos años), y siempre en encuentros cruciales en la historia de la Tierra y de la humanidad. Era en estas ocasiones cuando el planeta recibía el nombre de Nibiru, y su representación glíptica, incluso en tiempos sumerios, era la cruz.
Y esto comenzó ya con el Diluvio. En varios textos que tratan del Diluvio, se asoció la catástrofe con la aparición del dios celeste, Nibiru, en la era del León (hacia 10 900 a. C.); según un texto, fue «la constelación del León la que midió las aguas de lo profundo». Otros textos describen la aparición de Nibiru en la época del Diluvio como una estrella radiante, y la representaron acordemente
 
Cuando griten «¡Inundación!», es el dios Nibiru…
Señor cuya corona brillante está cargada de terror; día a día, dentro del León, prende en llamas.
 
El planeta volvió, reapareció y de nuevo se convirtió en «Nibiru» cuando se le concedió a la humanidad la agricultura y la ganadería, a mediados del octavo milenio a. C.; en las representaciones grabadas sobre sellos cilíndricos que ilustran los inicios de la agricultura se utilizó el signo de la cruz para mostrar a Nibiru, visible en los cielos de la Tierra.
La última ocasión (y la más memorable para los sumerios) en que el planeta fue visible de nuevo fue cuando Anu y Antu vinieron a la Tierra en visita de Estado, en torno a 4000 a. C., en la era del Toro (Tauro).
La ciudad que posteriormente, y durante milenios, se conocería como Uruk se fundó en su honor. Se erigió un zigurat, y desde sus alturas se observó la aparición de los planetas en el horizonte, conforme la noche iba oscureciendo el cielo. Cuando Nibiru apareció en el horizonte, estalló el griterío: «¡La imagen del Creador ha surgido!», y todos los presentes rompieron a cantar himnos de alabanza para «el planeta del Señor Anu».
La aparición de Nibiru al comienzo de la Era de Tauro significa que para el tiempo del amanecer solar —cuando el amanecer comienza, pero aún se pueden ver las estrellas— la constelación del fondo era Tauro.
Pero el movedizo Nibiru, hacía un arco en los cielos mientras rodea al Sol, y pronto descendía de vuelta para cruzar el plano planetario (eclíptica) en el punto del Cruce.
Ahí el cruce era observado contra el fondo de la constelación de Leo. Algunas representaciones, en sellos de cilindro y en tablillas astronómicas, emplearon el símbolo de cruz para señalar la llegada de Nibiru cuando la Tierra estaba en la Era del Toro y su cruce fue observado en la constelación del León.
De este modo el cambio desde el símbolo Disco Alado al Signo de la Cruz no fue una innovación; estaba revirtiendo a la forma en la cual el Señor Celestial fue representado en tiempos anteriores, pero sólo cuando en su gran órbita cruza la eclíptica y se convierte en «Nibiru».
Como en el pasado, la renovada manifestación del Signo de la Cruz significa reaparición, de vuelta a la vista, RETORNO.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La Biblia afirma que el Templo de Jerusalén era único; y ciertamente lo era, pues estaba concebido para preservar el enlace Cielo-Tierra, lo que una vez fue el DUR.AN.KI de Nippur, en Sumer. Y sucedió en el año cuatrocientos ochenta de la salida de los Hijos de Israel de la tierra de Egipto, el año cuarto del reinado de Salomón, en el segundo mes, que él emprendió la construcción de la Casa del Señor.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La dramática historia del Templo de Jerusalén no comienza con Salomón, sino con el rey David, el padre de Salomón; y el modo en que David llegó a convertirse en rey de Israel es un relato en el que se trasluce un plan divino: preparar el futuro resucitando el pasado. Después de un reinado de cuarenta años, David dejó como legado un reino en proceso de expansión, que llegaba por el norte hasta Damasco (¡incluido el Lugar de Aterrizaje!). También dejó como legado multitud de salmos grandiosos, así como los trabajos preliminares del Templo de Yahveh. Tres emisarios divinos jugaron un papel crucial en la forja de este rey y de su lugar en la historia; la Biblia los enumera como «Samuel el Vidente, Natán el Profeta y Gad el Visionario». Dios dio instrucciones a Samuel, que era sacerdote-custodio del Arca de la Alianza, para que sacara «al joven David, hijo de Jesé, de apacentar ovejas para ser pastor de Israel», y Samuel «tomó el cuerno de aceite y lo ungió para que reinara sobre Israel».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Cuando se aproximaba el fin de sus días, el rey David convocó en Jerusalén a todos los jefes de Israel, incluidos los jefes tribales y los mandos militares, los sacerdotes y los cargos reales, y les habló de la promesa de Yahveh; a la vista de todos los reunidos, le entregó a su hijo Salomón «el Tavnit del Templo y todas sus partes y cámaras… el Tavnit que había recibido del Espíritu». Pero había más, pues David también le pasó a Salomón «lo que Yahveh había escrito de su mano para hacer comprender todos los detalles del Tavnit»: un libro de instrucciones, escrito por mano divina (I Crónicas, capítulo 28). El término hebreo Tavnit se tradujo al inglés en la Biblia del Rey Jacobo como pattern («diseño»), pero en traducciones más recientes se ha traducido por plan («plano»), lo que sugiere que a David se le dio algún tipo de dibujo arquitectónico. Pero la palabra hebrea que significa «plano» es Tokhnit. Tavnit, por otra parte, se deriva del verbo raíz que significa «construir, erigir», de manera que lo que se le dio a David, y lo que él le entregó a su hijo Salomón, fue un «modelo construido»; en el habla común de hoy en día, un modelo a escala. (Entre los hallazgos arqueológicos realizados por todo el Oriente Próximo de la antigüedad se han encontrado modelos a escala de carros, carretas, barcos, talleres e incluso santuarios de varios niveles).
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los libros bíblicos de Reyes y Crónicas ofrecen medidas precisas y claros detalles estructurales del Templo y de sus diseños arquitectónicos. Su eje discurre de este a oeste, lo que lo convierte en un «templo eterno», alineado con los equinoccios. El Templo constaba de tres partes: una parte delantera similar a la de los templos sumerios (Ulam , en hebreo), una gran sala central (Hekal en hebreo, que procede de la palabra sumeria E.GAL, «Morada Grande») y un Santo de los Santos para el Arca de la Alianza. La sección más interior se llamaba el Dvir (el «Orador»), pues Dios le hablaba a Moisés a través del Arca de la Alianza. Al igual que en los zigurats sumerios, que habitualmente se construían según el concepto sexagesimal («de base sesenta»), el Templo de Salomón adoptó también el sesenta en su construcción: la sección principal (la sala) tenía 60 codos (algo más de 30 metros) de largo, 20 codos (60:3) de ancho y 120 (60 x 2) codos de alto. El Santo de los Santos tenía 20 por 20 codos (lo justo) para albergar el Arca de la Alianza con los dos querubines de oro encima («sus alas se tocaban»). La tradición, las evidencias textuales y las investigaciones arqueológicas indican que el Arca se colocó exactamente sobre la enorme roca en la cual Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac; su designación en hebreo, Even Shatiyah, significa «piedra fundacional», y las leyendas judías sostienen que a partir de esa roca se volverá a crear el mundo. En la actualidad está cubierta y rodeada por la Cúpula de la Roca
 
Aunque estas medidas no eran monumentales, si se las compara con las de los elevadísimos zigurats, el Templo de Jerusalén tenía un aspecto ciertamente grandioso cuando se terminó; y, por otra parte, no se parecía en nada a cualquier otro templo de aquella parte del mundo. Ni hierro ni herramientas de hierro se utilizaron para su construcción sobre la plataforma (y absolutamente ningún utensilio de hierro en su funcionamiento; todos los utensilios eran de cobre o bronce); y, de hecho, todo el edificio estaba recubierto de oro en su interior; hasta los clavos que sujetaban las láminas doradas al muro estaban hechos de oro. La cantidad de oro que se utilizó fue enorme (sólo «para el Santo de los Santos, seiscientos talentos; para los clavos, cincuenta shekels»). Se utilizó tanto oro que Salomón tuvo que enviar barcos especiales a Ofir (que se cree que estaba en el sudeste de África) para traer oro. La Biblia no da explicación alguna sobre la prohibición del uso de cualquier objeto de hierro en el lugar, pero tampoco sobre el recubrimiento de oro de todo lo que había en el interior del Templo. Sólo podemos especular con la posibilidad de que se rehuyera el hierro debido a sus propiedades magnéticas, y se utilizara el oro por ser el mejor conductor de la electricidad. Resulta significativo que los otros dos casos conocidos de santuarios recubiertos de oro en su interior estén en el otro extremo del mundo. Uno es el gran templo de Cuzco, la capital inca, en Perú, donde recibió culto el gran dios de Sudamérica, Viracocha. Se llamaba el Coricancha («Recinto Dorado»), pues su Santo de los Santos estaba completamente recubierto de oro. El otro está en Puma-Punku, a orillas del lago Titicaca, en Bolivia, cerca de las famosas ruinas de Tiahuanaco. Estas ruinas es lo que queda de cuatro edificios de piedra parecidos a cámaras cuyas paredes, pisos y techos se tallaron a partir de un único y colosal bloque de piedra. Los cuatro recintos estaban completamente recubiertos en su interior con láminas de oro, sujetas a las paredes con clavos de oro. Al hablar de estos lugares (y de cómo los saquearon los españoles) en Los reinos perdido , sugerí que Puma-Punku quizás se erigiera para la estancia de Anu y Antu cuando visitaron la Tierra en tomo a 4000 a. C.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Cuando todo estuvo dispuesto, los sacerdotes llevaron el Arca de la Alianza con mucha pompa y circunstancia y la pusieron en el Santo de los Santos. Y en cuanto el Arca estuvo en su sitio y se cerraron las cortinas que separaban el Santo de los Santos de la gran sala, «la Casa del Señor se llenó con una nube y los sacerdotes no podían mantenerse en pie». Entonces, Salomón pronunció una oración de agradecimiento, diciendo:
 
Señor, Tú que has elegido morar en la nube:
he construido para Ti una majestuosa Casa,
un lugar donde puedas morar para siempre…
Si los cielos de los cielos no pueden contenerte,
escucha nuestras súplicas desde Tu asiento en el cielo.
 
«Y Yahveh se le apareció a Salomón aquella noche, y le dijo: He escuchado tu oración; he elegido este lugar para mi casa de culto… Desde el cielo escucharé las plegarias de mi pueblo y perdonaré sus transgresiones… He elegido y he consagrado esta casa para que mi Shem permanezca ahí para siempre» (2 Crónicas, capítulos 6-7).
La palabra Shem, aquí y anteriormente, como en los versículos de inicio del capítulo 6 del Génesis, se traduce normalmente como «Nombre». Ya en mi primer libro, El 12.º planeta, sugerí que este término se refería, en sus orígenes y en el contexto relevante, a lo que los egipcios llamaban la «Barca Celeste» y los sumerios llamaban MU («barco del cielo») de los dioses. Por lo tanto, el Templo de Jerusalén, construido sobre la plataforma de piedra, con el Arca de la Alianza situada sobre la roca sagrada, iba a servir como enlace terrestre con la deidad celeste, ¡tanto para comunicarse como para el aterrizaje de su barco celeste!
En ninguna parte del Templo había estatua alguna, ni ídolo, ni imagen grabada. El único objeto que había en su interior era la sagrada Arca de la Alianza, y «no había nada en el Arca, salvo las dos tablillas que se le dieron a Moisés en el Sinaí».
A diferencia de los templos zigurats de Mesopotamia, desde el de Enlil en Nippur hasta el de Marduk en Babilonia, este templo no era un lugar de residencia para la deidad; no era donde el dios vivía, comía, dormía o se bañaba. Era una casa de culto, un lugar de contacto divino; era un templo para la presencia divina del Morador de las nubes.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Aunque profetizar (predecir lo que va a ocurrir) es inherentemente lo que se espera de un profeta, los profetas de la Biblia hebrea eran más que todo eso. Desde el mismo principio, como queda claro en el Levítico, un profeta no podía ser «un mago, un hechicero, un encantador o un vidente de espíritus, un adivino o alguien que conjure a los muertos» (una lista suficientemente exhaustiva de los diversos adivinos de las naciones circundantes). Su misión como Nabih («portavoz») era transmitir a los reyes y a las gentes las propias palabras de Yahveh.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los profetas bíblicos hicieron el papel de custodios de la fe, y constituyeron la brújula moral y ética de sus reyes y de su pueblo; eran también agudos observadores y predictores en el escenario del mundo, por poseer un extraño y preciso conocimiento de los tejemanejes que se daban en países distantes, de intrigas cortesanas en capitales extranjeras, o de qué dioses recibían culto en qué sitios, además de poseer sorprendentes conocimientos de historia, geografía, rutas comerciales y campañas militares. Los profetas de aquella época combinaban la conciencia del presente con los conocimientos del pasado para predecir el futuro
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Desde que se introdujera en el capítulo de inicio del Génesis una versión abreviada de la epopeya de la Creación sumeria, la Biblia reconoció la existencia de Nibiru y de su periódico retorno a las vecindades de la Tierra, y la trató como otra manifestación (en este caso, celeste) de Yahveh como Dios universal.
Los Salmos y el Libro de Job hablan de un Señor Celeste invisible que «en las alturas del cielo marcó una órbita».
Recuerdan la primera aparición de este Señor Celeste, cuando colisionó con Tiamat (llamada en la Biblia Tehom, y apodada Ráhab o Rabah, la Altiva), la hirió, creó los cielos y «el Brazalete Repujado» (el cinturón de asteroides) y «suspendió la Tierra en el vacío»; también recuerdan el momento en que el Señor celestial provocó el Diluvio.
La llegada de Nibiru y la colisión celeste, que trajo consigo el gran círculo orbital de Nibiru, se celebraron en el majestuoso Salmo 19:
 
Los cielos hablan de la gloria del Señor; el Brazalete
Repujado proclama la obra de sus manos… y él, como un
esposo que sale de su tálamo, se recrea, cual atleta,
corriendo su carrera.
Desde el extremo de los cielos emana, y
su órbita llega a su final.
 
La cercanía del Señor Celeste en el momento del Diluvio se tendría como el indicio precursor de lo que ocurrirá la próxima vez que vuelva el Señor Celeste (Salmo 77,12-18):
 
Recordaré las gestas de Yahveh, sí,
recuerdo tus antiguas maravillas…
Viéronte, oh Dios, las aguas, las aguas te vieron y temblaron, tus
chispas desgarradoras cruzaban, tus relámpagos alumbraban el orbe.
¡Voz de tu trueno en torbellino!, la Tierra se estremecía y retemblaba.
Los profetas consideraban aquellos primitivos fenómenos como una guía de lo que cabría esperar. Esperaban que el día del Señor (por citar al profeta Joel) sería un día en que «la Tierra temblará, el sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su fulgor… un día grande y terrible».
 
Los profetas trajeron la palabra de Yahveh a Israel y a todas las naciones durante un período de tres siglos. El más antiguo de los quince profetas literarios fue Amós, que se convirtió en el portavoz (Nabih) de Dios en tomo a 760 a. C. Sus profecías cubren tres períodos o fases: predijo las acometidas de Asiria para un futuro cercano, la llegada del día del Juicio y un fin de los tiempos de paz y abundancia. Hablando en nombre de «el Señor Yahveh, que revela sus secretos a los profetas», describió el Día del Señor como un día en que «el sol se pondrá a mediodía, y en plena luz del día se cubrirá la Tierra de tinieblas». Dirigiéndose a aquellos que dan culto a «los planetas y la estrella de sus dioses», comparó el inminente día con los acontecimientos del Diluvio, cuando «el día se hizo oscuro como la noche, y las aguas de los mares se derramaron sobre la Tierra»; y advirtió a aquellos adoradores con una pregunta retórica (Amos 5,18):
 
¡Ay de los que ansían el Día del Señor!
¿Qué creéis que es ese día?
¡Es tinieblas, que no luz!
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Mientras los profetas hebreos predecían la oscuridad a mediodía, ¿qué pasaba en las «otras naciones» que esperaban el retorno de Nibiru? A juzgar por sus registros escritos y por sus imágenes talladas, estaban esperando la resolución de los conflictos de los dioses, momentos más benévolos para la humanidad y una gran teofanía. Como veremos, estaban metidos de lleno en ello. Anticipando el gran acontecimiento, se movilizó a sacerdotes para que observaran los cielos en Nínive y Babilonia, tomaran nota de los fenómenos celestes e interpretaran sus augurios. Se registraron meticulosamente todos los fenómenos, y se dio cuenta de ellos a los reyes. En las ruinas de las bibliotecas reales y de los templos, los arqueólogos han encontrado tablillas en las que figuran estos registros e informes que, en muchos casos, se disponían según el tema o el planeta que estaban observando. Una colección bien conocida, en la cual se combinaban (por antigüedad) unas setenta tablillas, es la de una serie titulada Enuma Anu Enlil ; en ella, se daba cuenta de informaciones de planetas, estrellas y constelaciones, clasificados en función de su localización, en el Camino de Anu y en el Camino de Enlil, y que abarcaban el arco celeste desde los 30 grados sur hasta el cénit, en el norte. Al principio, las observaciones se interpretaban comparando los fenómenos con registros astronómicos de tiempos sumerios. Aunque escritos en acadio (la lengua de Asiria y de Babilonia), los informes de las observaciones utilizaban en gran medida terminología y matemáticas sumerias, y en ocasiones llevaban también una nota del escriba en la que se informaba de que aquel escrito era una traducción de tablillas sumerias más antiguas. Estas tablillas hicieron el papel de «manuales astronómicos», en los que se sugería, a partir de la experiencia pasada, qué significado oracular tenía un fenómeno: Cuando la Luna no se vea en su tiempo calculado: una poderosa ciudad será invadida. Cuando un cometa alcance el sendero del Sol: el flujo de los campos disminuirá, una revuelta acaecerá dos veces. Cuando Júpiter vaya con Venus: las oraciones del país llegarán a los dioses. Con el transcurso del tiempo, los informes de las observaciones iban cada vez más acompañados con las propias interpretaciones de los sacerdotes de augurios: «En la noche, Saturno se acercó a la Luna. Saturno es un planeta del Sol. Éste es el significado: es favorable para el rey». Este notable cambio supuso también que se les prestara una atención particular a los eclipses. Existe una tablilla (ahora en el Museo Británico) en la que se relacionan varias columnas de números que servían para predecir los eclipses de Luna hasta con cincuenta años de antelación. Las investigaciones modernas han llegado a la conclusión de que el cambio al nuevo estilo de astronomía tópica tuvo lugar en el siglo VIII a. C., cuando, tras un período de trastornos y agitaciones reales en Babilonia y Asiria, los destinos de los dos países se pusieron en las fuertes manos de Tiglath-Pileser III (745-727 a. C.), en Asiria, y de Nabonasar (747-734 a. C.), en Babilonia.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
 
 
Cuando Nibiru culmine…
los países vivirán seguros,
los reyes hostiles harán la paz;
los dioses recibirán oraciones
y escucharán las súplicas.
 
Cuando el Planeta del Trono del Cielo
se vuelva brillante,
habrá inundaciones y lluvias.
 
Cuando Nibiru alcance su perigeo,
los dioses darán la paz.
Los conflictos se resolverán,
las complicaciones se esclarecerán.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los historiadores consideran a Asurbanipal como el más erudito de los reyes asirios, pues conocía otras lenguas, además del acadio, incluido el sumerio, y afirmaba que hasta podía leer «escritos de antes de la Inundación». También se jactaba de «conocer los signos secretos del cielo y la Tierra… y de haber estudiado los cielos con los maestros de la adivinación».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Tomados en su conjunto, los textos astronómicos de la época de Asurbanipal hablaban de la aparición de un planeta desde los confines del sistema solar, que se elevaba y se hacía visible cuando alcanzaba Júpiter (o incluso Saturno antes de eso), y que luego se curvaba hacia abajo, hacia la eclíptica. En su perigeo, cuando se encontrará más cerca del Sol (y, por tanto, de la Tierra), el planeta, en el Cruce, se convertía en Nibiru «en el zodíaco de Cáncer».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos


Los eclipses solares, aunque mucho más raros que los eclipses lunares, no son extraños; tienen lugar cuando la Luna, al pasar entre la Tierra y el Sol, oscurece temporalmente a este último. Sólo una pequeña proporción de eclipses solares son eclipses totales. La extensión, la duración y la franja de oscuridad total varían de una vez a otra debido a la siempre cambiante danza orbital entre el Sol, la Tierra y la Luna, junto a la revolución diaria de la Tierra y su cambiante inclinación del eje.
Pero, por raros que sean los eclipses solares, en el legado astronómico de Mesopotamia nos encontramos con importantes conocimientos sobre este fenómeno, al que denominaban atalu shamshi. Las referencias en los textos sugieren que entre estos antiguos conocimientos acumulados no sólo aparece el fenómeno, sino también la implicación de la Luna en el proceso. De hecho, en el año 762 a. C., hubo un eclipse solar cuya franja de eclipse total pasó sobre Asiria, y vino seguido por otro en el año 584 a. C. que se vio en todo el arco Mediterráneo, y se contempló como eclipse total en Grecia. Pero, entonces, en el año 556 a. C., hubo un extraordinario eclipse solar «no en un momento esperado». Si no se debía a los movimientos predecibles de la Luna, ¿pudo estar causado por un tránsito de Nibiru inusualmente cercano?
Entre las tablillas astronómicas pertenecientes a una serie denominada «Cuando Anu Es Planeta del Señor», hay una (catalogada como VACh.Shamash/RM.2,38) que habla de un eclipse solar. El fenómeno observado quedó registrado así (líneas 19-20):
 
Al principio, el disco solar, no en un momento esperado,
se oscureció,
y permaneció en el resplandor del Gran Planeta.
El día 30 [del mes] fue el eclipse del Sol.
 
¿Qué significa exactamente que el Sol, oscurecido, «permaneció en el resplandor del Gran Planeta»? Aunque la tablilla en sí no proporciona información alguna sobre la fecha de ese eclipse, creemos que la frase que hemos destacado arriba, indica claramente que aquel extraordinario e inesperado eclipse solar fue provocado por el retomo de Nibiru, el «gran planeta resplandeciente»; pero los textos no explican si la causa directa fue el planeta en sí o los efectos de su «resplandor» (¿atracción gravitatoria o magnética?) sobre la Luna.
Aún con todo, es un hecho histórico astronómico que, el día 19 de mayo de 556 a. C., hubo un eclipse total de Sol… el eclipse fue grande e importante, pues se vio en amplias áreas, y su aspecto fue muy singular: ¡la banda de oscuridad total pasó exactamente sobre la región de Jarán!
Y este último detalle es de la máxima importancia para nuestras conclusiones (y aún debió de serlo más en aquellos fatídicos años del mundo antiguo) pues, justo después de esto, en 555 a. C., Nabonides fue proclamado rey de Babilonia… ¡pero no en Babilonia, sino en Jarán! Fue el último rey de Babilonia; después de él, como había profetizado Jeremías, Babilonia seguiría el destino de Asiria.
Fue en el año 556 a. C. cuando tuvo lugar la profetizada oscuridad a Mediodía. Fue justo entonces cuando Nibiru regresó; fue el Día del Señor que se había profetizado.
Y cuando acaeció el Retomo del planeta, ni Anu ni ningún otro de los dioses esperados apareció. De hecho, ocurrió todo lo contrario: los dioses, los dioses anunnaki, despegaron y abandonaron la Tierra.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La partida de los dioses anunnaki de la Tierra fue un acontecimiento dramático, repleto de teofanías, fenómenos extraños, dudas divinas y dilemas humanos. Por increíble que parezca, la partida de los dioses no es una conjetura ni una especulación; es un hecho ampliamente documentado. Las evidencias nos llegan tanto desde Oriente Próximo como desde América; y algunos de los registros más directos, y ciertamente los más dramáticos, del abandono de la Tierra por parte de los dioses nos llegan desde Jarán
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Fue en el decimosexto año de Nabopolasar, rey de Babilonia,
cuando Sin, señor de los dioses se enfureció con su ciudad y su templo,
y subió al cielo;
y la ciudad y la gente que había en ella se fueron a la ruina.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos


El milagroso retorno de Sin «desde los cielos» plantea muchas preguntas, de las cuales la primera es dónde, «en los cielos», había estado durante cinco o seis décadas. Las respuestas a estas preguntas se pueden encontrar combinando las antiguas evidencias con los logros de la ciencia moderna y la tecnología. Pero, antes de que volvamos a esto, es importante examinar todos los aspectos de la partida de los dioses, pues no fue sólo Sin el que «se enfureció» y, partiendo de la Tierra, «subió al cielo».
Las extraordinarias idas y venidas celestiales de las que hablan Adda-Guppi y Nabonides tuvieron lugar mientras ellos estaban en Jarán; detalle significativo, por cuanto otro testigo presencial se hallaba en aquella región en aquellos mismos momentos: el profeta Ezequiel. Y él también tuvo mucho que decir sobre este tema.
Ezequiel, un sacerdote de Yahveh de Jerusalén, estaba entre los aristócratas y los artesanos que fueron deportados, junto con el rey Yoyaquim, tras el primer ataque de Nabucodonosor a Jerusalén en el año 598 a. C. Fueron llevados a la fuerza hasta el norte de Mesopotamia, y se quedaron asentados en la región del río Jabur, a escasa distancia de su hogar ancestral de Jarán. Y fue allí donde tuvo lugar la famosa visión de Ezequiel del carro celeste. Como sacerdote experimentado, él también tomó nota del lugar y de la fecha: fue el quinto día del cuarto mes del quinto año del exilio, es decir en 594/593 a. C., cuando «encontrándome yo entre los deportados, a orillas del río Kebar, se abrió el cielo y contemplé visiones de los Elohim», decía Ezequiel en el mismo inicio de sus profecías; y lo que vio, apareciendo en un torbellino, con luces relampagueantes y envuelto en un gran resplandor, fue un carro divino que podía subir y bajar e ir de lado a lado, y dentro de él, «sobre lo que parecía un trono, el semblante de un hombre»; y escuchó una voz que se dirigía a él como «Hijo de Hombre» y le anunciaba su misión profética.
La declaración inicial del profeta se suele traducir como «visiones divinas» o «visiones de Dios». El término Elohim, que es plural, se ha traducido tradicionalmente como «Dios», en singular, aun cuando la misma Biblia lo trata claramente en plural, como en «Y los Elohim dijeron, hagamos al Adán a nuestra imagen y como semejanza nuestra» (Génesis 1,26). Como saben los lectores de mis libros, el relato bíblico de Adán es una transcripción de los textos sumerios de la creación, mucho más detallados, en los que fue un equipo de anunnaki, liderado por Enki, el que, haciendo uso de la ingeniería genética, «forjó» al Adán. El término Elohim, como hemos dicho una y otra vez, se refería a los anunnaki; y de lo que Ezequiel dio cuenta fue de haber tenido un encuentro con una nave celeste anunnaki cerca de Jarán.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Ezequiel describió la nave celeste que vio en el primer capítulo y en capítulos posteriores diciendo que era la Kavod («Lo que es pesado») de Dios, el mismo término que se utilizó en el Éxodo para describir el vehículo divino que aterrizó sobre el monte Sinaí. La descripción de la nave que hiciera Ezequiel ha inspirado a generaciones y generaciones de eruditos y de artistas; las representaciones resultantes han ido cambiando con el tiempo, de forma paralela a cómo iba avanzando nuestra tecnología hasta llegar a los vehículos capaces de volar. Los textos antiguos hacen referencias tanto a naves espaciales como a naves aéreas, y hablan de Enlil, Enki, Ninurta, Marduk, Thot, Sin, Shamash e Ishtar, por nombrar a los más prominentes, como de dioses que poseían naves aéreas y que podían recorrer los cielos terrestres (o, incluso, enzarzarse en combates aéreos, como se cuenta de Horus y Set, o de Ninurta y Anzu, por no hacer mención de los dioses indoeuropeos). De todas estas descripciones escritas o pictóricas de las «barcas celestes» de los dioses, la que más se asemeja al torbellino de Ezequiel parece ser el «carro torbellino» representado en un emplazamiento arqueológico junto al río Jordán, que se encuentra en el mismo lugar en el que el profeta Elías fue arrebatado a los cielos. Con una forma similar a la de un helicóptero, es de suponer que se trataría de una lanzadera que pondría en comunicación la nave espacial propiamente dicha con la Tierra.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Marduk, el Enlil de los dioses, se enfureció. Su mente se enfureció.
Trazó un malévolo plan para disgregar el país y dispersar a sus gentes.
Su colérico corazón decidió arrasar el país y destruir a su pueblo.
Una grave maldición se formó en su boca.
Portentos malignos que indicaban la ruptura de la armonía celestial comenzaron a aparecer abundantemente en cielo y Tierra.
 
Los planetas en los Caminos de Enlil, Anu y Ea alteraron sus posiciones y desvelaron una y otra vez extraños augurios.
Arahtu, el río de la abundancia, se convirtió en una corriente colérica.
Una feroz avalancha de agua, una violenta inundación, como el Diluvio, barrió la ciudad, sus casas y santuarios, convirtiéndola en ruinas.
Los dioses y las diosas se atemorizaron, abandonaron sus santuarios, huyeron como pájaros y ascendieron al cielo.
 
Todos estos textos tienen en común que (a) los dioses se enfurecieron con el pueblo, (b) los dioses «huyeron como pájaros» y (c) ascendieron al «cielo».
Posteriormente, se nos dice que la partida vino acompañada por inusuales fenómenos celestes y algunos trastornos terrestres. Se trata de aspectos del Día del Señor que anticiparan los profetas bíblicos: la partida estaba relacionada con el Retorno de Nibiru; los dioses abandonaron la Tierra cuando llegó Nibiru.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Tiahuanaco, actualmente en Bolivia. Uno de los primeros exploradores europeos que vio el lugar en tiempos modernos, George Squier, lo describió en su libro Peru Illustrated como «La Baalbek del nuevo mundo»,
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Y yo sugiero que ésta es la solución al enigma de las Líneas de Nazca: que Nazca fue el último espaciopuerto de los anunnaki . Fue el espaciopuerto que utilizaron después de la destrucción del que tuvieron en el Sinaí, y fue el espaciopuerto que utilizaron para su partida final.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
¿Quiénes partieron, cómo lo hicieron y adónde fueron para que Sin pudiera regresar pocas décadas después? Para dar respuesta a esto, demos marcha atrás a los acontecimientos y situémonos en el principio. Cuando los anunnaki, liderados por Ea/Enki, llegaron a la Tierra para obtener el oro con el cual proteger la atmósfera de su planeta, que estaba en peligro, tenían planeado extraer el oro de las aguas del golfo Pérsico. Pero llegó un momento en que se percataron de que aquello no funcionaba, de modo que cambiaron los planes y comenzaron con la extracción minera de oro en el sudeste de África, que fundieron y refinaron en el E.DIN, el futuro Sumer. El número de los anunnaki se incrementó hasta seiscientos en la Tierra, más otros trescientos igigi que operaban las naves celestes y la estación de Marte, desde donde podría lanzarse con más facilidad la nave espacial de larga distancia hasta Nibiru. Enlil, el hermanastro de Enki y rival suyo en la sucesión, llegó a la Tierra y fue puesto al mando de la expedición. Pero los anunnaki que trabajaban en las minas se amotinaron, por lo que Enki sugirió la creación de un «trabajador primitivo»; lo hicieron implementando mejoras genéticas a un homínido ya existente. Y, luego, los anunnaki comenzaron a «tomar a las hijas del Adán por esposas y a tener hijos con ellas» (Génesis 6), después de que Enki y Marduk rompieran el tabú. Cuando llegó el Diluvio, Enlil, indignado, dijo «dejemos que perezca la humanidad», pues «la maldad del hombre era grande en la Tierra». Pero Enki, por medio de Noé, frustró sus planes. La humanidad sobrevivió, se multiplicó y, con el tiempo, recibió la civilización de manos de los dioses. El Diluvio, que había barrido la Tierra, inundó también las minas de África, pero dejó al descubierto una veta madre de oro en las montañas de los Andes, en Sudamérica, lo que permitió a los anunnaki obtener más oro, con mayor facilidad y rapidez, y sin la necesidad de fundirlo ni retinarlo, pues las pepitas de oro puro aparecían lavadas por los ríos que bajaban de las montañas, y sólo había que cernerlas y recolectarlas. Esto también permitió una reducción en el número de anunnaki necesarios en la Tierra. En su visita de Estado en los alrededores del año 4000 a. C., Anu y Antu visitaron las tierras auríferas posdiluvianas de las costas del lago Titicaca. Esta visita sirvió para comenzar a reducir el número de nibiruanos en la Tierra, y también permitió alcanzar acuerdos de paz entre los hermanastros rivales y sus belicosos clanes. Pero, mientras Enki y Enlil aceptaban las divisiones territoriales, el hijo de Enki, Marduk, no cejó en su pugna por la supremacía, que incluía el control de los antiguos emplazamientos espaciales. Sería entonces cuando los enlilitas comenzaron a preparar unos emplazamientos espaciales alternativos en Sudamérica. Cuando el espaciopuerto posdiluviano del Sinaí fue arrasado con armas nucleares en 2024 a. C., las instalaciones de Sudamérica, las únicas operativas, habían quedado en manos enlilitas. Y así, cuando los frustrados y disgustados líderes anunnaki decidieron que había llegado la hora de partir, unos utilizaron el Lugar de Aterrizaje, mientras que otros, quizás con un último gran cargamento de oro, utilizaron las instalaciones de Sudamérica, cerca del lugar donde Anu y Antu habían estado en su visita a la región. Como ya hemos mencionado, el lugar, llamado ahora Puma Punku, está a escasa distancia del lago Titicaca, que comparten Perú y Bolivia. Con los siglos, las orillas del lago han ido retrocediendo, pero Puma Punku estaba entonces a orillas del lago, en la costa meridional, con unas bien definidas instalaciones portuarias. Los principales restos del lugar lo constituyen cuatro construcciones derruidas, cada una de las cuales estaba hecha con una gigantesca roca vaciada. Cada una de las cámaras excavadas en la roca estaba recubierta por dentro con láminas de oro, sujetas a las paredes con clavos de oro, un tesoro increíble que los españoles saquearon cuando llegaron allí en el siglo XVI. Y sigue siendo un misterio el modo en que se excavaron tales cámaras con tanta precisión, y también cómo pudieron llevarse unas rocas tan enormes hasta su emplazamiento definitivo. Pero aún existe otro misterio en el lugar. Entre los hallazgos arqueológicos realizados allí hay un gran número de extraños bloques de piedra tallados, surcados, angulados y conformados con una asombrosa precisión. No hace falta ser ingeniero para darse cuenta de que estas piedras fueron talladas, perforadas y conformadas por alguien con una increíble capacidad tecnológica y un sofisticado equipamiento; de hecho, cualquiera dudaría de que en la actualidad se pudiera dar forma de tal modo a las piedras. Pero el desconcierto llega al paroxismo cuando uno se pregunta qué función cumplían estos milagros tecnológicos; obviamente, su objetivo, aunque nos es desconocido, debía de ser enormemente sofisticado. Si servían para fundir matrices de complejos instrumentos, ¿qué instrumentos podrían ser ésos y quiénes los utilizaban? Claro está que sólo los anunnaki podían poseer una tecnología suficiente como para hacer esas «matrices» y como para utilizarlas, o bien para utilizar los productos acabados. El principal destacamento de los anunnaki estaba situado a unos cuantos kilómetros tierra adentro, en un lugar conocido como Tiwanacu (transcrito como Tiahuanaco), actualmente en Bolivia. Uno de los primeros exploradores europeos que vio el lugar en tiempos modernos, George Squier, lo describió en su libro Peru Illustrated como «La Baalbek del nuevo mundo», una comparación más válida de lo que él hubiera podido llegar a sospechar. Otro importante explorador moderno de Tiahuanaco, Arthur Posnansky (Tihuanacu: The Cradle of American Man), llegó a unas asombrosas conclusiones al contemplar las ruinas. Entre las principales construcciones de Tiahuanaco en la superficie (hay muchas construcciones subterráneas) se encuentra la Akapana, una colina artificial atravesada por canales, conductos y desagües cuya función se discute en Los reinos perdidos. Uno de los principales atractivos turísticos lo constituye un pórtico de piedra conocido como la Puerta del Sol, una imponente estructura que también se talló a partir de una única piedra, con la misma precisión exhibida en Puma-Punku. Probablemente tenía una función astronómica, e indudablemente calendárica, como indican las imágenes talladas en el arco; estas talladuras están dominados por una imagen mayor del dios Viracocha, que tiene en las manos unas armas de rayos que emulan claramente al Adad/Teshub de Oriente Próximo. De hecho, en Los reinos perdidos llegué a sugerir que se trataba de Adad/Teshub. La Puerta del Sol está situada de tal manera que conforma una unidad de observación astronómica con la tercera construcción prominente de Tiahuanaco, denominada Kalasasaya. Se trata de una gran estructura rectangular con un patio central hundido y rodeado de pilares de piedra. La propuesta de Posnansky de que Kalasasaya pudiera haber servido como observatorio ha sido confirmada por posteriores exploradores; su conclusión, basada en las directrices arqueoastronómicas de Sir Norman Lockyer, de que los alineamientos astronómicos del Kalasasaya indican que se construyó miles de años antes de los incas resulta tan increíble que las instituciones astronómicas alemanas llegaron a enviar a sus equipos de científicos para comprobarlo. En su informe, y en las posteriores verificaciones adicionales realizadas (véase la revista científica Baesseler Archiv; volumen 14), se afirmaba que la orientación del Kalasasaya se ajustaba incuestionablemente con la oblicuidad de la Tierra hacia 10 000 a. C., o bien hacia 4000 a. C. Como ya dije en Los reinos perdidos, las dos fechas encajarían con mis conclusiones, siendo la primera poco antes del Diluvio, cuando comenzaron aquí las operaciones para la obtención de oro, o siendo la última fecha coincidente con la visita de Anu; ambas dataciones coincidirían también con las actividades de los anunnaki en la zona, y las evidencias de la presencia de los dioses enlilitas se pueden encontrar por todas partes en la región. Las investigaciones arqueológicas, geológicas y mineralógicas realizadas en el lugar han confirmado que Tiahuanaco fue también un centro metalúrgico. Basándome en los distintos hallazgos y en las imágenes de la Puerta del Sol, y en su similitud con las representaciones halladas en los antiguos emplazamientos hititas de Turquía, he llegado a la conclusión de que las operaciones para la obtención de oro (¡y de estaño!) realizadas aquí fueron supervisadas por Ishkur/Adad, el hijo menor de Enlil. Sus dominios en el Viejo Mundo estuvieron en Anatolia, donde los hititas le dieron culto como Teshub, el «dios del clima», cuyo símbolo era la vara del rayo; este símbolo, de unas dimensiones gigantescas y grabado en la ladera de una montaña, se puede ver desde el aire o desde el océano en la bahía de Paracas, Perú, un refugio natural que se encuentra a los pies de las montañas donde se encuentra Tiahuanaco. Este símbolo, al que apodan el Candelabro, tiene 128 metros de largo por 73 de ancho, y sus líneas, que tienen entre 1,5 y 4,5 metros de anchura, están grabadas en la dura roca hasta una profundidad de alrededor de 60 centímetros, y nadie sabe quién lo hizo, ni cuándo ni cómo se hizo, a menos que fuera el mismo Adad quien quisiera dejar clara su presencia allí. Al norte de la bahía, tierra adentro, en el desierto que se extiende entre los ríos Ingenio y Nazca, los exploradores han encontrado uno de los enigmas más desconcertantes de la antigüedad, las llamadas Líneas de Nazca. Consideradas por muchos como «las obras de arte más grandes del mundo», estas líneas se extienden por una inmensa área (¡de más de quinientos kilómetros cuadrados!) que va desde la pampa (desierto llano) hasta las montañas, una gigantesca extensión que «alguien» utilizó como lienzo para dibujar sobre él multitud de imágenes; los dibujos son tan enormes que carecen de sentido desde el suelo; pero si se observan desde el aire, ofrecen la clara imagen de animales y pájaros conocidos e imaginarios. Los dibujos se trazaron quitando la capa superficial del suelo hasta una profundidad de varios centímetros, y se llevaron a cabo con una línea continua que hace curvas y giros sin cruzarse nunca consigo misma. Cualquiera que sobrevuela la región (hay un servicio de avionetas para turistas en la zona) llega invariablemente a la conclusión de que «alguien» con capacidades aéreas utilizó algún dispositivo de perforación para hacer garabatos en el suelo del desierto. Sin embargo, con una relevancia directa en el tema de la partida de los dioses, hay otro misterio aún más desconcertante en las Líneas de Nazca: la existencia de «líneas» que parecen pistas. Estas pistas, perfectamente rectas y lisas (a veces estrechas, a veces amplias, a veces cortas, a veces largas), discurren en línea recta sobre colinas y valles, a despecho de la forma del terreno. Hay alrededor de 740 «líneas» rectas, en ocasiones combinadas con «trapezoides» triangulares. Con frecuencia se cruzan entre sí sin orden ni concierto, discurriendo a veces sobre los dibujos de los animales, dando a entender que las líneas se hicieron en épocas diferentes. Se han hecho varias tentativas para resolver el misterio de las líneas, entre las cuales se encuentra la de María Reiche, para quien la resolución del enigma se convirtió en el proyecto de su vida; pero todos los intentos realizados para explicarlo en términos de «lo hicieron los nativos del antiguo Perú» (las gentes de una «cultura de Nazca» o una «civilización de Paracas») han fracasado estrepitosamente. Las investigaciones encaminadas a descubrir orientaciones astronómicas en las líneas (como algunas de National Geographic Society) no llevaron a ninguna parte; y para aquellos que descartan una solución basada en «antiguos astronautas» el enigma sigue sin resolver. Aunque las líneas más anchas parecen las pistas de aterrizaje de un aeropuerto, no parece que fuera ésta su función, dado que las líneas no están niveladas horizontalmente; discurren en línea recta sobre terreno desigual, ignorando colinas, barrancos y despeñaderos. De hecho, más que estar hechas para permitir el despegue, parecen ser el resultado de los despegues; es decir, parecen los rastros dejados en el suelo por las toberas de propulsión de alguna nave. El hecho de que las «cámaras celestiales» de los anunnaki disponían de tales toberas de propulsión viene indicado por los pictogramas sumerios (léase DIN.GIR) utilizados para identificar a los dioses del espacio. Y yo sugiero que ésta es la solución al enigma de las Líneas de Nazca: que Nazca fue el último espaciopuerto de los anunnaki . Fue el espaciopuerto que utilizaron después de la destrucción del que tuvieron en el Sinaí, y fue el espaciopuerto que utilizaron para su partida final. No existen textos sobre informes de testigos presenciales referentes a naves aéreas y vuelos en Nazca; sí que hay, como ya hemos expuesto, textos de Jarán y de Babilonia referentes a vuelos que indudablemente hacían uso del Lugar de Aterrizaje del Líbano. Entre los informes de testigos presenciales sobre estos vuelos y sobre las naves de los anunnaki se encuentran los testimonios del profeta Ezequiel y las inscripciones de Adda-Guppi y de Nebonido. Necesariamente, la conclusión debe ser que, desde al menos el año 610 a. C. hasta probablemente el 560 a. C., los dioses anunnaki estuvieron abandonando progresivamente el planeta Tierra. ¿Adónde fueron cuando abandonaron la Tierra? Tuvieron que ir, evidentemente, a algún lugar desde el cual Sin, tras cambiar de opinión, pudo regresar a la Tierra en un tiempo relativamente corto, y ese lugar debió de ser la vieja estación de paso de Marte, desde la cual las naves espaciales de larga distancia podían acelerar para interceptar la órbita de Nibiru y aterrizar en él.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Tal como detallé en El 12.º planeta, entre los conocimientos sumerios sobre nuestro sistema solar existen referencias sobre la utilización de Marte por parte de los anunnaki como estación de paso. Este hecho quedó evidenciado en una destacable representación hallada en un sello cilíndrico de 4500 años de antigüedad que se encuentra actualmente en el Museo del Hermitage, en San Petersburgo, Rusia, en el que se ve a un astronauta en Marte (el sexto planeta) comunicándose con otro en la Tierra (el séptimo planeta, contando desde el exterior del sistema solar), con una nave espacial en los cielos entre los dos planetas. Beneficiándose de la gravedad de Marte, menor que la de la Tierra, los anunnaki habrían encontrado una base más fácil y lógica para el transporte de personal y de cargas en lanzaderas entre la Tierra y Marte, así como los intercambios con su planeta madre, Nibiru.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el año 2005, los Mars Rovers de la NASA enviaron evidencias químicas y fotográficas que venían a respaldar estas conclusiones, que junto con algunas de las sorprendentes fotografías de los Rovers, en las que se aprecian ruinas de construcciones (como un muro medio cubierto de arena que muestra unas evidentes esquinas en ángulo recto), deberían bastar para afirmar que Marte pudo cumplir la función, y de hecho cumplió la función, de estación de paso de los anunnaki . Marte fue el primer destino de aquellos dioses que se fueron, como lo confirma el retomo relativamente rápido de Sin. ¿Quién más se fue? ¿Quién se quedó aquí? ¿Quién pudo volver? Sorprendentemente, algunas de las respuestas a estas preguntas nos llegan también de Marte.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Entre los recuerdos de la humanidad de hitos decisivos del pasado («leyendas» o «mitos» para la mayoría de los historiadores) existen relatos que se tienen por universales, en el sentido que forman parte del legado cultural o religioso de pueblos de toda la Tierra. Los relatos de una primera pareja humana, de un Diluvio o de unos dioses que vinieron de los cielos pertenecen a esta categoría. Y también pertenecen a esta categoría los relatos de los dioses que se fueron y regresaron a los cielos. Para nosotros tienen un interés muy particular los recuerdos colectivos de los pueblos y de los lugares donde tuvieron lugar los despegues de partida. Hasta ahora, hemos dado cuenta de las evidencias del Oriente Próximo de la antigüedad; pero también nos han llegado evidencias de América, y tienen que ver tanto con dioses enlilitas como enkiitas. En Sudamérica, a la principal deidad se la llamaba Viracocha («Creador de Todo»), Los nativos aimara de los Andes dicen que su morada estaba en Tiahuanaco, y que este dios le dio a las dos primeras parejas de hermano y hermana una varita de oro con la cual pudieran encontrar el lugar exacto para la construcción de Cuzco (la posterior capital inca), el emplazamiento para el observatorio de Machu Picchu y otros lugares sagrados. Y dicen que, después de instruirlos debidamente, partió. El grandioso trazado, que simulaba un zigurat cuadrado con las esquinas orientadas a los puntos cardinales, marcaría posteriormente la dirección de su partida. Ya hemos identificado al dios de Tiahuanaco con el Teshub/Adad del panteón hitita/sumerio, el hijo pequeño de Enlil. En América Central fue Quetzalcóatl, «la Serpiente Alada», quien trajo la civilización. También lo hemos identificado, en este caso como al dios del panteón egipcio Thot (Ningishzidda para los sumerios), hijo de Enki, aquel que, en 3113 a. C., llevó consigo a sus seguidores africanos para fundar la civilización en América Central. Aunque no se especificó el momento de su partida, tuvo que coincidir con el hundimiento de la cultura de sus protegidos africanos, los olmecas, y con el simultáneo auge de los nativos mayas, en torno a 600/500 a. C. En América Central existe la leyenda de que, al partir, prometió volver (en el aniversario de su número sagrado, el 52). Y así fue cómo, a mediados del primer milenio a. C., una cultura tras otra se fue viendo desamparada con la partida de sus dioses largo tiempo adorados; y no pasaría mucho tiempo hasta que la humanidad comenzara a plantearse una nueva pregunta (pregunta que también me han formulado mis lectores): «¿Volverán?». Como una familia abandonada por el padre, la humanidad se aferró a la esperanza de un Retorno; y luego, como un huérfano desvalido, la humanidad buscó un salvador. Y los profetas anunciaron que esto sucedería sin duda… al Final de los Tiempos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Cuando los anunnaki partieron, ¿quiénes de los grandes dioses permanecieron en la Tierra? A juzgar por los nombres que se mencionan en los textos y en las inscripciones del período inmediatamente posterior, podemos tener la certeza de que sólo quedaron Marduk y Nabu de entre los enkiitas; y de los enlilitas, Nannar/Sin, su esposa Ningal/Nikkal y su ayudante Nusku, y probablemente también Ishtar. A cada lado de la gran división religiosa ahora sólo había un Gran Dios del Cielo y la Tierra: Marduk por parte de los enkiitas y Nannar/Sin por parte de los enlilitas.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La «región distante» a la cual fue Nabonides en su exilio libremente aceptado estaba en Arabia. Como atestiguan diversas inscripciones, en su séquito figuraban judíos exiliados de la región de Jarán. Su población principal se ubicó en un lugar llamado Temá (Tayma), un centro de caravanas que se encuentra en lo que actualmente es la región noroccidental de Arabia Saudí, y que se menciona varias veces en la Biblia. (Excavaciones recientes han sacado a la luz tablillas con escritura cuneiforme que atestiguan la estancia de Nabonides). Nabonides construyó otros seis asentamientos para sus seguidores; mil años después, cinco de ellos se relacionarían en algunos textos árabes como ciudades judías. Una de ellas fue Medina, la ciudad donde Mahoma fundó el islam.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
 
La «región distante» a la cual fue Nabonides en su exilio libremente aceptado estaba en Arabia. Como atestiguan diversas inscripciones, en su séquito figuraban judíos exiliados de la región de Jarán. Su población principal se ubicó en un lugar llamado Temá (Tayma), un centro de caravanas que se encuentra en lo que actualmente es la región noroccidental de Arabia Saudí, y que se menciona varias veces en la Biblia. (Excavaciones recientes han sacado a la luz tablillas con escritura cuneiforme que atestiguan la estancia de Nabonides). Nabonides construyó otros seis asentamientos para sus seguidores; mil años después, cinco de ellos se relacionarían en algunos textos árabes como ciudades judías. Una de ellas fue Medina, la ciudad donde Mahoma fundó el islam. El «tema judío» del relato de Nabonides se ha visto reforzado por el hecho de que, en un fragmento de los Manuscritos del mar Muerto, encontrados en Qumrán, a orillas del mar Muerto, se menciona a Nabonides y se afirma que en Temá padeció una «desagradable enfermedad de la piel», que sólo pudo sanar cuando «un judío le dijo que rindiera honores al Dios Altísimo». Todo esto ha llevado a especular con la posibilidad de que Nabonides terminara contemplando el monoteísmo; pero para Nabonides el Dios Altísimo no era el Yahveh de los judíos, sino su benefactor Nannar/Sin, el dios Luna, cuyo símbolo de la luna creciente terminaría siendo adoptado por el islam; y existen pocas dudas respecto a que las raíces de esta religión podrían remontarse a la estancia de Nabonides en Arabia.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Los textos de Ugarit le llaman al dios Luna El (simplemente, «Dios»), En Arabia, se convertiría en el Allah del islam, y su símbolo de la luna creciente terminaría coronando todas las mezquitas musulmanas. Y como manda la tradición, las mezquitas siguen flanqueadas hasta el día de hoy por minaretes que simulan cohetes espaciales de varias fases listos para su despegue.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el siglo I a. C., el historiador y geógrafo Estrabón, que había nacido en una ciudad griega de Asia Menor, describió Babilonia en su afamada Geografía, en la que dio cuenta de su inmenso tamaño, de su «jardín colgante», que era una de las siete maravillas del mundo, de sus altos edificios construidos con ladrillos cocidos, etcétera, y añadió, en la sección 16.I.5, lo que viene a continuación:
 
Aquí también está la tumba de Belus, ahora en ruinas,
después de ser demolida por Jerjes, como se cuenta.
Era una pirámide cuadrangular de ladrillo cocido,
que no sólo tenía un estadio de altura,
sino que sus lados también tenían un estadio de longitud.
Alejandro intentó restaurar esta pirámide;
pero habría sido una ardua empresa
y habría requerido de largo tiempo,
de modo que no pudo finalizar lo que pretendía.
 
Según esta fuente, la tumba de Bel-Marduk fue destruida por Jerjes, que fue rey de los persas (y rey de Babilonia) desde 486 hasta 465 a. C. Estrabón, en el Libro 5, había afirmado con anterioridad que Belus yacía en un ataúd cuando Jerjes decidió destruir el templo, en el año 482 a. C. Así pues, Marduk habría muerto no mucho antes (los más importantes asiriólogos alemanes, reunidos en la Universidad de Jena en 1922, llegaron a la conclusión de que Marduk se encontraba ya en la tumba en 484 a. C.). El hijo de Marduk, Nabu, también se desvaneció de las páginas de la historia más o menos en la misma época. Y así tocó a su fin, un fin casi humano, la saga de los dioses que conformaron la historia del planeta Tierra.
Y probablemente no fuera coincidencia que ese fin llegara a medida que la era del Carnero tocaba también a su fin.
Con la muerte de Marduk y el desvanecimiento de Nabu, todos los grandes dioses anunnaki que una vez dominaron la Tierra desaparecieron definitivamente; y con la muerte de Alejandro, los semidioses, verdaderos o supuestos, que otrora vincularon a la humanidad con los dioses, también se desvanecieron. Por vez primera desde que fuera forjado Adán, el Hombre poblaba la Tierra sin sus creadores.
  
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
 
El término hebreo Acharit Hayamim (traducido a veces como «últimos días», «días postreros», pero que se traduciría más exactamente como «final de los tiempos») ya aparece en el Génesis (capítulo 49), cuando Jacob, moribundo, convoca a sus hijos y dice: «Juntaos, y os contaré lo que ha de aconteceros al final de los tiempos». Es una afirmación (seguida por predicciones detalladas que muchos vinculan con las doce casas zodiacales) que presupone una profecía, al basarse en un conocimiento anticipado del futuro. Y también, en el Deuteronomio (capítulo 4), cuando Moisés, antes de morir, al revisar el legado divino de Israel y su futuro, amonesta de este modo al pueblo: «Cuando estéis angustiados y todo esto caiga sobre vosotros, al final de los tiempos, os volveréis a Yahveh vuestro Dios y escucharéis Su voz».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El profeta Sofonías, cuyo mismo nombre significaba «codificado por Yahveh», transmitió un mensaje de Dios que afirmaba que será en el momento en que las naciones se reúnan cuando El «hablará en un lenguaje claro». Pero esto es lo mismo que decir: «Lo sabrás cuando llegue el momento de que lo sepas».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La profecía de Isaías acerca del tiempo «en que una gran trompeta se hará sonar» y las naciones se congregarán y «se postrarán ante Yahveh en el monte Santo de Jerusalén» iba acompañada del reconocimiento de que, sin conocer con exactitud los detalles y el momento, el pueblo no iba a poder comprender la profecía. «Precepto sobre precepto, precepto dentro de precepto, línea sobre línea, línea con línea, un poco aquí, algo allí», fue el modo en que Isaías (28,10) se quejaba a Dios. Fuera cual fuera la respuesta que se le diera, se le ordenó que sellara y escondiera el documento; en no menos de tres ocasiones, Isaías cambió la palabra por las «letras» de una clave —Otioth— a Ototh, que significaba «signos oraculares», insinuando la existencia de una especie de «código bíblico» secreto, gracias al cual los planes divinos no se podrían comprender hasta el momento oportuno. Ese código secreto podría atisbarse cuando el profeta le pide a Dios (identificado como «Creador de las letras»): «dinos las letras hacia atrás» (41, 23). El profeta Sofonías, cuyo mismo nombre significaba «codificado por Yahveh», transmitió un mensaje de Dios que afirmaba que será en el momento en que las naciones se reúnan cuando El «hablará en un lenguaje claro». Pero esto es lo mismo que decir: «Lo sabrás cuando llegue el momento de que lo sepas». No es de extrañar, por tanto, que en su último libro profético, la Biblia se ocupe casi exclusivamente de la pregunta de cuándo :¿cuándo llegará el final de los tiempos? Es en el Libro de Daniel, el mismo Daniel que le descifró correctamente a Baltasar lo que aquella misteriosa mano escribió en la pared. Después de aquel suceso, Daniel comenzó a tener sueños-augurio y visiones apocalípticas de un futuro en el cual el «Anciano de los Días» y sus arcángeles representarían papeles clave. Confuso, Daniel pidió explicaciones a los ángeles, y las respuestas consistieron en predicciones de acontecimientos futuros, que tendrían lugar o llevarían al final de los tiempos. «¿Y cuándo será eso?», preguntó Daniel; y las respuestas, que a primera vista parecían precisas, no hicieron más que acumular enigmas sobre enigmas. En una ocasión, un ángel respondió que una fase de los acontecimientos futuros, una época en la que «un rey impío intentará cambiar los tiempos y la ley», durará «un tiempo y tiempos y medio tiempo»; y después de eso será «cuando el reino del cielo será dado al pueblo por los santos del Altísimo» y llegará la prometida era mesiánica. En otra ocasión, el ángel le dijo: «Setenta sietes y setenta sesentas de años se han decretado para tu pueblo y tu ciudad hasta que la medida de la transgresión se satisfaga y la visión profética se ratifique»; y aún se dice de otro momento en que «después de los setentas y sesentas y dos años, el Mesías será suprimido, y vendrá un príncipe que destruirá la ciudad, y llegará el fin con una inundación». Buscando una respuesta más clara, Daniel le pidió a un mensajero divino que hablara de forma más sencilla: «¿Cuánto tiempo pasará hasta el fin de estas cosas terribles?». Como respuesta, el mensajero le dijo enigmáticamente que el final llegará después de «un tiempo y tiempos y medio tiempo». Pero ¿qué significaba eso de «un tiempo y tiempos y medio tiempo»? ¿Qué significaba «setenta semanas de años»? «Yo oí, pero no comprendí», dice Daniel en su libro. «De modo que dije: Señor mío, ¿cuál será el resultado de todas estas cosas?». Y, una vez más con un lenguaje codificado, el ángel respondió: «Contando desde el momento en que sea abolido el sacrificio perpetuo y se instale la abominación de la desolación, serán mil doscientos noventa días; dichoso aquel que sepa esperar y alcance mil trescientos treinta y cinco días». Y tras darle esta información a Daniel, el ángel (que antes le había llamado «Hijo de Hombre») le dijo: «Ahora, vete a tu fin, y levántate para tu destino al final de los tiempos». Al igual que Daniel, generaciones y generaciones de exégetas bíblicos, de sabios y teólogos, de astrólogos e incluso de astrónomos (el famoso Sir Isaac Newton estaría entre estos últimos) dijeron también «oímos, pero no comprendemos». El enigma no se halla solo en el significado de «un tiempo y tiempos y medio tiempo» y todo lo demás, sino en ¿a partir de cuándo hay (o había) que comenzar a contar? La incertidumbre procede del hecho de que las visiones simbólicas de Daniel (como aquélla en la que un macho cabrío ataca a un carnero, o aquella otra en la que dos cuernos se multiplican y se dividen) le fueron explicadas por los ángeles como acontecimientos que iban a tener lugar mucho más allá de la Babilonia de los tiempos de Daniel, más allá de su profetizada caída, incluso más allá de la profetizada reconstrucción del Templo de Jerusalén, después de setenta años. El auge y la caída del imperio persa, la llegada de los griegos bajo el mando de Alejandro, incluso la división de su conquistado imperio entre sus sucesores, todo ello se anticipó con tan gran precisión que muchos expertos creen que las profecías de Daniel son del género de «post -acontecimientos»; es decir, que la parte profética del libro se escribió en realidad en tomo a 250 a. C., pero simulando haber sido escrito tres siglos antes. Sin embargo, el argumento clave está en la referencia, en uno de aquellos encuentros con los ángeles, al inicio de la cuenta, a partir del «momento en que sea abolido el sacrificio perpetuo y se instale la abominación de la desolación». Esto sólo podía hacer referencia a los acontecimientos que tuvieron lugar en Jerusalén en el día veinticinco del mes hebreo de Kisléu del año 167 a. C. La fecha está registrada con toda precisión, dado que fue entonces cuando «la abominación de la desolación» se instaló en el Templo, marcando (muchos así lo creían) el inicio del final de los tiempos.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el siglo XXI a. C., cuando se utilizaron por primera vez armas nucleares en la Tierra, Abraham fue bendecido con vino y con pan en Ur-Shalem en nombre del Dios Altísimo, anunciando así la primera religión monoteísta de la humanidad. Veintiún siglos después, un devoto descendiente de Abraham, tras la celebración de una cena en Jerusalén, llevó a su espalda una cruz (símbolo de cierto planeta) hasta el lugar de la ejecución, y dio origen a otra religión monoteísta. Y las preguntas siguen acumulándose en tomo a él: ¿Quién era realmente? ¿Qué estaba haciendo en Jerusalén? ¿Había una conspiración contra él, o fue él mismo quien urdió la conspiración? ¿Y qué era ese cáliz que tantas leyendas alimentó y tantas búsquedas inspiró? ¿Qué era el Santo Grial?
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
En el año 200 a. C., los seléucidas atravesaron las fronteras ptolemaicas y conquistaron Judea. Al igual que en otras ocasiones, los historiadores han estado investigando sobre las razones geopolíticas y económicas de esta guerra, ignorando los aspectos religiosos y mesiánicos. Pero la información clave nos la da Beroso en su relato acerca del Diluvio al hacernos saber que Ea/Enki dio instrucciones a Ziusudra (el «Noé» sumerio) para que «escondiera todos los escritos que pudiera de Sippar, la ciudad de Shamash», con el fin de recuperarlos después del Diluvio, porque esos escritos «trataban de comienzos, mitades y finales». Según Beroso, el mundo atraviesa por cataclismos periódicos, cataclismos que él relacionaba con las eras zodiacales, habiendo comenzado la era en la que él vivió 1920 años antes de la época seléucida (312 a. C.). Esto situaría el inicio de la era del Carnero en el año 2232 a. C., una era que, en la época de Beroso, tenía los días contados, aun en el caso de que se le concediera su plena extensión matemática (2232-2160 = 122 a. C.). Los registros a los que podemos acceder sugieren que los reyes seléucidas, al relacionar estos cálculos con el retomo perdido, se vieron en la necesidad apremiante de prepararse para tal evento. Dieron inicio a una frenética reconstrucción de los templos en minas de Sumer y Acad, poniendo el énfasis en el E.ANNA (la «Casa de Anu»), en Uruk. El Lugar de Aterrizaje del Líbano, al que llamaban Heliópolis (Ciudad del dios Sol), se consagró de nuevo, y se erigió un templo en honor a Zeus. De ahí que lleguemos a la conclusión de que el motivo principal para la guerra por el control de Judea fuera también la urgencia por preparar el emplazamiento espacial de Jerusalén para el retorno. Que, nos atrevemos a sugerir, la manera griega-seléucida de prepararse para el retorno de los dioses
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El inevitable levantamiento judío, iniciado y liderado por un sacerdote llamado Matityahu (el Matatías bíblico) y sus cinco hijos, se conoce como la revuelta asmonea o macabea. La revuelta se inició en el campo, superando rápidamente a las guarniciones locales griegas. Mientras los griegos se apresuraban a enviar refuerzos, la revuelta se extendió por todo el país; lo que los macabeos no tenían en número de efectivos y en armas lo compensaban con ferocidad y con celo religioso. Los hechos, relatados en el Libro de los Macabeos (y por los historiadores posteriores), no dejan lugar a dudas de que la lucha de estos pocos hombres contra un poderoso ejército estuvo marcada por un programa temporal claro: era necesario reconquistar Jerusalén, purificar el Templo y volver a consagrarlo a Yahveh en un plazo de tiempo fijado. En el año 164 a. C., los macabeos se las ingeniaron para apoderarse del Monte del Templo, que purificaron y en el que encendieron la llama sagrada una vez más aquel año; la victoria final, que llevaría al pleno control de Jerusalén y a la restauración de la independencia judía, tuvo lugar en el año 160 a. C. Los judíos celebran aún aquella victoria y la reconsagración del Templo en la fiesta de Hanukkah («reconsagración»), en el vigésimo quinto día de Kisléu. La secuencia de aquellos acontecimientos, así como su ubicación temporal, se diría que estaban estrechamente relacionados con las profecías acerca del final de los tiempos. De aquellas profecías, como hemos visto, las que ofrecían pistas numéricas concretas con respecto al futuro extremo, el final de los tiempos, las había recibido Daniel de boca de los ángeles. Pero carecían de claridad, dado que los cálculos se habían expresado de forma enigmática, bien en una unidad llamada «tiempo» o bien en «semanas de años», o incluso en números de días; y quizás sólo en estos últimos se hubiera podido determinar cuándo debía comenzar la cuenta, con el fin de averiguar cuándo terminaría. En tal caso en concreto, la cuenta debía comenzar a partir del día en que «sea abolido el sacrificio perpetuo e instalada la abominación de la desolación» en el Templo de Jerusalén; y ya hemos dejado sentado que este abominable acto tuvo lugar de hecho un día del año 167 a. C. Con la secuencia de estos acontecimientos en mente, la cuenta de días que se le dio a Daniel debió de aplicarse a los hechos concretos acaecidos en el Templo: su profanación en el año 167 a. C. («cuando sea abolido el sacrificio perpetuo e instalada la abominación de la desolación»), la purificación del Templo en el año 164 a. C. (después de «mil doscientos noventa días») y la completa liberación de Jerusalén en 160 a. C. («dichoso aquel que sepa esperar y alcance mil trescientos treinta y cinco días»). Los números de días, 1290 y 1335, encajan básicamente con la secuencia de los acontecimientos del Templo. Según las profecías del Libro de Daniel, sería entonces cuando el reloj del final de los tiempos comenzaría a su cuenta atrás. Pero la imperiosa necesidad de reconquistar toda la ciudad y de echar a los incircuncisos soldados extranjeros del Monte del Templo en el año 160 a. C. nos ofrece aún otra pista. Aunque nosotros hemos estado utilizando la cuenta aceptada de a. C. y d. C. para fechar los acontecimientos, la gente de aquellos tiempos no utilizaba un sistema temporal basado en el calendario cristiano, un calendario que llegaría en el futuro. El calendario hebreo, como ya hemos mencionado, era el calendario que comenzó en Nippur en el año 3760 a. C.; y, según este calendario, ¡lo que nosotros llamamos 160 a. C. era precisamente el año 3600! Ese número de años, como el lector ya debe de saber, se corresponde con un SAR, el original (y matemático) período orbital de Nibiru. Y aunque Nibiru había reaparecido cuatrocientos años atrás, la culminación del SAR, la finalización de un año divino, debía de tener una importancia innegable. Para aquéllos para quienes las profecías bíblicas del regreso del Kavod de Yahveh a su Monte del Templo constituían pronunciamientos divinos incuestionables, el año que nosotros llamamos 160 a. C. era un momento ciertamente crucial: no importa dónde pudiera estar el planeta, Dios había prometido regresar a su templo, y el templo tenía que estar purificado y listo para su regreso.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Este calendario no sólo se utilizó en todo el Oriente Próximo de la antigüedad, sino que incluso determinó el momento en que ciertos acontecimientos debían tener lugar. Y eso se puede vislumbrar revisando simplemente algunas fechas significativas (algunas de ellas resaltadas en negrita) de las que hemos ofrecido en anteriores capítulos. Sólo con que elijamos unos cuantos, de aquellos hechos históricos determinantes, esto será lo que nos encontremos cuando el «a. C.» se convierta en «c. n.» (calendario nipuriano):
 
a.      C.      c. n.   ACONTECIMIENTO
 
3760 0       Comienza la civilización sumeria
3460 300   Incidente de la Torre de Babel
2860 900   Gilgamesh mata al Toro del Cielo
2360 1400 Sargón: comienza la era de Acad
2160 1600 Primer Período Intermedio en Egipto; era de Ninurta (Gudea construye el Templo-de-Cincuenta)
2060 1700 Nabu organiza a los seguidores de Marduk; Abraham se traslada a Canaán; guerra de los reyes
1960 1800 Templo Esagil de Marduk en Babilonia
1760 2000 Hammurabi consolida la supremacía de Marduk
1560 2200 Nueva dinastía (Imperio Medio) en Egipto; inicio de una nueva dinastía real (casitas) en Babilonia
1460 2300 Anshan, Elam, Mitanni se levantan contra Babilonia; Moisés en el Sinaí, la «zarza ardiente»
960   2800 Comienza el imperio neoasirio; se renueva la festividad de Akitu en Babilonia
860   2900 Asurbanipal porta el símbolo de la cruz
760   3000 Comienza la era de los profetas en Jerusalén, con Amós
560   3200 Los anunnaki finalizan su partida de la Tierra; los persas desafían a Babilonia; Ciro
460   3100 Edad de oro de Grecia; Herodoto en Egipto
160   3600 Los macabeos liberan Jerusalén, se consagra nuevamente el Templo
 
El lector impaciente difícilmente esperará a rellenar las siguientes anotaciones:
 
60     3700 Los romanos construyen el templo de Júpiter en Baalbek y ocupan Jerusalén
3760 Jesús en Jerusalén; comienza la cuenta de «d. C.»
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El alboroto nacional y religioso que debió de haber en aquellos días se nos hace patente en la proliferación de escritos histórico-proféticos, como el Libro de los Jubileos, el Libro de Henoc, Los testamentos de los doce patriarcas y La asunción de Moisés (y algunos otros más, todos ellos conocidos en su conjunto como apócrifos y pseudoepígrafos). El tema común en todos ellos era la creencia de que la historia es cíclica, que todo ha sido predicho, que el final de los tiempos (una época de caos y agitaciones) no sólo marcaría el fin de un ciclo histórico, sino también el principio de uno nuevo, y que «se le daría la vuelta a la tortilla» (por utilizar una expresión popular) con la llegada del «Ungido», Mashi’ach en hebreo (traducido como Chrystos en griego, y de ahí Mesías o Cristo en castellano).
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
A orillas del Jordán, Elías enrolló su milagroso manto y golpeó las aguas, que se dividieron, dejándole así cruzar el río a pie. Los demás discípulos se quedaron atrás, pero incluso entonces Eliseo insistió en seguir junto a Elías, cruzando el río con él.
 
Iban caminando mientras hablaban,
cuando un carro de fuego
con caballos de fuego se interpuso entre ellos;
y Elías subió al cielo en el torbellino.
Eliseo le veía y clamaba:
«¡Padre mío, padre mío!
¡El carro de Israel y su auriga!»
Y no le vio más,
 
2 Reyes 2,11-12.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
La tradición judía sostiene que el transfigurado Elías volverá algún día como precursor de la redención final del pueblo de Israel, y que será un heraldo del Mesías. Esta tradición ya quedó registrada en el siglo V a. C., en palabras del profeta Malaquías (el último profeta bíblico), en su profecía final. Dado que la tradición sostiene que la cueva del monte Sinaí donde el ángel dio refugio a Elías fue la misma cueva en la que Dios se le reveló a Moisés, se esperaba que Elías reapareciera al inicio de la fiesta de la Pascua, cuando se conmemora el Éxodo. Hasta el día de hoy, en el Seder, la cena ceremonial con la que comienzan los siete días de la Pascua, se pone en la mesa una copa llena de vino para Elías, para que beba de ella cuando llegue; la puerta se abre para que pueda entrar, y se recita un himno en el que se manifiesta la esperanza de su pronta venida como heraldo de «el Mesías, hijo de David». (Al igual que en el caso de los niños cristianos, a los que se les dice que Santa Claus se deslizará a hurtadillas por la chimenea y les traerá los regalos que anhelan, a los niños judíos se les dice que, aunque invisible, Elías se deslizará en la casa y beberá un sorbito de vino). La costumbre ha hecho que la «copa de Elías» se embellezca con el tiempo y se transforme en un artístico cáliz, que no se utiliza para ninguna otra cosa salvo para el ritual de Elías, durante la cena de la Pascua. La Ultima Cena de Jesús fue una de aquellas cenas de Pascua repleta de tradiciones.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
Yo soy Él, yo soy el primero y también el último…
Desde el principio anuncio el final,
y desde los tiempos antiguos lo que aún no ha sucedido.
 
Isaías 48,12; 46,10.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Uno de los grandes misterios del sistema solar lo constituye el hecho de que el planeta Urano se halle literalmente tumbado sobre un costado; su eje norte-sur está orientado al Sol, es decir, se halla en la horizontal al Sol, en lugar de en vertical. «Algo» debió de darle a Urano un «tremendo castañazo» en algún momento del pasado, dijeron los científicos de la NASA, sin aventurarse a conjeturar qué podía haber sido ese «algo». Con frecuencia me he preguntado si ese «algo» fue también el que causó la enorme y misteriosa cicatriz, y el inexplicable aspecto como de haber sido «arado» que el Voyager 2 de la NASA descubrió en una luna de Urano, en Miranda, en 1986; una luna que es diferente en múltiples y variados aspectos al resto de lunas de Urano. ¿Pudo ser una colisión celeste, provocada por el tránsito de Nibiru y de sus lunas, lo que provocara todo esto?
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El retorno de los anunnaki en un momento distinto al del retorno del planeta puede, por tanto, tener lugar, y de ahí que nos quedemos con el otro tiempo cíclico, el tiempo zodiacal. En mi libro Al principio de los tiempos, lo denominé tiempo celeste, a diferencia del tiempo terrestre (el del ciclo orbital de nuestro planeta) y del tiempo divino (el del ciclo orbital de Nibiru), si bien sirviendo como vínculo entre ambos. Si el Retomo esperado va a ser el de los anunnaki y no el de su planeta, entonces nos corresponde a nosotros buscar la solución a los enigmas de dioses y hombres a través del reloj que les vincula: el cíclico tiempo celeste del zodíaco. Después de todo, lo inventaron los anunnaki para reconciliar los dos ciclos; su proporción (3600 para Nibiru, 2160 para una era zodiacal) constituye la sección áurea, la proporción de 10:6. Y, como ya he sugerido, nos da como resultado el sistema sexagesimal, en el cual se basaban las matemáticas y la astronomía de los sumerios (6 x 10 x 6 x 10, etcétera). Beroso, como ya he dicho, consideraba que las eras zodiacales constituían puntos cruciales en los asuntos de dioses y hombres, y sostenía que el mundo atraviesa periódicamente por catástrofes apocalípticas, sean de agua o de fuego, cuya ocurrencia viene determinada por los fenómenos celestes. Como su homólogo Manetón en Egipto, también dividió la prehistoria y la historia en fases divina, semidivina y posdivina, afirmando que «la duración de este mundo» sería de 2.160 000 años. ¡Y esto, maravilla de maravillas, son exactamente mil (¡un milenio!) eras zodiacales! Los expertos que han estudiado las antiguas tablillas de arcilla que tratan de matemáticas y de astronomía se han quedado asombrados al descubrir que las tablillas hacían uso del fantástico número 12960 000 (sí, 12.960 000) como punto de arranque. Y llegaron a la conclusión de que esto sólo podía estar relacionado con las eras zodiacales de 2160 años, cuyos múltiplos dan como resultado 12 960 (si multiplicamos 2160 x 6), 129,600 (si multiplicamos 2160 x 60) o 1.296 000 (si lo multiplicamos por 600); ¡y, maravilla de maravillas, el fantástico número con el que comienzan estas antiguas listas, 12.960 000, es un múltiplo de 2160 por 6000, como en los divinos seis días de la creación! El hecho de que los acometimientos principales, cuando los asuntos de los dioses afectaban a los asuntos de los hombres, estuvieran relacionados con las eras zodiacales se ha venido demostrando a lo largo de toda la obra de Las Crónicas de la Tierra. Con el comienzo de cada era, acaece algo trascendental: la era de Tauro señaló la concesión de la civilización a la humanidad; la era de Aries vino acompañada de una hecatombe nuclear, y terminó con la partida de los dioses. La era de Piscis comenzó con la destrucción del Templo de Jerusalén y con el nacimiento del cristianismo. ¿No cabría preguntarse si el profético final de los tiempos no significará el fin de una era zodiacal?
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
El «incidente de la Phobos» sigue siendo, oficialmente, un «accidente inexplicable».
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos
 
 
Para mí, los hechos acaecidos desde 1983, junto a las evidencias de Marte que se han descrito brevemente en capítulos previos, y junto al misil que se disparó desde la limeta Fobos, indican que los anunnaki siguen teniendo algún tipo de presencia (probablemente una presencia robótica) en Marte, en lo que fue su antigua estación de paso. Y esto estaría indicando una previsión, un plan que les permitiera disponer de unas instalaciones perfectamente dispuestas para una futura visita. Lo que nos sugieren estos hechos en su conjunto es la intención de volver de los anunnaki, la firme posibilidad de un Retorno.
 
Zecharia Sitchin
El final de los tiempos

No hay comentarios: