Catástrofe en la cocina

El silbato de las hirvientes jarrillas
rompe el silencio oloroso a cebolla
en las limpias y pacíficas cocinas
que se llenan de su música arcaica
de viejo ferrocarril en miniatura.

Las jarrillas de silbato
han sido hechas para aquellos
que olvidan siempre
apagar la hornilla, como yo,
para preocupación tuya.

Hoy, estrené la jarrilla
esmaltada de rojo y asa negra
que confiados compramos ayer
para evitar catástrofes frecuentes
por mis constantes olvidos.

Al principio fue solo su “gor-gor”
suave como ronronear de gato
el que cautivó embelesada.

Luego, fue su agudo silbato
–imperioso y mágico–
el que hizo irrumpir en mi cocina
sobre los rieles del ensueño,
oloroso a caña y cintronela,
el verde campo de la costa
con sus sembrados de milpa y banano.

El paisaje parpadeó veloz
por las ventanillas
del ruidoso tren
de negra y humeante locomotora
que me llevó
–adolescente en vacaciones–
entre campanas, banderazos
y olor a petróleo
hasta la vieja estación
del pueblo de mi abuela.

Y así, sobre la locomotora
roja y negra de mis sueños
alucinada por el silbato
de mi nueva jarrilla
me olvidé, otra vez,
–para desesperación tuya–
de apagar la hornilla.

Luz Méndez de la Vega


"El diccionario es una clara expresión de la milenaria discriminación e injusticia a la que la mujer se ha visto sometida por la impuesta «superioridad» de los varones."

Luz Méndez de la Vega



La duda

Este herir y ser herida
este crear en zarza desmesurada,
este afilar las uñas en la sombra,
este clavar los dientes en los otros,
este encender venenos en las voces,
este enlodar los días claros,
y corromper las sombras,
este enturbiar el aire con blasfemias
y desgarrar la música con gritos,
este vivir y desvivirse,
este amar y desamar constante,
este odiar sin descanso y sin motivo,
esto, dime ¿Será estar vivos?

Luz Méndez de la Vega


La huella

Mañana
olvidaremos
nuestros nombres
y nuestros rostros.

Olvidaremos
el tremendo
ancestral deseo
que hace arder
y resplandecer
nuestros cuerpos
como soles febriles
en la sombra.

Olvidaremos
esta historia
de dulces días
y tibios atardeceres
en los que es
sutil atadura
hasta el silencio.

Ineludiblemente
se perderán nuestras fechas
entre ajenos calendarios.
El recuerdo de paisajes
y recodos íntimos
se confundirá
entre nuevas geografías
de rostros y nombres
Nunca antes pronunciados.

Mañana
amaremos otras veces
y otras.
Mis manos repetirán
sobre otras cabezas
el mismo gesto tierno
con que hoy
acaricio tus cabellos.
Tu boca repetirá
en otros labios
el primer beso
que puso en los míos.
El poderoso olvido
borrará,
borrará implacablemente
y hasta la sombra del recuerdo
se perderá
náufrago sin rescate
en el fondo del tiempo.

Y, sin embargo,
cada otra vez,
que tú o yo,
amemos
esa pequeña
inexplicable tristeza
de algo que falta
será la invisible huella
de estos días intensos.

Luz Méndez de la Vega


La primera palabra

El llanto fue nuestra primera palabra.
El primer grito de llamado
al ausente y cálido refugio conocido.
La terrible expresión
de la primera soledad del cuerpo,
expatriado
de su mundo visceral y
palpitante.

Y
el frío fue nuestro primer encuentro.
El frío, el dolor y la sangre.
Nacimos entre sangre y llanto;
cortados a raíz y tajo
de la única patria
intransferible
de hueso y carne.
El llanto fue nuestro primer idioma.
La sonrisa vino después,
quizás,
nacida entre sueños,
al recuerdo de días anteriores al exilio,
junto al calor de un cuerpo,
o de la tibia lana,
que fingen el dulce clima
del sitio antiguo que añoramos siempre
y al que volvemos,
efímeramente,
entre el sueño y el orgasmo.

El llanto fue también
nuestra primer protesta,
el primer canto de denuncia
contra
la miseria, la inermidad,
y el desamparo descubiertos.
Primera y perenne palabra,
el llanto
ha de ser, también,
la última.

Sin sonido, quizás,
al despedirnos.
Y
entre las dos:
La vida.
La vida, ahí,
sin que sepamos
si ha sido algo más
que esta primera
y última palabra.

Luz Méndez de la Vega



Prólogo

Pronto fui expulsada
del coro de las voces claras,
cuando ya había
perdido el derecho
al canto del solo.

Colgué al hombro
mi voz
–agria y ronca–
como un arma,
y me fui
por los caminos
transitados por el grito.

De allí, también,
salí proscrita
por mi voz opaca
incapaz
de alturas y violencia.

Desde entonces,
camino por extravíos
con mi voz
muerta
atada al cuello;

e, inútilmente, trato
–muda para siempre–
de hablar, cantar
o gritar
con torpes gestos.

Luz Méndez de la Vega









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