Itzjok Ianasovich

A Jerusalén

A Jerusalén no se va,
a Jerusalén se vuelve,
a Jerusalén se asciende
por la escala de las generaciones,
por la escalera de la añoranza,
por los peldaños de la redención.

Odres repletos de memoria
trae uno consigo a Jerusalén.
Sobre cada monte, sobre cada colina,
por las blancas callejuelas de piedra
se hacen brindis con años de memoria
recién resucitados.

A Jerusalén no se va,
a Jerusalén se vuelve.

Itzjok Ianasovich


Ay… 

Ay del secreto 
cuando la noche salga del ojo del búho 
y le diga a Dios: 
—Señor, ya no puedo seguir callando. 

Ay de la oscuridad 
cuando el sol se alce ante Dios 
y grite: 
—Señor, danos colores. 

Ay de todos nosotros 
en aquella hora tempestuosa 
cuando las uñas del león se ablanden 
y las ovejas se arrojen sobre el a devorarlo. 

Itzjok Ianasovich




Latinoamericana 


Allí donde el idioma se acaricia a sí mismo en el entrebesarse de las palabras; 
allí donde la canción es triste y provocativa como una bailarina de zamba; 
allí donde el amor es consagrado por el sangriento puñal de los celos 
y la soledad enciende la ardiente noche de carnaval 
en una prolongada violación; 
allí, solamente allí plantó el refinado colón su primer pisada 
luego de haber exclamado triunfante: ¡tierra! 
 
Todo lo que crece en el paraíso, crece en Latinoamérica. 
Aquí posee el cielo abundantes estrellas para cada rancho. 
Aquí tiene la pampa caballos suficientes para cada lazo. 
Hasta las bestias que iluminan las tataratinieblas del bosque 
con la verde fosforescencia de sus ojos, 
son sagradas: 
en sus entrañas se encuentran los sepulcros de los patriarcas. 

Dios detuvo sobre nuestra tierra su tempestuoso carruaje 
y ató sus caballos al umbrío ombú. 
Nuestros ríos son los espejos de la eternidad. 
Nuestras montañas son los lechos del tiempo adormecido. 
igual que antaño, hace mil generaciones, aún viven sobre nuestros cerros 
loso rojos dioses de los quechuas, charrúas y guaraníes. 
En los valles aún hoy se sigue tomando el espumoso mate verde 
con el antiquísimo ritual de los aztecas 
que perforaban, con sus flechas, el corazón de la luna 
y acumulaban sus fragmentos de oro en las catacumbas de sus reyes 


¿Quién afirma que los que murieron ya no viven mas? 
¿Quién asegura que los caídos en batalla 
no conducen mas guerras? 

En Latinoamérica un día recién nacido, tiene ya mil años. 
Cada ocaso inaugura aquí una noche aun más antigua que el caos del génesis. 
Cada niño es aquí, su propio bisabuelo. 
En su sangre gime el esclavo y se regocija el esclavizador. 
Su cuerpo constituye el campo de batalla donde vencido y vencedor 
se abrazan en la borrachera de la mutua matanza. 

Por separado es cada uno de nosotros un águila montaraz 
diestro en su sueño—vuelo de rey y dominador, 
pero reunidos somos un hato de asnos que cualquier látigo 
puede arrodillar y someter. 
Orgullo y sumisión, esta es la cruz 
que arrastramos camino del Gólgota, 
para morir en la dulce voluptuosidad de la insurrección. 

Oh, no existe mayor placer que el de la rebelión. 
No existe, no existe felicidad mayor que la de derrumbar muros: 
muros de palacios, de cárceles y de los propios hogares 
construidos por manos heridas 
y amasando cuerpos queridos entre los cimientos. 


Allí donde cada cual es un señor en su fantasía, 
y cada cual posee, en sueños, todo lo que desea, 
allí florece el orgulloso árbol de la libertad. 

Allí donde el cuchillo responde con agudeza a tu ofensor, 
allí donde la guitarra reúne a tus amigos 
y ablanda el duro corazón de tu amada, 
allí mora la fuente de la dicha. 

Incluso si inclinas la espalda sobre un campo ajeno 
y depositas la cosecha en un granero ajeno, 
eres un hombre libre y nadie puede forzar tu corazón 
para que estime aquello que desprecias. 

Oh, extranjero, 
no es una vergüenza vivir en una jaula de madera y lata; 
no es humillante criar hijos bajo una enramada; 
lo vergonzoso es alquilarse para el trabajo cuando no se tienen hambre, 
cuando la botella de vino aún no esta vacía 
y es posible prolongar aún la dulce hora del amor 
por toda una jornada de dios. 

Malditos sean los malvados 
que encendieron en nuestra sangre la envidia 
hacia quienes poseen cosas innecesarias 
y conseguirlas exige trabajar duro la semana entera… 


¿Has prestado atención alguna vez al canto de Latinoamérica? 
Hace mil años introdujeron en sus canciones, 
los pueblos de nuestro continente, el clamor por la desdicha presentida. 
El presentido final. 
Entonces se percibe en nuestras canciones, la desolada pena de la extinción; 
en nuestros cantos flota, entonces, el polvo de reinos desmoronados, 
y como le humo de una llamarada hace tiempo extinguida 
y como la ceniza de un fuego que hace mucho ardiera, 
llora en nuestro canto el miedo por un peligro 
que, de cualquier forma, y lo destruyo todo. 


Oh, qué hermosas son tus playas, Latinoamérica, cuando cae el sol 
y tiñe las olas de un color rojo—cobre. 
Y que hermoso, que hermoso como chapotean en nuestras aguas los tiburones 
luego de haber destrozado con sus dientes oblicuos 
—y devorado ávidamente— 
a aquellos que se sublevaran contra el dictador del país. 

Oh, heroicos muchachos rebeldes, 
oh, luchadores por nuestra libertad; 
cuando otro tirano decapite a vuestro verdugo 
hemos de cantar en hermosas canciones 
vuestra muestra heroica. 

Latinoamérica posee la magia de las canciones 
que transforman el infierno 
en un paraíso de cantos. 


Diez mujeres tuvo el Don Juan criollo. 
En cada caserío donde trabajaba una temporada, o dos, 
tomaba una mujer y ella le daba un hijo. 
Pero el sabia muy poco de sus hijos 
porque cuando se marchaba del caserío 
empujado por su afán errante 
los dejaba en brazos de su madre. 

Solo amaba a una, a la hija menor de su última esposa, 
a ella la mimaba y hasta le compraba golosinas. 
Aunque a la madre al azotara con el látigo 
porque su piel ya era tan dura como el cuero de una vaca vieja 
y sus pechos le colgaban hasta las rodillas. 

Su hija hubiera cumplido catorce años, 
en el otoño venidero, luego de la cosecha de alfalfa. 
Pero la desgracia sobrevino antes, 
en plena efervescencia del carnaval, 
cuando él la perdió en una apuesta en la taberna 
junto con su cuchillo y un rebenque. 

Oh, no abra de evitar la desgracia aquel a quien la mala suerte 
le echa el lazo, amarrándolo como a un caballo en la pampa, 
¡por todas las putas madres hasta la séptima generación! 
Menos mal que salvó la guitarra 
y ahora, cuando su corazón desborda de pena, 
encuentra consuelo con la tristeza de la canción. 

¡Oh, vida mía, vidalita! 
Que hermosura sus pechos jóvenes cuando se alzaban como cuernos; 
con que dulzura sus caderas llenas 
despertaban una calle entera de muchachos, 
¡oh, vida, vida, vidalita! 


Amor es en Latinoamérica profundo y efervescente como el mar. 
Amor es en Latinoamérica, misterioso y oscuro como la muerte. 
Entre nosotros amor y violencia marchan juntos 
y tras ellos viene la canción. 

¿Oíste alguna vez aquel hermoso canto de amor y traición? 
Ella, la bella muchacha, era la mujer de un fiero jaguar, 
alguien cuyas charreteras eran de oro puro. 
Pero ella amaba al peón, joven, buen mozo, que atendía a su marido 
y cepillaba su caballo marrón. 

Una noche de luna, los olfateo el fiero jaguar entre las hierbas, 
pero no los mató en cuanto los descubrió. 
Largamente los acecho en las sombras del placer, 
y recién cuando el amor de ellos 
alcanzo el momento en que los instantes crecen como soles 
y encienden las tinieblas de la noche, 

Los consagro con el signo de la cruz 
Y hundió sus dientes en las dulces carnes 
De la traidora mujer 
Y se emborracho con la sangre del ardiente muchacho. 

Matar por amor y traición 
no tiene castigo de la ley entre nosotros; 
Dios mismo es, en esos casos, el juez. Solo él 
puede juzgar el corazón del hombre engañado. 

Sucedió así: el fiero jaguar 
tomo luego otra mujer 
más joven que aquella muchacha traicionera. 
Pero desde entonces no tuvo más un peón para su caballo 
e incluso vendió su caballo marrón 
cambiándolo por un automóvil nuevo; 
un nuevo automóvil made in usa, 
obsequio del dictador a su fiel general. 


¿Es este, acaso, el fin de la canción? 
Oh, no; una canción no tiene fin, 
porque donde se clava la aguja: pecado, 
sigue detrás el hilo: castigo. 

Una noche habrán de sublevarse sus compañeros, 
los que están sentados a su alrededor 
y han de organizar una conspiración contra el dictador del país 
porque a ellos no les obsequio automóviles nuevos, 
y entonces ya ha de recibir su paga 
por la muerte de la muchacha, 
por la sangre del peón 
y por los rebeldes que los tiburones devoraron.

Itzjok Ianasovich



Me equivoqué… 

Te equipare al sol 
y me equivoque. 
El sol alumbró el día entero 
y blanqueó todas las sombras. 
Pero cuando partió al anochecer 
todo volvió a tornarse gris. 

En cambio tu me iluminas 
incluso estando ausente. 

Itzjok Ianasovich







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