Jacob Glatstein

Buenas noches, mundo 

Buenas noches, mundo; 
ancho, pestilente mundo. 
No eres tú: soy yo quien da el portazo. 
Puesto el largo talego 
con el llameante remiendo amarillo19, 
orgulloso el paso, 
Por mi propio mandato vuelvo al gueto. 
Borro, pisoteo todas las huellas conversas. 
Me revuelvo en tu lodo, 
alabada seas, alabada seas, contrahecha vida judía. 
Anatema, mundo, sobre tus sucias culturas. 
Aún cuando todo este en ruinas 
me hago polvo de tu polvo, 
triste vida judía. 

Puerco alemán, polaco hostil, 
amalequita9
 ladrón, tierra de borrachera y gula; 
fofa democracias, con tus frías 
compresas de simpatía; 
buenas noches, prepotente mundo eléctrico, 
vuelvo al querosén, al resplandor de mis cirios 
al eterno octubre, a las diminutas estrellas, 
a mi giboso farol, a mis torcidas callejuelas, 
a los restos venerados de mis sagrados textos, 
a mis profetas, a mi Talmud y a sus arduos párrafos, 
al luminoso ídish, 
al profundo sentido, a la ley judía, al deber, a la justicia; 
hacia la silenciosa lumbre del gueto 
marcho, mundo, con regocijo. 

Buenas noches, mundo. Te obsequio 
todos mis libertadores; 
toma los jesusmarxes, atragántate con su coraje; 
revienta por una gota bautizada de nuestra sangre. 
Y yo confío en que aún cuando demore, 
habrá de fructificar mi espera, temprano o tarde; 
han de susurrar aún hojas verdes sobre nuestro árbol seco. 
No necesito consuelo. 
Vuelvo a mis cuatro paredes; 
de la música idolatra de Wagner 
a la melodía jasídica, al canturreo. 
Desgreñada vida judía, te beso; 
llora en mi alegría de volver.

Jacob Glatstein



Canción oscura

Nunca te he visto 
cuando bañas a tus hijos; 
cuando sentada a la orilla del agua 
arrojas tu triste red 
sobre tus alegres panecillos; 
cómo permaneces sentada, adormecida, 
nostálgica. 

Alguna vez ha de pasar, 
tenderte la mano 
y ayudarte a cargar con el yugo 
de tu alegría hogareña.

Jacob Glatstein


Cantos 


Mi vieja tierra se entibia. 
Borbotones de sol se tienden sobre ella. 
Mi vieja tierra se torna 
Mi santa cabecera. 
El cuerpo martirizado, 
Yazgo y escucho 
Como va volviéndose mío cada palmo 
Yo, el tallador de lapidas, 
Me torno hacendado. 
Ellos pronuncian tierra; 
Ellos dicen fábricas, 
Naves, aviones, prados; 
Y aún no siendo todo mío, 
Todo es tengo; todo para mi creado. 


¿Sabes como huelen huesecillos jóvenes 
de chiquitos recién nacidos? 
¿Conoces el aroma madrugador 
de masa recién horneada? 
Así huele la joven historia judía; 
así sabe cada página recién escrita. 
Y tú estás en cada palabra, 
eres joven con una juventud 
que conquistó el llanto de tus ojos. 
Como una flecha huyó tu vejez. 
Ahora bebes la copa del consuelo. 
Te invitan al púlpito, 
Te está permitido inscribir una letra. 
Olvidas hasta tu nombre. 
Y haces un brindis por tu juventud, 
Joven como la historia judía. 


Entre los refugiados de la necesidad y el cansancio, 
los últimos en acudir 
han de ser los refugiados de la abundancia. 
Vendrán a adelgazar hasta el hueso judío. 
Han de ser os que aguardan, 
los que obran con tino. 
Enviarán espías al Estado judío, 
y hasta que no les sean dadas, negro sobre blanco, 
las pruebas por escrito 
de que leche y miel ya se ha echado a mamar, 
han de aguardar. 

Jacob Glatstein


Decir la plegaria de la tarde 

Voy a revelarte un secreto, Natán: 
la Plegaria de la Tarde hay que saber decirla. 
En una oración sabrosa. 
Te andas por la hierba, 
nadie te urge, nada te apremia; 
andad delante del Creador 
con ofrendas en manos desnudas, limpias; 
las palabras son oro, 
su sentido, transparente, 
y tú las cargas de intención 
como si por primera vez afloran a tu boca. 

Decir la Plegaria de la Tarde… 
¡Casi nada! ¡La Plegaria de la Tarde…! 
Natán, si no te sientes crecer ante ti mismo, 
es que no la pronunciaste. 
La melodía es toda sencillez, 
pero, ¿quién sino tu pone su mano 
en el declinar del día? 
Tu espalda carga una gran responsabilidad: 
tomas un día creado 
y lo conduces al arca 
donde reposan todos nuestros días vividos: 
El día se hunde calladamente, con un beso; 
se tiende a tus pies 
erguidos para pronunciar las Dieciocho Bendiciones. 
No está en tus manos crear nada; 
pero tú, judío de la Plegaria de la Tarde, 
puedes conducir un día hasta su mismo desenlace 
y percibir la sonrisa del palpable ocaso. 
Penetras lo cabal de todos: 
envejeces con días que se siguen de continuo 
y subsisten sin que falte un segundo. 
Traes un día vivido, 
una ofrenda para la eternidad. 
¿Qué hacías acaso nuestros padres 
cuando salían 
a pasear una plegaria? 

Hubo un tiempo, Natán, 
en que me flagelaba con ayunos; 
en que celebraba penitencias. 
Cierta vez, durante la Plegaria de la Tarde, 
Se alzo dentro de mi una voz burlona. 
Era la voz del abuelo 
(¿es posible confundirla acaso?): 
—“¿Qué te diste a ayunar de esta manera? 
¿Por qué te martirizas el cuerpo de ese modo? 
¿Por si alguna vez te obsequió una partícula de gozo? 
¿Qué hiciste de tu apariencia humana? 
¡Si un cadáver tuve más rozagante…! 
¿Qué actos pecaminosos cometiste, al fin de cuentas, 
y a quien causaste daño con tus faltas? 
Te torturas tanto 
que ni te restan fuerzas 
para un pensamiento de contrición, 
mi gran arrepentido… 
Un santo cabal, fuerte y sano, 
puede derribarte con un estornudo” 

apenas terminada la Plegaria de la Tarde, Natán, 
probé bocado, 
y me dije: 
—Sobre lo que voy a necesitar 
ponerme de acuerdo con los cielos 
es sobre el valor de mis buenas obras: 
obra más, obra menos, 
regateo de centavos. 
Pero de mis pequeños pecados 
no debo jactarme. 
Hay que ser humano, 
ser capaz de perdonarlos 
incluso a uno mismo. 

Jacob Glatstein


El regocijo de la palabra en ídish

Con que tristeza se traducen las palabras 
a la hora de la conciencia plena. 
La orden es rigurosa; 
las letras inclinan sus cabezas 
El milagro se apaga en tus ojos. 

Hasta la piel se estremece. 
El canto brota como hierba nueva, 
pero tú la pisoteas despóticamente 
y el verdor sucumbe con un grito. 
Condenas al horizonte entero a traducción. 
En la mano del maestro, un látigo de plomo. 

Y esclavizado así 
suspira el paisaje de palabras todos. 
Nunca enfermaron vocablos tan jóvenes. 
Tú, freno de tanta belleza salvaje, 
tumbas la cabeza de un tigre, de un león. 
Envejeces, te inclinas, 
tú, solitario, triste vencedor. 

Jacob Glatstein


En el camino

Aterrorizado me detuve 
cuando vi 
que calculadamente grande te habías vuelto; 
como habías derrochado por el camino 
nuestras maravillosas pequeñeces; 
como habías dejado caer en el barro 
los amuletos de nuestra soledad. 

Envié tras de ti duendes y sirenas 
a encantarte el alma con añoranzas 
de nuestra bendita pobreza, 
de nuestra escasez feliz, 
nuestro pan y sal. 
Peor ya eras rey de una turba 
y decapitabas a todos mis emisarios.

Jacob Glatstein


La hora

Querida mía, la hora de la redención 
nos agobia. 
Nos faltan fuerzas 
para resistir las pruebas. 
Hurgamos en tratados. 
Recordamos citas y proverbios. 
Los profetas también callan 
conteniendo el aliento. 
Nos enceguece el resplandor 
del amanecer que se hace día. 

No se oye apostrofar ni maldecir. 
Y nosotros, tú y yo, sobrepongámonos al cansancio; 
no nos vaya a sorprender dormidos 
la hora de la redención. 

Jacob Glatstein



Obstinado

Si un hombre se obstina 
puede vivir casi nada; 
conformarse con apenas 
un trozo de si mismo 

Conocí hace tiempo a un hombre orgulloso 
erguido sobre altas piernas. 
Hoy lo conducen en una silla, 
vacías las mangas de los pantalones. 
Pero aun se muestran orgullosos sus lentes 
y severa la orden 
al que conduce su sillón. 
Ha encogido 
y decidido vivir por la mitad: 
después de todo, piernas son solo una comodidad 
y la sucia vida 
puede más que un par de piernas. 

No le habléis de Job; 
se ríe de él 
y no filosofa. 

Iankev Glathstein o Jacob Glatstein o Yankev Glatshteyn o Jacob Glatshteyn


Vamos

Guarezcámonos 
tras un pequeño cerco. 
No un gueto, Dios guarde; 
tan solo un muro silencioso. 
Sentémonos entre nosotros 
y con entendimiento 
veamos como fortificar 
nuestras debilitadas manos. 

Lo transitorio nuestro, 
armado como una cabaña de juncos, 
se desmorona 
torcido, raído y viejo. 
No queremos aún adormecernos 
pero a la fuerza nos acunan 
Agucemos pues la inteligencia; 
ingeniémonos. 

Jacob Glatstein
















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