Pero aquel que contempla el tercer mantra de OM, o sea,
aquel que ve a Dios como El Mismo, se esclarece y obtiene la moksha. Así como
una serpiente, aligerada de su antigua piel, se renueva, así también el yogui
que venera el tercer mantra aligerado de su enroscamiento mortal, de sus
pecados y sus debilidades terrestres, y emancipado de manera tal que su cuerpo
espiritual puede deambular por todo el Universo de Dios, disfruta de la gloria
del Espíritu Omnímodo y Omnisciente, cada vez más y más. La contemplación del
último mantra lo dota de moksha o inmortalidad.
De The Mandukyopanishat being The Exposition of OM the Great
Sacred Name of the Supreme Being in the Vedas. Trad. Pandit Guru, Datta
Vidhyarthi, profesor de Ciencias Físicas, Lahore. Lahore, 1893.
Aldous Huxley
Moksha, página 2
Abran nuevamente los ojos y miren a Nataraja encaramado en
el altar. Miren atentamente. Como ya han visto, en la mano superior derecha
sostiene el tambor que convoca la existencia del mundo, y en la mano superior
izquierda enarbola el fuego destructor. La vida y la muerte, el orden y la
desintegración, la imparcialidad. Pero ahora miren el otro par de manos de
Shiva. La inferior derecha está alzada con la palma vuelta hacia afuera. ¿Qué
significa este ademán? Significa: “No temas; está Muy Bien”. ¿Pero cómo es
posible que una persona sensata se abstenga de temer? ¿Cómo es posible que
alguien finja que la maldad y el sufrimiento están muy bien, cuando es tan
obvio que están todos mal? Nataraja tiene la respuesta. Ahora miren su mano
inferior izquierda. La utiliza para señalar sus pies. ¿Y qué hacen sus pies?
Miren atentamente y verán que el pie derecho está firmemente plantado sobre una
horrible y pequeña criatura infrahumana: el demonio, Muyalaka. Muyalaka, un
enano portentoso en su iniquidad, es la encarnación de la ignorancia, la
manifestación del egoísmo ávido, posesivo. ¡Písenlo, quiébrenle el espinazo! Y
esto es precisamente lo que hace Nataraja. Aplasta al pequeño monstruo con el
pie derecho. Pero observen que su dedo no señala el pie derecho que utiliza
para pisotear, sino el pie izquierdo, el pie que, al danzar, levanta del suelo.
¿Y por qué lo señala? ¿Por qué? Este pie alzado, este desafío danzante a la
fuerza de gravedad, es el símbolo de la emancipación, de la moksha, de la
liberación. Nataraja danza en todos los mundos al unísono… en el mundo de la
física y la química, en el mundo de la experiencia común, demasiado humana, y
finalmente en el mundo de la Semejanza, de la Mente, de la Luz Clara…
Aldous Huxley
Moksha, página 2
La historia del consumo de drogas constituye uno de los
capítulos más curiosos y también, a mi juicio, más significativos de la
historia natural de los seres humanos. Los hombres y mujeres han buscado —y
hallado puntualmente— en todas partes y en todos los tiempos, los medios para
tornarse unas vacaciones que los sacaran de la realidad de su existencia
generalmente tediosa y a menudo muy desagradable. Unas vacaciones fuera del
espacio, fuera del tiempo, en la eternidad del sueño o el éxtasis, en el cielo
o el limbo de la fantasía visionaria. «En cualquier parte, en cualquier lugar
situado fuera del mundo».
Aldous Huxley
Moksha, página 3
¿Cuántas de las ideas corrientes sobre la eternidad, el
cielo y los estados sobrenaturales son la consecuencia última de las
experiencias de consumidores de droga?
Aldous Huxley
Moksha, página 13
Todas las drogas existentes son traicioneras y dañinas. El
cielo en el cual introducen a sus víctimas no tarda en convertirse en un
infierno de enfermedad y degradación moral. Matan primeramente el alma y
después, al cabo de pocos años, el cuerpo. ¿Cuál es el remedio? «La
prohibición», responden a coro todos los gobiernos contemporáneos. Pero los
resultados de la prohibición no son alentadores. Los hombres y las mujeres
experimentan una necesidad tan apremiante de tomarse vacaciones
circunstanciales respecto de la realidad, que casi no repararán en medios para
procurarse la vía de evasión. Lo único que justificaría la prohibición sería el
éxito. Pero no tiene éxito y, dada la naturaleza de las cosas, tampoco puede
tenerlo. La forma de evitar que la gente beba demasiado alcohol, o se haga adicta
a la morfina o la cocaína, consiste en suministrarle un sustituto eficiente
pero sano de estos venenos deliciosos y (en el actual mundo imperfecto)
necesarios. El hombre que invente dicha substancia se contará entre los
benefactores más insignes de la humanidad sufriente.
Aldous Huxley
Moksha, página 13
La ciencia del siglo XIX descubrió la técnica del
descubrimiento, y nuestra era es, por consiguiente, la de los inventos. Sí, la
era de los inventos. Nunca nos cansamos de proclamarlo. La era de los inventos…
y sin embargo nadie ha conseguido inventar un nuevo placer.
Aldous Huxley
Moksha, página 15
Los grandes consorcios que controlan las industrias modernas
del placer no pueden ofrecernos nada esencialmente distinto de las diversiones
que los cónsules brindaban a los plebeyos romanos o que los alcahuetes de
Trimalción montaban para los ricos aburridos y decadentes en la era de Nerón. Y
esto es cierto a pesar de los cines, las películas sonoras, el gramófono, la
radio y todos los elementos similares destinados al entretenimiento de la
humanidad. Es cierto que estos artilugios son todos esencialmente modernos:
antes no existió nada parecido. Pero no porque los artilugios sean modernos los
entretenimientos que estos reproducen y propalan también habrán de serlo. No lo
son. Lo único que consiguen estos nuevos medios es hacer accesibles a un
público más numeroso los dramas, las pantomimas y la música que desde tiempos
inmemoriales han distraído los ocios de la humanidad.
Aldous Huxley
Moksha, página 16
El juego de azar debe de ser por lo menos tan antiguo como
el dinero. Mucho más antiguo, imagino… tanto como la naturaleza humana misma, o
por lo menos tanto como el aburrimiento, tanto como el anhelo de excitación
artificial y emociones ficticias.
Aldous Huxley
Moksha, página 17
Si yo fuera millonario, financiaría a un equipo de
investigadores para que buscaran el embriagante ideal. Si pudiéramos aspirar o
ingerir algo que aboliera diariamente nuestra soledad individual durante cinco
o seis horas, algo que nos reconciliara con nuestros semejantes en una ardiente
exaltación de afecto y que hiciera que la vida nos pareciera no sólo digna de
ser vivida en todos sus aspectos, sino divinamente bella y trascendente, y si
esta droga celestial, transfiguradora del mundo, fuera de naturaleza tal que a
la mañana siguiente pudiéramos despertarnos con la cabeza despejada y el
organismo indemne… entonces, creo, todos nuestros problemas (y no sólo el
problema minúsculo de descubrir un placer novedoso) quedarían totalmente
resueltos y la tierra se convertiría en un paraíso. Lo más parecido a esta
nueva droga —¡y qué inmensamente lejos está del embriagante ideal! — es la
droga de la velocidad. La velocidad, me parece, suministra el único placer
auténticamente moderno.
Aldous Huxley
Moksha, página 19
La ceremonia había comenzado. Las tabletas de soma
consagrado fueron depositadas en el centro de la mesa. La copa de soma con
helado de fresas circuló de mano en mano y libaron doce veces de ella, mientras
recitaban la fórmula: «Brindo por mi aniquilación».
Aldous Huxley
Moksha, página 24
… Es probable que los propagandistas del futuro sean los
químicos y fisiólogos, además de los escritores. Un sello con tres cuartos de
gramo de doral y tres cuartos de miligramo de escopolamina producirá en la
persona que lo ingiera un estado de absoluta maleabilidad psicológica,
semejante a la de un sujeto sometido a hipnosis profunda. Cualquier sugestión
inculcada al paciente mientras se encuentra en este trance inducido por medios
artificiales penetra hasta lo más profundo del inconsciente y puede generar una
modificación permanente de las formas habituales de pensar y sentir. En
Francia, donde se ha utilizado esta técnica en forma experimental durante
varios años, se ha comprobado que dos o tres sesiones de sugestión bajo los
efectos del doral y la escopolamina incluso pueden modificar los hábitos de las
víctimas del alcohol y de irreprimibles adicciones sexuales. Una peculiaridad
de la droga consiste en que la amnesia subsiguiente es retrospectiva: el
paciente no guarda recuerdos de un período que empieza varias horas antes de la
administración de aquella. Coged a un hombre desprevenido y hacedle ingerir un
sello. Recuperará la conciencia firmemente convencido de todas las sugestiones
que le habéis inculcado durante su estupor y totalmente ajeno a la forma en que
se ha producido esta asombrosa conversión. Un sistema de propaganda que combine
la farmacología con la literatura debería ser completa e infaliblemente eficaz.
Esta es una idea tremendamente inquietante…
Aldous Huxley
Moksha, página 25
En los tiempos modernos ya no se venera oficialmente como
dioses a la cerveza y otros atajos tóxicos para llegar a la
trascendencia-de-sí. La teoría ha experimentado un cambio, pero no la práctica.
Porque en la práctica, millones y millones de hombres y mujeres civilizados
continúan rindiendo culto, no al Espíritu liberador y transfigurador, sino al
alcohol, al hachís, al opio y a sus derivados, a los barbitúricos, y a los
otros agregados sintéticos al secular catálogo de venenos capaces de provocar
la trascendencia-de-sí. En todos los casos, desde luego, lo que parece un dios
es en verdad un demonio, lo que parece una liberación es en realidad una
esclavización. La trascendencia se produce invariablemente hacia abajo, en
dirección a lo menos que humano, a lo más bajo que lo personal…
Aldous Huxley
Moksha, página 37
El momento de conciencia espiritual del consumidor de droga
(si en verdad se produce) deja paso inmediatamente al embotamiento subhumano,
al frenesí o la alucinación, seguido por una resaca descorazonadora y, a la
larga, por un deterioro permanente y fatal de la salud orgánica y de las
facultades mentales. Muy de cuando en cuando una «revelación anestésica»
solitaria puede actuar sobre su receptor, como cualquier otra teofanía, de
manera tal que lo incita a realizar un esfuerzo de autotransformación y de
trascendencia-de-sí en sentido ascendente. Pero el hecho de que esto ocurra
esporádicamente nunca puede justificar el uso de métodos químicos de
trascendencia personal. Este es un camino descendente y la mayoría de quienes
lo sigan desembocarán en un estado de degradación, en el cual los períodos de
éxtasis subhumano se alternarán con otros de personalidad consciente tan
calamitosos que cualquier evasión —incluida la que lleva al suicidio lento de
la drogadicción— parecerá preferible al hecho de ser persona.
Aldous Huxley
Moksha, página 38
AL DOCTOR HUMPHRY OSMOND [SMITH 623]
740 N. Kings Rd.,
Los Ángeles 46, California.
10 de abril de 1953
Estimado doctor Osmond:
Estimado doctor Osmond: Le agradezco su interesante carta y
el artículo que la acompaña, así como las palabras muy amables y comprensivas
que dedica a mi libro Devils. Parece que la hipótesis de trabajo más
satisfactoria acerca de la mente humana debe ceñirse, hasta cierto punto, al
modelo bergsoniano, en el cual el cerebro con su personalidad normal asociada
se comporta como un dispositivo utilitario encargado de limitar, y de
seleccionar dentro del inmenso mundo posible de la conciencia, y de encauzar la
experiencia por canales biológicamente útiles. La enfermedad, la mescalina, el
choque emocional, la experiencia estética y la iluminación mística tienen el
poder de inhibir, cada uno a su manera y en distinta medida, las funciones de
la personalidad normal y de su actividad cerebral corriente, permitiendo así
que «el otro mundo» aflore en la conciencia. El problema básico de la educación
es este: ¿Cómo aprovechar al máximo el mundo de la utilidad biológica y el
sentido común y, al mismo tiempo, el mundo de la experiencia ilimitada que está
subyacente? Sospecho que la solución cabal del problema sólo podrá emanar de
quienes han aprendido a asentarse en el tercer y último mundo del «espíritu»,
el mundo que subtiende e impregna los otros dos. Pero sin llegar a esta
solución definitiva, es posible que haya otras parciales, mediante las cuales
se le puede enseñar al niño en vías de crecimiento a conservar en la edad
adulta sus «atisbos de inmortalidad». Tal como se dispensa actualmente la
educación, la inmensa mayoría de los adultos pierden, en el curso de esta, toda
la apertura a la inspiración, toda la capacidad de tomar conciencia de
elementos distintos de los enumerados en el catálogo Sears-Roebuck que
constituye el mundo convencionalmente «real». La existencia de los pocos hombres
y mujeres que conservan su contacto con el otro mundo, incluso mientras
desarrollan sus actividades en este, demuestra que aquel no es el precio
necesario e inevitable que se paga por la supervivencia biológica y la
eficiencia civilizada. ¿Es exagerado pretender que algún día se pueda idear un
sistema de educación cuyos resultados estén a la altura —en términos de
desarrollo humano— del tiempo, el dinero, la energía y la dedicación
invertidos? Es posible que la mescalina o alguna otra substancia química desempeñe
un papel en dicho sistema de educación, al permitir que los jóvenes «saboreen y
vean» lo que han aprendido de segunda mano, o directamente, pero en un nivel
más bajo de intensidad, en los escritos de los religiosos, o en las obras de
poetas, pintores y músicos.
Aldous Huxley
Moksha, página 39
DOCTOR HUMPHRY OSMOND
Aunque estaba muy bien informado siempre aprendía más, y el
mejor tributo que uno podía obtener de él era su regocijado: «¡Pero si es
increíble!». Quienes no lo conocían, o no estaban muy familiarizados con el
tema específico que discutía, podían caer en el error de suponer que sus
conocimientos eran superficiales, porque lucía su gran sabiduría con desparpajo
y nunca era pomposo. Se veía a sí mismo como un hombre culto que hacía todo lo
posible por estar al día con su tiempo, y le parecía natural proceder así. Creo
que tenía plena conciencia de que era inmensamente inteligente y de que estaba
muy bien dotado, pero no consideraba que este fuera un motivo de vanidad o
engreimiento. De lo que sí estaba orgulloso era de poder ganarse la vida con la
pluma: disfrutaba de su profesión y sentía por ella un cariño y un interés de
artesano. Se veía a sí mismo como un escritor que debía estar en condiciones de
comunicarse con toda clase de personas, y no sólo con los sofisticados o los
eruditos. Nunca pensaba que pudiera menoscabarlo el hecho de escribir para el
cine o para revistas populares. En una oportunidad planeó convertir Brave New
World en una comedia musical porque le pareció que así divulgaría mejor sus
ideas. Escribía para Playboy y para Daedalus, para Life y para Encounter, y
opinaba que todas estas revistas eran canales igualmente aceptables para
comunicarse con la gente. Les escribía a hombres y mujeres interesantes de todo
el mundo y le gustaba reunirse con ellos, y parecía estar igualmente cómodo con
sabios, científicos, millonarios, gurúes, dramaturgos y administradores, así
como con las personas más chifladas y extravagantes. Y todos parecían disfrutar
inmensamente de su inteligencia crítica, objetiva, sagaz, y al mismo tiempo
bondadosa y entusiasta. Aldous me acompañó a una de las principales sesiones
del congreso. Asistió a ella con la mayor atención, y se persignaba devotamente
cada vez que alguien mencionaba el nombre de Freud. En Brave New World el
Salvador se llamaba «Nuestro Ford» o, como algunas personas preferían
designarlo, por una razón ignorada, «Nuestro Freud». Esa era una congregación
que incluía a muchos freudianos creyentes, así que Aldous tenía en qué
entretenerse. Afortunadamente mis colegas psiquiatras estaban tan absortos en
los ensalmos que nadie se fijó en él. Cuando concluyó el congreso, afloró la
mescalina, porque yo había confesado que tenía una dosis en mi poder. Maria me
aseguró que Aldous estaba ansioso por ingerirla, pues había adivinado
correctamente que «los dos ingleses» habíamos eludido el tema. El médico de la
familia no había puesto objeciones. Aldous no tenía dolencias hepáticas. No
obstante los comentarios que oí alguna vez sobre las «infortunadas propensiones
místicas de sus últimos años», me pareció, tanto entonces como posteriormente,
lúcido, realista y atinado. Pero por supuesto, aunque existan ideas
generalizadas en sentido contrario, la historia del misticismo concierne a
muchos individuos prácticos, perspicaces y socialmente útiles.
Aldous Huxley
Moksha, página 46
—¿Así que cree saber dónde reside la locura? Mi respuesta
fue un «sí» rotundo y sincero. —¿Y podría controlarla? —No, no podría. Si
alguien partiera del miedo y el odio como premisa mayor, debería llegar hasta
la conclusión. —¿Podrías fijar tu atención en lo que El libro tibetano de los
muertos llama la Luz Clara? —me preguntó mi esposa. Dudé. —¿Si pudieras
fijarla, esto mantendría alejado el mal? ¿O no podrías fijarla? Estudié un rato
la pregunta. —Quizá —respondí al fin—, quizá podría… pero sólo en compañía de
alguien que me hablase de la Luz Clara. No es posible hacerlo a solas. Supongo
que este es el sentido del ritual tibetano: alguien que está ahí sentado todo
el tiempo y te dice qué es cada cosa. Después de escuchar la grabación de esta
parte del experimento, cogí mi ejemplar de la versión Evans-Wentz de El libro
tibetano de los muertos y lo abrí al azar. «Oh, tú, que has nacido noblemente,
no permitas que tu mente se distraiga». En esto residía el problema: no debía
dejarme distraer. No debía dejarme distraer por el recuerdo de viejos pecados,
por placeres imaginados, por el regusto amargo de antiguos agravios y
humillaciones, por todos los temores y el odio y los apetitos que generalmente
eclipsan la luz. ¿Acaso los psiquiatras modernos no podrían hacer por los
dementes lo que aquellos monjes budistas hacían por los moribundos y los
muertos? Hacer brotar una voz para asegurarles, durante el día e incluso
mientras duermen, a pesar de todo el terror, de toda la perplejidad y la
confusión, que la Realidad última sigue siendo inconmoviblemente la misma y que
incluso la luz interior de la mente más cruelmente atormentada está hecha de
esa misma substancia. Mediante dispositivos tales como magnetófonos,
interruptores equipados con mecanismos de relojería, sistemas de altavoces y
parlantes incorporados a las almohadas, sería muy fácil recordar este hecho
primordial incluso a los internados en una institución con muy poco personal.
Quizás así se podría ayudar a unas pocas almas perdidas para dotarlas de un
cierto control sobre el universo —simultáneamente bello y aterrador, pero
siempre distinto del humano, siempre totalmente incomprensible— en el cual se
ven condenadas a vivir.
Aldous Huxley
Moksha, página 61
La mescalina y el «Otro Mundo» ALDOUS HUXLEY En el primer
simposio norteamericano sobre substancias psicodélicas, Huxley fue el único
participante que no tenía título médico entre «los Chicos del Electroshock, los
Devotos de la Clorpromacina, y las 57 Variedades de Psicoterapeutas» (como le
escribió a Humphry Osmond). Su disertación, como era previsible, fue la única
que giró en torno a la experiencia con drogas de los «relativamente cuerdos», y
no de las personas con alteraciones mentales. Desarrolla, sobre todo mediante
referencias artísticas y literarias, ciertas ideas que habría de abordar más
detalladamente en Heaven and Hell: el valor del acceso a «las antípodas de la
mente», la experiencia visionaria inducida mediante la hipnosis, los
alucinógenos, el «transporte» que producen objetos tales como piedras
preciosas, las cualidades mágicas que gobiernan estos estados. Esta noche me
propongo hablar de las experiencias con mescalina, no de los neuróticos, sino
de quienes, como yo, estamos relativamente cuerdos. Weir Mitchell y Havelock
Ellis suministraron, hace muchos años, descripciones clásicas de esta
experiencia, y sus relatos se compaginan muy bien con lo que hemos podido
testimoniar yo mismo y todos los otros experimentadores que conozco
personalmente. Estas experiencias clásicas con mescalina difieren en muchos
sentidos de las que hemos oído analizar esta noche. Casi todas las que hemos
oído analizar esta noche están teñidas por el miedo y la ansiedad. Además,
contienen abundantes referencias a los recuerdos personales del sujeto y a
experiencias traumáticas de su infancia. ¡Cuán distinta es la experiencia
clásica con mescalina! Su rasgo más notable, enfáticamente subrayado por todos
quienes han pasado por ella, es su naturaleza profundamente impersonal. La
experiencia clásica con mescalina no abarca hechos recordados consciente o
inconscientemente, no se refiere a viejos traumas y, en la mayoría de los
casos, no está teñida por la ansiedad y el miedo. Es como si quienes la estaban
viviendo hubieran sido transportados por la mescalina a alguna región remota,
no personal, de la mente. Utilicemos una metáfora geográfica y comparemos la
vida personal del yo con el Viejo Mundo. Abandonamos el Viejo Mundo, cruzamos
un océano divisorio, y nos encontramos en el mundo del inconsciente personal,
con su flora y su fauna de represiones, conflictos, recuerdos traumáticos y
cosas por el estilo. Si seguimos viajando, llegamos a una especie de Lejano
Oeste, habitado por arquetipos jungianos y por la materia bruta de la mitología
humana. Más allá de esta región se extiende un ancho Pacífico. Cuando lo
sobrevolamos en alas de la mescalina o de la dietilamida del ácido lisérgico,
llegamos a las que podríamos denominar las antípodas de la mente. En este
equivalente psicológico de Australia descubrimos la contrapartida de los
canguros y los ornitorrincos: toda una legión de animales extremadamente
improbables, que sin embargo existen y es posible observar. Ahora bien, el
problema es, ¿cómo podemos visitar las áreas remotas de la mente donde habitan
estas criaturas? Está claro que algunas personas pueden ir allí espontáneamente
y más o menos a su antojo. Unos pocos de estos viajeros eran artistas, que no
sólo podían visitar las antípodas, sino que también podían suministrar un
testimonio de lo que habían visto, en palabras o en imágenes. Muchos más son
los que han estado en las antípodas y han visto a sus extraños habitantes, pero
son incapaces de expresar correctamente lo que han observado. En los tiempos
que corren se resisten incluso a proporcionar una versión trunca de su
experiencia. El clima mental de nuestra época no es favorable a los
visionarios. A quienes han tenido estas experiencias espontáneas, y cometen la
imprudencia de hablar de ellas, los miran con recelo y les dicen que deberían
consultar a un psiquiatra. En el pasado, la gente consideraba valiosas las
experiencias de este tipo y admiraba a sus protagonistas. Esta es una de las
razones (aunque quizá no la única) por las que había más visionarios en otros
siglos que en la actualidad. Quienes no pueden visitar a su antojo las
antípodas de la mente (y estos son mayoría) deben hallar un medio de transporte
artificial. Un medio que surte efecto en un determinado porcentaje de casos es
la hipnosis. Hay personas que, en un trance hipnótico moderadamente profundo,
entran en el estado visionario. Más seguro es el efecto de los llamados
alucinógenos: la mescalina y la LSD. Personalmente nunca he probado la LSD, así
que sólo puedo hablar, por experiencia, de la mescalina. Ésta nos transporta de
una manera muy indolora —porque casi no se manifiestan las horribles náuseas
que siguen a la ingestión del cacto peyote, ni produce resaca— a las antípodas
de la mente, donde encontramos una fauna y una flora asombrosamente distintas
de la fauna y la flora del Viejo Mundo tan conocido de la conciencia personal.
Pero así como los marsupiales, aunque improbables, no son de manera alguna
fenómenos aleatorios ni ajenos a las leyes, así tampoco lo son los habitantes de
las antípodas de la mente. Estos se ciñen a las leyes de su propia esencia,
pueden ser clasificados y su naturaleza extraña posee una cierta regularidad de
pautas. Como ha señalado [Heinrich] Klüver en su libro sobre el peyote[23], las
experiencias visionarias, si bien varían de un individuo a otro, pertenecen sin
embargo a una misma y única familia. Las experiencias con mescalina de tipo
clásico exhiben determinadas características bien marcadas. La más notable de
estas características comunes es la experiencia de luz. Se produce una gran
intensificación de la luz, y esta intensificación se experimenta tanto con los
ojos cerrados como con los ojos abiertos. La luz parece tener una intensidad
preternatural en todo lo que se ve con el ojo interior. También parece tener
una intensidad preternatural en el mundo exterior. A esta intensificación de la
luz la acompaña una tremenda intensificación del color, y esto vale tanto para
el mundo exterior como para el interior. Finalmente se intensifica lo que yo
llamaría la significación intrínseca. Uno siente que lo que ve, ya sea con los
ojos cerrados o con los ojos abiertos, tiene un significado profundo. Un
símbolo representa otra cosa, y este representar otra cosa es su significado.
Pero los elementos significativos que se ven en la experiencia con mescalina no
son símbolos. No representan otra cosa, no significan nada ajeno a ellos
mismos. La significación de cada elemento es idéntica a su ser. Lo importante
es que es. En una forma paradójica pero muy nítida (para quienes han
experimentado esta intensificación de la significación intrínseca), lo relativo
se torna absoluto, lo transitorio se torna particularmente universal y eterno.
La luz intensificada, el color intensificado y la significación intensificada
no existen aisladamente. Se hacen inherentes a objetos. Y nuevamente en este
caso las experiencias de quienes ingirieron un alucinógeno, mientras se
encontraban en buen estado de salud mental y física, y con un grado suficiente
de preparación filosófica, parecen ceñirse a pautas bastante regulares. Cuando
los ojos están cerrados, la experiencia visionaria comienza con la aparición,
en el campo visual, de geometrías vivas, movedizas. Dichas formas abstractas,
tridimensionales, están intensamente iluminadas y brillantemente coloreadas.
Después de un tiempo tienden a asumir el aspecto de objetos concretos, como
alfombras, mosaicos o tallas ricos en configuraciones. Estos, a su vez, se
modulan en edificios suntuosos y refinados, erigidos en parajes de
extraordinaria belleza. Ni los parajes ni los edificios se mantienen estáticos,
sino que cambian continuamente. En ninguna de estas metamorfosis se parecen a
algún edificio o paraje específico visto por el sujeto en su estado corriente y
recordado desde un pasado próximo o lejano. Todos estos elementos son nuevos.
El sujeto no los recuerda ni los inventa: los descubre, «allí fuera», en el
equivalente psicológico de una región geográfica hasta entonces inexplorada.
Por estos parajes y entre estas arquitecturas vivas merodean extrañas figuras:
a veces de seres humanos (o incluso de los que parecen seres sobrehumanos), a
veces de animales o de monstruos fabulosos. Al suministrar una descripción
directa en prosa de lo que acostumbraba a divisar en sus visiones espontáneas,
William Blake explica que veía a menudo seres a los que denominaba Querubines.
Dichos seres tenían una estatura de cuarenta metros y no hacían nada que
pudiera interpretarse como simbólico o dramático (esta es una característica de
los personajes observados en una visión). En este sentido los habitantes de las
antípodas de la mente difieren de las figuras que habitan el mundo arquetípico
de Jung, pues no tienen nada en común con la historia personal del visionario
ni con los problemas seculares de la raza humana. Son, literalmente, habitantes
del «Otro Mundo». Esto me trae a un detalle muy interesante y creo que
significativo. La experiencia visionaria, ya sea espontánea o inducida por las
drogas, la hipnosis u otros medios, tiene una asombrosa semejanza con el Otro
Mundo, tal como lo encontramos descrito en las diversas tradiciones de la
religión y el folklore. En todas las culturas, la morada de los dioses y de las
almas en éxtasis es una comarca de insuperable belleza, radiante de color,
bañada por una luz intensa. En esta comarca se ven edificios de indescriptible
magnificencia, y sus habitantes son criaturas fabulosas, como los serafines
hexápteros de la tradición hebrea, o los toros alados, los hombres con cabeza
de halcón, los leones con cabeza humana, los personajes dotados de múltiples
brazos o coronados por una cabeza de elefante de las mitologías egipcia,
babilónica e india. Entre estas criaturas fabulosas se mueven ángeles y
espíritus sobrehumanos que nunca hacen nada, sino que se limitan a disfrutar de
la visión beatífica. La indumentaria de los habitantes, así como los edificios
e incluso muchos elementos del paisaje del Otro Mundo tienen incrustaciones de
piedras preciosas. Es interesante saber que lo mismo sucede en el mundo
interior abordado mediante la mescalina o la visión espontánea. Weir Mitchell y
muchos otros experimentadores que han dejado un testimonio de su experiencia
con mescalina, documentan una multitud de gemas vivientes. Estas gemas que,
para decirlo con las palabras de Mitchell, parecen racimos de frutos
transparentes, radiantes de brillo interior, están incrustadas en los
edificios, en las montañas, en la margen de los ríos, en los árboles. Al leer
estas descripciones de la experiencia con mescalina, no podemos menos que
evocar lo que las diversas literaturas religiosas del mundo dicen acerca del
más allá. Ezequiel habla de «las piedras de fuego» que hay en el Edén. En el
Libro de la Revelación, la Nueva Jerusalén es una ciudad de piedras preciosas y
de una substancia que a nuestros antepasados debía de resultarle tan
maravillosa como las gemas: el cristal. El muro de la Nueva Jerusalén es de
«oro semejante al cristal», o sea, que se trata de una substancia transparente,
dotada de luz propia, que tiene el color del oro. El cristal reaparece en las
mitologías célticas y teutonas de Europa occidental. Entre los teutones, la
morada de los muertos es una montaña de cristal, y entre los celtas es una isla
de cristal, con glorietas del mismo material. Los paraísos hindú y budista son
ricos en gemas, como la Nueva Jerusalén, y lo mismo vale para la isla mágica
que, en la mitología japonesa, equivale a Avalon y las Islas de Buenaventura.
Entre los pueblos primitivos, que ignoran el cristal y no tienen acceso a las
piedras preciosas, el paraíso está adornado con flores que irradian luz propia.
Estas flores mágicas desempeñan un papel importante en el Otro Mundo de los
pueblos más avanzados. Pensamos, por ejemplo, en el loto de la mitología
budista e hindú, y en la rosa y el lirio de la tradición cristiana. Se puede
objetar que el paraíso no es más que una quimera, y que todos los paraísos
están adornados con piedras preciosas precisamente porque estas son preciosas
aquí en la tierra. ¿Pero por qué se pensó alguna vez que las gemas eran
preciosas? ¿Qué fue lo que indujo a los hombres a invertir cantidades tan
colosales de tiempo, zozobras y dinero para descubrir y tallar guijarros de
colores? Este hecho es totalmente inexplicable en términos de cualquier tipo de
filosofía utilitaria. Mi opinión personal consiste en que la explicación de la
preciosidad de las piedras preciosas se ha de buscar, ante todo, en los hechos
de la experiencia visionaria. En las antípodas de la mente existen objetos
semejantes a gemas, refulgentes, dotados de luminosidad propia, radiantes de
color y significación preternaturales. Los ven los visionarios, y todos quienes
los contemplan intuyen que tienen una enorme importancia. En el mundo objetivo,
las gemas son lo más parecido a estos objetos visionarios dotados de
luminosidad propia. Las piedras preciosas pasan por ser preciosas porque les
recuerdan a los seres humanos el Otro Mundo situado en las antípodas de la
mente, el Otro Mundo del cual los visionarios tienen conciencia cabal, en tanto
que las personas comunes tienen de él una conciencia vaga, por así decir
subterránea. Existe un tipo de belleza mágica, de la cual decimos que nos
«transporta». El término ha sido bien escogido, porque es literalmente cierto
que determinados espectáculos transportan la mente del espectador… la
transportan fuera del mundo cotidiano de la experiencia común, conceptual, y lo
llevan al Otro Mundo mágico de la conciencia no verbal, visionaria. Las flores
transportan casi tanto como las piedras preciosas, y yo me inclinaría a
atribuir la pasión casi universal por las flores, el uso casi universal de las
flores en los ritos religiosos, al hecho de que estas les recuerdan a hombres y
mujeres lo que está siempre allí, en el fondo de sus mentes, con un brillo, un
colorido y una significación preternaturales. No dispongo de tiempo para hablar
de la relación entre la experiencia visionaria y determinadas formas de arte.
Bastará decir que la relación existe, y que el poder casi mágico que ejercen
ciertas obras de arte proviene de que nos recuerdan, conscientemente, o más a
menudo inconscientemente, ese Otro Mundo en el cual los visionarios naturales
pueden entrar a su antojo, y al cual el resto de nosotros sólo tenemos acceso
bajo los efectos de la hipnosis o de una droga como la mescalina o la LSD.
Aldous Huxley
Moksha, página 75
¡Cuán rápidamente el Tiempo, el sutil ladrón de edades, me
ha sustraído sobre su ala mi sexagésimo primer año!
Aldous Huxley
Moksha, página 89
La semana pasada realizamos nuestro experimento con LSD: Al,
Gerald y yo ingerimos 75 microgramos, y […] ingirió aproximadamente treinta. La
substancia me pareció más potente que la mescalina, desde un punto de vista
físico; por ejemplo, produjo la sensación de frío intenso, como si uno se
hallara en estado de shock, que Maria experimentó con la dosis completa de
mescalina. Los efectos psicológicos, en mi caso, fueron idénticos a los de la
mescalina, y viví el mismo tipo de experiencia que había vivido en la ocasión
anterior: la transfiguración del mundo exterior, y la comprensión, mediante una
toma de conciencia que abarca al hombre íntegro, de que el Amor es Uno, y de
que esta es la razón por la cual Atman es idéntico a Brahma, y por la cual, a
pesar de todo, el universo es perfecto. No tuve visiones con los ojos cerrados…
menos aún que en la primera experiencia con mescalina, cuando las geometrías
móviles estaban muy organizadas y, en algunos momentos, eran muy bellas y
significativas (aunque en otros eran muy triviales). Esta vez incluso las
configuraciones estaban mal organizadas y no había nada análogo a lo que Al y
[…] y su amigo el piloto […] (¿no es este su nombre?) han descrito.
Evidentemente, si no eres un visualizador bien predispuesto o habitual, no
tienes visiones interiores bajo los efectos de la mescalina o la LSD, sino sólo
una transfiguración exterior.
Aldous Huxley
Moksha, página 106
No sé si alguna vez yo estaré en condiciones de realizar
experimentos psi bajo los efectos de la LSD o la mescalina. Ciertamente, si los
experimentos futuros resultan ser como estos últimos dos, deberé pensar que son
sólo pueriles e inútiles. Como supongo que lo son, con fines de Comprensión,
aunque no lo sean en absoluto con fines de Conocimiento. Mientras tanto déjame
aconsejarte que, si alguna vez utilizas mescalina o LSD en la terapia, pruebes
el efecto de la Suite en Si Menor. Creo que esta servirá más que cualquier otra
cosa para guiar la mente del paciente (sin palabras, sin sugerencias ni
imposiciones encubiertas del médico o el clérigo) hacia el Hecho central,
primordial, cuya comprensión implica la salud perfecta mientras dura la
experiencia, en tanto que es posible que el recuerdo de haberlo comprendido
haga las veces de antídoto contra la enfermedad mental en el futuro. Sin
embargo, estoy seguro de que sería muy imprudente someter a un paciente a la
acción de música religiosa sentimental, o incluso de buena música religiosa, si
esta fuera trágica (por ejemplo, los «Requiems» de Mozart o Verdi, o la «Missa
Solemnis» de Beethoven). Juan Sebastián es más seguro porque, en última instancia,
es más fiel a la realidad.
(…)
Ojalá el viejo Jung no fuera tan aficionado a los símbolos.
El problema de los alemanes reside en que siempre recuerdan la frase más tonta
de Goethe: «alles Vergaengliche ist nur ein Gleichnis». Jamás se dijo un
embuste mayor. Todas las transiciones son intemporalmente ellas mismas y, por
ser ellas mismas, son manifestaciones del Uno, que está totalmente presente en
todo lo particular… si al menos lo viéramos. El simbolismo ha sido un señuelo hediondo
que lo ha apartado del camino de la pista de las Realidades Dadas que existen
«allí fuera» en la mente (así como existen allí fuera en el mundo material, a
pesar de Berkeley, etcétera), y lo ha conducido al seno de la jungla, acerca de
la cual él y sus seguidores escriben en ese estilo inimitablemente ampuloso y
exuberante que es típico de los jungianos.
Aldous Huxley
Moksha, página 108
Yo sospecho que tanto el espiritualismo moderno como la
tradición antigua están en lo cierto. Existe un estado póstumo como el descrito
en el libro Raymond, de Sir Oliver Lodge; pero también existe un cielo de
experiencia visionaria extática, y existe igualmente un infierno del mismo tipo
de experiencia visionaria abrumadora que sufren aquí los esquizofrénicos y
algunos de los que ingieren mescalina; y existe asimismo una experiencia, más
allá del tiempo, de unión con el Territorio divino.
Aldous Huxley
Moksha, página 113
Lo más descorazonador que puede sucederle a un profeta es
que quede demostrada su equivocación; apenas menos descorazonador es que quede
demostrado su acierto.
Aldous Huxley
Moksha, página 114
Los antiguos revolucionarios (si eran idealistas y no
simples buscadores de poder) pretendían cambiar el entorno social con la
esperanza de transformar la naturaleza humana. Los futuros revolucionarios se
abalanzarán directamente sobre la naturaleza humana tal como la encuentren,
sobre las mentes y los cuerpos de sus víctimas o, si preferís, de sus
beneficiarios.
Aldous Huxley
Moksha, página 117
Lo más descorazonador que puede sucederle a un profeta es
que quede demostrada su equivocación; apenas menos descorazonador es que quede
demostrado su acierto. En los veinticinco años transcurridos desde que escribí
Brave New World, he vivido ambas experiencias. Los hechos han demostrado que me
equivoqué penosamente; y los hechos han demostrado que acerté penosamente. He
aquí algunos de los detalles en los que erré. A comienzos de la década de los
30, Einstein había igualado la masa y la energía, y ya se hablaba de reacciones
en cadena, pero los habitantes del Mundo Feliz no sabían nada acerca de la
fisión nuclear. También a comienzos de la década de los 30, todos teníamos
conocimiento de la conservación y de los recursos irremplazables, pero las
reservas de metales y de combustible mineral eran tan copiosas en el siglo
siete después de Ford como lo son las nuestras en la actualidad. En realidad,
la situación de las materias primas ya será subcrítica hacia el año 600 d.F., y
el átomo será la principal fuente de energía para la industria. Asimismo, los
habitantes del Mundo Feliz habían resuelto el problema demográfico y sabían
cómo mantener una relación permanentemente favorable entre el número de
habitantes y los recursos naturales. En realidad, ¿nuestros descendientes
lograrán esta dichosa consumación en los próximos seis siglos? Y si la logran,
¿será a fuerza de una planificación racional, o merced a esos agentes
inmemoriales que son la peste, el hambre y las guerras intestinas? Por
supuesto, es imposible preverlo. Lo único que podemos augurar con una dosis
razonable de certidumbre es que (si sus gobernantes resuelven abstenerse de
desencadenar el suicidio colectivo) la humanidad viajará a velocidad
vertiginosa por uno de los tramos más peligrosos y congestionados de su
historia. Los habitantes del Mundo Feliz producían a sus hijos en fábricas
bioquímicas. Pero aunque los bebés en frascos no están totalmente descartados,
es virtualmente seguro que nuestros descendientes continuarán siendo, en
verdad, vivíparos. No existe el peligro de que el Día del Frasco sustituya al
Día de la Madre. La predicción la formulé con fines estrictamente literarios, y
no como un pronóstico razonado de la historia futura. En este contexto sabía
por anticipado que se demostraría mi error. Ahora pasamos de la biología a la
política. La dictadura descrita en Brave New World era global y, dentro de su
estilo peculiar, benévola. A la luz de los acontecimientos presentes y de las
tendencias en desarrollo, me aflige sospechar que es posible que también me
haya equivocado en este pronóstico. Es cierto que aún falta mucho para el siglo
siete después de Ford, y quizá para entonces las penurias económicas, o el caos
social derivado de la guerra nuclear, o la conquista militar por una sola Gran
Potencia, o alguna tétrica combinación de estos tres factores, habrán
intimidado a nuestros descendientes hasta inducirlos a hacer lo que deberíamos
estar haciendo ahora por motivos de interés propio y esclarecido y de
humanitarismo normal, a saber, colaborar por el bien común. No se puede
pretender que, en tiempos de paz, y cuando la situación es tolerable, el pueblo
vote medidas que, aunque beneficiosas en última instancia, tendrán,
previsiblemente, algunas consecuencias desagradables a corto plazo. Las fuerzas
disgregadoras son más poderosas que las que fomentan la unión. Los intereses
creados en el campo de los idiomas, de las filosofías de la vida, de los buenos
modales, de los hábitos sexuales, de las organizaciones políticas,
eclesiásticas y económicas, son suficientemente poderosos como para bloquear
todas las tentativas de unir a la humanidad por su propio bien mediante métodos
racionales y pacíficos. El nacionalismo, con sus Cincuenta y Siete Variedades
de dioses tribales, es la religión del siglo veinte. Podemos ser cristianos,
judíos, musulmanes, hindúes, budistas, confucionistas o ateos, pero continúa en
pie el hecho de que hay una sola fe por la cual muchísimos de nosotros estamos
dispuestos a morir y matar, y esta fe es el nacionalismo. Parece harto
probable, cuando menos, que el nacionalismo seguirá siendo la religión
dominante de la raza humana durante los próximos dos o tres siglos. Si se evita
la guerra total, nuclear, es probable que asistamos, no al surgimiento de un
estado mundial único, sino a la prolongación, en peores condiciones, del
sistema presente, en virtud del cual los estados nacionales se disputan los
mercados y las materias primas y se preparan para guerras parciales.
Probablemente la mayoría de dichos estados serán dictaduras. Y lo serán
inevitablemente, porque la presión creciente de la población sobre los recursos
determinará que las condiciones internas sean más difíciles y la competencia
internacional sea más feroz. Los gobiernos de los países hambrientos caerán en
la tentación de imponer controles cada vez más estrictos, para impedir el
derrumbe económico y reprimir el descontento popular. Además, la desnutrición
crónica reduce la energía física y perturba la mente. El hambre y el
autogobierno son incompatibles. Incluso donde la dieta media suministra tres
mil calorías diarias, ya es bastante difícil hacer funcionar la democracia. En
una sociedad donde la mayoría de la población se sustenta con mil setecientas o
dos mil calorías diarias es sencillamente imposible. La mayoría desnutrida
siempre será gobernada, desde arriba, por los pocos bien alimentados. A medida
que aumente la población (somos dos mil millones que nos multiplicamos a un
promedio de cuarenta millones anuales, y este incremento aumenta ciñéndose a
las reglas del interés compuesto); a medida que las exigencias que crecen en
proporción geométrica presionen cada vez con más fuerza sobre los suministros
que se mantienen estáticos o que crecen, en el mejor de los casos, en
proporción aritmética; a medida que el nivel de vida baje por la fuerza y que
el descontento popular aumente por la fuerza; a medida que se torne aún más
encarnizada la lucha generalizada por los recursos menguantes, estas dictaduras
se volverán más opresivas dentro del país y más brutalmente competitivas en el
exterior. «El gobierno —explica uno de los habitantes del Mundo Feliz—, es
cuestión de sentarse, no de pegar. Se gobierna con los sesos y las nalgas, no
con los puños». Pero allí donde hay muchas dictaduras nacionales competitivas,
cada una de las cuales tiene problemas internos y cada una de las cuales se
prepara para la guerra total o parcial contra sus vecinos, los gobernantes
generalmente prefieren pegar en lugar de quedarse sentados, y usar los puños
como instrumento de su política en lugar de los sesos y la «magistral
inactividad» (para citar la frase inmortal de Lord Salisbury) de las
asentaderas. En política, es probable que el futuro próximo se parezca más a
1984 de George Orwell que a Brave New World. Ahora dejadme abordar algunos
detalles en los cuales temo haber acertado. Los habitantes del Mundo Feliz eran
los herederos y usufructuarios de un nuevo tipo de revolución, y esta revolución
era, en verdad, el tema central de mi fábula. Todas las revoluciones anteriores
se han desarrollado en territorios ajenos al individuo como organismo
psicofísico. Por ejemplo, en el campo de la organización eclesiástica y el
dogma religioso, en el campo de la economía, en el campo de la organización
política, en el campo de la tecnología. La próxima revolución, aquella cuyas
consecuencias describo en Brave New World, afectará a los hombres y mujeres, no
periféricamente, sino en el núcleo mismo de su ser orgánico. Los antiguos
revolucionarios (si eran idealistas y no simples buscadores de poder)
pretendían cambiar el entorno social con la esperanza de transformar la
naturaleza humana. Los futuros revolucionarios se abalanzarán directamente
sobre la naturaleza humana tal como la encuentren, sobre las mentes y los
cuerpos de sus víctimas o, si preferís, de sus beneficiarios. Entre los
habitantes del Mundo Feliz, el control de la naturaleza humana se lograba
mediante la procreación eugenésica y disgenésica, mediante el condicionamiento
sistemático durante la infancia y, más tarde, mediante la «hipnopedia» o
educación durante el sueño. El condicionamiento infantil es tan viejo como
Pavlov, y la hipnopedia, aunque rudimentaria, ya es una técnica consagrada. Ya
hay en el mercado fonógrafos con relojes incorporados, que los activan y
desactivan regularmente durante la noche, y los utilizan los estudiantes de
lenguas extranjeras, los actores que tienen prisa por memorizar sus partes, los
padres ansiosos por curar a sus hijos de la enuresis, los autodidactos que
buscan perfeccionarse moral y físicamente mediante la autosugestión y las
«afirmaciones del pensamiento positivo». El hecho de que los gobiernos aún no
hayan aplicado los principios de la procreación selectiva, el condicionamiento
infantil y la hipnopedia se debe, en los países democráticos, a la latente
convicción liberal de que las personas no existen para el Estado, sino el
Estado para el bienestar de las personas; y en los países totalitarios a lo que
podríamos denominar el conservadurismo revolucionario: el apego a la revolución
de ayer y no a la revolución de mañana. Sin embargo, no hay motivos para pensar
con complacencia que el conservadurismo revolucionario perdurará
indefinidamente. La psicología aplicada ya surte efectos notables, en manos de
los totalitarios. La tercera parte de los prisioneros norteamericanos
sucumbieron, por lo menos parcialmente, al lavado de cerebro de los chinos, que
quebrantó convicciones implantadas por su educación y su condicionamiento
infantil, y sustituyó estos axiomas reconfortantes por la duda, la ansiedad, y
un sentimiento crónico de culpa. Esto lo lograron mediante procedimientos
absolutamente anticuados, que combinaban la instrucción cabal con lo que
podríamos denominar psicoterapia convencional a la inversa, sin recurrir a la
hipnosis, la hipnopedia o las drogas modificadoras de la mente. Si hubieran
empleado todos estos métodos más poderosos, o, aunque sólo fuera algunos de
ellos, probablemente el lavado del cerebro habría surtido efecto sobre todos
los prisioneros, y no sólo sobre apenas el treinta por ciento. En su estilo
vago, retórico, los oradores políticos y los predicadores religiosos se
complacen en decir que la lucha actual no es material sino espiritual… que no es
una cuestión de máquinas sino de ideas. Olvidan agregar que la eficacia de las
ideas depende en gran medida de la forma en que se inculcan. Una idea veraz y
beneficiosa se puede enseñar con una ineptitud que la priva de efecto sobre la
vida de individuos y sociedades. A la inversa, otras ideas grotescas y
perniciosas se pueden machacar con tanta pericia en la cabeza de los individuos
que estos, rebosantes de fe, arremeterán y moverán montañas… para mayor gloria
del diablo y para su propia destrucción. Actualmente el dinamismo de las ideas
totalitarias es mayor que el de las liberales y democráticas. Esto no se debe,
por supuesto, a la superioridad intrínseca de las ideas totalitarias. Se debe,
en parte, al hecho de que en un mundo donde la población supera rápidamente el
volumen de recursos, se necesita cada vez más control gubernamental… y es más
fácil ejercer el control centralizado mediante técnicas totalitarias que
mediante técnicas democráticas. También se debe, en parte, al hecho de que los
medios empleados para difundir las ideas totalitarias son más eficaces, y se
utilizan de manera más sistemática, que los medios empleados para difundir las
ideas democráticas y liberales. Como hemos visto, estos métodos más eficaces de
propaganda, educación y lavado de cerebro totalitarios, son bastante
anticuados. Más temprano o más tarde, empero, los dictadores abandonarán el
conservadurismo revolucionario y, junto con él, los procedimientos anacrónicos
que heredaron del pasado prepsicológico y paleofarmacológico. Después de lo
cual, ¡que el cielo nos ayude a todos! Entre los legados del pasado
protofarmacológico debemos contar el hecho de que cuando necesitamos
estimularnos, desahogar la tensión o tomarnos unas vacaciones mentales respecto
de la realidad desagradable, tenemos el hábito de beber alcohol o, si
pertenecemos por casualidad a una cultura no occidental, de fumar hachís u
opio, de masticar hojas de coca o betel o cualquiera de las decenas de
substancias embriagantes. Los habitantes del Mundo Feliz no hacían nada de
esto: se limitaban a tragar una o dos tabletas de una substancia llamada Soma.
Es innecesario aclarar que no se trataba del mismo Soma que mencionan las
antiguas escrituras hindúes —una droga bastante peligrosa extraída de una
planta aún no identificada nativa de Asia surcentral— sino de un producto
sintético, que poseía «todas las virtudes del alcohol y el cristianismo, y
ninguno de sus defectos». En pequeñas dosis, el Soma de los habitantes del
Mundo Feliz relajaba, producía euforia, estimulaba la cordialidad y la
solidaridad social. En dosis intermedias transfiguraba el mundo exterior y se
comportaba como un alucinógeno suave, y en grandes dosis era narcótico.
Virtualmente todos los habitantes del Mundo Feliz se creían dichosos. Esto se
debía en parte al hecho de que habían sido criados y condicionados para ocupar
el lugar que les habían asignado en la jerarquía social, en parte a la
hipnopedia que los había hecho conformar con su suerte, y en parte al Soma y a
su capacidad para tornarse vacaciones, por este medio, respecto de las
circunstancias desagradables y de sus personalidades antipáticas. Todos los
narcóticos, estimulantes, relajantes y alucinógenos naturales que conocen el
botánico y el farmacólogo modernos fueron descubiertos por el hombre primitivo
y se usan desde tiempos inmemoriales. Una de las primeras cosas que el Homo
sapiens hizo con su racionalidad y su conciencia de sí, recientemente
desarrolladas, fue ponerlas a trabajar en la búsqueda de medios para eludir el
pensamiento analítico y para trascender o, en casos extremos, para anular
temporalmente la conciencia aislante del yo. Después de probar todo lo que
crecía en el campo o el bosque, se aferraba a aquello que, en este contexto,
parecía bueno, o sea a todo lo que cambiaba la naturaleza de la conciencia, a
lo que la hacía distinta, no importaba cómo, del sentimiento, la percepción y
el pensamiento cotidianos. Entre los hindúes, la respiración rítmica y la
concentración mental han ocupado, hasta cierto punto, el lugar de las drogas
transformadoras de la mente que se emplean en otras partes. Pero incluso en el
país del yoga, incluso entre los creyentes y aun con fines especialmente
religiosos, se ha utilizado pródigamente el Cannabis indica para complementar
los esfuerzos de los ejercicios espirituales. El hábito de tomarse vacaciones
respecto del mundo más o menos semejante a un purgatorio que hemos creado para
nosotros mismos es universal. Los moralistas pueden denunciarlo, pero a
despecho de las opiniones adversas y de la legislación represiva, el hábito
perdura, y las drogas transformadoras de la mente se pueden conseguir en todas
partes. La fórmula marxiana: «La religión es el opio del pueblo», es
reversible, y se puede decir, aun con más propiedad, que «el opio es la
religión del pueblo». En otras palabras, la transformación mental, inducida
como sea (por medios devocionales o ascéticos o psicogimnásticos o químicos),
siempre ha sido interpretada como uno de los bienes más sublimes que es posible
obtener, y quizá como el más sublime de todos. Hasta el presente, los gobiernos
sólo han abordado el problema de las substancias químicas transformadoras de la
mente desde el punto de vista de su prohibición o, con un poco más de realismo,
desde el punto de vista de su control y tributación fiscal. Por ahora, ninguno
lo ha abordado desde el punto de vista de su relación con el bienestar
individual y la estabilidad social; y muy pocos (¡gracias al cielo!) lo han
abordado en términos de una política de Estado maquiavélica. Los intereses creados
y la inercia psicológica determinan que sigamos utilizando el alcohol como
principal transformador de la mente… tal como lo hacían nuestros antepasados
neolíticos. Sabemos que el alcohol es responsable de un alto porcentaje de
nuestros accidentes de tránsito, de nuestros crímenes violentos, de nuestras
desdichas domésticas, pero no hacemos ningún esfuerzo para sustituir esta droga
anticuada y muy insatisfactoria por un nuevo transformador de la mente, menos
dañino y más esclarecedor. Entre los habitantes del Mundo Feliz, la invención
prehistórica del licor fermentado, atribuida a Noé, ha sido relegada a la
categoría de las cosas obsoletas por un moderno producto sintético,
específicamente ideado para fomentar el orden social y la felicidad del individuo,
y esto con el mínimo coste fisiológico. En la sociedad descrita en mi fábula,
el Soma se empleaba como instrumento de gobierno. Los tiranos eran benévolos,
pero seguían siendo tiranos. No imponían la sumisión a sus súbditos por medios
violentos, sino que los obligaban químicamente a amar su servidumbre, a
cooperar de buen grado e incluso con entusiasmo en la preservación de la
jerarquía social. Los perversos o los ignorantes pueden hacer mal uso de todo y
de cualquier cosa. El alcohol, por ejemplo, se ha empleado, en pequeñas dosis,
para facilitar el intercambio de ideas en un simposio (literalmente, un festín)
de filósofos. También ha sido empleado, digamos por los traficantes de
esclavos, para facilitar los secuestros. La escopolamina se puede utilizar para
producir la narcosis parcial, pero también para aumentar la sugestibilidad de
los prisioneros políticos y para debilitar su voluntad. La heroína se puede
usar para mitigar el dolor, y también (como se dice que la usaron los japoneses
durante la ocupación de China) para producir la adicción incapacitante de un
adversario peligroso. Dirigida por malos líderes, la revolución venidera podría
ser tan desastrosa, a su modo, como una guerra nuclear y bacteriológica.
Mediante el empleo de los instrumentos psicológicos, químicos y electrónicos
que ya existen (para no hablar de otros dispositivos nuevos y mejores que nos
reserva el futuro), una oligarquía despótica podría mantener a la mayoría en un
estado de subyugación permanente y voluntaria. Esta fue la profecía que formulé
en Brave New World. Espero que prueben mi error, pero me atormenta el miedo de
que prueben mi acierto. En el ínterin, hay que señalar que el Soma no es
intrínsecamente malo. Por el contrario, una droga transformadora de la mente,
inofensiva pero eficaz, podría convertirse en una bienaventuranza de primer
orden. Y de todas maneras (como demuestra la historia rotundamente) nunca será
cuestión de eliminar por completo las substancias químicas transformadoras de
la mente. La opción que tenemos delante no consiste en elegir el Soma o nada,
sino en elegir el Soma o el alcohol, el Soma o el opio, el Soma o el hachís, el
ololiuqui, el peyote, la datura, el agárico y el resto de las substancias
naturales transformadoras de la mente; y consiste en elegir el Soma o productos
de la química y la farmacología científicas tales como el éter, el doral, el
veronal, la Bencedrina y los barbitúricos. En una palabra, debemos elegir entre
una droga total más o menos inofensiva y una vasta gama de drogas más o menos
perniciosas y sólo parcialmente eficaces. Y esta opción no se aplazará hasta el
siglo siete después de Ford. La farmacología está en marcha. El Soma de Brave
New World ha dejado de ser una quimera lejana. En verdad, ya tenemos entre
nosotros algo que posee muchas de las características del Soma. Me refiero al
agente tranquilizador más reciente; la Píldora de la Felicidad, como la llaman
afectuosamente sus consumidores, conocida en los Estados Unidos por las marcas
registradas Miltown y Equanil. Estas Píldoras de la Felicidad ejercen una doble
acción: relajan la tensión del músculo estriado y por tanto relajan las
tensiones asociadas de la mente, y al mismo tiempo actúan sobre el sistema
enzimático del cerebro de manera tal que evitan que las perturbaciones generales
en el hipotálamo interfieran en el funcionamiento de la corteza. En el plano
mental, el efecto es una bienaventurada liberación respecto de la ansiedad y la
emotividad personal. En mi fábula, el salvaje expresa su convicción de que las
ventajas del Soma se deben pagar mediante pérdidas en los niveles humanos más
sublimes. Quizá tenía razón. El universo no está habituado a darnos las cosas
gratuitamente. Y sin embargo hay mucho que decir en favor de una píldora que
nos permite adoptar frente a las circunstancias una actitud de desapego, de
ataraxia, de «santa indiferencia». El método moral de una acción no se puede
medir exclusivamente en términos de su intención. El infierno está empedrado de
buenas intenciones, y también debemos tomar en cuenta los resultados. El
comportamiento racional y amable tiende a producir buenos resultados, y estos
siguen siendo buenos aunque la conducta que los produjo haya sido producida a
su vez por una píldora. Por otra parte, ¿podemos sustituir impunemente la
autodisciplina sistemática por una substancia química? Eso está por ver. Entre
todas las drogas transformadoras de la conciencia, las más interesantes, ya que
no las más inmediatamente útiles, son aquellas que, como el ácido lisérgico y
la mescalina, abren la puerta a lo que podríamos llamar el Otro Mundo de la
mente. Muchos estudiosos ya están explorando los efectos de dichas drogas, y
podemos tener la certeza de que en el futuro próximo se producirán otros
transformadores de la mente, con propiedades aún más notables. Es imposible
prever lo que el hombre hará finalmente con estos elixires extraordinarios. Yo
sospecho que están destinados a desempeñar, en la vida humana, un papel por lo
menos tan importante como el que ha desempeñado, hasta ahora, el alcohol, e incomparablemente
más beneficioso. Capítulo 19 1956
Aldous Huxley
Moksha, página 114 y siguientes
AL DOCTOR HOWARD FABING[35] [SMITH 736]
740 North Kings Road,
Los Ángeles 46, Cal.
20 de enero de 1956
Estimado Howard:
Espero que hayas tenido una agradable y productiva estancia
en Monterrey y que ya estés sano y salvo en casa. Tu visita fue un
acontecimiento memorable, y te estoy muy agradecido —como sé que también lo
está Gerald— por las experiencias que hiciste posibles y por las oportunidades
de discutirlas y evaluarlas. Espero poder repetir el experimento y reanudar las
discusiones cuando haga mi viaje al Este, si lo hago.
Mientras tanto he reflexionado sobre uno de los temas que
abordamos en nuestra conversación del domingo por la mañana: el empleo de la
hipnosis junto con la mescalina o la LSD. Me parece que la hipnosis podría ser
útil en tres sentidos. En primer término, para preparar al sujeto para la
ingestión de la droga. Habría que hacerlo entrar en un trance ligero y hablarle
de lo que es probable que experimente, subrayando que no hay nada que temer. Lo
que corrientemente llamamos «realidad» no es más que una tajada del hecho total
que nuestro arsenal biológico, nuestra herencia lingüística (véase Benjamin Whorf)
y nuestras convenciones sociales de intelecto y sentimiento nos permiten
captar. Las ideas contenidas en el libro clásico de [J. L.] Von Uexküll
sobre Unweltlehre o «ciencia del entorno» son fundamentales en este contexto.
El paramecio, el erizo de mar y el perro tienen sus respectivos universos, y
cada uno de estos universos es muy distinto de los otros. El universo del
hombre, condicionado desde el punto de vista biológico, social y lingüístico,
es mucho más rico que el de los otros animales, pero continúa siendo sólo una
pequeña tajada del melón. La mescalina y la LSD nos permiten cortar otro tipo
de tajada: una tajada que no nos presta muchos servicios en cuanto criaturas
que debemos sobrevivir y competir, pero que puede resultarnos inmensamente útil
en la medida en que somos criaturas capaces y ávidas de entender. Ideas de este
género se le pueden inculcar al sujeto bajo hipnosis en términos sencillos,
antes de que ingiera la droga. Esto impedirá que la sola naturaleza extraña de
la experiencia le provoque pánico.
En segundo término, sería interesante verificar qué se puede
hacer con la hipnosis mientras el sujeto está bajo el efecto de la droga. Para
empezar, ¿es posible hipnotizar a una persona que ha ingerido mescalina? En
caso afirmativo, ¿las sugerencias hipnóticas pueden encauzar su flamante
capacidad visionaria por canales específicos… digamos, hacia el ámbito de los
recuerdos infantiles sepultados, o hacia áreas específicas del pensamiento y la
imagen? ¿Podemos sugerirle, por ejemplo, que vea un episodio de Las mil y una
noches, o del Evangelio, o del mundo de los símbolos arquetípicos o de la
mitología?
Finalmente, sería interesante hipnotizar al sujeto después
de que este vuelve de la mescalina, intentando hacerle experimentar nuevamente
lo que vivió bajo la mescalina, pero sin la ayuda de la droga. Me parece que
esta experiencia debería iniciarse mientras se disipan los efectos de la droga.
Habría que tratar de prolongar y reforzar la experiencia mediante la sugestión.
Al mismo tiempo se podría implantar una sugestión posthipnótica para que sea
posible revivir la experiencia cabal sin dificultades en una etapa posterior.
Igualmente, habría que repetir el experimento en los días siguientes para
comprobar si la hipnosis puede activar no sólo un recuerdo de la experiencia
con mescalina, sino una recapitulación total o incluso una nueva experiencia
del mismo tipo. Si esto pareciera dar resultado, habría que inculcarle
sugestiones posthipnóticas para que el sujeto pudiera sumirse en el estado
visionario mediante la autosugestión. Es posible que esta recapitulación vivida
y esta reactivación de la experiencia visionaria sean imposibles. Por otro
lado, tal vez no lo sean. Pero estoy seguro de que vale la pena intentar el
experimento, e intentarlo con muchos sujetos, porque en estas cuestiones existe
una diferencia enorme entre las aptitudes de una persona y otra. Sé por
experiencia que algunas personas entran en el mundo visionario bajo los efectos
de la hipnosis. Mi esposa, por ejemplo, entraba en un mundo que tenía el mismo
tipo de luminosidad y significación que el mundo de la mescalina, donde había
vastos paisajes, en su mayoría desérticos, y muy diversos personajes. Sería
interesante descubrir si, después de abrir la puerta una vez por medios químicos,
y como consecuencia de ello, las personas normalmente incapaces de entrar en el
«Otro Mundo» de manera espontánea o mediante la hipnosis, podrían prescindir de
la llave química y llegar al punto de destino de la mescalina por medios
puramente psicológicos (¡cualquiera sea el significado de esta frase!).
Por favor, transmite mis saludos al doctor P. y a Bobby
Brown, a quienes recuerdo con mucho afecto.
Aldous Huxley
Moksha, página 125
A VICTORIA OCAMPO [SMITH 750]
3276 Deronda Drive,
Los Ángeles 28, Cal.
19 de julio de 1956
Querida Victoria:
… Me alegra que te haya gustado mi librito [Heaven and
Hell]. ¡Qué extraño que todos llevemos con nosotros este inmenso universo de
visión y de lo que se oculta más allá de la visión, y que sin embargo
generalmente no nos demos cuenta de ello! ¿Cómo podremos aprender a pasar a
voluntad de un mundo de la conciencia a los otros? La mescalina y el ácido
lisérgico abrirán la puerta, pero a nadie le gusta depender exclusivamente de
estas substancias químicas, aunque parecen ser más o menos completamente
inofensivas. Yo ya he ingerido mescalina aproximadamente seis veces y he sido
transportado al mundo de lo que los místicos denominan «oscuro conocimiento»:
la percepción de la naturaleza de las cosas acompañada por la comprensión de
que, a pesar del dolor y la tragedia, el universo está en perfectas
condiciones. En otras palabras, que Dios es Amor. Estas palabras son
embarazosamente tontas y, en el plano de la conciencia media, falsas. Pero
cuando nos hallamos en el plano superior, vemos que representan el Hecho
primordial, del cual ahora la conciencia forma parte. El arte supremo de la
vida sería el arte de pasar a voluntad del conocimiento oscuro al conocimiento
conceptualizado, utilitario, de lo estético a lo místico; y de poder captar a
toda hora, para decirlo con las palabras del maestro Zen, lo no particular que
existe en lo particular, con la conciencia del no pensamiento que descansa en
el pensamiento, de lo absoluto de las relaciones, de lo infinito de las cosas
finitas, de lo eterno en el tiempo. El problema es: ¿cómo aprender este arte
supremo de la vida?
Nos hemos mudado a una casa nueva, en lo alto de las
colinas, y reina la confusión total. Que sigas bien, querida Victoria.
Aldous Huxley
Moksha, página 135
De la trascendencia-de-sí por medios químicos pasamos ahora
a la trascendencia-de-sí por medios sociales. El individuo toma contacto
directo con la sociedad de dos maneras: como miembro de un grupo familiar,
profesional o religioso, o como miembro de una multitud. El grupo tiene un fin
y está estructurado; la multitud es caótica, no sirve a un fin específico, y es
capaz de todo menos de la acción inteligente. Utilizando una analogía que no es
demasiado engañosa, podemos decir que el primero es un órgano del cuerpo
político, y que la segunda es una especie de tumor, generalmente benigno, pero
a veces espantosamente maligno. La mayoría de las personas pasan la mayor parte
de su vida en grupos. La participación en actividades multitudinarias es un
hecho relativamente raro. De lo cual debemos felicitarnos, porque los
individuos inmersos en la multitud son diferentes de, y en todo sentido peores
que, los individuos aislados o integrados en grupos dotados de fines y
organizados. En la multitud, el hombre pierde su identidad personal, y esta es
precisamente la razón por la cual le gusta incorporarse a aquella. La identidad
personal es lo que anhela trascender, lo que desea rehuir. Infortunadamente,
los miembros de la multitud pierden algo más que su identidad personal: también
pierden su raciocinio y su discernimiento moral. Su «sugestionabilidad» aumenta
hasta el punto en que dejan de tener su propio juicio o voluntad. Se tornan muy
excitables, pierden todo sentido de la responsabilidad individual o colectiva,
están sujetos a accesos súbitos y violentos de cólera, entusiasmo y pánico, y
se transforman en seres capaces de perpetrar los actos violentos más
monstruosos y completamente insensatos… casi siempre contra los demás, pero a
veces contra ellos mismos. En una palabra, un hombre inmerso en una multitud se
comporta como si hubiera ingerido una fuerte dosis de alguna substancia muy
embriagante. Es una víctima de lo que podríamos denominar el envenenamiento del
rebaño. El veneno del rebaño es, como el alcohol, una droga activa,
extrovertida. Cambia la naturaleza de la conciencia individual en dirección al
frenesí, y facilita un alto grado de trascendencia-de-sí en sentido
descendente. El individuo intoxicado por la multitud se evade de su
personalidad aislada para refugiarse en una especie de insensatez subhumana.
Aldous Huxley
Moksha, página 152
Los seres humanos anhelan la trascendencia-de-sí, y uno de
los métodos más eficaces para tomarse vacaciones respecto del yo aislado y de
las cargas de la responsabilidad consiste en embriagarse con el veneno del
rebaño. Mientras disfruten de la intoxicación masiva en partidos de fútbol y
parques de diversiones, en asambleas religiosas tradicionalistas y mítines de
partidos democráticamente organizados, no pasará nada malo. Nunca debemos
olvidar, empero, que los seductores de multitudes, los demagogos, los Hitlers
en potencia, están siempre entre nosotros. Nunca debemos olvidar que a estos
hombres les resulta muy fácil transformar una orgía inocente en un instrumento
de destrucción, en una fuerza salvaje, irracional, dirigida hacia el
derrocamiento de la libertad. Debemos estar siempre alertas para impedir que
exploten la intoxicación de las multitudes para sus fines siniestros. Parece
dudoso que un mundo habitado por Hitlers en potencia, por un lado, y adictos
potenciales al veneno del rebaño, por otro, pueda convertirse algún día en un
lugar absolutamente seguro para la racionalidad y el decoro. Por lo menos
podemos procurar hacerlo un poco más seguro de lo que es actualmente. Por
ejemplo, podemos impartir lecciones a nuestros hijos sobre los elementos de la
semántica general. Podemos describirles los atroces peligros del pecado
intelectual. Podemos ponerles carne de gallina recitándoles las consecuencias
desastrosas que tienen, para las sociedades y los individuos, los excesos de
simplificación, de generalización y de abstracción en que incurre el demagogo.
Podemos recordarles que deben vivir en el presente y pensar en términos
concretos, realistas, de hechos observables. Podemos revelarles los secretos
absurdos y desacreditables de la propaganda e ilustrar nuestras disertaciones
con ejemplos extraídos de la historia de la política, de la religión y de la
industria publicitaria. ¿Este adiestramiento sería eficaz? Quizá sí… y quizá no.
El veneno del rebaño es una droga muy poderosa. Una vez que se incorporan a la
multitud, incluso los hombres justos y sensatos tienden a perder la razón y a
aceptar todas las sugerencias que les formulan, por muy absurdas e inmorales
que sean. Sólo podemos aspirar a hacer más difícil la faena nefasta del
demagogo.
Aldous Huxley
Moksha, página 157
La historia de la tensión
El título de esta ponencia es un poco equívoco porque, en
términos estrictos, la historia de la tensión no existe. La tensión es una
forma de enfermedad, y las enfermedades, como tales, escapan al marco de la
historia. No existe, por ejemplo, un dolor de estómago medieval, ni una
infección focal específicamente neolítica, ni una neuralgia característicamente
victoriana, ni una epilepsia del New Deal. Por lo que concierne al paciente,
los síntomas de su dolencia son una experiencia completamente personal, una
experiencia para la cual la vida pública de las naciones, los acontecimientos
transcritos en los titulares o discutidos en las publicaciones científicas y
las revistas literarias son elementos absolutamente intrascendentes. La
política, la cultura, la marcha de la civilización, todas las maravillas de la
naturaleza, todos los triunfos del arte y la ciencia y la tecnología, existen
para los sanos, no para los enfermos. Estos sólo tienen conciencia de sus
dolores y desgracias personales, de lo que sucede entre las cuatro paredes del
cuarto donde se hallan postrados. Para ellos, el universo infinito se ha
contraído hasta reducirse casi a un punto: nada queda de él, excepto sus
propios cuerpos sufrientes, sus propias mentes aturdidas o atormentadas. La
enfermedad como experiencia concreta es casi completamente independiente del
tiempo y el lugar. Por consiguiente no puede haber una historia de la
enfermedad como experiencia, sino sólo una historia de la medicina, o sea, una
historia de las teorías sobre la naturaleza de las enfermedades y de las
recetas empleadas en distintas épocas para tratarlas, junto con una historia de
la forma en que las sociedades organizadas han reaccionado ante los problemas
de la enfermedad dentro de la comunidad. En tanto que la tensión, como
enfermedad psicosomática, no tiene historia, por lo menos algunas de las causas
de la tensión caen dentro del dominio público y pueden convertirse en tema del
estudio histórico. Lo mismo se puede decir acerca de los procedimientos
consagrados por diversas sociedades para la prevención y el alivio de la
tensión. El tema es descomunal, el tiempo, del que dispongo es escaso y mi
ignorancia es enciclopédica. Por tanto no intentaré abordar todos los factores
históricos asociados con la tensión, sino que me limitaré a los que son más
manejables y, al mismo tiempo, más afines a los problemas con que nos
enfrentamos en la actualidad. Permitid que empiece por deciros de qué no
hablaré. No hablaré, excepto quizás al pasar, de las causas históricas de la
tensión. Esto traería aparejada una discusión sobre dos temas vastos y
complejos: la transformación de las pautas culturales y las relaciones que
subsisten entre una determinada cultura y los individuos educados en ella. A
riesgo de caer en esos Pecados Originales del intelecto que son la
simplificación y la abstracción exageradas, permitidme resumir todo este tema
en una gran generalización que lo abarca todo. La tensión, diría, surge en
aquellas personas que, por una debilidad congénita o adquirida, no están en
condiciones de lidiar con ciertas situaciones desoladoras. Estas situaciones
desoladoras son producidas por un conflicto: el conflicto entre los instintos
fundamentales de la autoafirmación y el sexo, por un lado, y el instinto
gregario igualmente fundamental, por otro. El instinto gregario es encauzado
por la sociedad, consagrado por la tradición y racionalizado en términos religiosos
y filosóficos, y así se explica la intromisión de factores históricos en una
situación que, en el plano animal, sería exclusivamente biológica. La
enfermedad de la tensión parece haber aflorado en todas las condiciones
culturales: en las culturas de vergüenza tanto como en las de culpa, en las
culturas primitivas no menos que en las altamente desarrolladas, y todas las
sociedades de las que tenemos conocimiento han perfeccionado medios
fundamentalmente similares para aliviar la tensión. Es de dichos medios para
aliviar la tensión de los que me ocuparé en esta ponencia. La tensión, como
todas las otras enfermedades, tiende a contraer la conciencia del paciente,
hasta que, en casos extremos, este sólo tiene conciencia de sí mismo. Las
enfermedades graves modifican profundamente la personalidad de sus víctimas.
Esta personalidad modificada no tarda en considerar casi normal y en dar por
supuesta la contracción de la conciencia inducida por la enfermedad. La tensión
no es una enfermedad grave, y quienes la padecen están suficientemente sanos
como para sentir y sufrir el egocentrismo entumecedor que les impone su
desorden psicosomático. Se parecen a esas almas perdidas cuyo castigo consiste,
para decirlo con las palabras del gran poeta católico Gerard Manley Hopkins,
«en ser sus personalidades angustiadas, pero peor». La víctima de la tensión
conoce esta sensación de ser su personalidad angustiada, pero peor, sensación
que la aflige tremendamente. Y a esta altura es lícito señalar que incluso las
personas sanas se sienten afligidas a menudo por la comprobación de que están
condenadas a ser los individuos independientes, aislados, que son
irremisiblemente. Los neuróticos odian ser su personalidad angustiada, pero
peor. Uno de los síntomas más desagradables de la tensión consiste simplemente
en la zozobra de ser un universo insular elevado, por así decir, a una potencia
mayor. El hombre es un ególatra, pero un ególatra que a menudo experimenta un
intenso desagrado por el objeto de su idolatría. Esta aversión por el ser amado
se correlaciona en todos los seres humanos con un anhelo de trascenderse a sí
mismos, con un deseo de evadirse de la prisión de la personalidad, con el ansia
de convertirse en algo distinto y mejor que el Yo harto conocido, con una
susceptibilidad a la nostalgia por un mundo superior a, o por lo menos
diferente del, universo tedioso o doloroso de la realidad cotidiana. El hombre
religioso ha atribuido este instinto natural de trascenderse a sí mismo a un
anhelo innato y profundamente arraigado que se orienta hacia lo divino. El
biólogo enfoca la cuestión con un criterio un poco distinto, y atribuye el
deseo humano de trascenderse a sí mismo a los mecanismos de su innata vocación
gregaria. El individuo ansia confundirse con el rebaño, pero es demasiado
egocéntrico para poder hacerlo cabalmente y demasiado consciente de sí para
poder perseverar en la tentativa durante mucho tiempo. Por tanto está condenado
a vivir en un estado de insatisfacción crónica, anhelando constantemente algo
que, por la naturaleza misma de las cosas, no puede tener nunca. Estas dos
explicaciones no se excluyen mutuamente, y me inclino a pensar que ambas son
parcialmente correctas. Sea como fuere, los hechos que pretenden explicar son
hechos auténticos. Existe un anhelo de trascenderse a sí mismo y, junto con él,
una profunda aversión por el yo aislado, aversión que, en las víctimas de la
tensión, se agudiza y se vuelve torturante. En todas las culturas humanas se
han perfeccionado y empleado sistemáticamente determinados procedimientos para
lograr la trascendencia-de-sí temporal y para aliviar así la tensión. Estos
procedimientos se pueden clasificar bajo unos pocos encabezamientos que los
abarcan a todos. Hay métodos químicos, métodos musicales y gimnásticos, métodos
que dependen del sometimiento de individuos aislados a la influencia de las
multitudes, diversos métodos religiosos y, finalmente, los métodos que se
proponen alcanzar la trascendencia mística: los diversos ejercicios yogas y
espirituales de las tradiciones oriental y occidental. Se necesitarían horas
para hacer justicia a todas estas técnicas, y debo limitarme a analizar sólo
dos de ellas: las más populares y más difíciles de controlar, a saber, el
método químico y lo que se podría denominar método de la multitud. Esta
monografía se ocupa del uso de algunos compuestos químicos que producen
determinados cambios de conciencia y que de esta manera permiten alcanzar
cierta medida de trascendencia-de-sí y un alivio temporal de la tensión. Estas
drogas tranquilizantes no son más que los últimos agregados a una larga lista
de productos químicos que se emplean desde tiempos inmemoriales para cambiar la
cualidad de la conciencia, permitiendo alcanzar así un cierto grado de
trascendencia-de-sí y un desahogo temporal de la tensión. Recordemos siempre
que, si bien la farmacología moderna nos ha suministrado una multitud de
productos sintéticos, no ha hecho descubrimientos básicos en el campo de las
drogas naturales. Se ha limitado a perfeccionar los métodos de extracción, purificación
y combinación. Todos los sedantes, narcóticos, euforizantes, alucinógenos y
excitantes de origen natural fueron descubiertos hace miles de años, antes del
despuntar de la civilización. Ciertamente este es uno de los hechos más
extraños que encontramos en ese largo catálogo de improbabilidades conocido por
el nombre de historia humana. Es evidente que el hombre primitivo experimentó
con todas las raíces, ramitas, hojas y flores, y con todas las semillas,
nueces, bayas y hongos de su entorno. La farmacología es más antigua que la
agricultura. Existen buenas razones para pensar que incluso en los tiempos
paleolíticos, el hombre mataba a sus enemigos animales y humanos con flechas
envenenadas, cuando aún era un cazador y recolector de alimentos. A finales de
la Edad de Piedra se envenenaba sistemáticamente a sí mismo. La presencia de
manojos de amapolas en los depósitos de basura neolíticos de los habitantes de
los lagos suizos demuestra que el hombre descubrió en una etapa muy remota de
su historia las técnicas de la trascendencia-de-sí mediante las drogas. Había
drogadictos mucho antes de que hubiera labradores. Dejadme mencionar aquí un
dato bastante importante. Para aliviar la tensión, un compuesto químico no ha
de tener necesariamente las características propias de un tranquilizante. El
alcohol, por ejemplo, dista mucho de tranquilizar, por lo menos en las etapas
intermedias de embriaguez, y viene aliviando la tensión desde que Noé hizo su
memorable descubrimiento. La trascendencia-de-sí se puede lograr tanto mediante
un excitante como mediante un narcótico o un alucinógeno. La tensión es
aliviada no sólo por drogas contemplativas como el opio, el peyote, la kava y
el ayahuasca, sino también por productos embriagantes activos, extrovertidos,
como el vino, el hachís y el soma de la India antigua. Desde el punto de vista
fisiológico y social, algunas drogas son mucho menos nocivas que otras, y por
tanto son preferibles, aunque estas consideraciones utilitarias nunca han
influido mucho sobre quienes las consumen. A estos, cualquier cosa que produzca
un cierto grado de trascendencia-de-sí y liberación les parece buena. Mientras
sea eficaz aquí y ahora, ¿a quién le importa lo que tal vez ocurrirá más
adelante? En su libro Varieties of Religious Experience, William James dice:
«El imperio que el alcohol ejerce sobre la humanidad se debe
incuestionablemente al hecho de que puede estimular las facultades místicas de
la naturaleza humana, generalmente trituradas por los hechos fríos y las
críticas descarnadas de las horas de sobriedad. La sobriedad reduce, discrimina
y dice que no; la embriaguez expande, une y dice que sí. En verdad es la gran
estimulante de la función Afirmativa del hombre. Transporta a su devoto de la
periferia glacial de las cosas al núcleo radiante. Por el momento lo fusiona
con la verdad. Los hombres no corren en pos de ella por pura perversidad. Entre
los pobres y analfabetos ocupa el lugar de los conciertos sinfónicos y de la
literatura. Forma parte del misterio y la tragedia recónditos de la vida el
hecho de que a tantos de nosotros se nos concedan vaharadas y destellos de lo
que reconocemos inmediatamente como excelente sólo en los fugaces tramos
iniciales de lo que en su totalidad es un veneno tan degradante. La conciencia
embriagada es una pizca de la conciencia mística, y nuestra opinión total sobre
ella debe encontrar su lugar en nuestra opinión sobre ese todo más vasto». En
otro fragmento de Varieties, James cita el axioma de uno de sus amigos médicos:
«La única cura para la dipsomanía es la manía religiosa». En su versión quizá
demasiado epigramática, estas palabras expresan una verdad que la experiencia
colectiva de Alcohólicos Anónimos ha confirmado con creces. La experiencia
mística es a la borrachera lo mismo que el todo es a la parte, la salud a la
enfermedad. Las puertas se abren tanto para el alcohólico como para el místico,
y ambos eluden lo que yo he denominado la válvula reductora del cerebro, la
función cerebral normal que limita nuestros procesos mentales, casi siempre, a
la conciencia de lo biológicamente útil. Ambos tienen un vislumbre de algo que
trasciende el mundo de la experiencia cotidiana, ese mundo estrecho,
utilitario, que nuestra conciencia egocéntrica escoge entre la plétora infinita
de posibilidades cósmicas. Lo que el borracho ve en las primeras etapas de la
embriaguez se reconoce enseguida como excelente. No es excelente, en cambio, el
método particular que emplea para alcanzar esta experiencia trascendental.
Entre todas las drogas modificadoras de la conciencia, el alcohol es una de las
más antiguas y ciertamente una de las más usadas. Infortunadamente, es una
droga bastante ineficiente y, al mismo tiempo, bastante peligrosa. Hay otros
métodos mejores para alcanzar los mismos resultados intrínsecamente excelentes
sin necesidad de embriagarse. Algunos de estos métodos son químicos, y otros
son psicológicos. Algunos involucran el ayuno, el insomnio voluntario y
diversas formas de automortificación. Todos estos procedimientos modifican la
química normal del cuerpo y así ayudan a eludir la válvula reductora del
cerebro y a evadirse temporalmente de la prisión del yo aislado. Algún día,
cuando la psicología se convierta en una ciencia genuina, se examinarán
sistemáticamente todos estos métodos tradicionales para producir la
trascendencia-de-sí, y se valorarán con exactitud sus respectivos méritos y
defectos. Por ahora deberemos conformamos con el conocimiento fragmentario que
tenemos a nuestro alcance. Lo que los mismos místicos han contado acerca de sus
experiencias extáticas confirma rotundamente la definición que ha dado William
James del alcohol como estimulante de las facultades místicas. En la literatura
mística del Islam se emplean constantemente metáforas derivadas del vino y de
su ingestión. En los escritos de algunos de los más célebres santos cristianos
se encuentran exactamente las mismas metáforas. Así, San Juan de la Cruz
denomina a su alma «la bodega interior de mi Amado». Y Santa Teresa de Avila
nos informa que «ve el centro de nuestra alma como una bodega, en la cual Dios
nos permite entrar cuando y como le place a Él, para embriagamos con el vino
delicioso de Su gracia». La experiencia de trascendencia-de-sí y el desahogo de
la tensión que producen el alcohol y las otras substancias químicas
modificadoras de la conciencia son tan maravillosos, tan bienaventurados y
extáticos, que a los hombres les ha parecido muy natural identificar estas
drogas a las cuales deben su felicidad momentánea con uno u otro de sus dioses.
«La religión —dijo Karl Marx— es el opio del pueblo». Sería por lo menos
igualmente correcto decir que el opio es la religión del pueblo. Unos pocos
místicos han comparado el estado de éxtasis con la embriaguez, pero incontables
bebedores, fumadores, mascadores e inhaladores de rapé han alcanzado alguna
forma de liberación extática mediante el uso de drogas. Las cualidades
sobrenaturales de este estado mental son proyectadas sobre las drogas que las
producen. Así, en Grecia el vino no sólo era consagrado a Dionisos: el vino era
Dionisos. A Baco lo llamaban Teoinos —Diosvino—, una palabra compuesta que
identificaba el alcohol con la deidad, la experiencia de la embriaguez con el
espíritu santo. «Nacido dios —decía Eurípides—, Baco es vertido en libaciones a
los dioses, y por su intermedio los hombres reciben el bien». Este bien, según
los griegos, asumía muchas formas: la salud física, la iluminación mental, el
don de la profecía, la sensación estática de la fusión con la verdad divina.
Igualmente, en la India antigua, el jugo de la planta de soma (cualquiera haya
sido esta planta) no sólo era consagrado a Indra, el dios-héroe de las
batallas: era Indra. Y al mismo tiempo era el alter ego de Indra, un dios por
derecho propio. Se podrían citar muchos otros ejemplos similares de esta
identificación de una droga modificadora de la conciencia con algún dios del
panteón local. En Siberia y América Central, varias especies de hongos
alucinógenos son consideradas dioses. Los indios del sudoeste de los Estados
Unidos identificaban al cacto peyote con deidades nativas y, recientemente, con
el Espíritu Santo de la teología cristiana. En los tiempos clásicos, los
bárbaros del norte que bebían licor de malta veneraban su cerveza bajo el
nombre de Sabacis. La cerveza también era un dios para los pueblos celtas, así
como los escandinavos y teutones consideraban que el aguamiel era divina. En
lengua anglosajona, la idea de catástrofe, de pánico, de colmo del horror y el
desastre, se transmite mediante una palabra cuyo significado literal es
«privación de aguamiel». En casi todas partes el consumo de drogas
modificadoras de la conciencia ha estado asociado, en una época u otra, con el
ritual religioso. El beber, el mascar, el inhalar y el aspirar rapé han sido
considerados actos sacramentales, consagrados por la tradición y racionalizados
en términos de la teología predominante. El alcohol estaba prohibido en el
mundo musulmán, pero era imposible eliminar el anhelo de trascendencia-de-sí, y
en ese mismo mundo había, y aún hay lugares donde la sociedad no sólo aprueba
el consumo de Cannabis indica, sino que incluso lo ha transformado en una
especie de rito religioso. Algunos autores mahometanos han visto en el hachís
el equivalente del pan y el vino sacramentales de los cristianos. Entre los
judíos se realizaron muchos esfuerzos encaminados a conceder aprobación
religiosa al consumo de vino. Jeremías se refiere a la «copa de consuelo» que
se administraba a los afligidos. Amós habla de los hombres que bebían vino en
la casa de su Dios. Miqueas formula algunas críticas acerbas contra aquellos
que, en su día, acostumbraban a profetizar bajo la influencia del alcohol.
Isaías denuncia a los sacerdotes y profetas que «han errado por la bebida
fuerte». Han errado, explica, «en la visión». Tradicionalmente, Dionisos era el
dios de la profecía y la inspiración, pero, ay, las revelaciones del alcohol no
son totalmente de fiar. De la trascendencia-de-sí por medios químicos pasamos
ahora a la trascendencia-de-sí por medios sociales. El individuo toma contacto
directo con la sociedad de dos maneras: como miembro de un grupo familiar,
profesional o religioso, o como miembro de una multitud. El grupo tiene un fin
y está estructurado; la multitud es caótica, no sirve a un fin específico, y es
capaz de todo menos de la acción inteligente. Utilizando una analogía que no es
demasiado engañosa, podemos decir que el primero es un órgano del cuerpo
político, y que la segunda es una especie de tumor, generalmente benigno, pero
a veces espantosamente maligno. La mayoría de las personas pasan la mayor parte
de su vida en grupos. La participación en actividades multitudinarias es un
hecho relativamente raro. De lo cual debemos felicitarnos, porque los
individuos inmersos en la multitud son diferentes de, y en todo sentido peores
que, los individuos aislados o integrados en grupos dotados de fines y
organizados. En la multitud, el hombre pierde su identidad personal, y esta es
precisamente la razón por la cual le gusta incorporarse a aquella. La identidad
personal es lo que anhela trascender, lo que desea rehuir. Infortunadamente,
los miembros de la multitud pierden algo más que su identidad personal: también
pierden su raciocinio y su discernimiento moral. Su «sugestionabilidad» aumenta
hasta el punto en que dejan de tener su propio juicio o voluntad. Se tornan muy
excitables, pierden todo sentido de la responsabilidad individual o colectiva,
están sujetos a accesos súbitos y violentos de cólera, entusiasmo y pánico, y
se transforman en seres capaces de perpetrar los actos violentos más
monstruosos y completamente insensatos… casi siempre contra los demás, pero a
veces contra ellos mismos. En una palabra, un hombre inmerso en una multitud se
comporta como si hubiera ingerido una fuerte dosis de alguna substancia muy
embriagante. Es una víctima de lo que podríamos denominar el envenenamiento del
rebaño. El veneno del rebaño es, como el alcohol, una droga activa,
extrovertida. Cambia la naturaleza de la conciencia individual en dirección al
frenesí, y facilita un alto grado de trascendencia-de-sí en sentido descendente.
El individuo intoxicado por la multitud se evade de su personalidad aislada
para refugiarse en una especie de insensatez subhumana. Desde el comienzo los
hombres han trabajado y se han consagrado a la seria tarea de vivir dentro de
grupos dotados de finalidad. Las multitudes les han suministrado vacaciones
psicológicas. Se han nutrido habitualmente con el alimento extraído del grupo,
y su droga deliciosa ha sido el veneno del rebaño. La religión ha consagrado y
racionalizado en todas partes la intoxicación con el veneno del rebaño, así
como ha consagrado y racionalizado el uso de substancias químicas modificadoras
de la conciencia. El aserto de Alfred North Whitehead, según el cual «la
religión es lo que el hombre hace con su soledad», sólo es correcto si optamos
por definir la religión como aquello que, según los hechos históricos, nunca ha
sido, excepto para una pequeña minoría. Y lo mismo valdría para una definición
de la religión en términos de lo que el individuo hace con su experiencia de
estar dentro de un pequeño grupo consagrado, como el del Encuentro Cuáquero, o
los «dos o tres reunidos en mi nombre» a los que Cristo se refirió en el
evangelio. La espiritualidad de los pequeños grupos es una forma sublime de
religión, pero no es la única ni la más común, sino sólo la mejor. Es muy
significativo que Cristo prometiera estar en el seno de un grupo de dos o tres.
Nunca prometió estar presente en una multitud. Donde se congregan dos o tres
mil, o dos o tres decenas de miles, la presencia intrínseca es generalmente de
índole muy distinta y muy poco cristiana. Sin embargo, los dirigentes
religiosos actuales aprueban e incluso alimentan vehementemente, lo mismo que
en el pasado pagano, actividades multitudinarias tales como las asambleas de
masas destinadas a renovar el fervor litúrgico, y las peregrinaciones. La
explicación es sencilla. A la mayoría de las personas les resulta más fácil
alcanzar la trascendencia-de-sí y desahogar la tensión en una muchedumbre que
en un pequeño grupo o a solas. Estos envenenamientos del rebaño en nombre de la
religión no son particularmente beneficiosos. Sólo suministran breves
vacaciones respecto de la conciencia-de-sí aislada. La historia de los
esfuerzos del hombre por hallar la trascendencia-de-sí en las multitudes es
larga y, no obstante su naturaleza extraña y sus aberraciones terroríficas,
también es profundamente monótona. Desde el potlatch y el corroboree[42] hasta
el último estallido de «rock and roll», las manifestaciones de envenenamiento
del rebaño exhiben las mismas características subhumanas. En el mejor de los
casos, estas exhibiciones sólo son grotescas en su subhumanidad; en el peor,
son al mismo tiempo grotescas y horribles. Uno piensa, por ejemplo, en los
festivales de la diosa siria, en el curso de los cuales, bajo la influencia
enloquecedora del envenenamiento del rebaño y de las sugerencias de los
sacerdotes, los hombres se castraban a sí mismos y las mujeres laceraban sus
pechos. Uno piensa en el menadismo griego, con su salvaje descuartizamiento de víctimas
vivas. Uno piensa en las saturnales romanas. Uno piensa en todos los estallidos
de intoxicación colectiva de la Edad Media: las cruzadas de niños, las orgías
periódicas de flagelación comunitaria, y esas extrañas manías danzantes en que
la trascendencia-de-sí mediante el envenenamiento del rebaño se combinaba con
la trascendencia-de-sí mediante técnicas gimnásticas y con la
trascendencia-de-sí mediante la música repetitiva. Uno piensa en las delirantes
ceremonias de retorno a la religión tradicional, en las frenéticas desbandadas
de quienes creían que se aproximaba el fin del mundo, en los ataques de
iconoclastia en nombre de Dios, de destrucción insensata en aras de la virtud.
Estos fenómenos ya son suficientemente malos, pero hay algo mucho peor: la
intoxicación de multitudes que el demagogo ambicioso explota para sus propios
fines políticos o religiosos. En la primavera de 1954, mientras me hallaba en
Ismailía, sobre el canal de Suez, mis anfitriones me llevaron al cine local. La
película, que atraía multitudes sin precedentes, era Julius Caesar,
interpretada en inglés pero con subtítulos en árabe. Los espectadores estaban
fascinados, con los ojos fijos en la pantalla. ¿Por qué, me preguntaba yo, los
árabes del siglo veinte se apasionaban tanto por la versión que había dado un
inglés del siglo XVI de hechos que habían ocurrido en Roma en el siglo I
a.J.C.? Y de pronto me pareció obvio. César, Bruto, Antonio, y todos estos
políticos de clase alta que se disputaban el poder y que, en el ínterin, halagaban
y explotaban cínicamente a una masa proletaria que despreciaban pero de la que
no podían prescindir, eran figuras contemporáneas con las que el público
egipcio estaba íntimamente familiarizado. Lo que había sucedido en Roma
inmediatamente antes y después del asesinato de César se parecía mucho a lo que
había ocurrido apenas pocas semanas atrás en El Cairo, cuando Naguib había
caído, había vuelto a remontarse triunfalmente, y había sido derrocado una vez
más por un rival que sabía cómo manipular las pasiones de la multitud, cómo
usufructuar su borrachera de entusiasmo y violencia para sus propios fines.
Mientras contemplaban la obra de Shakespeare, los espectadores de Ismailía se
encontraban frente a una crónica no censurada del más reciente coup d’etat. Por
supuesto, el mayor virtuoso en el arte de explotar los síntomas de
envenenamiento del rebaño fue Adolf Hitler. Los nazis ejecutaron su faena con
minuciosidad científica. Movilizaron todos los recursos de la tecnología
moderna para reducir al mayor número posible de personas al estado más bajo
posible de trascendencia-de-sí descendente. Los fonógrafos repetían consignas.
Los altavoces propalaban la música vibrante y fuertemente acentuada, cuya
repetición enloquece a las personas. Máquinas acústicas ocultas producían
vibraciones subsónicas a un promedio crítico, estremecedor, de catorce ciclos
por segundo. Se empleaban modernos medios de transporte para congregar a miles
de fieles bajo los focos, en inmensos estadios, y la voz del archihipnotizador
llegaba por radio a otros millones de personas. «La dicha era estar vivo en
aquella aurora». Así escribió Wordsworth refiriéndose a su experiencia de
envenenamiento del rebaño en los primeros meses jubilosos de la Revolución
Francesa. En nuestra propia época, millones de hombres y mujeres, millones de
muchachos y muchachas entusiastas, han vivido una experiencia análoga. A los
miembros de las multitudes que, víctimas del envenenamiento del rebaño, son
utilizados para hacer las revoluciones y reforzar el poder dictatorial, el
despuntar del nazismo, incluso el despuntar del comunismo, se les antoja
dichoso. Infortunadamente, a las auroras las siguen días y noches difíciles y a
menudo desagradables. En esas horas posteriores de la historia revolucionaria,
la dicha tiende a brillar por su ausencia. Sin embargo, cuando amanece nadie
piensa jamás en lo que es probable que ocurra por la tarde. A las víctimas del
envenenamiento del rebaño sólo les interesa, como a los alcohólicos o los
adictos a la morfina, descargar la trascendencia-de-sí aquí y ahora. Su lema
es: «Después de mí el diluvio». Y por cierto el diluvio llega puntualmente. De
la historia de la tensión pasemos, como conclusión, al presente y el futuro.
Creo que está claro que el problema de la tensión sólo se resolverá totalmente
cuando tengamos una sociedad perfecta… o sea, nunca. Mientras tanto, siempre es
posible buscar soluciones parciales y paliativos temporales. Veamos algunas
medidas prácticas que sería bastante fácil tomar. En primer término podríamos incorporar
a nuestro sistema de educación actual, profundamente insatisfactorio y
descorazonador, unos pocos cursos sencillos sobre el arte de controlar el
sistema nervioso autónomo y el inconsciente. Tal como están ahora las cosas,
les inculcamos a los niños los principios de la buena salud, de la buena moral
y del recto pensar, pero no les enseñamos la forma de actuar en función de
dichos principios. Los exhortamos a tomar resoluciones correctas, pero no
hacemos absolutamente nada para ayudarlos a poner en práctica dichas
resoluciones. Un factor capital de tensión consiste en la conciencia de que
somos trágicamente incapaces de hacer lo que deberíamos hacer. Si a cada niño
se le enseñara un poco de lo que Hornell Hart ha llamado autocondicionamiento,
haríamos más por el decoro general y la benevolencia que con todos los sermones
predicados hasta ahora. El paso siguiente que habría que dar sería de
naturaleza profiláctica. Los seres humanos anhelan la trascendencia-de-sí, y
uno de los métodos más eficaces para tomarse vacaciones respecto del yo aislado
y de las cargas de la responsabilidad consiste en embriagarse con el veneno del
rebaño. Mientras disfruten de la intoxicación masiva en partidos de fútbol y
parques de diversiones, en asambleas religiosas tradicionalistas y mítines de
partidos democráticamente organizados, no pasará nada malo. Nunca debemos
olvidar, empero, que los seductores de multitudes, los demagogos, los Hitlers
en potencia, están siempre entre nosotros. Nunca debemos olvidar que a estos
hombres les resulta muy fácil transformar una orgía inocente en un instrumento
de destrucción, en una fuerza salvaje, irracional, dirigida hacia el
derrocamiento de la libertad. Debemos estar siempre alertas para impedir que
exploten la intoxicación de las multitudes para sus fines siniestros. Parece
dudoso que un mundo habitado por Hitlers en potencia, por un lado, y adictos
potenciales al veneno del rebaño, por otro, pueda convertirse algún día en un
lugar absolutamente seguro para la racionalidad y el decoro. Por lo menos
podemos procurar hacerlo un poco más seguro de lo que es actualmente. Por
ejemplo, podemos impartir lecciones a nuestros hijos sobre los elementos de la
semántica general. Podemos describirles los atroces peligros del pecado
intelectual. Podemos ponerles carne de gallina recitándoles las consecuencias
desastrosas que tienen, para las sociedades y los individuos, los excesos de
simplificación, de generalización y de abstracción en que incurre el demagogo.
Podemos recordarles que deben vivir en el presente y pensar en términos
concretos, realistas, de hechos observables. Podemos revelarles los secretos
absurdos y desacreditables de la propaganda e ilustrar nuestras disertaciones
con ejemplos extraídos de la historia de la política, de la religión y de la
industria publicitaria. ¿Este adiestramiento sería eficaz? Quizá sí… y quizá
no. El veneno del rebaño es una droga muy poderosa. Una vez que se incorporan a
la multitud, incluso los hombres justos y sensatos tienden a perder la razón y
a aceptar todas las sugerencias que les formulan, por muy absurdas e inmorales
que sean. Sólo podemos aspirar a hacer más difícil la faena nefasta del
demagogo. El tercer paso que debemos dar lo daremos, en verdad, nos guste o no.
Una vez que se han plantado las semillas de una ciencia, estas tienden a brotar
y desarrollarse de manera autónoma, obedeciendo la ley de su propio ser, y no
las leyes de nuestro ser. Ahora la farmacología ha entrado en un período de
rápido crecimiento, y parece seguro que en los próximos años se descubrirán
decenas y decenas de nuevos métodos para cambiar la cualidad de la conciencia.
Por lo que concierne al ser humano individual, estos descubrimientos serán más
importantes, más genuinamente revolucionarios, que los que se han efectuado recientemente
en el campo de la física nuclear y de su aplicación a usos pacíficos. La
energía nuclear, si no nos destruye, se limitará a darnos más de lo que ya
tenemos: energía barata, con su corolario de más dispositivos, mayores
proyectos de irrigación y transportes más eficientes. Nos dará todo esto a
cambio de un precio muy elevado: un aumento en la proporción de radiaciones
nocivas, con sus corolarios de mutaciones perjudiciales y de contaminación
permanente de la reserva genética del hombre. Pero los farmacólogos nos darán
algo que la mayoría de los seres humanos no han tenido nunca. Si deseamos
alegría, paz y benevolencia, nos darán benevolencia, paz y alegría. Si deseamos
belleza, transfigurarán para nosotros el mundo exterior y abrirán la puerta que
nos separa de visiones inimaginablemente ricas y significativas. Si deseamos la
vida eterna, nos darán algo casi igualmente valioso: eones de experiencia
extática milagrosamente condensados en una sola hora. Nos dispensarán estos
dones sin cobrarnos el precio terrible que los hombres debían pagar en el
pasado por recurrir con demasiada frecuencia a drogas modificadoras de la
conciencia como la heroína o la cocaína, o incluso a aquel buen sucedáneo
tradicional que era el alcohol. Ya tenemos a nuestro alcance alucinógenos y
tranquilizantes cuyo precio fisiológico es asombrosamente bajo, y parece haber
suficientes razones para pensar que los modificadores de conciencia y los
aliviadores de tensión del futuro actuarán con más eficiencia aún y le cobrarán
al individuo un precio aún más bajo. Los seres humanos podrán lograr sin
esfuerzo lo que antaño sólo podían conseguir trabajosamente, mediante el
autocontrol y los ejercicios espirituales. ¿Esto será bueno para los individuos
y las sociedades? ¿O será malo? Estas son preguntas para las que no tengo
respuestas. Y permitidme agregar que tampoco las tiene nadie más. Es posible
que los esbozos de estas respuestas empiecen a aflorar dentro de una
generación. Mientras tanto, lo único que se puede pronosticar con un poco de
certidumbre es que será necesario volver a considerar y a evaluar, en el
contexto de la revolución farmacológica, muchas de nuestras ideas tradicionales
sobre ética y religión, y muchas de nuestras opiniones actuales sobre la
naturaleza de la mente. Será tremendamente inquietante, pero también será
inmensamente divertido.
Aldous Huxley
Moksha, página 143 y siguientes
A PHILIP B. SMITH
3276 Deronda Drive,
Los Ángeles 28, Cal.
20 de mayo de 1957
… Parece evidente que los anestésicos, como la mescalina y
la LSD, «abren una puerta» que da acceso a áreas de la mente que corrientemente
no conocemos, o conocemos muy poco o sólo ocasionalmente. En estas áreas de la
mente es posible que encontremos experiencias visionarias, a veces terribles,
pero más a menudo bellas y esclarecedoras (si estamos física y psicológicamente
sanos). También es posible que encontremos lo que los místicos denominan el
«oscuro conocimiento» acerca de la naturaleza del universo: una «sensación de
algo mucho más profundamente fusionado» (como dijo Wordsworth), una sensación
de que Todo está presente en cada elemento particular, y el Absoluto en cada
elemento relativo. Y es posible que una nueva forma de aprehensión, en la cual
se trasciende de alguna manera la relación corriente sujeto-objeto, y en la
cual existe la conciencia de que el yo y el mundo exterior son uno, esté
asociada a este oscuro conocimiento. A menudo, también, se produce una
experiencia concreta de verdades (se sabe que son verdades) que, cuando alguien
las presenta en términos conceptuales a la mente en estado normal, parecen
incomprensibles y absurdas. Postulados tales como «Dios es amor» son
comprendidos con la totalidad del propio ser, y su veracidad parece axiomática
a pesar del dolor y la muerte. A lo cual lo acompaña una vehemente gratitud por
el privilegio de existir en este universo. (Blake dijo que «la gratitud es el
cielo mismo», frase que no pude entender antes de tomar LSD, pero que ahora me
parece luminosamente comprensible). Distintas drogas dan acceso a diferentes
áreas de este Otro Mundo de la mente, o por lo menos ayudan a entrar más
fácilmente en un área y no en otra. Sin embargo, sorprende comprobar cuánto se
parecen entre sí las experiencias inducidas por substancias químicas muy
diferentes. La mescalina no se parece a la LSD, y ambas difieren de la
substancia activa de los hongos que describió Gordon Wasson. Pero las
experiencias inducidas son muy similares. Y, a su vez, estas experiencias inducidas
mediante drogas son muy similares a las experiencias que afloran
espontáneamente en determinadas personas y que otras han inducido mediante
«ejercicios espirituales» y mediante técnicas psicofísicas destinadas a cambiar
la química del organismo, tales como el ayuno, el insomnio prolongado o la
mortificación violenta de la carne. Tampoco debemos olvidar los efectos del
«entorno limitado». Lo que hombres como Hebb y Lilly logran en el laboratorio
lo lograron los ermitaños cristianos en la Tebaida y otros lugares, y los
ermitaños hindúes y tibetanos en los remotos bastiones de los Himalayas. Mi
convicción personal consiste en que estas experiencias realmente nos revelan
algo acerca de la naturaleza del universo, en que son valiosas por sí mismas y,
sobre todo, son valiosas cuando se las incorpora a nuestra cosmovisión y sirven
de base a nuestros actos [en] la vida normal. En todas partes se ha
interpretado que el efecto de la experiencia mística sobre la vida normal pone
a prueba la validez de aquella.
Aldous Huxley
Moksha, página 161
El doctor L. J. West, de la Facultad de Medicina de la
Universidad de Oklahoma, estuvo aquí hace pocas semanas, y creo que es un joven
muy competente. Ha descubierto que es casi imposible hipnotizar a los sujetos
mescalinizados. Le propuse que hipnotice a sus sujetos antes de que estos
ingieran la LSD y que les imparta sugestiones posthipnóticas encaminadas a
orientar la experiencia inducida por la droga en una dirección determinada y
también hacia una meta muy codiciable, a saber, que los sujetos puedan recrear
la experiencia con LSD por medios puramente psicológicos después de su retorno
a la conciencia normal, y siempre que lo deseen. El hecho de que este tipo de
experiencia se presente espontáneamente en algunos individuos indica que las
substancias químicas no son indispensables, y tal vez se pueda persuadir al
inconsciente, mediante sugestiones posthipnóticas, repetidas, si ello fuera
necesario, una y otra vez, para que abra la puerta sin la ayuda de llaves
químicas.
Aldous Huxley
Moksha, página 163
El soma de mi fábula no sólo era tranquilizante, alucinógeno
y estimulante, sino que también tenía la virtud de aguzar la sugestibilidad, y
por tanto era posible utilizarlo para reforzar los efectos de la propaganda
oficial. Varias drogas que ya figuran en la farmacopea se pueden utilizar para
el mismo fin, con menos eficacia y un mayor coste fisiológico. Tenemos, por
ejemplo, la escopolamina, que es el principio activo del beleño, y que, en
grandes dosis, es un poderoso veneno. Tenemos también el pentotal y el amital
sódico. La policía de diversos países ha utilizado el pentotal —apodado, por
alguna extraña razón, «el suero de la verdad»— con el fin de extraer
confesiones a delincuentes remisos (o tal vez con el fin de sugerírselas). El
pentotal y el amital sódico debilitan la barrera que separa la mente consciente
de la inconsciente y son muy útiles para tratar la «fatiga de combate» mediante
el proceso que en Inglaterra se conoce por el nombre de «abreaction therapy» y
en los Estados Unidos por el de «narcosynthesis» (narcosíntesis). Se dice que
los comunistas emplean a veces estas drogas cuando preparan a prisioneros
importantes para presentarlos públicamente ante un tribunal. Mientras tanto, la
farmacología, la bioquímica y la neurología siguen avanzando, y podemos tener
la absoluta certeza de que, en el curso de los próximos años, se descubrirán
nuevos y mejores métodos químicos para aumentar la sugestibilidad y reducir la
resistencia psicológica. Es posible que a estos descubrimientos, como a todo lo
demás, se les dé una buena o una mala aplicación. Es posible que ayuden al
psiquíatra en su lucha contra la enfermedad mental, o es posible que ayuden al
dictador en su lucha contra la libertad. Lo más probable es que (como la ciencia
es divinamente imparcial) esclavicen y liberen, curen y destruyan al mismo
tiempo.
Aldous Huxley
Moksha, página 173
La experiencia mística es doblemente valiosa: porque
suministra a quien la experimenta una mejor comprensión de sí mismo y del mundo,
y porque puede ayudarlo a vivir una vida menos egocéntrica y más creativa. En
el infierno, ha escrito un gran poeta religioso, el castigo de los perdidos
consiste en que allí son tal como «sus personalidades atormentadas, pero peor».
Sobre la tierra no somos peores de lo que somos: somos tal como son nuestras
personalidades atormentadas, y punto.
Aldous Huxley
Moksha, página 184
La experiencia mística es doblemente valiosa: porque
suministra a quien la experimenta una mejor comprensión de sí mismo y del
mundo, y porque puede ayudarlo a vivir una vida menos egocéntrica y más
creativa. En el infierno, ha escrito un gran poeta religioso, el castigo de los
perdidos consiste en que allí son tal como «sus personalidades atormentadas,
pero peor». Sobre la tierra no somos peores de lo que somos: somos tal como son
nuestras personalidades atormentadas, y punto. Ay, esto ya es bastante grave.
Nos amamos a nosotros mismos hasta el punto de la idolatría, pero también nos
aborrecemos vehementemente: nos encontramos indescriptiblemente aburridos. En
todos nosotros coexiste, con este aborrecimiento por el yo idolatrado, un
deseo, a veces latente, a veces consciente y expresado apasionadamente, de
escapar de la prisión de nuestra individualidad, un anhelo de trascenderse a sí
mismo. A este anhelo le debemos la teología mística, los ejercicios
espirituales y el yoga… y a él debemos, también, el alcoholismo y la
drogadicción. La farmacología moderna nos ha suministrado una plétora de nuevos
productos sintéticos, pero no ha realizado descubrimientos radicales en el
campo de los transformadores de la mente de procedencia natural. Todos los
sedantes, estimulantes, reveladores de visiones, promotores de la felicidad y
excitantes de la conciencia cósmica de origen vegetal fueron descubiertos hace
miles de años, antes del despuntar de la historia.
Aldous Huxley
Moksha, página 184
Los dictadores de mañana privarán a los hombres de su
libertad, pero les suministrarán a cambio una felicidad que no será menos real,
como experiencia subjetiva, por el hecho de haber sido inducida mediante
recursos químicos. La búsqueda de la dicha es uno de los derechos tradicionales
del hombre. Desgraciadamente, quizá la conquista de la dicha resulte ser
incompatible con otro de los derechos del hombre, a saber, el derecho a la
libertad.
Aldous Huxley
Moksha, página 184
En el curso de los últimos cinco años he tomado mescalina
dos veces y ácido lisérgico tres o cuatro. Mi primera experiencia fue
primordialmente estética. Las experiencias posteriores fueron de otra
naturaleza y me ayudaron a entender muchos asertos oscuros que aparecen en los
escritos de los místicos cristianos y orientales. Un sentimiento inefable de
gratitud por el hecho de haber nacido en este universo. («La gratitud es el
cielo mismo», dice Blake, y ahora sé exactamente a qué se refería). Una
trascendencia respecto de la relación corriente sujeto-objeto. Una trascendencia
respecto del miedo a la muerte. Un sentimiento de solidaridad con el mundo y
con su principio espiritual y la convicción de que, a pesar del dolor, la
maldad y todo lo demás, las cosas están de alguna manera en perfecta condición.
(Uno entiende frases tales como «Sí, aunque Él me mate, confiaré igualmente en
Él» y el gran aserto de Julian de Norwich, que no puedo citar al pie de la
letra). Finalmente, una comprensión, no intelectual, sino de alguna manera
total, una comprensión con el organismo íntegro, de la afirmación de que Dios
es Amor. Las experiencias son pasajeras, claro está; pero su recuerdo, y sus
resurgimientos incipientes que tienden a repetirse espontáneamente o durante la
meditación, continúan ejerciendo un efecto profundo sobre la mente del sujeto.
En la bibliografía publicada no parece haber pruebas de que la droga forme
hábito o genere un anhelo de reincidencia. Existe una sensación —hablo por mi
vivencia personal y por los datos de oídas que me transmitieron otras personas—
de que la experiencia es tan trascendentalmente importante que en ninguna
circunstancia se la puede abordar con frivolidad o por puro placer. (En algunos
sentidos, no es placentera, porque entraña una muerte temporal del ego, una
incursión en el más allá). Quienes desean aprovechar esta «gracia gratuita», y
cooperar con ella, tienden a hacerlo, no mediante la repetición del experimento
con intervalos frecuentes, sino mediante la tentativa de abrirse, en un estado
de pasividad alerta, a la «esidad» trascendente, para utilizar la frase de
Eckhart, que han conocido y que, de alguna manera, han sido. Teóricamente,
existe el peligro de que los sujetos alimenten el fuerte deseo de repetir
constantemente la experiencia inducida por medios químicos. En la práctica este
deseo no parece manifestarse. En la mayoría de los casos se siente que el
régimen deseable consiste en una repetición por año, o cada seis meses.
Aldous Huxley
Moksha, página 198
La psiquiatría es un arte que descansa sobre una ciencia aún
imperfecta… y como sucede en todas las artes, es mayor el número de quienes la
ejercen mal y con indiferencia que el de quienes la ejercen correctamente.
¿Cómo librarse de los malos artistas? Estos no importan en la pintura o la
literatura, pero importan muchísimo en la terapia y la educación, porque sus
ineptitudes pueden afectar vidas y destinos íntegros. Sin embargo, no se me
ocurre ningún método práctico para filtrar a los incompetentes y desagradables
y dejar pasar sólo a los inteligentes y buenos).
Aldous Huxley
Moksha, página 201
Si yo tuviera el control de la educación, empezaría por
enseñarles a los niños, desde la más tierna edad, que la regla fundamental de
la moral, la regla de oro, empieza en el nivel subhumano, incluso en el nivel
subiológico. Si queréis que la naturaleza os trate bien, deberéis tratarla bien
a ella. Si empezáis a destruir la naturaleza, esta os destruirá a vosotros, y
dicho concepto moral básico es fundamental en el ámbito de nuestros
conocimientos presentes sobre ecología y conservación. Lo que sabemos
actualmente sobre ecología pone de relieve el hecho de que la naturaleza se
halla en condiciones de equilibrio muy delicado, y de que todo lo que tienda a
alterar el equilibrio producirá consecuencias totalmente inesperadas y a menudo
desastrosas.
Aldous Huxley
Moksha, página 205
Me parece muy razonable pronosticar que se creará una droga
euforizante mucho más eficaz y menos nociva que el alcohol, y si dicha droga
fuera puesta al alcance de todos, e introducida en cada botella de Coca-Cola,
evidentemente, tal como me aventuré a advertirlo hace más de veinticinco años
en Brave New World, podría convertirse en un instrumento increíblemente
poderoso en manos de un dictador. Creo que lo que ahora está cada vez más claro
es que probablemente las dictaduras del futuro no se fundarán sobre el terror,
como las del pasado inmediato, como las de Hitler y Stalin. El terror es un
método extraordinariamente antieconómico, estúpido e ineficiente para controlar
a la gente. Los romanos se dieron cuenta de ello hace muchos años. Dentro de lo
posible, procuraban gobernar su imperio mediante el consenso y no mediante la
pura coerción. Y ahora estamos en condiciones de tener mucho más éxito que los
romanos, porque contamos con este cuantioso arsenal de técnicas merced a las
cuales los gobernantes podrán lograr que a sus súbditos les guste realmente la
esclavitud. En Brave New World, la distribución de esta droga misteriosa, que
denominé Soma, nombre del cual ahora se han apropiado los laboratorios Wallace
(para aplicarlo a algo que, me atrevo a decir, no es ni remotamente tan bueno),
la distribución de esta droga, repito, era una reivindicación de la plataforma
política: era uno de los grandes instrumentos de poder que estaban en manos de
la autoridad central y, al mismo tiempo, el derecho a consumirla era uno de los
grandes privilegios de las masas, porque las hacía muy felices. Naturalmente se
trataba de una fantasía, pero de una fantasía que ahora está más próxima a
materializarla de lo que yo imaginé, y de lo que lo estaba, por cierto, en
aquella época. Y me parece perfectamente lícito pronosticar que más o menos en
el curso de la próxima generación aparecerá un método farmacológico que hará
amar la servidumbre y que generará la dictadura desprovista de sufrimientos,
por así decir. Producirá una especie de campo de concentración indoloro para
sociedades íntegras, de modo que en verdad a la gente la despojarán de sus
libertades, pero más bien disfrutará de ello, porque la distraerán de cualquier
deseo de rebelarse… mediante la propaganda, el lavado de cerebro, o el lavado
de cerebro reforzado con métodos farmacológicos. Y esta me parece que será «La
revolución final».
Aldous Huxley
Moksha, página 213
En una de las célebres entrevistas de la Paris Review con grandes
autores, le pidieron a Huxley que hiciera un comentario sobre la relación entre
las drogas psicodélicas y el proceso creativo, y sobre el valor de las
revelaciones psicológicas que las drogas ponían al alcance del escritor de
ficción.
ENTREVISTADORES
¿Ve alguna relación entre el proceso creativo y el uso de
drogas como el ácido lisérgico?
HUXLEY
No creo que se pueda generalizar al respecto. La experiencia
ha demostrado que existen enormes variaciones en la forma en que la gente
responde al ácido lisérgico. Probablemente algunas personas podrían extraer de
este una inspiración estética directa para pintar o escribir poesía. Y creo que
otras no. Para la mayoría de las personas se trata de una experiencia
extraordinariamente significativa, y supongo que podría contribuir de manera
indirecta al proceso creativo. Pero no creo que uno pueda sentarse y decir:
«Quiero escribir un poema magnífico, así que voy a tomar ácido lisérgico». No
creo que sea de manera alguna seguro que uno obtendrá el resultado deseado… el
resultado podría ser prácticamente cualquiera.
ENTREVISTADORES
¿La droga prestaría más ayuda al poeta lírico que al
novelista?
HUXLEY
Bueno, ciertamente el poeta obtendría una visión
extraordinaria de la vida que no habría conseguido de ninguna otra manera, y
esto tal vez le prestaría una gran ayuda. Pero veréis (y este es el elemento
más significativo de la experiencia), durante la experiencia no os interesa
realmente hacer nada práctico… ni siquiera escribir poesía lírica. Si
estuvierais viviendo una relación amorosa con una mujer, ¿os interesaría
escribir al respecto? Claro que no. Y durante la experiencia no estáis
particularmente compenetrados con las palabras, porque esta trasciende las
palabras y es totalmente imposible de expresar en palabras. De modo que la sola
idea de traducir en conceptos lo que ocurre parece muy necia. Me parece muy
posible que preste una gran ayuda después del hecho: la gente verá el universo
circundante de una manera muy distinta y posiblemente se sentirá inspirada para
escribir algo al respecto.
ENTREVISTADORES
¿Pero la experiencia deja muchos efectos residuales?
HUXLEY
Bueno, siempre se conserva un recuerdo completo de la
experiencia. Recordáis que ha sucedido algo extraordinario. Y hasta cierto
punto podéis revivir la experiencia, sobre todo en lo que concierne a la
transformación del mundo exterior. Tenéis atisbos de ello, veis de vez en
cuando el mundo así transfigurado… no con el mismo grado de intensidad, pero sí
en condiciones aproximadamente iguales. Es útil enfocar el mundo desde una
nueva perspectiva. Y termináis por entender muy claramente la forma en que
algunas personas especialmente dotadas han visto el mundo. Os introducís
realmente en ese mundo distinto donde vivió Van Gogh, o en ese mundo distinto
donde vivió Blake. Empezáis a experimentar directamente ese tipo de mundo
mientras estáis bajo los efectos de la droga, y después podéis recordar y hasta
recuperar débilmente ese tipo de mundo, del que ciertas personas privilegiadas
entraban y salían, como evidentemente lo hacía Blake, sin parar.
ENTREVISTADORES
¿Pero el talento del artista no será distinto del que era
antes de la ingestión de la droga?
HUXLEY
No entiendo por qué habría de ser distinto. Se han realizado
algunos experimentos para comprobar lo que pueden hacer los pintores bajo la
influencia de la droga, pero la mayoría de los que he presenciado han sido muy
poco interesantes. Nunca se puede alimentar la esperanza de reproducir
cabalmente la intensidad cromática absolutamente increíble que se obtiene bajo
la acción de la droga. La mayoría de los resultados que he visto no son más que
muestras tediosas de expresionismo que, a mi juicio, casi no tienen nada en
común con la experiencia real. Quizás un artista inmensamente dotado —alguien
como Odile Redon (que de todas maneras es probable que siempre viera el mundo
así)— podría sacar provecho de la experiencia con ácido lisérgico, podría
utilizar sus visiones como modelos, podría reproducir sobre la tela el mundo
exterior tal como queda transfigurado por la droga.
ENTREVISTADORES
Esta tarde, aquí, usted se ha referido primordialmente a la
experiencia visual bajo los efectos de la droga, y a la pintura, tal como lo
hizo en su libro The Doors of Perception. ¿También se gana en discernimiento
psicológico?
HUXLEY
Sí, creo que sí. Bajo los efectos de la droga, uno tiene
vislumbres penetrantes de las personas que lo rodean, y también de su propia
vida. Muchas personas experimentan evocaciones tremendas de materiales
sepultados. Un proceso que puede abarcar seis años de psicoanálisis se
desarrolla en una hora… ¡y es considerablemente más barato! Y la experiencia
puede ser muy liberadora y esclarecedora en otros sentidos. Demuestra que el
mundo en el que vivimos habitualmente no es más que una creación de este ser
convencional, estrictamente condicionado, que es cada uno de nosotros, y que
fuera hay otros mundos muy distintos. Es muy saludable comprender que el
universo bastante tedioso en el que la mayoría de nosotros pasamos la mayor
parte del tiempo no es el único universo que existe. Creo que es sano que la
gente tenga esta experiencia.
ENTREVISTADORES
¿Este discernimiento psicológico puede ser útil para el
escritor de ficción?
HUXLEY
Lo dudo. Al fin y al cabo, la ficción es el fruto de un esfuerzo
diligente. La experiencia con ácido lisérgico es la revelación de algo que está
fuera del tiempo y del orden social. Para escribir ficción, hay que inspirarse
incesantemente en personas situadas dentro de un entorno real, y después hay
que trabajar mucho y tenazmente sobre la base de esta inspiración.
ENTREVISTADORES
¿Existe alguna semejanza entre el ácido lisérgico, o la
mescalina, y el «soma» de su libro Brave New World?
HUXLEY
Absolutamente ninguna. El soma es una droga imaginaria, con
tres efectos distintos: euforizante, alucinógeno o sedante. Una combinación
imposible. La mescalina es el principio activo del cacto peyote, que los indios
del Sudoeste han utilizado durante mucho tiempo en sus ritos religiosos. Ahora
se sintetiza. La dietilamida del ácido lisérgico (LSD-25) es un compuesto
químico con efectos similares a los de la mescalina. Fue elaborada hace
aproximadamente doce años, y sólo ahora se la utiliza con fines experimentales.
La mescalina y el ácido lisérgico transfiguran el mundo exterior y en algunos
casos producen visiones. La mayoría de las personas tienen el tipo de
experiencia positiva y esclarecedora que he descrito, pero las visiones pueden
ser tanto infernales como celestiales. Estas drogas son inocuas, desde el punto
de vista fisiológico, excepto para las personas con lesiones hepáticas. A la
mayoría de las personas no les producen resaca, y no forman hábito. Los
psiquiatras han descubierto que, correctamente empleadas, pueden ser muy útiles
en el tratamiento de ciertos tipos de neurosis.
ENTREVISTADORES
¿Cómo llegó a participar en experimentos con, mescalina y
ácido lisérgico?
HUXLEY
Bueno, hacía algunos años que me interesaba el tema, y tenía
relación epistolar con Humphry Osmond, un joven psiquiatra británico muy inteligente
que trabaja en Canadá. Cuando empezó a probar sus efectos en distintos tipos de
personas, me convertí en uno de sus conejillos de Indias. Todo esto lo he
descrito en The Doors of Perception.
Aldous Huxley
Moksha, página 220-221-222
La experiencia ha demostrado que existen enormes variaciones
en la forma en que la gente responde al ácido lisérgico. Probablemente algunas
personas podrían extraer de este una inspiración estética directa para pintar o
escribir poesía. Y creo que otras no. Para la mayoría de las personas se trata
de una experiencia extraordinariamente significativa, y supongo que podría
contribuir de manera indirecta al proceso creativo. Pero no creo que uno pueda
sentarse y decir: «Quiero escribir un poema magnífico, así que voy a tomar
ácido lisérgico». No creo que sea de manera alguna seguro que uno obtendrá el
resultado deseado… el resultado podría ser prácticamente cualquiera.
(…)
... ciertamente el poeta obtendría una visión extraordinaria
de la vida que no habría conseguido de ninguna otra manera, y esto tal vez le
prestaría una gran ayuda. Pero veréis (y este es el elemento más significativo
de la experiencia), durante la experiencia no os interesa realmente hacer nada
práctico… ni siquiera escribir poesía lírica. Si estuvierais viviendo una
relación amorosa con una mujer, ¿os interesaría escribir al respecto? Claro que
no. Y durante la experiencia no estáis particularmente compenetrados con las
palabras, porque esta trasciende las palabras y es totalmente imposible de
expresar en palabras. De modo que la sola idea de traducir en conceptos lo que
ocurre parece muy necia. Me parece muy posible que preste una gran ayuda
después del hecho: la gente verá el universo circundante de una manera muy
distinta y posiblemente se sentirá inspirada para escribir algo al respecto.
Aldous Huxley
Moksha, página 220
Aldous Huxley tenía aguda conciencia de las complicaciones
políticas y de la prevista oposición de los Murugan, nombre que aplicaba a los
dueños del poder en su novela Island. —La droga… —Murugan me hablaba de los
hongos que usan aquí para fabricar droga. —¿Qué significa un nombre?…
Respuesta: prácticamente todo. Murugan… la denomina droga y experimenta
respecto de ella toda la repugnancia que, por un reflejo condicionado, inspira
esta palabra obscena. Nosotros, por el contrario, le aplicamos nombres
meritorios: la medicina-moksha, la reveladora de la realidad, la píldora de la
verdad-y-la-belleza. Y sabemos, por experiencia directa, que es digna de los
nombres meritorios. En tanto que nuestro joven amigo aquí presente no la conoce
de primera mano, y ni siquiera podemos persuadirlo para que la pruebe. Para él
es droga, y la droga es, por definición, algo que una persona decente no
consume jamás.
Aldous Huxley
Moksha, página 226
Otras personas dotadas de esta conciencia son las incluidas
en la categoría de los moribundos. Los lectores de Tolstoi recordarán que en
aquella extraordinaria historia titulada La muerte de Iván Ilitch, al llegar al
fin de sus inenarrables padecimientos e infortunios, este desdichado siente que
lo meten dentro de un saco negro, cada vez a mayor profundidad, y
repentinamente, pocas horas antes de morir, descubre que el fondo del saco está
abierto y en su extremo hay una luz Esta no es sólo una invención literaria. En
los últimos meses, el doctor Karlis Osis[56], de la Fundación Parapsicológica
de Nueva York, ha enviado cuestionarios a muchos médicos y enfermeras,
pidiéndoles que suministren testimonios sobre el estado de ánimo de los
pacientes en el lecho de muerte. Lo interesante es que ha recibido, según creo,
unas ochocientas respuestas de médicos y enfermeras que informan que los
pacientes situados al borde de la muerte tenían, espontáneamente, estas
tremendas experiencias visionarias de luz, de figuras luminosas. Es muy
interesante descubrir que este fenómeno, que ha sido descrito, por supuesto, en
la literatura de antaño, cuenta ahora con una confirmación estadística. Esta es
una de las actividades más fascinantes que desarrollan actualmente los psicólogos
profesionales. Ratifican, mediante cuestionarios y en el laboratorio, toda
clase de datos que se conocían instintivamente y por observación, y que habían
sido documentados informalmente en el pasado por literatos y filósofos.
Aldous Huxley
Moksha, página 239
Huxley pronunció la
siguiente disertación en un congreso en el cual la mayoría de las ponencias
leídas giraban en torno del nuevo agente tranquilizador llamado meprobamato
[Miltown]. Esta resultó ser otra oportunidad en que la voz de Huxley fue la
única de un hombre de letras en un congreso de médicos y científicos. Su
monografía «se ocupa del uso de algunos compuestos químicos que producen
determinados cambios de conciencia y que de esta manera permiten alcanzar
cierta medida de trascendencia-de-sí y un alivio temporal de la tensión».
Cuando llegó a Nueva York para la conferencia lo aguardaban no menos de siete
entrevistas en la radio y la televisión.
El título de esta ponencia es un poco equívoco porque, en
términos estrictos, la historia de la tensión no existe. La tensión es una
forma de enfermedad, y las enfermedades, como tales, escapan al marco de la
historia. No existe, por ejemplo, un dolor de estómago medieval, ni una
infección focal específicamente neolítica, ni una neuralgia característicamente
victoriana, ni una epilepsia del New Deal. Por lo que concierne al paciente,
los síntomas de su dolencia son una experiencia completamente personal, una
experiencia para la cual la vida pública de las naciones, los acontecimientos
transcritos en los titulares o discutidos en las publicaciones científicas y
las revistas literarias son elementos absolutamente intrascendentes. La
política, la cultura, la marcha de la civilización, todas las maravillas de la
naturaleza, todos los triunfos del arte y la ciencia y la tecnología, existen
para los sanos, no para los enfermos. Estos sólo tienen conciencia de sus
dolores y desgracias personales, de lo que sucede entre las cuatro paredes del
cuarto donde se hallan postrados. Para ellos, el universo infinito se ha
contraído hasta reducirse casi a un punto: nada queda de él, excepto sus
propios cuerpos sufrientes, sus propias mentes aturdidas o atormentadas. La
enfermedad como experiencia concreta es casi completamente independiente del
tiempo y el lugar. Por consiguiente, no puede haber una historia de la
enfermedad como experiencia, sino sólo una historia de la medicina, o sea, una
historia de las teorías sobre la naturaleza de las enfermedades y de las
recetas empleadas en distintas épocas para tratarlas, junto con una historia de
la forma en que las sociedades organizadas han reaccionado ante los problemas
de la enfermedad dentro de la comunidad.
En tanto que la tensión, como enfermedad psicosomática, no
tiene historia, por lo menos algunas de las causas de la tensión caen dentro
del dominio público y pueden convertirse en tema del estudio histórico. Lo
mismo se puede decir acerca de los procedimientos consagrados por diversas
sociedades para la prevención y el alivio de la tensión. El tema es descomunal,
el tiempo, del que dispongo es escaso y mi ignorancia es enciclopédica. Por
tanto, no intentaré abordar todos los factores históricos asociados con la
tensión, sino que me limitaré a los que son más manejables y, al mismo tiempo,
más afines a los problemas con que nos enfrentamos en la actualidad.
Permitid que empiece por deciros de qué no hablaré. No
hablaré, excepto quizás al pasar, de las causas históricas de la tensión. Esto
traería aparejada una discusión sobre dos temas vastos y complejos: la
transformación de las pautas culturales y las relaciones que subsisten entre
una determinada cultura y los individuos educados en ella.
A riesgo de caer en esos Pecados Originales del intelecto
que son la simplificación y la abstracción exageradas, permitidme resumir todo
este tema en una gran generalización que lo abarca todo. La tensión, diría,
surge en aquellas personas que, por una debilidad congénita o adquirida, no
están en condiciones de lidiar con ciertas situaciones desoladoras. Estas
situaciones desoladoras son producidas por un conflicto: el conflicto entre los
instintos fundamentales de la autoafirmación y el sexo, por un lado, y el
instinto gregario igualmente fundamental, por otro. El instinto gregario es
encauzado por la sociedad, consagrado por la tradición y racionalizado en
términos religiosos y filosóficos, y así se explica la intromisión de factores
históricos en una situación que, en el plano animal, sería exclusivamente
biológica. La enfermedad de la tensión parece haber aflorado en todas las
condiciones culturales: en las culturas de vergüenza tanto como en las de
culpa, en las culturas primitivas no menos que en las altamente desarrolladas,
y todas las sociedades de las que tenemos conocimiento han perfeccionado medios
fundamentalmente similares para aliviar la tensión. Es de dichos medios para
aliviar la tensión de los que me ocuparé en esta ponencia.
La tensión, como todas las otras enfermedades, tiende a
contraer la conciencia del paciente, hasta que, en casos extremos, este sólo
tiene conciencia de sí mismo. Las enfermedades graves modifican profundamente
la personalidad de sus víctimas. Esta personalidad modificada no tarda en
considerar casi normal y en dar por supuesta la contracción de la conciencia
inducida por la enfermedad. La tensión no es una enfermedad grave, y quienes la
padecen están suficientemente sanos como para sentir y sufrir el egocentrismo
entumecedor que les impone su desorden psicosomático. Se parecen a esas almas
perdidas cuyo castigo consiste, para decirlo con las palabras del gran poeta
católico Gerard Manley Hopkins, «en ser sus personalidades angustiadas, pero
peor». La víctima de la tensión conoce esta sensación de ser su personalidad
angustiada, pero peor, sensación que la aflige tremendamente. Y a esta altura
es lícito señalar que incluso las personas sanas se sienten afligidas a menudo
por la comprobación de que están condenadas a ser los individuos
independientes, aislados, que son irremisiblemente. Los neuróticos odian ser su
personalidad angustiada, pero peor. Uno de los síntomas más desagradables de la
tensión consiste simplemente en la zozobra de ser un universo insular elevado,
por así decir, a una potencia mayor. El hombre es un ególatra, pero un ególatra
que a menudo experimenta un intenso desagrado por el objeto de su idolatría.
Esta aversión por el ser amado se correlaciona en todos los seres humanos con
un anhelo de trascenderse a sí mismos, con un deseo de evadirse de la prisión
de la personalidad, con el ansia de convertirse en algo distinto y mejor que el
Yo harto conocido, con una susceptibilidad a la nostalgia por un mundo superior
a, o por lo menos diferente del, universo tedioso o doloroso de la realidad
cotidiana. El hombre religioso ha atribuido este instinto natural de
trascenderse a sí mismo a un anhelo innato y profundamente arraigado que se
orienta hacia lo divino. El biólogo enfoca la cuestión con un criterio un poco
distinto, y atribuye el deseo humano de trascenderse a sí mismo a los
mecanismos de su innata vocación gregaria. El individuo ansia confundirse con
el rebaño, pero es demasiado egocéntrico para poder hacerlo cabalmente y
demasiado consciente de sí para poder perseverar en la tentativa durante mucho
tiempo. Por tanto, está condenado a vivir en un estado de insatisfacción
crónica, anhelando constantemente algo que, por la naturaleza misma de las
cosas, no puede tener nunca.
Estas dos explicaciones no se excluyen mutuamente, y me
inclino a pensar que ambas son parcialmente correctas. Sea como fuere, los
hechos que pretenden explicar son hechos auténticos. Existe un anhelo de
trascenderse a sí mismo y, junto con él, una profunda aversión por el yo
aislado, aversión que, en las víctimas de la tensión, se agudiza y se vuelve
torturante. En todas las culturas humanas se han perfeccionado y empleado
sistemáticamente determinados procedimientos para lograr la trascendencia-de-sí
temporal y para aliviar así la tensión. Estos procedimientos se pueden
clasificar bajo unos pocos encabezamientos que los abarcan a todos. Hay métodos
químicos, métodos musicales y gimnásticos, métodos que dependen del
sometimiento de individuos aislados a la influencia de las multitudes, diversos
métodos religiosos y, finalmente, los métodos que se proponen alcanzar la
trascendencia mística: los diversos ejercicios yogas y espirituales de las
tradiciones oriental y occidental. Se necesitarían horas para hacer justicia a
todas estas técnicas, y debo limitarme a analizar sólo dos de ellas: las más
populares y más difíciles de controlar, a saber, el método químico y lo que se
podría denominar método de la multitud.
Esta monografía se ocupa del uso de algunos compuestos
químicos que producen determinados cambios de conciencia y que de esta manera
permiten alcanzar cierta medida de trascendencia-de-sí y un alivio temporal de
la tensión. Estas drogas tranquilizantes no son más que los últimos agregados a
una larga lista de productos químicos que se emplean desde tiempos inmemoriales
para cambiar la cualidad de la conciencia, permitiendo alcanzar así un cierto
grado de trascendencia-de-sí y un desahogo temporal de la tensión. Recordemos
siempre que, si bien la farmacología moderna nos ha suministrado una multitud
de productos sintéticos, no ha hecho descubrimientos básicos en el campo de las
drogas naturales. Se ha limitado a perfeccionar los métodos de extracción,
purificación y combinación. Todos los sedantes, narcóticos, euforizantes,
alucinógenos y excitantes de origen natural fueron descubiertos hace miles de
años, antes del despuntar de la civilización. Ciertamente este es uno de los
hechos más extraños que encontramos en ese largo catálogo de improbabilidades
conocido por el nombre de historia humana. Es evidente que el hombre primitivo
experimentó con todas las raíces, ramitas, hojas y flores, y con todas las
semillas, nueces, bayas y hongos de su entorno. La farmacología es más antigua
que la agricultura. Existen buenas razones para pensar que incluso en los
tiempos paleolíticos, el hombre mataba a sus enemigos animales y humanos con
flechas envenenadas, cuando aún era un cazador y recolector de alimentos. A
finales de la Edad de Piedra se envenenaba sistemáticamente a sí mismo. La
presencia de manojos de amapolas en los depósitos de basura neolíticos de los
habitantes de los lagos suizos demuestra que el hombre descubrió en una etapa
muy remota de su historia las técnicas de la trascendencia-de-sí mediante las
drogas. Había drogadictos mucho antes de que hubiera labradores.
Dejadme mencionar aquí un dato bastante importante. Para
aliviar la tensión, un compuesto químico no ha de tener necesariamente las
características propias de un tranquilizante. El alcohol, por ejemplo, dista
mucho de tranquilizar, por lo menos en las etapas intermedias de embriaguez, y
viene aliviando la tensión desde que Noé hizo su memorable descubrimiento. La
trascendencia-de-sí se puede lograr tanto mediante un excitante como mediante
un narcótico o un alucinógeno. La tensión es aliviada no sólo por drogas
contemplativas como el opio, el peyote, la kava y el ayahuasca, sino también
por productos embriagantes activos, extrovertidos, como el vino, el hachís y el
soma de la India antigua. Desde el punto de vista fisiológico y social, algunas
drogas son mucho menos nocivas que otras, y por tanto son preferibles, aunque
estas consideraciones utilitarias nunca han influido mucho sobre quienes las
consumen. A estos, cualquier cosa que produzca un cierto grado de
trascendencia-de-sí y liberación les parece buena. Mientras sea eficaz aquí y
ahora, ¿a quién le importa lo que tal vez ocurrirá más adelante?
En su libro Varieties of Religious Experience, William James
dice: «El imperio que el alcohol ejerce sobre la humanidad se debe incuestionablemente
al hecho de que puede estimular las facultades místicas de la naturaleza
humana, generalmente trituradas por los hechos fríos y las críticas descarnadas
de las horas de sobriedad. La sobriedad reduce, discrimina y dice que no; la
embriaguez expande, une y dice que sí. En verdad es la gran estimulante de la
función Afirmativa del hombre. Transporta a su devoto de la periferia glacial
de las cosas al núcleo radiante. Por el momento lo fusiona con la verdad. Los
hombres no corren en pos de ella por pura perversidad. Entre los pobres y
analfabetos ocupa el lugar de los conciertos sinfónicos y de la literatura.
Forma parte del misterio y la tragedia recónditos de la vida el hecho de que a
tantos de nosotros se nos concedan vaharadas y destellos de lo que reconocemos
inmediatamente como excelente sólo en los fugaces tramos iniciales de lo que en
su totalidad es un veneno tan degradante. La conciencia embriagada es una pizca
de la conciencia mística, y nuestra opinión total sobre ella debe encontrar su
lugar en nuestra opinión sobre ese todo más vasto».
En otro fragmento de Varieties, James cita el axioma de uno
de sus amigos médicos: «La única cura para la dipsomanía es la manía
religiosa». En su versión quizá demasiado epigramática, estas palabras expresan
una verdad que la experiencia colectiva de Alcohólicos Anónimos ha confirmado
con creces. La experiencia mística es a la borrachera lo mismo que el todo es a
la parte, la salud a la enfermedad. Las puertas se abren tanto para el
alcohólico como para el místico, y ambos eluden lo que yo he denominado la
válvula reductora del cerebro, la función cerebral normal que limita nuestros
procesos mentales, casi siempre, a la conciencia de lo biológicamente útil.
Ambos tienen un vislumbre de algo que trasciende el mundo de la experiencia
cotidiana, ese mundo estrecho, utilitario, que nuestra conciencia egocéntrica
escoge entre la plétora infinita de posibilidades cósmicas. Lo que el borracho
ve en las primeras etapas de la embriaguez se reconoce enseguida como
excelente. No es excelente, en cambio, el método particular que emplea para
alcanzar esta experiencia trascendental.
Entre todas las drogas modificadoras de la conciencia, el
alcohol es una de las más antiguas y ciertamente una de las más usadas. Infortunadamente,
es una droga bastante ineficiente y, al mismo tiempo, bastante peligrosa. Hay
otros métodos mejores para alcanzar los mismos resultados intrínsecamente
excelentes sin necesidad de embriagarse. Algunos de estos métodos son químicos,
y otros son psicológicos. Algunos involucran el ayuno, el insomnio voluntario y
diversas formas de automortificación. Todos estos procedimientos modifican la
química normal del cuerpo y así ayudan a eludir la válvula reductora del
cerebro y a evadirse temporalmente de la prisión del yo aislado. Algún día,
cuando la psicología se convierta en una ciencia genuina, se examinarán
sistemáticamente todos estos métodos tradicionales para producir la
trascendencia-de-sí, y se valorarán con exactitud sus respectivos méritos y defectos.
Por ahora deberemos conformamos con el conocimiento fragmentario que tenemos a
nuestro alcance.
Lo que los mismos místicos han contado acerca de sus
experiencias extáticas confirma rotundamente la definición que ha dado William
James del alcohol como estimulante de las facultades místicas. En la literatura
mística del islam se emplean constantemente metáforas derivadas del vino y de
su ingestión. En los escritos de algunos de los más célebres santos cristianos
se encuentran exactamente las mismas metáforas. Así, San Juan de la Cruz
denomina a su alma «la bodega interior de mi Amado». Y Santa Teresa de Avila
nos informa que «ve el centro de nuestra alma como una bodega, en la cual Dios
nos permite entrar cuando y como le place a Él, para embriagamos con el vino
delicioso de Su gracia».
La experiencia de trascendencia-de-sí y el desahogo de la
tensión que producen el alcohol y las otras substancias químicas modificadoras
de la conciencia son tan maravillosos, tan bienaventurados y extáticos, que a
los hombres les ha parecido muy natural identificar estas drogas a las cuales
deben su felicidad momentánea con uno u otro de sus dioses. «La religión —dijo
Karl Marx— es el opio del pueblo». Sería por lo menos igualmente correcto decir
que el opio es la religión del pueblo. Unos pocos místicos han comparado el
estado de éxtasis con la embriaguez, pero incontables bebedores, fumadores,
mascadores e inhaladores de rapé han alcanzado alguna forma de liberación
extática mediante el uso de drogas. Las cualidades sobrenaturales de este
estado mental son proyectadas sobre las drogas que las producen. Así, en Grecia
el vino no sólo era consagrado a Dionisos: el vino era Dionisos. A Baco lo
llamaban Teoinos —Diosvino—, una palabra compuesta que identificaba el alcohol con
la deidad, la experiencia de la embriaguez con el espíritu santo. «Nacido dios
—decía Eurípides—, Baco es vertido en libaciones a los dioses, y por su
intermedio los hombres reciben el bien». Este bien, según los griegos, asumía
muchas formas: la salud física, la iluminación mental, el don de la profecía,
la sensación estática de la fusión con la verdad divina. Igualmente, en la
India antigua, el jugo de la planta de soma (cualquiera haya sido esta planta)
no sólo era consagrado a Indra, el dios-héroe de las batallas: era Indra. Y al
mismo tiempo era el alter ego de Indra, un dios por derecho propio. Se podrían
citar muchos otros ejemplos similares de esta identificación de una droga
modificadora de la conciencia con algún dios del panteón local. En Siberia y
América Central, varias especies de hongos alucinógenos son consideradas
dioses. Los indios del sudoeste de los Estados Unidos identificaban al cacto
peyote con deidades nativas y, recientemente, con el Espíritu Santo de la
teología cristiana. En los tiempos clásicos, los bárbaros del norte que bebían
licor de malta veneraban su cerveza bajo el nombre de Sabacis. La cerveza
también era un dios para los pueblos celtas, así como los escandinavos y
teutones consideraban que el aguamiel era divina. En lengua anglosajona, la
idea de catástrofe, de pánico, de colmo del horror y el desastre, se transmite
mediante una palabra cuyo significado literal es «privación de aguamiel». En
casi todas partes el consumo de drogas modificadoras de la conciencia ha estado
asociado, en una época u otra, con el ritual religioso. El beber, el mascar, el
inhalar y el aspirar rapé han sido considerados actos sacramentales,
consagrados por la tradición y racionalizados en términos de la teología
predominante. El alcohol estaba prohibido en el mundo musulmán, pero era
imposible eliminar el anhelo de trascendencia-de-sí, y en ese mismo mundo
había, y aún hay lugares donde la sociedad no sólo aprueba el consumo de
Cannabis indica, sino que incluso lo ha transformado en una especie de rito
religioso. Algunos autores mahometanos han visto en el hachís el equivalente
del pan y el vino sacramentales de los cristianos. Entre los judíos se
realizaron muchos esfuerzos encaminados a conceder aprobación religiosa al
consumo de vino. Jeremías se refiere a la «copa de consuelo» que se
administraba a los afligidos. Amós habla de los hombres que bebían vino en la
casa de su Dios. Miqueas formula algunas críticas acerbas contra aquellos que,
en su día, acostumbraban a profetizar bajo la influencia del alcohol. Isaías
denuncia a los sacerdotes y profetas que «han errado por la bebida fuerte». Han
errado, explica, «en la visión». Tradicionalmente, Dionisos era el dios de la
profecía y la inspiración, pero, ay, las revelaciones del alcohol no son totalmente
de fiar.
De la trascendencia-de-sí por medios químicos pasamos ahora
a la trascendencia-de-sí por medios sociales. El individuo toma contacto
directo con la sociedad de dos maneras: como miembro de un grupo familiar,
profesional o religioso, o como miembro de una multitud. El grupo tiene un fin
y está estructurado; la multitud es caótica, no sirve a un fin específico, y es
capaz de todo menos de la acción inteligente. Utilizando una analogía que no es
demasiado engañosa, podemos decir que el primero es un órgano del cuerpo
político, y que la segunda es una especie de tumor, generalmente benigno, pero
a veces espantosamente maligno. La mayoría de las personas pasan la mayor parte
de su vida en grupos. La participación en actividades multitudinarias es un
hecho relativamente raro. De lo cual debemos felicitarnos, porque los
individuos inmersos en la multitud son diferentes de, y en todo sentido peores
que, los individuos aislados o integrados en grupos dotados de fines y
organizados. En la multitud, el hombre pierde su identidad personal, y esta es
precisamente la razón por la cual le gusta incorporarse a aquella. La identidad
personal es lo que anhela trascender, lo que desea rehuir. Infortunadamente,
los miembros de la multitud pierden algo más que su identidad personal: también
pierden su raciocinio y su discernimiento moral. Su «sugestionabilidad» aumenta
hasta el punto en que dejan de tener su propio juicio o voluntad. Se tornan muy
excitables, pierden todo sentido de la responsabilidad individual o colectiva,
están sujetos a accesos súbitos y violentos de cólera, entusiasmo y pánico, y
se transforman en seres capaces de perpetrar los actos violentos más
monstruosos y completamente insensatos… casi siempre contra los demás, pero a
veces contra ellos mismos. En una palabra, un hombre inmerso en una multitud se
comporta como si hubiera ingerido una fuerte dosis de alguna substancia muy
embriagante. Es una víctima de lo que podríamos denominar el envenenamiento del
rebaño. El veneno del rebaño es, como el alcohol, una droga activa,
extrovertida. Cambia la naturaleza de la conciencia individual en dirección al
frenesí, y facilita un alto grado de trascendencia-de-sí en sentido
descendente. El individuo intoxicado por la multitud se evade de su
personalidad aislada para refugiarse en una especie de insensatez subhumana.
Desde el comienzo los hombres han trabajado y se han
consagrado a la seria tarea de vivir dentro de grupos dotados de finalidad. Las
multitudes les han suministrado vacaciones psicológicas. Se han nutrido
habitualmente con el alimento extraído del grupo, y su droga deliciosa ha sido
el veneno del rebaño. La religión ha consagrado y racionalizado en todas partes
la intoxicación con el veneno del rebaño, así como ha consagrado y
racionalizado el uso de substancias químicas modificadoras de la conciencia. El
aserto de Alfred North Whitehead, según el cual «la religión es lo que el
hombre hace con su soledad», sólo es correcto si optamos por definir la
religión como aquello que, según los hechos históricos, nunca ha sido, excepto
para una pequeña minoría. Y lo mismo valdría para una definición de la religión
en términos de lo que el individuo hace con su experiencia de estar dentro de
un pequeño grupo consagrado, como el del Encuentro Cuáquero, o los «dos o tres
reunidos en mi nombre» a los que Cristo se refirió en el evangelio. La
espiritualidad de los pequeños grupos es una forma sublime de religión, pero no
es la única ni la más común, sino sólo la mejor. Es muy significativo que
Cristo prometiera estar en el seno de un grupo de dos o tres. Nunca prometió
estar presente en una multitud. Donde se congregan dos o tres mil, o dos o tres
decenas de miles, la presencia intrínseca es generalmente de índole muy
distinta y muy poco cristiana. Sin embargo, los dirigentes religiosos actuales
aprueban e incluso alimentan vehementemente, lo mismo que en el pasado pagano,
actividades multitudinarias tales como las asambleas de masas destinadas a
renovar el fervor litúrgico, y las peregrinaciones. La explicación es sencilla.
A la mayoría de las personas les resulta más fácil alcanzar la
trascendencia-de-sí y desahogar la tensión en una muchedumbre que en un pequeño
grupo o a solas. Estos envenenamientos del rebaño en nombre de la religión no
son particularmente beneficiosos. Sólo suministran breves vacaciones respecto
de la conciencia-de-sí aislada.
La historia de los esfuerzos del hombre por hallar la
trascendencia-de-sí en las multitudes es larga y, no obstante, su naturaleza
extraña y sus aberraciones terroríficas, también es profundamente monótona.
Desde el potlatch y el corroboree hasta el último estallido de «rock and roll»,
las manifestaciones de envenenamiento del rebaño exhiben las mismas
características subhumanas. En el mejor de los casos, estas exhibiciones sólo
son grotescas en su subhumanidad; en el peor, son al mismo tiempo grotescas y
horribles. Uno piensa, por ejemplo, en los festivales de la diosa siria, en el
curso de los cuales, bajo la influencia enloquecedora del envenenamiento del
rebaño y de las sugerencias de los sacerdotes, los hombres se castraban a sí
mismos y las mujeres laceraban sus pechos. Uno piensa en el menadismo griego,
con su salvaje descuartizamiento de víctimas vivas. Uno piensa en las
saturnales romanas. Uno piensa en todos los estallidos de intoxicación
colectiva de la Edad Media: las cruzadas de niños, las orgías periódicas de
flagelación comunitaria, y esas extrañas manías danzantes en que la
trascendencia-de-sí mediante el envenenamiento del rebaño se combinaba con la
trascendencia-de-sí mediante técnicas gimnásticas y con la trascendencia-de-sí
mediante la música repetitiva. Uno piensa en las delirantes ceremonias de
retorno a la religión tradicional, en las frenéticas desbandadas de quienes
creían que se aproximaba el fin del mundo, en los ataques de iconoclastia en
nombre de Dios, de destrucción insensata en aras de la virtud. Estos fenómenos
ya son suficientemente malos, pero hay algo mucho peor: la intoxicación de
multitudes que el demagogo ambicioso explota para sus propios fines políticos o
religiosos.
En la primavera de 1954, mientras me hallaba en Ismailía,
sobre el canal de Suez, mis anfitriones me llevaron al cine local. La película,
que atraía multitudes sin precedentes, era Julius Caesar, interpretada en
inglés, pero con subtítulos en árabe. Los espectadores estaban fascinados, con
los ojos fijos en la pantalla. ¿Por qué, me preguntaba yo, los árabes del siglo
veinte se apasionaban tanto por la versión que había dado un inglés del siglo
XVI de hechos que habían ocurrido en Roma en el siglo I a.J.C.? Y de pronto me
pareció obvio. César, Bruto, Antonio, y todos estos políticos de clase alta que
se disputaban el poder y que, en el ínterin, halagaban y explotaban cínicamente
a una masa proletaria que despreciaban, pero de la que no podían prescindir,
eran figuras contemporáneas con las que el público egipcio estaba íntimamente
familiarizado. Lo que había sucedido en Roma inmediatamente antes y después del
asesinato de César se parecía mucho a lo que había ocurrido apenas pocas
semanas atrás en El Cairo, cuando Naguib había caído, había vuelto a remontarse
triunfalmente, y había sido derrocado una vez más por un rival que sabía cómo
manipular las pasiones de la multitud, cómo usufructuar su borrachera de
entusiasmo y violencia para sus propios fines. Mientras contemplaban la obra de
Shakespeare, los espectadores de Ismailía se encontraban frente a una crónica
no censurada del más reciente coup d’etat.
Por supuesto, el mayor virtuoso en el arte de explotar los
síntomas de envenenamiento del rebaño fue Adolf Hitler. Los nazis ejecutaron su
faena con minuciosidad científica. Movilizaron todos los recursos de la
tecnología moderna para reducir al mayor número posible de personas al estado
más bajo posible de trascendencia-de-sí descendente. Los fonógrafos repetían
consignas. Los altavoces propalaban la música vibrante y fuertemente acentuada,
cuya repetición enloquece a las personas. Máquinas acústicas ocultas producían
vibraciones subsónicas a un promedio crítico, estremecedor, de catorce ciclos
por segundo. Se empleaban modernos medios de transporte para congregar a miles
de fieles bajo los focos, en inmensos estadios, y la voz del archihipnotizador
llegaba por radio a otros millones de personas.
«La dicha era estar vivo en aquella aurora». Así escribió
Wordsworth refiriéndose a su experiencia de envenenamiento del rebaño en los
primeros meses jubilosos de la Revolución Francesa. En nuestra propia época,
millones de hombres y mujeres, millones de muchachos y muchachas entusiastas,
han vivido una experiencia análoga. A los miembros de las multitudes que,
víctimas del envenenamiento del rebaño, son utilizados para hacer las
revoluciones y reforzar el poder dictatorial, el despuntar del nazismo, incluso
el despuntar del comunismo, se les antoja dichoso. Infortunadamente, a las
auroras las siguen días y noches difíciles y a menudo desagradables. En esas
horas posteriores de la historia revolucionaria, la dicha tiende a brillar por
su ausencia. Sin embargo, cuando amanece nadie piensa jamás en lo que es
probable que ocurra por la tarde. A las víctimas del envenenamiento del rebaño
sólo les interesa, como a los alcohólicos o los adictos a la morfina, descargar
la trascendencia-de-sí aquí y ahora. Su lema es: «Después de mí el diluvio». Y
por cierto el diluvio llega puntualmente.
De la historia de la tensión pasemos, como conclusión, al
presente y el futuro. Creo que está claro que el problema de la tensión sólo se
resolverá totalmente cuando tengamos una sociedad perfecta… o sea, nunca.
Mientras tanto, siempre es posible buscar soluciones parciales y paliativos
temporales. Veamos algunas medidas prácticas que sería bastante fácil tomar.
En primer término, podríamos incorporar a nuestro sistema de
educación actual, profundamente insatisfactorio y descorazonador, unos pocos
cursos sencillos sobre el arte de controlar el sistema nervioso autónomo y el
inconsciente. Tal como están ahora las cosas, les inculcamos a los niños los
principios de la buena salud, de la buena moral y del recto pensar, pero no les
enseñamos la forma de actuar en función de dichos principios. Los exhortamos a
tomar resoluciones correctas, pero no hacemos absolutamente nada para ayudarlos
a poner en práctica dichas resoluciones. Un factor capital de tensión consiste
en la conciencia de que somos trágicamente incapaces de hacer lo que deberíamos
hacer. Si a cada niño se le enseñara un poco de lo que Hornell Hart ha llamado
autocondicionamiento, haríamos más por el decoro general y la benevolencia que
con todos los sermones predicados hasta ahora.
El paso siguiente que habría que dar sería de naturaleza
profiláctica. Los seres humanos anhelan la trascendencia-de-sí, y uno de los
métodos más eficaces para tomarse vacaciones respecto del yo aislado y de las
cargas de la responsabilidad consiste en embriagarse con el veneno del rebaño.
Mientras disfruten de la intoxicación masiva en partidos de fútbol y parques de
diversiones, en asambleas religiosas tradicionalistas y mítines de partidos
democráticamente organizados, no pasará nada malo. Nunca debemos olvidar,
empero, que los seductores de multitudes, los demagogos, los Hitlers en
potencia, están siempre entre nosotros. Nunca debemos olvidar que a estos
hombres les resulta muy fácil transformar una orgía inocente en un instrumento
de destrucción, en una fuerza salvaje, irracional, dirigida hacia el
derrocamiento de la libertad. Debemos estar siempre alertas para impedir que
exploten la intoxicación de las multitudes para sus fines siniestros. Parece
dudoso que un mundo habitado por Hitlers en potencia, por un lado, y adictos
potenciales al veneno del rebaño, por otro, pueda convertirse algún día en un
lugar absolutamente seguro para la racionalidad y el decoro. Por lo menos
podemos procurar hacerlo un poco más seguro de lo que es actualmente. Por
ejemplo, podemos impartir lecciones a nuestros hijos sobre los elementos de la
semántica general. Podemos describirles los atroces peligros del pecado
intelectual. Podemos ponerles carne de gallina recitándoles las consecuencias
desastrosas que tienen, para las sociedades y los individuos, los excesos de
simplificación, de generalización y de abstracción en que incurre el demagogo.
Podemos recordarles que deben vivir en el presente y pensar en términos concretos,
realistas, de hechos observables. Podemos revelarles los secretos absurdos y
desacreditables de la propaganda e ilustrar nuestras disertaciones con ejemplos
extraídos de la historia de la política, de la religión y de la industria
publicitaria. ¿Este adiestramiento sería eficaz? Quizá sí… y quizá no. El
veneno del rebaño es una droga muy poderosa. Una vez que se incorporan a la
multitud, incluso los hombres justos y sensatos tienden a perder la razón y a
aceptar todas las sugerencias que les formulan, por muy absurdas e inmorales
que sean. Sólo podemos aspirar a hacer más difícil la faena nefasta del
demagogo.
El tercer paso que debemos dar lo daremos, en verdad, nos
guste o no. Una vez que se han plantado las semillas de una ciencia, estas
tienden a brotar y desarrollarse de manera autónoma, obedeciendo la ley de su
propio ser, y no las leyes de nuestro ser. Ahora la farmacología ha entrado en
un período de rápido crecimiento, y parece seguro que en los próximos años se
descubrirán decenas y decenas de nuevos métodos para cambiar la cualidad de la
conciencia. Por lo que concierne al ser humano individual, estos
descubrimientos serán más importantes, más genuinamente revolucionarios, que
los que se han efectuado recientemente en el campo de la física nuclear y de su
aplicación a usos pacíficos. La energía nuclear, si no nos destruye, se
limitará a darnos más de lo que ya tenemos: energía barata, con su corolario de
más dispositivos, mayores proyectos de irrigación y transportes más eficientes.
Nos dará todo esto a cambio de un precio muy elevado: un aumento en la
proporción de radiaciones nocivas, con sus corolarios de mutaciones
perjudiciales y de contaminación permanente de la reserva genética del hombre.
Pero los farmacólogos nos darán algo que la mayoría de los seres humanos no han
tenido nunca. Si deseamos alegría, paz y benevolencia, nos darán benevolencia,
paz y alegría. Si deseamos belleza, transfigurarán para nosotros el mundo
exterior y abrirán la puerta que nos separa de visiones inimaginablemente ricas
y significativas. Si deseamos la vida eterna, nos darán algo casi igualmente
valioso: eones de experiencia extática milagrosamente condensados en una sola
hora. Nos dispensarán estos dones sin cobrarnos el precio terrible que los
hombres debían pagar en el pasado por recurrir con demasiada frecuencia a
drogas modificadoras de la conciencia como la heroína o la cocaína, o incluso a
aquel buen sucedáneo tradicional que era el alcohol. Ya tenemos a nuestro
alcance alucinógenos y tranquilizantes cuyo precio fisiológico es
asombrosamente bajo, y parece haber suficientes razones para pensar que los
modificadores de conciencia y los aliviadores de tensión del futuro actuarán
con más eficiencia aún y le cobrarán al individuo un precio aún más bajo. Los
seres humanos podrán lograr sin esfuerzo lo que antaño sólo podían conseguir
trabajosamente, mediante el autocontrol y los ejercicios espirituales. ¿Esto
será bueno para los individuos y las sociedades? ¿O será malo? Estas son
preguntas para las que no tengo respuestas. Y permitidme agregar que tampoco
las tiene nadie más. Es posible que los esbozos de estas respuestas empiecen a
aflorar dentro de una generación. Mientras tanto, lo único que se puede
pronosticar con un poco de certidumbre es que será necesario volver a
considerar y a evaluar, en el contexto de la revolución farmacológica, muchas
de nuestras ideas tradicionales sobre ética y religión, y muchas de nuestras
opiniones actuales sobre la naturaleza de la mente. Será tremendamente
inquietante, pero también será inmensamente divertido.
Aldous Huxley
Moksha, página 234 y siguientes
En la experiencia mística hay otro rasgo psicológico muy
característico: la sensación de intensa gratitud, de intensa gratitud por el
hecho de estar vivos en un universo tan extraordinario como este, tan
globalmente maravilloso. Aquí volvemos a encontrar en la literatura mística
frases que son totalmente incomprensibles en el plano biológico corriente,
cotidiano, pero que se tornan totalmente comprensibles en el plano visionario y
místico. Por ejemplo, tenemos la frase de William Blake: «La gratitud es el
Cielo mismo». ¿Qué significa esto? Es muy difícil imaginarlo en nuestro estado
de ánimo ordinario, pero resulta perfectamente claro en la condición mística
inducida o espontánea: la gratitud es el Cielo mismo, la gratitud es vehemente,
y la experiencia concreta de la gratitud tiene una naturaleza estimulante y
regocijante que no se puede expresar en palabras.
Aldous Huxley
Moksha, página 249
Figuras visionarias.
Ahora llegamos a las figuras visionarias. Estas también aparecen, y aquí nos
encontramos nuevamente con un elemento muy curioso e interesante que ha sido
documentado una y otra vez en la literatura de las experiencias espontáneas y
las experiencias inducidas, a saber, que cuando se ve una figura, esta casi
nunca tiene facciones reconocibles. No aparecen padres y madres y esposas e
hijos. Vemos a un perfecto desconocido. Pienso otra vez que este hecho explica
algunas interesantes especulaciones teológicas. Por ejemplo, los ángeles no
son, como ahora se supone teóricamente, los espíritus que se han desprendido de
los muertos. Pertenecen a otra especie totalmente distinta. Esto confirma
exactamente lo que han descubierto los psicólogos en relación con las
experiencias inducidas o espontáneas: siempre se trata de figuras de extraños.
Cuando uno empieza a reflexionar sobre la neurología y la psicología de este
fenómeno, resulta muy extraordinario que haya algo en nuestro cerebro/mente,
una parte de nuestro cerebro/mente, que utiliza los recuerdos de experiencias
visuales y los recombina en las condiciones apropiadas para presentar a la
conciencia algo absolutamente novedoso, que no tiene nada en común con nuestra
vida privada, que tiene muy poco en común, hasta donde lo notamos, con la vida
de la humanidad en general. Personalmente, me resulta inmensamente
reconfortante pensar que en el trasfondo de mi cráneo hay algo para lo cual soy
absolutamente indiferente, y para lo cual incluso la raza humana es
absolutamente indiferente. Creo que es muy satisfactorio que exista un área de
la mente a la que no le interesa lo que yo hago, pero a la que sí le interesa
algo totalmente distinto. No atino a imaginar por qué sucede esto ni cuál es la
base neurológica, pero se trata de algo que a mi juicio debe ser investigado.
Aldous Huxley
Moksha, página 252
En cierto sentido se puede afirmar que la experiencia
visionaria es, por así decir, una manifestación simultánea de la belleza y la
verdad, de la intensa belleza y de la realidad intensa, y que como tal no
necesita ninguna otra justificación.
Aldous Huxley
Moksha, página 258
Entre la psicoterapia postfreudiana y la acupuntura china
prehipocrática existe un enorme abismo.
Aldous Huxley
Moksha, página 260
Espiritual… Esta
es casi una palabra obscena para los oídos sensibles, atentos a sus
connotaciones de monserga inspiradora. Y, sin embargo, ¿qué otra palabra se
puede emplear en determinados contextos? Al leer a Meister Eckhart, por
ejemplo, o al escuchar a Krishnamurti, como lo escuchamos en Gstaad, uno se
siente obligado a reconocer que «espiritual» puede ser el mot juste. «Os
muestro la aflicción y el fin de la aflicción». Todos los grandes maestros de
la vida espiritual (¡otra vez esta palabra!) han sido al mismo tiempo
profundamente pesimistas y casi infinitamente optimistas. Si se cumplen ciertas
condiciones, es posible que los seres humanos dejen de comportarse como las
criaturas patéticas o deplorables que creen ser, equivocadamente, y sean lo que
en verdad han sido siempre, aunque no se hayan dado a sí mismos la oportunidad
de saberlo: esclarecidos, liberados, «divinizados en Dios». Pero es
abrumadoramente improbable que sea algo más que una ínfima minoría la que
cumpla estas condiciones. Los convocados son muchos, pero los elegidos son muy
pocos, porque muy pocos eligen ser elegidos. El fin de la aflicción es viable,
pero la continuación de la aflicción es segura. Lo único que pueden hacer los
maestros de la vida espiritual es recordarnos quiénes somos en verdad y cuáles
son los medios que podríamos utilizar para reconocer nuestra identidad: la
meditación en el sentido de la conciencia total y omnímoda en cada instante, y
los corolarios de esta meditación, o sea la recta esencia y, a partir de la
recta esencia, la recta acción espontánea.
Aldous Huxley
Moksha, página 266
Otro motivo por el que comento esta conversación grabada
consiste en que Aldous aborda temas con los que mucha gente no está
familiarizada. La experiencia de la Clara Luz del Vacío, del Bardo o estado
posterior a la muerte, del héroe combativo del Bhagavad-Gita, no son temas
cotidianos, pero revisten la mayor importancia para todos nosotros. En esta
conversación Aldous se refiere a dos libros: el Bhagavad-Gita y el Libro
tibetano de los muertos. En aquella época yo no había leído estos libros, pero
Aldous me había hablado mucho de ellos. Para cualquiera que los haya leído, lo
que dice Aldous es intelectualmente claro. Pero si bien el conocimiento de
estos libros arroja luz sobre nuestro diálogo, la conversación de Aldous —la
atmósfera, su aura— no implica en absoluto un análisis de ellos. La parte
extraordinaria de esta conversación reside en la sensación de que Aldous
experimenta algo que ha sabido durante mucho tiempo. Pero, como escribió en «Knowledge
and Understanding», existe un mundo de diferencia: «La comprensión es
primordialmente la conciencia directa de materiales en bruto». En cambio, el
conocimiento se adquiere y «se puede transmitir y compartir mediante palabras y
otros símbolos. La comprensión es una experiencia directa de la que sólo se
puede hablar (muy insuficientemente) y que nunca se puede compartir». El
conocimiento es «público». La comprensión es «privada». En Island, a los niños
les dan un ejemplo de esta diferencia en el quinto grado elemental, cuando
tienen más o menos diez años.
—Las palabras son públicas. Pertenecen a todos quienes
hablan un determinado idioma. Figuran en los diccionarios. Y ahora veamos las
cosas que ocurren ahí fuera. —Señaló por la ventana abierta. Media docena de
loros aparecieron volando, multicolores contra una nube blanca, pasaron detrás
de un árbol y se perdieron de vista—. Lo que sucede ahí fuera es público, o por
lo menos bastante público —especificó—. Y lo que sucede cuando alguien habla o
escribe palabras… también es público. Pero las cosas que suceden dentro… son
privadas. Privadas. —Apoyó la mano sobre su pecho—. Privadas. —Se frotó la
frente—. Privadas.
Las palabras que pronunció Aldous durante esta experiencia
psicodélica se pueden hallar en el diccionario. Son públicas. La comprensión de
su experiencia es algo privado para cada uno de nosotros.
Aldous Huxley
Moksha, página 272
Dijo que durante las últimas horas de su vida él le había
hablado, alentándola a avanzar, como en el Bardo. «¿Qué es eso?», le pregunté.
Entonces me informó lo que era el Bardo, o plano intermedio posterior a la
muerte corporal, tal como lo describe el Libro tibetano de los muertos,
explicando que en esas antiguas enseñanzas se exhorta al moribundo a seguir
adelante, a ir más lejos, a no preocuparse ni dejarse estorbar por su cuerpo
presente, o por los parientes o amigos o los negocios inconclusos, ingresando
en cambio en un estado de conciencia más dilatado. Agregó que el Libro tibetano
de los muertos es un manual sobre el Arte de Vivir tanto como lo es sobre el
Arte de Morir. A los sobrevivientes se les aconseja que piensen en el ser amado
y en su necesidad y destino en el nuevo estado de conciencia, y que no se sumen
total y egocéntricamente en su propia pena. «Seguid la marcha. Seguid adelante»
… a ambas conciencias, la que aún utiliza el cuerpo y aquella cuyo cuerpo está
siendo descartado… he aquí un consejo sano y compasivo. «Seguid la marcha.
Seguid adelante».
Aldous Huxley
Moksha, página 281
Dijo que durante las últimas horas de su vida él le había
hablado, alentándola a avanzar, como en el Bardo. «¿Qué es eso?», le pregunté.
Entonces me informó lo que era el Bardo, o plano intermedio posterior a la
muerte corporal, tal como lo describe el Libro tibetano de los muertos,
explicando que en esas antiguas enseñanzas se exhorta al moribundo a seguir
adelante, a ir más lejos, a no preocuparse ni dejarse estorbar por su cuerpo
presente, o por los parientes o amigos o los negocios inconclusos, ingresando
en cambio en un estado de conciencia más dilatado.
Agregó que el Libro tibetano de los muertos es un manual
sobre el Arte de Vivir tanto como lo es sobre el Arte de Morir. A los
sobrevivientes se les aconseja que piensen en el ser amado y en su necesidad y
destino en el nuevo estado de conciencia, y que no se sumen total y
egocéntricamente en su propia pena. «Seguid la marcha. Seguid adelante» … a
ambas conciencias, la que aún utiliza el cuerpo y aquella cuyo cuerpo está
siendo descartado… he aquí un consejo sano y compasivo. «Seguid la marcha.
Seguid adelante».
¿Cuántos de nosotros andamos por el mundo, no totalmente
vivos porque una parte de nosotros no siguió adelante, sino que murió con Mamá
o Papá o con alguna otra persona amada… incluso, a veces, con un animal
doméstico? El hecho aterrador, incomprensible, de la muerte, ya es bastante
difícil de aceptar y asimilar incluso con la enseñanza más esclarecida, incluso
con el estímulo más cálido y tangible… y ni que hablar cuando no existe ayuda
para entender la muerte, para aceptarla, para hablar de ella. ¿Cómo se puede
empezar a entender siquiera la muerte cuando esta apenas es un tema permisible
en la buena sociedad? Ahora el sexo es un tema de conversación aceptable, pero
a la muerte aún la ocultan bajo la alfombra, aún la encierran en la mazmorra,
como se hacía hasta no hace mucho con los locos.
Ese primer paseo después de la muerte de Maria me quedó
grabado. Tenía vagas noticias de esta forma sabia y noble de abordar la muerte,
definida como doctrina esotérica. Ahora Aldous, agobiado y pálido, pero
totalmente vivo, me explicaba cómo había aplicado este conocimiento, cómo había
exhortado a Maria a seguir adelante sin preocupación ni pesares. Mientras él
hablaba durante el paseo, yo comparaba su experiencia con la forma en que yo
estaba familiarizada con la muerte: las ceremonias lúgubres, que entonaban
cantos trágicos al pecado, al fuego del infierno y a la condenación eterna; la
piadosa súplica de clemencia a una deidad remota, alternadamente encolerizada y
misericordiosa; mientras nosotros, los sobrevivientes, sumidos en el dolor y
totalmente enfocados en este, apenas tributábamos un pensamiento a la persona
fallecida, si no era en relación con nuestra propia angustia. Es desolador
pensar que la consideración y el dinero que se derrochan en cadáveres, en
Estados Unidos, bastarían para alimentar a millones de niños, y para convertir
vidas consagradas a la delincuencia y la desesperación en vidas consagradas a
la dignidad humana y la felicidad.
Aldous continuó explicándome, durante aquel primer paseo que
siguió a la muerte de María, cómo la había ayudado a avanzar lo más posible.
Estaba tan desolado como cualquier ser humano que ha perdido a la compañera
amada de toda la vida, y sin embargo, a la hora de su muerte, había conseguido
apartar su atención del dolor de perderla para enfocar tanto la mente de ella
como la suya propia en lo más importante de todo: en esa cordura fundamental de
la que ha hablado en todas sus experiencias psicodélicas y a lo largo de esta
que nos concierne.
Continúa la grabación.
ALDOUS: El Bardo está en lo cierto. Verás, tienes que tener
conciencia de esto, y aferrarte a lo que sabes con todas tus fuerzas… porque de
lo contrario estás totalmente a merced de un tornado.
LAURA: Sí. ¿Pero cuántas personas lo saben?
ALDOUS (con mucho énfasis): ¡Precisamente! Pero es por esto
que dicen que realmente deberíamos empezar a prepararnos. (Aldous se refería a
la preparación para la muerte). Y debo decir que me parece tremendamente
importante que mediante este conocimiento que obtenemos a través de estos
hongos o de lo que sea, tú entiendas un poco lo que significa todo esto. Creo
que la experiencia más extraordinaria consiste en saber que existe toda esta
demencia que es sólo la multiplicación… la caricatura de la demencia normal que
sigue su marcha. Pero que existe una cordura fundamental con la que puedes
mantenerte fusionada y de la que puedes tener conciencia. Ésta, por supuesto,
es toda la doctrina del Bardo: ayudar a la gente a tener conciencia de la
cordura fundamental que existe a pesar de todas las cosas aterradoras… y
también de las cosas que no son realmente aterradoras, sino a veces extáticas,
maravillosas. No debes ir al cielo, como ellos dicen continuamente.
¡Una y otra vez! No desertar del Amor y el Trabajo, y ni
siquiera de una sociedad insatisfactoria, para refugiarse en la seguridad
personal y aislada de la Luz Pura, con o sin substancias psicodélicas. «Como
ellos dicen continuamente» … Aldous se refiere a los budistas mahayana, para
los cuales el Bodhisattva es la forma más sublime del hombre: semejante hombre
no se regodea en la salvación personal, sino que vive y participa en las
actividades del mundo por compasión hacia aquellos que aún no han alcanzado el
esclarecimiento.
Yo quería saber más acerca del no ir al cielo.
LAURA: ¿No debes ir al cielo?
ALDOUS: No debes ir al cielo. Es igualmente peligroso. Es
temporal… y de alguna manera deseas aferrarte a la verdad última de las cosas.
LAURA: ¿La verdad última de las cosas?
ALDOUS: Bueno, quiero decir… la luz total del mundo,
supongo, que está en el aquí y ahora que experimentamos. Es por supuesto la
mente-cuerpo. Pero cuando te liberas del cuerpo tiene que haber algún
equivalente experimental de este, debes poder aferrarte a algo… No sé.
LAURA: ¿A qué puedes aferrarte, entonces?
ALDOUS: Lo único que se puede decir es que uno se aferra a
esta cordura fundamental, que como he dicho está garantizada, mientras uno se
halla en el cuerpo, por el hecho del espacio y el tiempo y la gravedad, y tres
dimensiones y todo lo demás. De alguna manera, cuando te libras de estas
anclas…
El Libro tibetano de los muertos nos previene a menudo sobre
este peligro de entrar en un infierno o cielo fantasmagórico. El guía (o guru)
explica que en este estado incorpóreo todos nuestros pensamientos y
sentimientos parecen asumir una forma concreta. Los pensamientos son objetos.
El individuo muerto ve estos objetos y, si no lo ayudan, queda atrapado entre
ellos. Le advierten continuamente que estas apariciones son sólo alucinaciones,
son sólo una proyección de su conciencia, y que debe seguir avanzando sin
comprometerse con ellas, sin sentir repulsión ni atracción: debe comprender que
son sólo distracciones que él mismo ha creado. Le repiten constantemente esta
admonición: «¡Oh, tú que has nacido noblemente! No permitas que tu mente se
distraiga». Igualmente, la primera y la última palabra de Island es «Atención».
Es la primera palabra que el viajero distraído y herido de Occidente, el hombre
que no acepta el sí como respuesta, oye en esa Isla, gorjeada por el pájaro
mynah. Es encantadora la forma en que el novelista sintetiza en una sola
palabra un antiguo mensaje vital para todos: Atención.
ALDOUS (continuando): Pero existe un equivalente de algún
tipo que hay que atrapar. De lo contrario, el mundo circundante es tenue y se
convierte en —cómo es la palabra— Pretas, el mundo de los fantasmas desasosegados.
Uno se va al infierno y después debe volver apresurada y desesperadamente sobre
sus pasos y conseguir otro cuerpo.
LAURA: ¿Para aferrarse nuevamente?
ALDOUS: Para aferrarse nuevamente. Bueno, esto es obviamente
lo mejor, si no se ha obtenido lo mejor de todo. Pero todos han dicho
claramente que existe algo que es el equivalente… de nuevo en esta
extraordinaria doctrina de la cristiandad, la resurrección del cuerpo, y
finalmente la inmortalidad tendrá adosado algo semejante al cuerpo. No sé qué
significa esto, pero evidentemente no se le puede atribuir ningún significado
corriente. Pero uno ve qué es exactamente lo que buscan: una idea de que de
algún modo tenemos que conseguir un equivalente en un plano superior de este
lugar que el espacio y el tiempo y la gravitación nos suministran para asegurar
el ancla. Y que se puede alcanzar. Uno tiene, como digo, en esta extraña
experiencia, uno tiene la sensación de que existe esta cordura fundamental a
pesar de toda la distracción y de la necedad absurda que imperan, y que carecen
de relevancia para uno, que no sirven para nada, extrañamente, aunque puedan
parecer muy, muy importantes. (Silencio, luego:)
Es muy importante, si uno puede, mientras sucede, si uno
puede ver su aspecto exterior. Es obviamente importante cuidar de los propios
asuntos con sensatez y captar la importancia que tienen, dentro de su tonta
condición, pero siempre que pueda ver, a través de todo esto, este otro nivel
de importancia, a la luz del cual habrá que suprimir muchas actividades. No
parecerá tener ningún sentido emprenderlas, aunque muchas haya que
emprenderlas, pero emprendiéndolas de una nueva manera, con una especie de
desapego, y haciendo sin embargo las cosas hasta el límite de las propias
fuerzas. Esta es nuevamente otra de las paradojas: trabajar hasta el límite
para triunfar en lo que uno hace, y ser al mismo tiempo indiferente a ello: si
no triunfas, paciencia, y si sí triunfas, tant mieux, no tienes por qué
jactarte de ello. Esta es toda la historia del Bhagavad-Gita: encontrar la
forma de hacerlo todo con pasión, pero con desapego.
Aldous Huxley
Moksha, página 281 y siguientes
En el Bhagavad-Gita el héroe Arjuna es un gran guerrero, y
Krishna, o Encarnación del Espíritu Supremo, es su guía. Se le explica a Arjuna
que debe combatir con toda su fuerza y todo su valor… y que sin embargo debe
mantenerse desapegado del combate. Si miramos dentro y en torno de nosotros,
vemos muchas condiciones en que se libra esta batalla, tres de las cuales son
las más conspicuas. Una es la condición del luchador que, interiormente
descontento, resentido y vengativo, está química y psicológicamente obligado a
combatir. Tiene que oponerse; debe dar y tomar el no por respuesta, aunque le
convenga más el si… a veces especialmente si este le conviene más. Se bate con
un enemigo exterior que a menudo no es más que la sombra refleja del interior.
Aunque derrote al enemigo exterior, el interior sólo se apacigua temporalmente.
Luego hay otro tipo de luchador: el hombre que se descorazona fácilmente, que
prefiere permanecer pasivo para no correr el riesgo del fracaso. Exageradamente
cauteloso y desconfiado, se engaña a sí mismo con tal de no enfrentar problemas
y decisiones. Hay aún otro tipo de luchador, ese al que se refiere Krishna.
También nos encontramos con este tipo… ¡pero cuán raramente! Es el que lucha
sólo después de realizar una valoración ética del problema y de sus propios
motivos iniciales. Disfruta de la paz interior, tanto cuando triunfa como
cuando es derrotado. Este guerrero, emancipado de los demonios inconscientes,
de mente despejada y controlado, puede parecer, exteriormente, implacable,
tenaz, incluso furioso; interiormente es invulnerablemente armonioso. El Gita
describe a los tres tipos de hombre en estos términos: El que obra sin deseo,
el que no se jacta de su acto, el que es ardiente, sufrido, el que no se deja
conmover por el triunfo, ni turbar por el fracaso: este es un hombre de sattua
[la energía de la inspiración]. El que obra con deseo, ambicionando el trofeo
de la vanagloria, brutal, codicioso e impuro, demasiado rápido para regocijarse
del triunfo, desesperado por el fracaso: este es un hombre de rajas [la energía
de la acción]. El que obra con indiferencia sin poner el corazón en su acto,
estúpido y terco, taimado y malicioso, el abúlico enamorado de la desidia,
fácilmente desalentado: este es un hombre de tamas [la energía de la inercia]
Aldous Huxley
Moksha, página 286
(Al pasar, la mescalina, la LSD y la psilocibina producen
todas una vivencia en que se saltean de alguna manera la verbalización y la
conceptualización. Uno puede hablar acerca de la experiencia… pero siempre con
el conocimiento de que «el resto es silencio»).
Aldous Huxley
Moksha, página 295
—¿Qué significa un nombre? —comentó el doctor Robert,
riendo—. Respuesta: prácticamente todo. Murugan, que tuvo la desgracia de
educarse en Europa, la denomina droga y experimenta respecto de ella toda la
repugnancia que, por un reflejo condicionado, inspira esta palabra obscena.
Nosotros, por el contrario, le aplicamos nombres meritorios: la
medicina-moksha, la reveladora de la realidad, la píldora de la
verdad-y-la-belleza. Y sabemos, por experiencia directa, que es digna de los
nombres meritorios. En tanto que nuestro joven amigo aquí presente no la conoce
de primera mano, y ni siquiera podemos persuadirlo para que la pruebe. Para él
es droga, y la droga es, por definición, algo que una persona decente no
consume jamás.
Aldous Huxley
Moksha, página 299
Yo digo que la medicina-moksha ejerce sobre las áreas
silenciosas del cerebro un efecto que abre una especie de compuerta neurológica
y permite así que un volumen mayor de mente con «M» mayúscula fluya dentro de
su mente con «m» minúscula. Usted no puede probar la veracidad de su hipótesis
y yo no puedo probar la veracidad de la mía. Y aunque usted pudiera demostrar
que me equivoco, ¿acaso habría alguna diferencia desde el punto de vista
práctico?
Aldous Huxley
Moksha, página 302
—Usted es como ese mynah —dijo el doctor Robert al fin—.
Amaestrado para repartir palabras que no entiende o cuya razón desconoce: «No
es real. No es real». Pero si hubiera experimentado lo que experimentamos ayer
Lakshmi y yo, se desengañaría. Sabría que fue algo mucho más real que lo que
usted llama realidad. Más real que lo que usted piensa y siente en este
momento. Más real que el mundo que tiene delante de sus ojos. Lo que no es real
es lo que le han enseñado a decir. No es real. No es real. —El doctor Robert
apoyó una mano afectuosamente sobre el hombro del joven—. Le han dicho que sólo
somos un grupo de drogadictos viciosos, que nos revolcamos en ilusiones y
falsos samadhis. Escuche, Murugan… olvide todas esas groserías que le han
inculcado. Olvídelas por lo menos hasta el punto de realizar un solo experimento.
Ingiera cuatrocientos miligramos de medicina-moksha y descubra por sí mismo sus
efectos, lo que puede revelarle acerca de su propia naturaleza, acerca de este
extraño mundo en el que debe vivir, aprender, sufrir, y finalmente morir. Sí,
incluso usted deberá morir un día… quizá dentro de cincuenta años, quizá
mañana. ¿Quién sabe? Pero sucederá, y el que no se prepara para ello es un
tonto. —Se volvió hacia Will—. ¿Le gustaría acompañarnos mientras nos duchamos
y ponemos alguna ropa?
Aldous Huxley
Moksha, página 304
«Debemos estar siempre atentos a los medios idóneos para
expandir nuestra conciencia».
Aldous Huxley
Moksha, página 302
De la experiencia del místico, como de la experiencia
visionaria, sólo se puede hablar desde fuera. Los símbolos verbales nunca
pueden transmitir su interioridad.
Aldous Huxley
Moksha, página 315
Los grandes artistas, visionarios y místicos han sido
pioneros que desbrozaron caminos en la exploración del mundo vasto y misterioso
de las posibilidades humanas. Pero otros pueden seguir sus pasos.
Potencialmente, todos tenemos «facultades infinitas y comprensión divina».
Cualquiera que sepa aplicar los estímulos necesarios tiene a su alcance formas
de conciencia distintas de la conciencia normal del estado de vigilia. El
universo donde vive un ser humano puede transfigurarse en una nueva creación.
Basta perforar un boquete en la valla y mirar en torno con lo que el filósofo
Plotino describe como «ese otro tipo de visión, de la que todos disponemos pero
que pocos utilizan».
Aldous Huxley
Moksha, página 316
La conciencia normal del estado de vigilia del sujeto se
puede modificar en diversas formas mediante estas substancias psicodélicas. Es como
si, para el caso de cada individuo, su yo más profundo decidiera qué tipo de
experiencia será más ventajosa. Una vez tomada la decisión, utiliza los poderes
de modificación de la mente, propios de la droga, para darle al sujeto lo que
éste necesita. Por ejemplo, si lo beneficiara la exhumación de recuerdos
profundamente sepultados, dichos recuerdos serán debidamente exhumados. En los
casos en que esto no revista mucha importancia, ocurrirá alguna otra cosa. Es
posible que a la conciencia normal del estado de vigilia la sustituya la
conciencia estética, y el individuo percibirá el mundo con toda su inimaginable
belleza, con toda la intensidad refulgente de su presencia. Y la conciencia
estética puede transfigurarse en conciencia visionaria. Gracias a otra manera
de ver, el mundo se revelará no sólo como algo inimaginablemente bello, sino
también como algo insondablemente misterioso… como un abismo multitudinario de
posibilidades que se materializan eternamente en formas sin precedentes. Nuevas
percepciones de la interioridad de un mundo nuevo y transfigurado de «dación»,
nuevas combinaciones de pensamiento y fantasía: la corriente de novedad fluye a
través del mundo en un torrente, cuyas gotas están todas cargadas de
significado. Están los símbolos cuyo significado reside fuera de ellos mismos
en los hechos dados de la experiencia visionaria, y están estos hechos dados
que sólo se significan a sí mismos. Pero «sólo a sí mismos» es también «no
menos que el territorio divino de todo ser». «Nada más que esto» es al mismo
tiempo «la Semejanza de todo». Y ahora las conciencias estética y visionaria se
profundizan en la conciencia mística. Ahora el mundo es visto como una
diversidad infinita que sin embargo es una unidad, y el observador se
experimenta a sí mismo como si estuviera fusionado con la Unidad infinita que
se manifiesta, totalmente presente, en cada punto del espacio, en cada instante
del flujo de la defunción perpetua y la renovación perpetua. Nuestra conciencia
normal condicionada por las palabras crea un universo de distinciones tajantes,
blanco y negro, esto y aquello, yo y tú y ello. En la conciencia mística de la
fusión con la Unidad infinita, se produce una reconciliación de los opuestos,
percibimos lo No-Particular que hay en las particularidades, trascendemos
nuestras profundamente implantadas relaciones sujeto-objeto con las cosas y las
personas: existe una experiencia inmediata de solidaridad con todo lo que es y
una especie de convicción orgánica de que a pesar de lo inescrutable del
destino, a pesar de nuestras propias estupideces oscuras y de nuestra maldad
deliberada, sí, a pesar de todo lo que falla patentemente en el mundo, este es
sin embargo, de una manera profunda, paradójica y totalmente inefable,
perfecto. Para la conciencia normal del estado de vigilia, la frase «Dios es
Amor» no representa más que un testimonio de optimismo voluntarista. Para la
conciencia mística, es una verdad axiomática.
Aldous Huxley
Moksha, página 318 y siguientes
¿Cómo se deberían administrar las substancias psicodélicas?
¿En qué circunstancias, con qué tipo de preparación y cuidados? Estas son
preguntas que deberemos contestar empíricamente, mediante la experimentación en
gran escala. La mente colectiva del hombre es muy viscosa y fluye de una
posición a otra con la renuente parsimonia de una marea menguante de cieno.
Pero en un mundo en plena explosión demográfica, donde el avance tecnológico y
el nacionalismo militante son arrolladores, disponemos de muy poco tiempo.
Debemos descubrir, y muy pronto, nuevas fuentes de energía para vencer la
inercia psicológica de nuestra sociedad, mejores solventes para licuar la
pringosa viscosidad de un estado de ánimo anacrónico. En el plano verbal, una
educación sobre la naturaleza y las limitaciones, los usos y abusos del
lenguaje; en el plano no verbal, una educación sobre el silencio mental y la
receptividad pura; y finalmente, mediante el uso de substancias psicodélicas
inofensivas, una serie de experiencias o éxtasis de conversión desencadenados
por medios químicos… esto suministrará, a mi juicio, todas las fuentes de
energía mental, todos los solventes del cieno conceptual que necesita el
individuo. Con su ayuda, podrá adaptarse selectivamente a su cultura,
rechazando sus infamias, estupideces y desatinos, y aceptando con gratitud
todos sus tesoros de conocimiento acumulado, de racionalidad, de misericordia
humana y de sabiduría práctica. Si el contingente de estos individuos es
suficientemente numeroso, si su calidad es suficientemente elevada, tal vez
podrán pasar de la aceptación selectiva de su cultura al cambio y la reforma
selectivos. ¿Es este un sueño esperanzadamente utópico? La experimentación
podrá darnos la respuesta, porque el sueño es pragmático; las hipótesis
utópicas se pueden verificar empíricamente. Y por cierto en estos tiempos
opresivos una pizca de esperanza no viene mal.
Aldous Huxley
Moksha, página 320
LAURA HUXLEY
La muerte de Aldous
Huxley, según dijo Laura, fue «una prolongación de su propia obra» y «un último
gesto de continuada importancia». Hacía aproximadamente dos años que Huxley no
ingería una substancia psicodélica. En sus semanas postreras había pensado en
ello, pero optó por esperar hasta que se sintiese mejor. Su condición empeoró,
y en sus últimas horas se ciñó consciente y valerosamente a un programa que
había puesto a prueba tanto en su vida (al morir Maria) como en su obra
literaria (la muerte de Lakshmi en Island). Pidió LSD, el equivalente más
aproximado a la medicina-moksha que tenía a mano. Laura le administró dos dosis
de cien microgramos y le improvisó lecturas del manuscrito del manual de
Leary-Alpert-Metzner para la experiencia psicodélica, que se publicaría en
breve, y que se inspiraba en el Libro tibetano de los muertos. Aldous murió
plácidamente, plenamente consciente y aparentemente sin dolor, con las puertas
de la percepción limpias.
Laura incorporó posteriormente a la biografía de su marido
este testimonio, escrito inicialmente para un grupo reducido de parientes y
amigos. A mediados de la década de los sesenta, el doctor Eric Kast aliviaba
con LSD el dolor y la angustia de sus pacientes atacados por enfermedades
mortales.
Aldous murió como vivió, haciendo todo lo posible por
desarrollar plenamente en sí mismo una de las virtudes esenciales que
recomendaba a los demás: la Conciencia.
Cuando comprendió que los trabajos de su cuerpo al dejar
esta vida podrían amortiguar su conciencia, Aldous recetó su propia medicina o
—expresado, en otros términos— su propio sacramento.
«Los últimos sacramentos deberían hacerte más y no menos
consciente —había dicho a menudo—, más y no menos humano». En una carta
dirigida al doctor Osmond, que le había recordado a Aldous que habían
transcurrido seis años desde su primer experimento conjunto con mescalina,
respondió: «Sí, seis años desde aquel primer experimento. “Oh. Muerte en Vida,
los años que ya no son” … y, sin embargo, también, oh, Vida en Muerte…». Igualmente,
a Osmond: «… Mi propia experiencia con Maria me convenció de que los vivos
pueden hacer mucho para facilitar el tránsito de los moribundos, para elevar el
acto más puramente fisiológico de la existencia humana al nivel de conciencia y
quizás incluso de espiritualidad».
Con demasiada frecuencia, a las personas inconscientes o
moribundas se las trata como «objetos», como si no estuvieran presentes. Pero a
menudo están muy presentes. Aunque el moribundo cuenta cada vez con menos
medios para expresar lo que siente, sigue en condiciones de recibir
comunicación. En este sentido la persona muy enferma o agonizante se parece
mucho a una criatura: no puede decirnos cómo se siente, pero absorbe nuestro
sentimiento, nuestra voz y, sobre todo, nuestro contacto. En el niño, el mayor
canal de comunicación es la piel. Asimismo, el individuo sumergido en la
inmensa soledad de la enfermedad y la muerte, el toque de una mano puede
disiparle dicha soledad, e incluso puede iluminarle cálidamente ese universo
desconocido. Tanto para el «nacido noblemente» como para el «noblemente
moribundo», la comunicación a través de la piel y la voz puede implicar una
diferencia inconmensurable.
La psicología moderna ha descubierto cuán poderoso es para
la vida del individuo el trauma del nacimiento. ¿Y el «trauma de la muerte»? Si
uno cree en la continuidad de la vida, ¿no debería dispensarle la misma
consideración?
El Libro tibetano de los muertos otorga la mayor importancia
al estado de conciencia a la hora de la muerte. El guía siempre aborda al
moribundo con el saludo «¡Oh, tú, que has nacido noblemente!» y lo exhorta: «No
dejes que se distraiga tu mente». El guía le recuerda constantemente al
moribundo que no debe dejarse atrapar por visiones, celestiales o infernales,
que no son reales, sino sólo las proyecciones ilusorias de sus pensamientos y
emociones, de sus temores y deseos. A los moribundos se los insta a «seguir
practicando el arte de vivir aun mientras agonizan. Saber quién es uno, en
verdad, y tener conciencia de la vida universal e impersonal que vive a través
de cada uno de nosotros. Este es el arte de vivir, y uno puede ayudar al
moribundo para que continúe practicándolo, hasta el final».
«¡Oh, tú, que has nacido noblemente!». Esta señal de respeto
y reconocimiento es estimulante y me parece que allana más el camino para una
vida mejor —aquí o después— que la imagen del pecador que se golpea el pecho y
suplica perdón desesperadamente: «¿Qué es lo que yo, frágil hombre, he de
implorar? ¿Quién intercederá por mí, cuando los justos necesitan
misericordia?».
Aldous Huxley
Moksha, página 322 y siguientes
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