La doctrina del shock



Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro: «capitalismo del desastre».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 16
 
 
La columna de opinión de Friedman sobre Nueva Orleans terminó siendo su última recomendación sobre políticas públicas: murió menos de un año después, el 16 de noviembre de 2006, a los noventa y cuatro años. Puede parecer que la privatización del sistema de educación pública de una ciudad norteamericana de tamaño medio fue una preocupación modesta para el hombre considerado el economista más influyente del pasado medio siglo, entre cuyos discípulos se cuentan varios presidentes estadounidenses, primeros ministros británicos, oligarcas rusos, ministros de Finanzas polacos, dictadores del Tercer Mundo, secretarios generales del Partido Comunista chino, directores del Fondo Monetario Internacional y los últimos tres jefes de la Reserva Federal. No obstante, su decidida voluntad de aprovechar la crisis de Nueva Orleáns para instaurar una versión fundamentalista del capitalismo también fue un adiós extrañamente adecuado para el profesor de metro cincuenta y ocho y energía sin límites que, en el apogeo de sus facultades, se describió como «un predicador a la antigua pronunciando el sermón de los domingos».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 17
 
 
En uno de sus ensayos más influyentes, Friedman articuló el núcleo de la panacea táctica del capitalismo contemporáneo, lo que yo denomino doctrina del shock. Observó que «sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que ésa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable». Algunas personas almacenan latas y agua en caso de desastres o terremotos; los discípulos de Friedman almacenan un montón de ideas de libre mercado. Y una vez desatada la crisis, el profesor de la Universidad de Chicago estaba convencido de que era de la mayor importancia actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la «tiranía del statu quo». Estimaba que «una nueva administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 17
 
 
Friedman predijo que la velocidad, la inmediatez y el alcance de los cambios económicos provocarían una serie de reacciones psicológicas en la gente que «facilitarían el proceso de ajuste». Acuñó una fórmula para esta dolorosa táctica: el «tratamiento de choque» económico. Desde hace varias décadas, siempre que los gobiernos han impuesto programas de libre mercado de amplio alcance han optado por el tratamiento de choque que incluía todas las medidas de golpe, también conocido como «terapia de shock».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 19
 
 
Cuando me puse a investigar sobre la relación entre los enormes beneficios de las empresas y las grandes catástrofes, pensé que me hallaba frente a un cambio radical en la forma en que la «liberalización» de mercados se desarrollaba en todo el mundo. Durante mi implicación en el movimiento contra el poder de las empresas que hizo su primera aparición global en Seattle en 1999, ya había sido testigo de políticas parecidas, que favorecían a las grandes multinacionales y se imponían en las cumbres de la Organización Mundial de Comercio, a menudo contra la voluntad de los países desfavorecidos, bajo amenaza de negarles los préstamos del Fondo Monetario Internacional si se oponían a ellas. Las tres grandes medidas habituales —privatización, desregulación gubernamental y recortes en el gasto social— solían ser muy impopulares entre la gente, pero con el establecimiento de acuerdos firmados y una parafernalia oficial, al menos se sostenía el pretexto del consentimiento mutuo entre los gobiernos que negociaban, así como una ilusión de consenso entre los supuestos expertos. Ahora, el mismo programa ideológico se imponía mediante las peores condiciones coercitivas posibles: la ocupación militar de una potencia extranjera después de una invasión, o inmediatamente después de una catástrofe natural de gran magnitud. Al parecer, los atentados del 11 de septiembre le habían otorgado luz verde a Washington, y ya no tenían ni que preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del «libre mercado y la democracia»: ya podían imponerla mediante el poder militar y su doctrina de shock y conmoción. Sin embargo, a medida que avanzaba en la investigación de cómo este modelo de mercado se había impuesto en todo el mundo, descubrí que la idea de aprovechar las crisis y los desastres naturales había sido en realidad el modus operandi clásico de los seguidores de Milton Friedman desde el principio. Esta forma fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de catástrofes para avanzar. Sin duda las crisis y las situaciones de desastre eran cada vez mayores y más traumáticas, pero lo que sucedía en Irak y Nueva Orleans no era una invención nueva, derivada de lo sucedido el 11 de septiembre. En verdad, estos audaces experimentos en el campo de la gestión y aprovechamiento de las situaciones de crisis eran el punto culminante de tres décadas de firme seguimiento de la doctrina del shock. A la luz de esta doctrina, los últimos treinta y cinco años adquieren un aspecto singular y muy distinto del que nos han contado. Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e introducir las «reformas» radicales que habrían de traer ese ansiado libre mercado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 22
 
 
Estamos ante una guerra global cuyos combates se libran en todos los niveles de las empresas privadas cuya participación se subvenciona con dinero público, y cuya misión sin fin es la protección del territorio estadounidense a perpetuidad, al tiempo que debe eliminar todo «mal» exterior. En apenas unos años, el complejo ha extendido su presencia en el mercado bajo distintas y cambiantes formas: desde la lucha contra el terrorismo hasta las misiones de paz internacionales, desde la seguridad municipal hasta la reacción con motivo de los desastres naturales. El objetivo último de las corporaciones que animan el centro de este complejo es implantar un modelo de gobierno exclusivamente orientado a los beneficios (que tan fácilmente avanza en circunstancias extraordinarias) también en el día a día cotidiano del funcionamiento del Estado; esto es, privatizar el gobierno.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 27
 
 
En todos los países en que se han aplicado las recetas económicas de la Escuela de Chicago durante las tres últimas décadas, se detecta la emergencia de una alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos; una combinación que acumula un inmenso poder, con líneas divisorias confusas entre ambos grupos. En Rusia, los empresarios multimillonarios que forman parte del juego de alianzas reciben el nombre de «oligarcas»; en China, los «príncipes»; en Chile, «los pirañas»; y en Estados Unidos, los «pioneros» de la campaña Bush-Cheney. En lugar de liberar al mercado del Estado, estas élites políticas y empresariales sencillamente se han fusionado, intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse de los preciados recursos que anteriormente eran públicos, desde los campos petrolíferos de Rusia, pasando por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de reconstrucción otorgados para Irak.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 32
 
 
El término más preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada —a menudo acompañada de un creciente endeudamiento—, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas las obvias desventajas que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista es que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (de nuevo, organizado mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y las grandes empresas), encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 32
 
 
Así funciona la doctrina del shock: el desastre original —llámese golpe, ataque terrorista, colapso del mercado, guerra, tsunami o huracán— lleva a la población de un país a un estado de shock colectivo. Las bombas, los estallidos de terror, los vientos ululantes preparan el terreno para quebrar la voluntad de las sociedades tanto como la música a toda potencia y las lluvias de golpes someten a los prisioneros en sus celdas. Como el aterrorizado preso que confiesa los nombres de sus camaradas y reniega de su fe, las sociedades en estado de shock a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían con entereza.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 34
 
 
 
 
 
Este libro es un desafío contra la afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial: que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado va de la mano de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo, así como en innumerables cuerpos individuales. La historia del libre mercado contemporáneo —el auge del corporativismo, en realidad— ha sido escrita con letras de shock.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 37
 
 
Cualquier intento de responsabilizar a determinadas ideologías por los crímenes cometidos por sus seguidores debe plantearse con absoluta prudencia. Es demasiado fácil afirmar que la gente con la que no estamos de acuerdo no sólo se equivoca, sino que también son tiranos, fascistas y genocidas. Pero también es cierto que algunas ideologías constituyen un peligro para la sociedad, y que deben ser identificadas como tales. Me refiero a las doctrinas fundamentalistas y reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de creencias.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 38
 
 
Cualquier intento de responsabilizar a determinadas ideologías por los crímenes cometidos por sus seguidores debe plantearse con absoluta prudencia. Es demasiado fácil afirmar que la gente con la que no estamos de acuerdo no sólo se equivoca, sino que también son tiranos, fascistas y genocidas. Pero también es cierto que algunas ideologías constituyen un peligro para la sociedad, y que deben ser identificadas como tales. Me refiero a las doctrinas fundamentalistas y reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de creencias. Sus seguidores deploran la diversidad y exigen mano libre para poner en marcha su sistema perfecto. El mundo tal y como es debe ser destruido, para que su pura visión pueda crecer y desarrollarse debidamente. Arraigada en las fantasías bíblicas de grandes inundaciones y fuegos místicos, esta lógica lleva ineludiblemente a la violencia. Las ideologías peligrosas son las que ansían esa tabla rasa imposible, que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de cataclismo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 38
 
 
 
Los creyentes de la doctrina del shock están convencidos de que solamente una gran ruptura —como una inundación, una guerra o un ataque terrorista— puede generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían. En esos períodos maleables, cuando no tenemos un norte psicológico y estamos físicamente exiliados de nuestros hogares, los artistas de lo real sumergen sus manos en la materia dócil y dan principio a su labor de remodelación del mundo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 41
 
 
(Ewen) Cameron desempeñó un papel clave en el desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de los Estados Unidos. Sus experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica subyacente en el capitalismo del desastre. Al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes proporciones —una gran destrucción— se puede preparar el terreno para sus «reformas», Cameron creía que podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 48
 
 
A finales de los años cuarenta, la técnica del electroshock se estaba popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas. Pero se trataba solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían desarrollado la técnica podían ofrecer una explicación científica de su funcionamiento. Sin embargo, conocían bien sus efectos secundarios. No había ninguna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente. Se trataba del principal problema asociado con el tratamiento. Estrechamente relacionado con la pérdida de memoria, el otro efecto secundario del que había constancia era la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban el dedo, adoptaban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres (a menudo confundían a enfermeras y médicos con sus padres y madres). Esta etapa de comportamientos solía desaparecer rápidamente, pero en algunos casos, cuando las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos informaban de casos en los que la regresión de los pacientes era completa, llegando éstos a olvidarse de andar y de hablar.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 51
 
 
Para Rice y el resto, ese vacío representaba una pérdida irreemplazable. Por contra, Cameron lo veía de forma muy distinta: como una tabla rasa, libre de las costumbres nocivas del pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos modelos de comportamiento. Para él, «la pérdida masiva de memoria» que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho antes de que la esquizofrenia y los comportamientos perturbados hicieran su aparición». Igual que los halcones de la guerra que claman para bombardear países «hasta devolverlos a la Edad de Piedra», Cameron creía que la terapia de shock era el método que arrojaría a sus pacientes de vuelta a la infancia, en una regresión absoluta.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 52
 
 
Para «borrar la pauta» de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la risa»), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que, gracias a estos fármacos, el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban».
 
Una vez se completaba el proceso de «eliminación de las pautas» del paciente, y su anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo conductista, creía que, si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados en la cinta, empezarían a comportarse de forma distinta.
 
Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 53
 
 
En un artículo publicado en 1960, Cameron afirmaba que «existen dos principales factores que nos permiten mantener una imagen espacial y temporal». Es decir, que nos permiten saber quiénes somos y dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una fuente continuada de información sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock, Cameron aniquilaba la memoria; mediante las celdas de aislamiento, destruía todo origen de información sensorial. Estaba decidido a forzar la completa pérdida de sentidos en sus pacientes, hasta que no supieran dónde estaban ni quiénes eran. Cuando se dio cuenta de que algunos pacientes conseguían saber la hora que era gracias a las comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del centro que mezclara los platos y las horas: servían sopa para desayunar y leche con cereales para cenar. «Al variar los intervalos y cambiar el menú esperado pudimos romper el ciclo horario de alimentación que los pacientes habían desarrollado», informaba Cameron con satisfacción. Aun después de aquello, descubrió que a pesar de sus esfuerzos un paciente conservaba una leve conexión con el mundo exterior gracias al «ligero murmullo» de los motores de un avión que sobrevolaba el hospital cada mañana, a las nueve.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 60
 
 
Al ser preguntado durante las sesiones de la investigación del Senado por qué ordenó destruir todos los archivos de un programa que había costado veinticinco millones de dólares, el antiguo director de MKUltra, Sydney Gottlieb, afirmó que «el proyecto MKUltra no había obtenido ningún resultado positivo o útil para la agencia». En las informaciones publicadas sobre MKUltra en los años ochenta, tanto en las pesquisas oficiales como en la prensa general o los libros escritos sobre el programa, se sigue hablando de los experimentos como «técnicas de control mental» o «lavado de cerebro». La palabra «tortura» apenas se utiliza.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 63
 
 
Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la publicación del artículo, la CIA hizo público un manual titulado Kubark Counterintelligence Information. Según The New York Times, «Kubark» es un criptograma codificado. Ku, una sílaba al azar y bark es el nombre secreto de la agencia en aquellos tiempos. Informes más recientes han especulado con la posibilidad de que ku se refiera a un país en concreto, o una operación encubierta o clandestina determinada. El texto era un manual secreto de 128 páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por MKUltra. Se adivina la huella de los experimentos de Ewen Cameron y Donald Hebb sobre privación sensorial en todo el documento. Los métodos van desde la consabida privación sensorial hasta posiciones de estrés, capuchas y técnicas para infligir dolor. (El manual advierte de entrada que muchas de estas tácticas son ilegales e indica a los interrogadores que deben obtener «la aprobación previa de sus cuarteles generales […] en los casos siguientes: 1) Si va a infligirse un daño físico. 2) Si se van a emplear métodos o materiales médicos, químicos o eléctricos para obtener la obediencia del sujeto»). El manual está fechado en 1963, el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que la CIA dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que, si las técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero propósito de MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro (que sólo era un proyecto colateral), el objetivo era diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras». En otras palabras, tortura.
(…)
Lo que fascinó a los autores de Kubark, más que las técnicas individuales, fue el enfoque de Cameron en la regresión, la idea de que al privar a una persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiempo y el espacio, los adultos vuelven a ser niños indefensos, dependientes de otros, cuyas mentes son tablas rasas abiertas a la sugestión. Una y otra vez, el autor o autores del texto se recrea en esa idea: «Todas las técnicas utilizadas para quebrar la obstinación de un prisionero, el espectro completo que va desde el simple aislamiento hasta la hipnosis y los narcóticos, son esencialmente métodos para agilizar el proceso de regresión. A medida que el interrogado se desliza hacia un estado de infantilismo, su personalidad adquirida o estructurada se derrumba». En ese instante, el prisionero se sumerge en un estado de «shock psicológico» o «animación suspendida» del que ya hemos hablado. Es el dulce momento del interrogador, cuando «la fuente está lista para la sugestión y abierta a la cooperación».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 65-67
 
 
Aunque Washington y sus sucesivas administraciones aprobaban estas operaciones, el papel de los Estados Unidos en las guerras sucias tenía que ser encubierto, por razones obvias. La tortura, ya sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra, que prohíbe «cualquier forma de tortura o de crueldad», así como el propio Código de Justicia Militar del ejército de los Estados Unidos afirma que no deben realizarse actos de «crueldad» u «opresión» contra los presos. El manual Kubark advierte a los lectores en la página 2 que sus técnicas comportan la posibilidad de «posteriores demandas judiciales», y la versión de 1983 es aún más directa: «El uso de la fuerza, tortura mental, amenazas, insultos o la exposición a un trato desagradable o inhumano bajo cualquiera de sus formas, como apoyo a una labor de interrogación, están prohibidos por la ley, tanto internacional como nacional». Sencillamente, lo que enseñaban era ilegal y debía permanecer en secreto por su naturaleza. Si alguien preguntaba, los agentes estadounidenses estaban supervisando el aprendizaje de sus estudiantes de países en vías de desarrollo. ¿La materia? Técnicas avanzadas de interrogación policial. Ellos no eran responsables de los «excesos» que se producían fuera del horario escolar.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 70
 
 
El núcleo de buena parte de la doctrina de Chicago era que las fuerzas económicas de la oferta, demanda, inflación y desempleo eran como las fuerzas de la naturaleza, fijas e inmutables. En el auténtico libre mercado imaginado en las clases y en los textos de Chicago, estas fuerzas coexistían en perfecto equilibrio, la oferta reaccionando con la demanda de la misma forma que la luna empuja las mareas. Si las economías sufrían de una alta tasa de inflación era invariablemente porque, según la estricta teoría del monetarismo de Friedman, políticos mal aconsejados habían permitido que entrase demasiado dinero en el sistema en lugar de dejar que el mercado alcanzase el equilibrio por sí solo. Del mismo modo que se autorregulan los ecosistemas, manteniéndose en equilibrio, el mercado, si se le dejaba a su libre albedrío, crearía el número preciso de productos a los precios exactamente adecuados, producidos por trabajadores con sueldos exactamente adecuados para comprar esos productos: un edén de pleno empleo, creatividad sin límites e inflación cero.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 82
 
 
Como todas las fes fundamentalistas, la economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos creyentes, un sistema cerrado. La premisa inicial es que el libre mercado es un sistema científico perfecto, un sistema en el que los individuos, siguiendo sus propios intereses, crean el máximo beneficio para todos. Se sigue ineluctablemente que si algo no funciona en una economía de libre mercado —alta inflación o desempleo— tiene que ser porque el mercado no es auténticamente libre. Tiene que haber alguna intromisión, alguna distorsión del sistema. La solución de Chicago es siempre la misma: aplicar de forma más estricta y completa los fundamentos del libre mercado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 84
 
 
Los marxistas tenían su utopía trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de los emprendedores, y ambos afirmaban que, si se salían con la suya, se llegaría a la perfección y al equilibrio.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 86
 
 
Fue en Chile —el epicentro del experimento de Chicago— donde la derrota en la batalla de las ideas se hizo más evidente.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 101
 
 
Es interesante saber que la mayor crítica hacia la terapia de shock procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder Frank. Durante sus años en la Universidad de Chicago en la década de 1950, Gunder Frank —originario de Alemania— oyó hablar tanto sobre Chile que cuando se doctoró en economía decidió ir él mismo al país que sus profesores habían descrito como una distopía desarrollista mal gestionada. Le gusto lo que vio y acabó enseñando en la Universidad de Chile y luego siendo asesor económico de Salvador Allende, hacia el que desarrolló un gran respeto. Como hombre de Chicago en Chile, Frank tenía una perspectiva privilegiada sobre la aventura económica del país. Un año después de que Friedman recetara el shock máximo, escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger y Milton Friedman» en la que utilizó su formación en la Escuela de Chicago «para examinar cómo ha respondido el paciente chileno a su tratamiento». Calculó lo que significaba para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinochet afirmaba que era un «sueldo mínimo». Aproximadamente el 74% de sus ingresos se dedicaban simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de «lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17% del sueldo de un empleado público. Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el programa de leche escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la situación desesperada de las familias, cada vez más estudiantes se desmayaban en clase, mientras que otros muchos dejaron de acudir a la escuela. Gunder Frank vio una relación directa entre las brutales políticas económicas impuestas por sus antiguos compañeros de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el país. Las recetas de Friedman eran tan dolorosas, afirmó el desafecto hombre de Chicago, que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 129
 
 
Está claro que Chile nunca fue el laboratorio «puro» del libre mercado que muchos de sus partidarios creyeron. Al contrario: fue un país donde una pequeña élite pasó de ser rica a superrica en un plazo brevísimo basándose en una fórmula que daba grandes beneficios financiándose con deuda y subsidios públicos, para luego recurrir también al dinero público para pagar aquella deuda. Si uno consigue apartar el boato y el clamor de los vendedores, el Chile de Pinochet y los de Chicago no fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un Estado corporativista. El corporativismo se refería originalmente al modelo de Estado ideado por Mussolini, un Estado policial gobernado bajo una alianza de las tres mayores fuentes de poder de una sociedad —el gobierno, las empresas y los sindicatos—, todos colaborando para mantener el orden en nombre del nacionalismo. Lo que Chile inauguró con Pinochet fue una evolución del corporativismo: una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las grandes empresas unieron fuerzas para lanzar una guerra total contra el tercer centro de poder —los trabajadores—, incrementando con ello de manera espectacular la porción de riqueza nacional controlada por la alianza. Esa guerra —que muchos chilenos comprensiblemente ven como una guerra de los ricos contra los pobres y la clase media— es la auténtica realidad tras el «milagro» económico de Chile. Hacia 1988, cuando la economía se había estabilizado y crecía con rapidez, el 45% de la población había caído por debajo del umbral de la pobreza. El 10% más rico de los chilenos, sin embargo, había visto crecer sus ingresos en un 83%. Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las sociedades menos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones Unidas monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le convierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista. Si ese historial hace que Chile sea un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá sea porque el tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud a la economía. Quizá se suponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo: enviar la riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla del mapa. Así lo creía Orlando Letelier, ex ministro de Defensa con Allende. Después de pasar un año en las prisiones de Pinochet, Letelier consiguió escapar de Chile gracias a una intensiva campaña de presión internacional. Al contemplar desde el extranjero el rápido empobrecimiento de su país, Letelier escribió en 1976 que «durante los últimos tres años varios miles de millones de dólares fueron sacados de los bolsillos de los asalariados y depositados en los de los capitalistas y terratenientes […] la concentración de la riqueza no fue un accidente, sino la regla; no es el resultado colateral de una situación difícil —que es lo que a la Junta le gustaría que el mundo creyera— sino la base de un proyecto social; no es una desventaja de la economía, sino un éxito político temporal». Lo que Letelier no podía saber entonces era que Chile bajo el gobierno de la Escuela de Chicago ofrecía un avance del futuro de la economía global, una pauta que se repetiría una y otra vez, de Rusia a Sudáfrica y a Argentina: una burbuja urbana de especulación frenética y contabilidad dudosa que generaba enormes beneficios y un frenético consumismo, y rodeada por fábricas fantasmagóricas e infraestructuras en desintegración de un pasado de desarrollo; aproximadamente la mitad de la población excluida completamente de la economía; corrupción y amiguismo fuera de control; aniquilación de las empresas públicas grandes y medianas; un enorme trasvase de riqueza del sector público al privado, seguido de un enorme trasvase de deudas privadas a manos públicas. En Chile, si estabas fuera de la burbuja de riqueza, el milagro se parecía a la Gran Depresión, pero dentro de su caparazón estanco los beneficios fluían tan libre y rápidamente que el dinero fácil que las reformas estilo terapia de shock hace posible se ha convertido desde entonces en la cocaína de los mercados financieros. Y es por eso por lo que el mundo financiero no respondió a las obvias contradicciones del experimento chileno reevaluando las premisas básicas del laissez-faire. En lugar de ello, reaccionó como reacciona un drogadicto: se preguntó dónde conseguir la siguiente dosis.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 132
 
 
Los documentos recientemente desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales argentinos estaban preparando su golpe de 1976 se propusieron «evitar sufrir una campaña internacional como la que se ha desatado contra Chile». Para conseguir ese objetivo eran necesarias tácticas de represión menos espectaculares, tácticas de perfil bajo que pudieran extender el terror pero que no resultaran tan obvias para los fisgones de la prensa internacional. En Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 138
 
 
egún la Comisión de la Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, «después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los cuerpos no flotaran». Además de tener un perfil bajo, las desapariciones se demostraron un medio todavía más efectivo para aterrorizar a la población que las masacres descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera utilizarse para hacer que la gente se desvaneciera en la nada era mucho más inquietante. A mediados de la década de 1970 las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más entusiasmo que los generales que ocupaban el palacio presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta mil personas. Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata. La Junta argentina se destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo supiera lo que estaba pasando, pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en secreto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monumento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 139
 
 
Las juntas del Cono Sur no ocultaron sus ambiciones revolucionarias de cambiar sus respectivas sociedades, pero fueron lo bastante astutas como para negar aquello de lo que Walsh les acusaba públicamente: usar la violencia masiva para conseguir objetivos económicos que, sin un sistema que mantuviera al pueblo aterrorizado y eliminara todos los demás obstáculos, con certeza habrían provocado una revuelta popular. En el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban tácticas «sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy nos suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación de «una guerra por la libertad y contra la tiranía […] una guerra contra aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a favor de la vida. […] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 148
 
 
En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros— como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos. En todos los casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación que llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios informes de los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía ninguna amenaza para la democracia. Por lo que se refiere a los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y empresariales. Pero los tupamaros uruguayos estaban totalmente desarticulados para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros, argentinos desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se alargó durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido desmanteladas» y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de ciudadanos después de esa fecha.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 149
 
 
Durante muchos años el Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente. Cada vez hay más pruebas de que en Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta. En marzo de 2006 el Archivo de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién desclasificadas de una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Junta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión, William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dice a Kissinger que «es de esperar que haya bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina muy pronto. Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos». Y así fue. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Les mataron no por sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 150
 
 
Durante el histórico juicio, Jorge Julio López, un testigo clave, se desvaneció. Despareció. López ya había sido uno de los desaparecidos durante la década de 1970, cuando fue brutalmente torturado y luego liberado. Ahora todo volvía a empezar. En Argentina, López se hizo famoso como la primera persona que «desapareció dos veces». A mediados de 2007 seguía desaparecido y la policía está prácticamente segura de que fue secuestrado como un aviso a los otros posibles testigos: las mismas viejas tácticas de los años del terror. El juez del caso, Carlos Rozanski, de cincuenta y cinco años y miembro de la Corte Federal argentina, falló que Etchecolatz era culpable de seis cargos de homicidio, seis cargos de encarcelamiento ilegal y siete casos de tortura. Cuando pronunció su veredicto, dio un paso extraordinario. Dijo que la condena que pronunciaba no estaba a la altura de la auténtica naturaleza del crimen y que, en interés de la «construcción de la memoria colectiva» tenía que añadir que todos esos crímenes «lo fueron contra la humanidad, en el contexto del genocidio que tuvo lugar en la República de Argentina entre 1976 y 1983». Con esa frase, el juez interpretó su papel en la reescritura de la historia de Argentina: los asesinatos de gente de izquierda en la década de 1970 no formaron parte de una «guerra sucia» en la que se enfrentaron dos partes y durante la cual se cometieron varios crímenes en ambos bandos, como ha repetido la historia oficial durante décadas. No fueron tampoco los desaparecidos meramente víctimas de dictadores locos ebrios de sadismo y de poder. Lo que sucedió fue algo más científico, más aterradoramente racional. Tal y como expresó el juez, existió un «plan de exterminio llevado a cabo por aquellos que gobernaban el país». Explicó que los asesinatos formaban parte de un sistema, planificado de antemano, que se aplicó de igual forma en todo el país y diseñado con la intención de atacar no a personas individuales sino a destruir las partes de la sociedad que esas personas representaban. El genocidio es un intento de asesinar a un grupo, no a una serie de personas individuales; así pues, argumentó el juez, fue genocidio. Rozanski reconoció que la forma en que usaba la palabra «genocidio» era controvertida, y escribió una extensa sentencia para fundamentar su elección. Reconoció que la Convención de Naciones Unidas sobre el Genocidio define el crimen como un «intento de destruir, en todo o en parte, un grupo nacional, étnico, religioso o racial»; la Convención no incluyó en la definición la eliminación de un grupo unido por sus ideas políticas —que es lo que había sucedido en Argentina—, pero Rozanski dijo que no le parecía que esa exclusión fuera legalmente válida. Señalando un capítulo poco conocido de la historia de Naciones Unidas, explicó que el 11 de diciembre de 1946, en respuesta directa al Holocausto nazi, la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución de forma unánime prohibiendo los actos de genocidio «en los que grupos raciales, religiosos, políticos o de otro tipo han sido destruidos en su totalidad o en parte». La palabra «políticos» fue eliminada en la Convención dos años después porque Stalin así lo exigió. Sabía que, si destruir un «grupo político» era considerado genocidio, sus sangrientas purgas y sus encarcelamientos masivos de opositores políticos entrarían dentro de la definición. Stalin contó con el apoyo de otros líderes que también querían reservarse el derecho de exterminar a sus oponentes políticos, así que la palabra se eliminó. Rozanski escribió que consideraba la definición original de la ONU como la más legítima, pues no había sido producto de ese compromiso interesado. También citó una sentencia de un tribunal español que había juzgado a uno de los torturadores argentinos más conocidos en 1998. Ese tribunal había afirmado que la Junta argentina había cometido un «crimen de genocidio». Definió el grupo que la Junta había tratado de eliminar como «aquellos ciudadanos que no encajaban en el modelo que los represores habían decidido el adecuado para el nuevo orden que estaban estableciendo en el país». El año siguiente, en 1999, el juez español Baltasar Garzón, célebre por haber emitido una orden internacional de arresto contra Augusto Pinochet, argumentó también que Argentina sufrió un genocidio. Intentó definir qué grupo en concreto se había tratado de exterminar. El objetivo de la Junta, escribió, era «establecer un nuevo orden —como en Alemania pretendía Hitler— en el que no cabían aquellas personas que no encajaban en el cliché establecido». Quien no encajaba en el nuevo orden eran «las personas ubicadas en aquellos sectores que estorbaban a la configuración ideal de la nueva nación argentina».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 154
 
 
Por supuesto, no se puede comparar la escala de lo sucedido bajo los nazis o en Ruanda en 1994 con los crímenes de los dictadores corporativistas de América Latina en la década de 1970. Si el genocidio comporta un holocausto, estos crímenes no pertenecen a esa categoría. Si el genocidio, sin embargo, se entiende, tal y como lo definen estos tribunales, como un intento deliberado de exterminar a los grupos que suponen un obstáculo para un determinado proyecto político, entonces se trata de un proceso que puede verse no sólo en Argentina sino, con mayor o menor intensidad, a lo largo y ancho de toda la región que se había convertido en el laboratorio de la Escuela de Chicago. En estos países las personas que «estorbaban a la configuración ideal» eran gente de izquierda de todo tipo: economistas, trabajadores de caridades, sindicalistas, músicos, organizadores campesinos, políticos… Miembros de todos estos grupos fueron objeto de una clara y deliberada estrategia, que abarcaba toda la región y estaba coordinada internacionalmente a través de la Operación Cóndor, con objeto de erradicar y exterminar a la izquierda.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 154
 
 
 
 
Desde la caída del comunismo el libre mercado y la libertad de los pueblos se han presentado como una única ideología que pretende ser la mejor y única defensa de la humanidad para no repetir una historia plagada de fosas comunes, masacres y cámaras de tortura. En el Cono Sur, sin embargo, el primer lugar en el que la religión contemporánea del libre mercado desbocado escapó de los sótanos y seminarios de la Universidad de Chicago y se aplicó en el mundo real, no trajo consigo la democracia; país tras país, se predicó precisamente al derrocar la democracia. No trajo la paz, sino que requirió el asesinato sistemático de decenas de miles y la tortura de entre 100.000 y 150.000 personas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 157
 
 
Los de Chicago difícilmente podrían haber escogido una parte del mundo menos hospitalaria para su experimento absolutista que el Cono Sur de Latinoamérica en la década de 1970. El extraordinario ascenso del desarrollismo implicaba que el área era una cacofonía precisamente de esas políticas que la Escuela de Chicago consideraba distorsiones o «ideas económicas». Más importante todavía, la región hervía de movimientos populares e intelectuales que habían surgido en oposición directa al capitalismo de laissez-faire. Este punto de vista no era marginal, sino el típico de la mayoría de los ciudadanos, y así se reflejaba en las sucesivas elecciones de los distintos países. Una transformación según los parámetros de la Escuela de Chicago tenía tantas posibilidades de ser bien recibida en el Cono Sur como una revolución proletaria en Beverly Hills.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 158
 
 
 
 
Fue en Argentina, no obstante, donde la implicación de la filial local de Ford con el aparato del terror se hizo más obvia. La empresa suministraba vehículos a los militares, de modo que el Ford Falcon fue el automóvil utilizado en miles de secuestros y desapariciones. El psicólogo y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky describió el coche como «lo terrorífico como expresión simbólica. El coche de la muerte».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 166
 
 
Como sucede casi siempre con el terrorismo de Estado, los objetivos seleccionados servían a un doble propósito. En primer lugar, eliminarlos quitaba de en medio obstáculos reales al proyecto, pues desaparecían aquellos que era más probable que contraatacasen. En segundo lugar, el hecho de que todo el mundo viera que los «problemáticos» desaparecían servía de aviso a aquellos que podrían considerar resistir, eliminando también, por tanto, obstáculos futuros.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 170
 
 
Y funcionó. «Estábamos confundidos y angustiados, aguardábamos dóciles a seguir las órdenes […] la gente sufrió una regresión; se volvió más dependiente y temerosa», recordó el psiquiatra chileno Marco Antonio de la Parra. Estaban, en otras palabras, en estado de shock. Así que cuando los shocks económicos hicieron que los precios se dispararan y los salarios de hundiesen, las calles de Chile, Argentina y Uruguay siguieron despejadas y en calma. No hubo disturbios por la falta de comida ni huelgas generales. Las familias sobrellevaron la penuria saltándose en silencio algunas comidas, alimentando a sus bebés con mate, un té tradicional que quita el apetito, y despertándose antes del amanecer para caminar durante horas hasta su puesto de trabajo y así ahorrarse el billete de autobús. Los que morían de malnutrición o de fiebre tifoidea eran enterrados discretamente. Sólo una década antes, los países del Cono Sur —con sus sectores industriales en alza, sus clases medias creciendo rápidamente y sus sólidos sistemas de sanidad y educación— habían sido la esperanza del mundo en vías de desarrollo. Ahora los ricos y los pobres se movían en mundos económicos totalmente distintos, con los ricos accediendo a la ciudadanía honorífica en el estado de Florida y el resto empujados hacia el subdesarrollo en un proceso que se agudizaría durante las «reestructuraciones» neoliberales de la era posterior a las dictaduras. Si no ya ejemplos a seguir, estos países se convirtieron en ejemplos aterradores de lo que les sucede a las naciones pobres que creen que pueden prosperar por sus propios medios hasta salir del Tercer Mundo. Fue una conversión paralela a la que sufrieron los prisioneros en los centros de tortura de la Junta: no bastaba con hablar, se les exigía además que abjuraran de sus creencias más queridas, que traicionaran a sus amantes e hijos. A los que se rendían se les llamaba «quebrados». Eso fue lo que le sucedió al Cono Sur, La región no sólo fue derrotada: fue quebrada.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 171
 
 
El debate sobre si los «derechos humanos» pueden de verdad separarse de la política y la economía no es exclusivo de América Latina; éstas son cuestiones que emergen a la superficie siempre que un Estado utiliza la tortura como instrumento político. A pesar de la mística que rodea la tortura, y a pesar del comprensible impulso de tratarla como una conducta aberrante que está más allá de la política, no se trata de algo particularmente complicado o misterioso. Es una herramienta de la coerción más despiadada y es fácil predecir que se utilizará siempre que un déspota local o un ocupante extranjero carece del consenso social necesario para gobernar: Marcos en Filipinas, el sha en Irán, Sadam en Irak, los franceses en Argelia, los israelíes en los territorios ocupados o Estados Unidos en Irak y Afganistán. Se podrían añadir muchos más ejemplos a la lista. Los abusos generalizados a los presos son la prueba del algodón de que los políticos tratan de imponer un sistema —sea político, religioso o económico— que un enorme número de sus gobernados rechaza. Del mismo modo que los ecologistas definen los ecosistemas por la presencia de ciertas «especies indicadoras» de plantas y pájaros, la tortura es un indicador de que un régimen está sumido en un proyecto profundamente antidemocrático, aunque ese régimen haya llegado al poder mediante las urnas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 191
 
 
 
La clase de crisis que Friedman tenía en mente no era militar, sino económica. Lo que él entendía era que, en circunstancias normales, las decisiones económicas se toman en medio del tira y afloja de una serie de intereses contradictorios: los trabajadores quieren empleos y aumentos salariales, los propietarios quieren impuestos más bajos y mayor desregulación, y los políticos tienen que hallar un equilibrio entre esas fuerzas en conflicto. Sin embargo, si nos sacude una crisis económica de suficiente gravedad —una rápida depreciación de la moneda, un crack de los mercados o una gran recesión—, todo lo demás queda a un lado, con lo que los dirigentes se hallan liberados para hacer lo que sea necesario (o lo que se considere como tal) en nombre de la reacción a una emergencia nacional. Las crisis son, en cierto sentido, zonas «ademocráticas», paréntesis en la actividad política habitual dentro de los que no parece ser necesario el consentimiento ni el consenso.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 211
 
 
John Williamson, uno de los economistas de tendencia derechista más influyentes en Washington y asesor clave del FMI y del Banco Mundial, observó atentamente el experimento de Sachs y apreció en Bolivia algo de mucha mayor significación aún. Él mismo describió aquel programa de terapia de choque como el momento del «big bang», un avance espectacular en la campaña destinada a extender la doctrina de la Escuela de Chicago a todo el planeta. El motivo de tal entusiasmo tenía poco de económico y mucho de táctico.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 236
 
 
A mediados de la década de 1980, eran ya varios los economistas que habían advertido que una crisis hiperinflacionaria auténtica simula los efectos de una guerra militar, porque esparce el temor y la confusión, crea sus propios refugiados y provoca una considerable pérdida de vidas humanas. Era más que evidente que, en Bolivia, la hiperinflación había desempeñado el mismo papel que la «guerra» de Pinochet en Chile y que la guerra de las Malvinas para Margaret Thatcher: había creado el contexto preciso para la aprobación de medidas de emergencia, un estado de excepción durante el que fue posible suspender las normas democráticas y se pudo traspasar temporalmente el poder económico al equipo de expertos reunidos en el salón de la residencia de Goni. Para los ideólogos más a ultranza de la Escuela de Chicago, como era el caso de Williamson, eso significó que la hiperinflación ya no era un problema a resolver, como Sachs creía, sino una oportunidad de oro que aprovechar.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 236
 
 
Y ésas no fueron las únicas conmociones económicas que recorrieron el mundo en desarrollo durante la década de 1980. Se habla de la existencia de un «shock de precios» cada vez que el precio de un producto de exportación, como el café o el estaño, experimenta una caída de un 10% o más. Según el FMI, en los países en vías de desarrollo se experimentaron 25 shocks de esa clase entre 1981 y 1983; entre 1984 y 1987, en el momento álgido de la crisis de la deuda, fueron 140 los shocks de precios registrados en países en desarrollo, los cuales contribuyeron a hundir a éstos aún más en el pozo de la deuda. Uno de esos shocks afectó a Bolivia en 1986, justo un año después de que el país hubiese tragado la amarga medicina de Jeffrey Sachs y se hubiese sometido a su particular remodelación capitalista. El precio del estaño, la principal exportación de Bolivia junto con la coca, cayó en un 55%, lo que devastó la economía del país sin que éste hubiese tenido culpa alguna de ello. (Esa dependencia de las exportaciones de materias primas había sido, precisamente, lo que la economía desarrollista había tratado de superar durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX, una idea que sería luego tachada de «confusa» por el establishment económico del Norte.) Fue en ese punto donde la teoría de la crisis de Friedman empezó a reforzarse a sí misma. Cuanto más seguía sus recetas la economía global (tipos de interés flotantes, precios desregulados y economías orientadas a la exportación), más proclive a las crisis se volvía el sistema, lo que provocaba cada vez más debacles como las que propician las circunstancias en las que, según el propio Friedman, más dispuestos están los gobiernos a seguir al pie de la letra sus radicales consejos. Así es como se incorpora la crisis al modelo de la Escuela de Chicago. Cuando el dinero puede viajar de un lado a otro del planeta a gran velocidad y sin límite de cantidad, y cuando los especuladores pueden apostar por el precio de cualquier cosa, desde cacao hasta divisas, el resultado es una ingente volatilidad. Y como las políticas favorecedoras del libre comercio incitan a los países pobres a seguir dependiendo de la exportación de recursos y materias primas, como el café, el cobre, el petróleo o el trigo, estas naciones son especialmente susceptibles de quedar atrapadas en un círculo vicioso de crisis continuas. Un descenso repentino del precio del café hace que economías enteras sufran una depresión que se ve luego agravada por los comerciantes de divisas que, a la vista del empeoramiento de la situación financiera de un país, reaccionan apostando contra su moneda, lo que hace que se desplome su valor. Si añadimos la subida de los tipos de interés y la consiguiente escalada inmediata de las deudas nacionales, nos hallamos ante un escenario de caos económico potencial.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 243
 
 
Los partidarios de la Escuela de Chicago suelen hablar del período iniciado a mediados de los años ochenta como una marcha triunfal, sencilla y sin problemas, de su ideología: los numerosos países que se sumaban a la ola democrática no dejaban pasar la ocasión para celebrar —como si de una epifanía colectiva se tratase— la necesaria coincidencia entre «ciudadanía libre» y «mercados libres» y sin limitaciones. Pero esa epifanía fue siempre ficticia. Lo que sucedió en realidad fue que los ciudadanos, en el momento mismo en que recuperaban por fin las libertades que se les habían negado durante tanto tiempo y dejaban atrás las cámaras de tortura de dirigentes del estilo del filipino Ferdinand Marcos o del uruguayo Juan María Bordaberry, se vieron sacudidos por un auténtico huracán de shocks financieros, shocks de deudas, de precios y monetarios— generados por una economía global desregulada y cada vez más volátil.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 244
 
 
Comprensiblemente reacias a entablar una guerra con las instituciones de Washington propietarias de sus deudas, las nuevas democracias, acuciadas por la crisis, no tenían apenas otra opción que seguir las normas fijadas desde la capital estadounidense. Y, precisamente entonces, a principios de la década de 1980, las reglas de Washington se volvieron mucho más estrictas debido a que el shock de la deuda coincidió (y no por casualidad) con una nueva era en las relaciones Norte-Sur que iba a convertir las dictaduras militares en instrumentos prácticamente innecesarios. Aquél fue el amanecer de la era del «ajuste estructural», también conocida como de la dictadura de la deuda.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 246
 
 
La colonización del Banco Mundial y del FMI a cargo de la Escuela de Chicago fue un proceso eminentemente tácito hasta que, en 1989, John Williamson lo oficializó al revelar el que él mismo denominó «Consenso de Washington». Se trataba de un listado de políticas económicas que, según dijo, ambas instituciones consideraban en aquel momento el mínimo exigible para una buena salud económica: «el núcleo común de ideas compartidas por todos los economistas serios». Aquellas políticas, camufladas bajo el manto de lo técnico e incontrovertible, incluían pretensiones y exigencias tan descarnadamente ideológicas como las de la «privatización de las empresas estatales» y la «abolición de las barreras que impiden la entrada de empresas extranjeras». El listado completo equivalía punto por punto al triunvirato neoliberal de privatización, desregulación/libre comercio y recortes drásticos del gasto público preconizado por Friedman. Ésas eran las políticas, según Williamson, «que los poderes fácticos de Washington estaban fomentando insistentemente en América Latina». Joseph Stiglitz, antiguo economista principal del Banco Mundial y uno de los últimos baluartes frente a la nueva ortodoxia, ha escrito que «Keynes se revolvería en su tumba si viera lo que ha sido de su criatura».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 249
 
 
 
 
Al shock Volcker le siguió la conocida como «crisis (mexicana) del tequila» de 1994, la «plaga asiática» de 1997 y el «colapso ruso» de 1998, que precedió en apenas días a otro que se produjo en Brasil. Cuando estos shocks y crisis empezaban a perder su anterior fuerza, aparecían otros aún más catastróficos: tsunamis, huracanes, guerras y atentados terroristas. Estaba tomando forma el capitalismo del desastre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 257
 
 
Bajo ningún concepto debemos dejar de comer por temor a atragantarnos. El Diario del Pueblo, periódico oficial del Estado chino, sobre la necesidad de proseguir con las reformas de liberalización económica tras la masacre de la plaza de Tiananmen.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 258
 
 
Los regímenes autoritarios tienen siempre la costumbre de abrirse a la democracia cuando sus proyectos económicos están al borde de la implosión.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 265
 
 
Sachs solía referirse a Bolivia como el modelo que Polonia debía emular. Hasta tal punto la mencionaba que los polacos se cansaron de oír hablar tanto de aquel lugar. «Me encantaría visitar Bolivia», explicó en una ocasión un dirigente de Solidaridad a un periodista. «Estoy seguro de que es un sitio encantador y muy exótico. Sólo que no quiero ver Bolivia aquí». Lech Walesa desarrolló un particular sentimiento de antipatía hacia Bolivia, como le confesaría a Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni) en una reunión que ambos celebraron años después con motivo de una cumbre, cuando ambos eran presidentes de sus respectivos países, «Vino hacia mí —según explicó Goni—, y me dijo: Siempre he querido conocer a un boliviano, sobre todo a un presidente boliviano, porque siempre nos obligan a tomar medicinas de lo más amargo diciéndonos que tenemos que hacerlo porque eso fue lo que hicieron los bolivianos. Ahora que le conozco, no parece usted un tipo tan malo, pero hay que ver lo mucho que he llegado a odiarlos a ustedes». Al hablar de Bolivia, Sachs olvidó mencionar que, para sacar adelante el programa de terapia de shock, el gobierno del país andino había tenido que imponer el estado de emergencia y, en dos ocasiones distintas, había secuestrado e internado a los dirigentes del sindicato principal (más o menos, del mismo modo que la policía secreta del Partido Comunista había raptado y encarcelado a los líderes de Solidaridad al amparo de una declaración de estado de emergencia no mucho antes).
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 270
 
 
La caída del comunismo, según explicó (Francis Fukuyama) al público allí asistente, no nos estaba conduciendo «a un “fin de la ideología” ni a una convergencia entre capitalismo y socialismo, […] sino a una victoria sin paliativos del liberalismo económico y político». Lo que había llegado a su final no era la ideología, sino «la historia como tal».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 277
 
 
Cuando Friedman y su esposa, Rose, llegaron a Shanghai en septiembre de 1988, quedaron deslumbrados por la rapidez con que la China continental se iba asemejando cada vez más a Hong Kong. Pese a la rabia contenida que se respiraba en la base social del país, todo lo que vieron no hizo más que confirmar su «fe en el poder del libre mercado». Friedman describió aquel momento como «el período más esperanzador del experimento chino». En presencia de los medios de comunicación oficiales del Estado, Friedman se reunió durante dos horas con Zhao Zivang, secretario general del Partido Comunista, y con Jiang Zemin, futuro presidente chino y entonces secretario del Comité del Partido en Shanghai. El mensaje de Friedman a Jiang tenía reminiscencias de aquel otro consejo que el propio economista había dado a Pinochet cuando el proyecto chileno empezó a ir de capa caída: no se pliegue a las presiones y no se inmute. «Yo hice especial hincapié en la importancia tanto de la privatización y los mercados libres como del hecho de que se liberalizase de golpe», recordaba Friedman. En un memorando al secretario general del Partido Comunista, Friedman puso el acento en la necesidad de más (no de menos) terapia de shock. «Los pasos iniciales de China hacia la reforma han tenido un éxito espectacular. China puede hacer progresos aún más extraordinarios si pone más énfasis en los mercados privados libres». Poco después de regresar a Estados Unidos de aquel viaje, Friedman, recordando las críticas que había tenido que soportar por haber asesorado a Pinochet, escribió «por pura travesura» una carta al director de un periódico estudiantil en la que denunció a sus críticos por su doble rasero. Friedman explicaba que acababa de pasar doce días en China, fundamentalmente, como un «invitado» de «diversos organismos gubernamentales», y se había reunido con altos dirigentes del Partido Comunista. Y, sin embargo, esas reuniones no habían provocado indignación alguna entre los defensores de los derechos humanos en las universidades estadounidenses, según señalaba Friedman. «Curiosamente, di el mismo consejo a China que a Chile.» Y concluía preguntándose con sarcasmo, «¿debería estar preparado para una avalancha de protestas por haber estado dispuesto a asesorar a un gobierno tan maléfico?». Meses después, aquella «traviesa» carta adquiriría connotaciones mucho más siniestras cuando el gobierno chino empezó a emular muchas de las tristemente famosas tácticas de Pinochet.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 283
 
 
El viaje de Friedman no surtió el efecto deseado. Las fotos publicadas en los diarios oficiales en las que se podía ver al profesor dando sus bendiciones a los burócratas del partido no consiguieron hacer «entrar en razón» a la población. En los meses siguientes, las protestas se volvieron más firmes y radicales. Los signos más visibles de la oposición eran las manifestaciones de estudiantes en huelga en la plaza de Tiananmen. Estas históricas protestas fueron descritas de forma casi unánime en los medios internacionales como una confrontación entre unos estudiantes modernos e idealistas, deseosos de la implantación de libertades democráticas de corte occidental, y la vieja guardia autoritaria, que pretendía salvaguardar el Estado comunista. Recientemente, ha surgido otro análisis sobre el significado de lo acontecido en su momento en Tiananmen que pone en cuestión la versión mayoritaria y atribuye al friedmanismo un lugar central en aquella historia. Este relato alternativo ha sido propuesto, entre otros, por Wang Hui, uno de los organizadores de las protestas de 1989 y que es hoy uno de los más destacados intelectuales de la conocida como «nueva izquierda» de China. En su libro China's New Order, publicado en 2003, Wang explica que los manifestantes reunían a una amplia representación de sectores diversos de la sociedad china y no sólo a estudiantes universitarios de élite: también había obreros industriales, pequeños empresarios y profesores. Lo que encendió las protestas, según recuerda, fue el descontento popular con los cambios económicos «revolucionarios» de Deng, consistentes en una reducción salarial y una subida de precios, y que causaron «una crisis de despidos masivos y desempleo». Según Wang, «estos cambios actuaron de catalizador de la movilización social de 1989». Las manifestaciones no iban dirigidas contra el hecho de que se produjera una reforma económica, sino contra la naturaleza específicamente friedmanita de las reformas: su velocidad, su carácter implacable y el carácter marcadamente antidemocrático del proceso. Wang dice que la petición de elecciones y de libertad de expresión que hacían los manifestantes estaba estrechamente ligada a esa otra discrepancia en el apartado económico. Lo que impulsaba la demanda de democracia era el hecho mismo de que el partido estuviese imponiendo cambios de alcance revolucionario sin el más mínimo consentimiento popular previo. En ese sentido, Wang escribe que «lo que se pedía, en general, eran medios democráticos para supervisar la equidad del proceso de reforma y de reorganización de las prestaciones sociales». Estas peticiones obligaron al Politburó a decantarse por una opción clara y determinada. La alternativa no era, como tantas veces se ha dicho, entre democracia y comunismo, o entre «reforma» y «vieja guardia». La decisión pasaba por un cálculo más complejo: ¿debía el partido llevar adelante su programa de libre mercado a toda costa, lo que significaba pasar por encima de los cadáveres de los manifestantes si era necesario? ¿O debía ceder a las peticiones de democracia de éstos, ceder su monopolio sobre el poder y arriesgarse a un serio revés en su proyecto económico? Algunos de los reformistas de libre mercado que había dentro del partido, entre los que destacaba el secretario general, Zhao Zivang, parecían dispuestos a apostar por la democracia, convencidos de que la reforma económica y la política podían ser aún compatibles. Pero había otros elementos más poderosos del propio partido que no deseaban en absoluto asumir ese riesgo. Pronto se conocería el veredicto: el Estado iba a proteger su programa de «reforma» económica aplastando a los manifestantes. Ése fue el claro mensaje que el gobierno de la República Popular China transmitió cuando, el 20 de mayo de 1989, declaró la ley marcial. El 3 de junio, los tanques del Ejército Popular de Liberación avanzaron contra las concentraciones de protesta disparando indiscriminadamente sobre los manifestantes, Los soldados irrumpieron violentamente en los autobuses en los que se refugiaban numerosos estudiantes manifestados y los golpearon con sus porras; otro conjunto de tropas atravesó las barricadas que protegían la plaza de Tiananmen —donde los estudiantes habían erigido una estatua representativa de la Diosa de la Democracia— y detuvieron a los organizadores. Por todo el país tuvieron lugar redadas similares al mismo tiempo. Nunca tendremos estimaciones fiables del número de personas muertas y heridas durante aquellos días. El partido admite únicamente unos cuantos centenares, pero los testimonios de los testigos visuales de los hechos en aquel entonces sitúan la cifra de muertos entre los 2000 y los 7000, y la de heridos, hasta en 30 000. Lo que siguió a las protestas fue una caza de brujas nacional contra todos los críticos y los oponentes del régimen. Unos 40 000 fueron arrestados, miles acabaron en prisión y muchos de ellos (puede que centenares) fueron ejecutados. Como ya sucediera en América Latina, el gobierno reservó su represión más dura para los obreros industriales, que representaban la amenaza más directa para el capitalismo desregulado. «La mayoría de los arrestados y prácticamente todos los que fueron ejecutados eran obreros. El sometimiento sistemático de los detenidos a palizas y a torturas se convirtió en una práctica ampliamente publicitada con el fin evidente de aterrorizar a la población», según escribe Maurice Meisner. La masacre fue tratada mayoritariamente en la prensa occidental como un nuevo ejemplo de la brutalidad comunista: del mismo modo que Mao había liquidado a sus oponentes durante la Revolución Cultural, ahora Deng, «el Carnicero de Pekín», aplastaba a sus críticos bajo la atenta mirada del retrato gigante de Mao. En uno de sus titulares, el Wall Street Journal afirmaba que «las duras medidas tomadas por China amenazan con retrasar el impulso reformista de los últimos diez años», como si Deng hubiese sido un enemigo de aquellas reformas y no su más dedicado defensor, hasta el punto de estar decidido a llevarlas a un nuevo y más audaz terreno. Cinco días después de la sangrienta ofensiva represora, Deng pronunció un discurso ante la nación y dejó meridianamente claro que lo que estaba protegiendo con aquella actuación no era el comunismo, sino el capitalismo. Tras tachar a los manifestantes de «grupo donde se refugiaban buena parte de los desechos de la sociedad», el presidente chino confirmó el compromiso del partido con la terapia de shock económica. «En resumidas cuentas, esto era una prueba y la hemos superado», dijo Deng. Y añadió: «Quizás este episodio negativo nos permita seguir adelante con la reforma y con la política de puertas abiertas a un ritmo mejor y más constante, incluso más rápido. […] No nos hemos equivocado. No hay ningún error en los cuatro principios esenciales [de la reforma económica]. Si algún problema existe al respecto, es que dichos principios no han sido implementados aún de manera suficientemente exhaustiva».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 284
 
 
Una de las certezas que reveló Tiananmen fue la asombrosa similitud entre las tácticas del comunismo autoritario y las del capitalismo de la Escuela de Chicago por su voluntad común de hacer desaparecer a los oponentes, de borrar toda resistencia del panorama para empezar de nuevo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 290
 
 
Toda historia (y las que se cuentan sobre los países en transición con aún más razón) tiene gran parte de mito. Pero la que habitualmente se narra sobre lo acontecido en Polonia y China mejora con mucho la realidad. En Polonia, la democracia fue empleada como arma contra los «mercados libres» en la calle y en las urnas. En China, por su parte, el impulso del capitalismo sin restricciones arrolló a la democracia en la plaza de Tiananmen, pero el shock y el terror desataron uno de los booms inversores más lucrativos y sostenidos de la historia moderna. Un nuevo milagro nacido de una masacre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 295
 
 
Rassool Snyman, activista anti-apartheid durante muchos años, me describió la trampa con toda crudeza. «Nunca nos liberaron. Lo único que hicieron fue quitarnos la cadena del cuello para ponérnosla en los tobillos». Yasmin Sooka, una destacada activista sudafricana de los derechos humanos, me explicó que la transición «fue una advertencia del gran capital que nos dijo: “Nos quedaremos con todo y vosotros [el ANC] gobernaréis sólo nominalmente. […] Podéis tener poder político, podéis tener una fachada de gobierno, pero la acción de gobierno real se producirá en otra parte”». Fue el característico proceso de infantilización que tan común resulta en los llamados países «en transición»: a los nuevos gobiernos se les dan las llaves de la casa, pero no la combinación de la caja fuerte.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 311
 
 
La terapia de shock siempre tiene mucho de escenificación dramática de cara al mercado: ahí radica parte del fundamento teórico sobre el que se sustenta. La Bolsa adora esos momentos con un fuerte componente de gestión, y promocionados a bombo y platillo, que disparan los precios de las acciones y que suelen venir propiciados por la salida a bolsa de una compañía importante, por el anuncio de una gran fusión o por el fichaje de un presidente ejecutivo de gran fama por parte de una empresa importante. Cuando los economistas instan a los países a anunciar un paquete de medidas de terapia de shock generalizada, su consejo se basa en parte en la conveniencia de imitar esos acontecimientos dramáticos de los mercados y provocar una estampida (aunque, en ese caso, en lugar de vender acciones de una empresa, lo que se vende es un país entero). La respuesta esperada es simple: «¡Compren participaciones argentinas!», «¡Compren bonos bolivianos!». Un enfoque más lento y cuidadoso podría resultar menos brutal, pero privaría al mercado de esas burbujas especulativas durante las que se gana dinero de verdad. La terapia de shock siempre supone una apuesta destacada en un juego de azar, pero en Sudáfrica no salió bien: el grandilocuente gesto de Mbeki no logró atraer inversiones a largo plazo y propició únicamente apuestas especulativas que acabaron devaluando aún más la moneda.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 320
 
 
Tras más de una década transcurrida desde que Sudáfrica emprendió su decidido giro hacia el thatcherismo, los resultados de este experimento de justicia por filtración descendente son escandalosos: Desde 1994, año en que el ANC asumió el poder, se ha duplicado el número de personas con ingresos diarios inferiores a 1 dólar, que ha pasado de los 2 millones de entonces a los 4 millones de 2006. Entre 1991 y 2002, el índice de desempleo de los sudafricanos ha crecido de un 23% a un 48% (más del doble). De los 35 millones de ciudadanos negros de Sudáfrica, sólo 5000 ganan más de 60 000 dólares anuales. El número de blancos que supera ese umbral de ingresos es veinte veces superior y muchos superan holgadamente esa cantidad. El gobierno del ANC ha construido 1,8 millones de viviendas, pero, durante ese mismo período, 2 millones de personas han perdido sus hogares. Cerca de 1 millón de personas han sido desalojadas de sus granjas y explotaciones agrícolas durante la primera década de democracia. Esos desalojos han comportado que el número de chabolistas haya aumentado en un 50%. En 2006, más de uno de cada cuatro sudafricanos vivían en chabolas situadas en poblados no regulados de las afueras de las grandes ciudades, muchos de ellos sin agua corriente ni electricidad.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 329
 
 
A los líderes que, como Mandela, recorrían el circuito de la globalización se les insistía machaconamente en que hasta los gobiernos más izquierdistas se estaban adhiriendo al Consenso de Washington: los comunistas de Vietnam y China lo estaban haciendo, y también los sindicalistas que habían llegado al poder en Polonia y los socialdemócratas de Chile, que se habían podido liberar por fin de Pinochet. Hasta los rusos habían visto la luz neoliberal: cuando el ANC se hallaba en la parte más ardua de las negociaciones, Moscú cayó presa de una especie de frenesí alimentador de la gran empresa privada y empezó a vender a toda prisa los activos estatales a antiguos apparatchiks del partido transformados en empresarios. Si Moscú había cedido, ¿qué podía esperar una panda harapienta de luchadores por la libertad en Sudáfrica? ¿Acaso creían que iban a ser capaces de resistirse a una marea global de tan descomunal energía? Ése, al menos, era el mensaje que transmitían los abogados, los economistas y los trabajadores sociales que componían la «industria de la transición»: los equipos de expertos que tanto acuden a un país desgarrado por la guerra como saltan luego a una ciudad asolada por la crisis, agasajando a los abrumados nuevos políticos del lugar con las más recientes buenas prácticas de Buenos Aires, el relato triunfal más inspirador de Varsovia o el rugido más temible de los Tigres asiáticos. Los «transicionólogos» (como los ha denominado el politólogo de la Universidad de Nueva York Stephen Cohen) tienen una ventaja intrínseca sobre los políticos a los que asesoran: constituyen una clase hipermóvil, mientras que los líderes de los movimientos de liberación son inherentemente más «introvertidos» en sus miras y en sus puntos de referencia. Las personas que encabezan intensas transformaciones nacionales están, por naturaleza, más centradas en sus propios discursos y en sus luchas por el poder, y, a menudo, se muestran incapaces de prestar la debida atención al mundo que hay más allá de sus fronteras. Y es una lástima, porque, si los líderes del ANC hubiesen sido capaces de penetrar en la propaganda de la transicionología y llegar al otro lado para descubrir por sí mismos lo que realmente estaba sucediendo en Moscú, Varsovia, Buenos Aires y Seúl, habrían podido ver un panorama muy distinto.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 331
 
 
Gorbachov sabía que el único modo de imponer la terapia de shock defendida por el G-7 y el FMI era por la fuerza (como también sabían muchos de los occidentales que presionaban a favor de esa clase de políticas).
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 336
 
 
La conversión de Rusia al capitalismo tuvo mucho en común con los métodos corruptos que habían desatado las protestas de la plaza de Tiananmen en China dos años antes.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 339
 
 
El presidente reunió inmediatamente a un equipo de economistas, muchos de los cuales habían formado, durante los años finales del comunismo, una especie de club de lectura del libre mercado en el que leían los textos básicos de los pensadores de la Escuela de Chicago y comentaban cómo podían aplicarse aquellas teorías en el caso de Rusia. Aunque nunca habían estudiado en Estados Unidos, eran unos seguidores tan fieles de Milton Friedman que la prensa rusa dio en llamar al equipo de Yeltsin «los muchachos de Chicago» por imitación de la denominación de los Chicago Boys originales, una expresión cuyas reminiscencias históricas encajaban, además, a la perfección en el contexto de la próspera economía del mercado negro en Rusia. En Occidente se les bautizó como «los jóvenes reformadores». La cabeza visible del grupo era Yegor Gaidar, a quien Yeltsin nombró como uno de sus dos viceprimeros ministros. Piotr Aven, ministro de Yeltsin entre 1991 y 1992, y que también formó parte de ese núcleo duro, diría, a propósito de su antigua camarilla, que «el complejo de superioridad que, por desgracia, afectaba a nuestros reformadores les llevaba a identificarse con el mismísimo Dios».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 340
 
 
«El programa de la Escuela de Chicago tomó desprevenido al país», recordaría más tarde uno de los asesores económicos originales de Yeltsin. Pero aquélla fue una sorpresa deliberada que formaba parte de la estrategia de Gaidar consistente en desencadenar un cambio tan súbito y rápido que no hubiera resistencia posible al mismo. El problema al que se enfrentaba su equipo era el habitual: la amenaza de que la democracia obstruyera sus planes. Los rusos no querían que su economía fuese organizada por un comité central comunista, pero la mayoría seguían creyendo firmemente en la redistribución de la riqueza y en la necesidad de un papel activo del Estado. Al igual que los partidarios de Solidaridad en Polonia, el 67% de los rusos declaraba en los sondeos realizados en 1992 que las cooperativas de trabajadores eran la forma más equitativa de privatizar los activos del Estado comunista y un 79% decía que el mantenimiento del pleno empleo debía ser una función central del gobierno. Eso significaba que si el equipo de Yeltsin hubiese sometido sus planes al debate democrático en lugar de lanzarlos como una ofensiva encubierta sobre una población profundamente desorientada ya de por sí, la revolución de la Escuela de Chicago no habría tenido posibilidad alguna de triunfar.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 342
 
 
Vladimir Mau, que fue asesor de Boris Yeltsin durante ese período, explicaba que «la situación más favorable para la reforma» es aquélla en la que «la población está cansada, agotada, tras la lucha política previa. […] Por eso el gobierno confiaba, en vísperas de la liberalización de los precios, en la imposibilidad de una confrontación social radical o de una revuelta popular que lo derrocase». Una abrumadora mayoría de los rusos —el 70%— se oponían al levantamiento de los controles de precios, según Mau, pero «pudimos ver que la gente, tanto entonces como ahora, se centraba sobre todo en el producto de sus parcelas de cultivo privadas y, en general, en sus circunstancias económicas individuales». Joseph Stiglitz, que, por aquel entonces, ejercía de economista principal en el Banco Mundial, resumió la mentalidad que guiaba a los «terapeutas» del shock. Sus metáforas deberían resultarnos ya familiares: «Sólo una táctica de Blitzkrieg durante la “ventana de oportunidad” abierta por la “neblina de la transición” permitiría que los cambios pudiesen realizarse antes de que la población tuviera posibilidad alguna de organizarse para proteger sus propios intereses creados previos». En resumidas cuentas, la doctrina del shock. Stiglitz llamó a los reformadores rusos «bolcheviques del mercado» por su afición a las revoluciones que cursan con cataclismo. Pero mientras que los bolcheviques originales pretendían construir su Estado de planificación centralizada sobre las cenizas del viejo, los bolcheviques del mercado creían en una suerte de magia: sí se creaban las condiciones propicias para la generación de beneficios, el propio país se reconstruiría por sí solo, sin necesidad de planificación alguna. (Aquella misma fe reaparecería una década después, en Irak.) Yeltsin hizo promesas descabelladas afirmando que «durante, aproximadamente, seis meses, las cosas empeorarían», pero, luego, se iniciaría la recuperación y, en breve, Rusia se convertiría en un titán económico, en una de las cuatro principales economías del mundo. Lo cierto es que la lógica que había detrás de esta «destrucción creativa» (tal como se la denominaba) apenas generó creación, pero sí que dio pie a un proceso destructivo en espiral. Tras sólo un año, la terapia de shock ya se había cobrado un peaje devastador: millones de rusos de clase media perdieron los ahorros de toda su vida cuando el dinero perdió su valor y los bruscos recortes de los subsidios provocaron que millones de trabajadores no cobrasen salario alguno durante meses. El ruso medio consumía un 40% menos en 1992 que en 1991 y un tercio de la población cayó por debajo del umbral de pobreza. La clase media se veía obligada a vender sus pertenencias personales en puestos callejeros improvisados, mientras los economistas de la Escuela de Chicago ensalzaban aquellos actos como síntomas de un gran «espíritu emprendedor» y como prueba de que el renacimiento capitalista estaba ya en marcha, aunque fuera poco a poco (¡ciertamente!: una reliquia de familia por aquí, una americana de segunda mano por allá…). Con el paso de las semanas, sin embargo, y como había ocurrido en Polonia, los rusos acabaron recuperando la orientación y empezaron a exigir el fin de aquella sádica aventura económica («No más experimentos» era uno de los graffitis más populares en el Moscú de la época). Presionado por los votantes, el parlamento electo del país —el mismo órgano que había apoyado el ascenso al poder de Yeltsin— decidió que había llegado la hora de frenar al presidente y a sus sucedáneos de Chicago Boys. En diciembre de 1992, los parlamentarios votaron la destitución de Yegor Gaidar y, tres meses después, en marzo de 1993, aprobaron revocar los poderes especiales que habían concedido a Yeltsin para que éste impusiera sus leyes económicas por decreto. Se había agotado el período de gracia y los resultados habían sido pésimos; a partir de aquel momento, las leyes tendrían que pasar por el parlamento, una medida común y convencional en cualquier democracia liberal, y que se ajustaba, además, a los procedimientos fijados en la constitución rusa.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 343
 
 
En lo que sería el tercer shock traumático que infligió al pueblo ruso, Yeltsin ordenó al ejército que ocupara y desalojara la Casa Blanca rusa, y que le prendiera fuego, y las fuerzas armadas cumplieron la orden, aunque fuera a regañadientes. De ese modo, el presidente dejaba carbonizado el edificio sobre cuya defensa se había labrado su reputación apenas dos años antes. Puede que el comunismo desapareciera de la noche a la mañana sin que se disparara un solo tiro, pero el capitalismo de los de Chicago sí que necesitó una gran dosis de artillería para defenderse: Yeltsin movilizó a 5000 soldados, decenas de tanques y vehículos de transporte blindado, helicópteros y tropas de asalto de élite armadas con ametralladoras automáticas, y todo para defender a la nueva economía capitalista de Rusia de la grave amenaza de la democracia.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 350
 
 
Yeltsin es visto por la historia más como un bufón corrupto que como un hombre duro y de aspecto amenazador. Pero sus políticas económicas y las guerras que promovió para protegerlas contribuyeron significativamente a aumentar el recuento de víctimas de la cruzada de la Escuela de Chicago, una cifra que no ha dejado de aumentar sistemáticamente desde lo sucedido en Chile durante los años setenta. A las víctimas del golpe de octubre perpetrado por Yeltsin, hay que añadir el elevadísmo número de muertos en las guerras de Chechenia (según las estimaciones, unos 100 000 civiles). Ahora bien, las mayores masacres que precipitó el anterior máximo mandatario ruso fueron aquellas que se produjeron «a cámara lenta», pero con una mortandad mucho mayor: me refiero a los «daños colaterales» de la terapia económica de shock. Nunca tantas personas han perdido tanto en tan poco tiempo sin que existiera una hambruna, una plaga o una batalla de grandes proporciones. Desde el inicio de la «transición» hasta 1998, más del 80% de las granjas y las explotaciones agrícolas rusas habían quebrado, y, aproximadamente, unas 70 000 fábricas de titularidad estatal habían sido clausuradas, dejando como rastro una auténtica epidemia de desempleo. En 1989, antes de la terapia de shock, vivían en la Federación Rusa bajo el umbral de pobreza (es decir, con ingresos inferiores a los cuatro dólares diarios) dos millones de personas. A mediados de la década de 1990, cuando los «terapeutas» del shock ya habían administrado su «amarga medicina», eran 74 millones de rusos y rusas los que vivían por debajo de ese umbral, según el Banco Mundial. Eso significa que de lo que verdaderamente pueden vanagloriarse las «reformas económicas» rusas es del empobrecimiento absoluto de 72 millones de personas en sólo ocho años. En 1996, el 25% de los rusos (casi 37 millones de personas) vivían en una situación de pobreza calificada de «desesperada». Aunque millones de rusos han salido de la pobreza en estos últimos años —gracias, sobre todo, al aumento de los precios del petróleo y del gas—, la infraclase de las personas pobres de solemnidad se ha convertido en un fenómeno permanente en Rusia (y con él, las enfermedades relacionadas con ese estatus de marginación). Pese a lo miserable que era la vida durante el comunismo —con unos pisos sobreocupados y dotados de insuficiente calefacción—, los rusos disponían al menos de una vivienda; en 2006, el gobierno reconoció que, en el país, hay 715 000 niños sin hogar (una cifra que, según UNICEF, alcanza en realidad los 3,5 millones de niños y niñas).
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 365
 
 
Durante la Guerra Fría, la generalizada incidencia del alcoholismo era siempre señalada en Occidente como prueba de que la vida bajo el comunismo era tan deprimente que los rusos precisaban de grandes dosis de vodka para soportarla. Con la llegada del capitalismo, sin embargo, los rusos beben el doble de alcohol del que solían beber y se están aficionando también a otros analgésicos más contundentes. El zar antidroga de Rusia, Aleksandr Mijailov, dice que el número de consumidores se incrementó en un 900% entre 1994 y 2004 hasta alcanzar los 4 millones de personas, muchas de ellas adictas a la heroína. La epidemia de la droga ha repercutido también en la incidencia de otro asesino silencioso: en 1995, un total de 50 000 rusos eran seropositivos al VIH. En sólo dos años, esa cifra ya se había duplicado; diez años después, según UNAIDS, casi un millón de rusos y rusas eran seropositivos al VIH. Éstas son las muertes lentas, pero también las hay rápidas. Nada más introducirse la terapia de shock en 1992, el ya de por sí elevado índice de suicidios en Rusia empezó a aumentar; en 1994, punto álgido de las «reformas» de Yeltsin, la tasa de suicidios escaló hasta situarse casi en el doble de la que se registraba ocho años antes. Los rusos también se mataban entre sí con mucha mayor frecuencia: en 1994, los crímenes violentos se habían multiplicado por más de cuatro. «¿Qué han ganado nuestra patria y su pueblo con estos quince criminales años anteriores?», se preguntaba Vladimir Gusev, un académico moscovita, en una manifestación prodemocrática en 2006. «Estos años de capitalismo asesino han matado al 10% de nuestros habitantes.» Y lo cierto es que la población rusa se encuentra en franco (y acelerado) declive. El país pierde aproximadamente unos 700 000 habitantes al año. Entre 1992, el primer año completo de terapia de shock, y 2006, la población de Rusia menguó en 6,6 millones de habitantes. Hace tres décadas, André Gunder Frank, el economista de los de Chicago, disidente escribió una carta a Milton Friedman acusándole de «genocidio económico». Actualmente, muchos rusos describen la lenta desaparición de sus conciudadanos y conciudadanas empleando términos similares. Esta miseria planificada resulta aún más grotesca si pensamos que la riqueza acumulada por la élite es exhibida en Moscú como en ningún otro lugar del mundo con la salvedad, quizás, de un puñado de emiratos petrolíferos. En la Rusia actual, la riqueza está tan estratificada que los ricos y los pobres parecen vivir no sólo en países distintos, sino también en siglos diferentes. Una de esas «zonas horarias» es el centro de Moscú, transformado a pasos acelerados en una ciudad del pecado futurista del siglo XXI, donde los oligarcas se desplazan toda prisa de un lado a otro en convoyes de Mercedes negros protegidos por soldados mercenarios de primer nivel, y donde los gestores de dinero occidentales se ven seducidos por la laxitud de la normativa de inversiones durante el día y por las prostitutas facilitadas por gentileza de sus anfitriones durante la noche. Como ejemplo de la vida en la otra zona horaria, baste la respuesta de una adolescente de provincias de diecisiete años de edad a la pregunta de cuáles eran sus esperanzas para el futuro: «Es difícil hablar del siglo XXI cuando estás sentada aquí, leyendo a la luz de una vela. El siglo XXI importa bien poco. Aquí estamos en el siglo XIX».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 367
 
 
 
 
… los treinta años de historia del experimento de la Escuela de Chicago han estado salpicados constantemente por episodios de corrupción masiva y de colusión corporativista entre los Estados policiales y las grandes empresas, como bien muestran los ejemplos de los «pirañas» chilenos, las privatizaciones entre amigos de Argentina, los oligarcas rusos, el juego de trile que organizó Enron con la energía en Estados Unidos o la llamada «zona libre de fraude» de Irak. Lo que se busca precisamente con la terapia de shock es abrir una oportunidad para la obtención inmediata de enormes y lucrativos beneficios, pero no a pesar de las ilegalidades, sino, justamente, gracias a ellas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 372
 
 
La mejor manera de entender el movimiento que Milton Friedman lanzó en la década de los cincuenta es concibiéndolo como una ofensiva del capital multinacional destinada a reconquistar la «frontera» colonial (sumamente lucrativa y sin ley) que tanto admiraba Adam Smith (antepasado intelectual de los neoliberales de hoy en día), aunque imprimiéndole un nuevo giro. En lugar de hacer campaña por las «naciones salvajes y bárbaras» de las que hablaba Smith y en las que no imperaba la ley occidental (una opción que ya no resultaba practicable en los años setenta del siglo XX), el nuevo movimiento se fijó como propósito el desmantelamiento sistemático de las leyes y las regulaciones existentes para recrear esa alegalidad anterior. Y allí donde los colonos de Smith obtenían su lucrativa rentabilidad de la apropiación de «tierras baldías» a cambio de «una insignificancia», las multinacionales actuales consideran territorio a conquistar y del que apropiarse toda una serie de programas estatales, activos públicos y bienes y servicios que no estén todavía en venta: los servicios postales, los parques nacionales, las escuelas, la seguridad social, la ayuda para los damnificados en los desastres y cualquier otro ámbito que pueda estar administrado públicamente. Para la teoría económica de la Escuela de Chicago, el Estado es hoy una frontera colonial que los conquistadores empresariales saquean con la misma determinación y energía implacables con la que sus predecesores arrasaron con el oro y la plata de los Andes para llevárselo consigo. Si Smith previó en su época que algún día los terrenos verdes y fértiles de la Pampa y de las Grandes Praderas podrían convertirse en explotaciones agrícolas rentables, Wall Street ha visto en décadas recientes «oportunidades» parecidas en la telefónica de Chile, en las líneas aéreas de Argentina, en los nacimientos petrolíferos de Rusia, en el sistema de traída de aguas de Bolivia, en las ondas de la radiotelevisión estadounidense o en las fábricas de Polonia: todos ellos «terrenos verdes» construidos con riqueza pública, pero vendidos por una insignificancia. Tampoco podemos olvidar los tesoros que se han generado encargando al Estado la imposición de patentes y precios a formas de vida y a recursos naturales que jamás hubiéramos soñado que podían convenirse en artículos comerciales: semillas, genes… incluso el dióxido de carbono de la atmósfera terrestre. En su búsqueda insaciable de nuevas fronteras en el ámbito público para el lucro privado, los economistas de la Escuela de Chicago son como los cartógrafos de la era colonial, que tan pronto identificaban nuevas vías fluviales a través de la Amazonia como marcaban la ubicación de un supuesto alijo de oro potencial custodiado en el interior de un templo inca. La corrupción ha sido un elemento tan habitual de estas fronteras contemporáneas como lo fue durante las fiebres del oro coloniales. Como los acuerdos de privatización más significativos se firman siempre en medio del tumulto generado por una crisis económica o política, no impera casi nunca en esos momentos un marco legislativo claro ni unas autoridades reguladoras efectivas: el ambiente es caótico y los precios son tan flexibles como los dirigentes políticos. Lo que hemos estado viviendo durante tres décadas ha sido un capitalismo de frontera, una frontera que ha ido cambiando constantemente de ubicación, de crisis en crisis, trasladándose tan pronto como la ley se ha ido poniendo al día de la situación en cada nuevo lugar.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 373
 
 
Los regímenes que impusieron privatizaciones masivas en Argentina y Bolivia eran considerados en Washington ejemplos de cómo podía imponerse la terapia de shock de forma pacífica y democrática sin necesidad de golpes de Estado ni de represión. Pero, si bien es cierto que ninguno de los dos accedió al poder por medio de cañonazos, no deja de ser significativo que lo abandonaran en medio de ellos.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 378
 
 
En gran parte del hemisferio sur, se suele hablar del neoliberalismo como de una especie de «segundo saqueo colonial»: en el primero, las riquezas fueron confiscadas del terreno, mientras que, en el segundo, fue el Estado el que quedó despojado de ellas. Tras cada uno de esos frenesís de lucro vienen las consabidas promesas: la próxima vez, habrá leyes firmes antes de que se vendan los activos de un país y la totalidad del proceso será vigilada por reguladores e investigadores con ojos de lince y una ética impecable. La próxima vez, se procederá a un proceso de «construcción institucional» previo a las privatizaciones (por emplear la jerga que se ha puesto en boga tras lo acaecido en Rusia). Pero pedir ley y orden después de que todos los beneficios hayan sido ya trasladados al extranjero constituye, precisamente, un modo de legalizar a posteriori el robo cometido, del mismo modo que los colonos europeos se aseguraban por medio de tratados sus anteriores confiscaciones de territorio. La ilegalidad de la frontera, como bien entendió Adam Smith, no es el problema, sino el elemento central, una parte tan consustancial del juego como los actos de contrición post facto y las promesas de hacerlo mejor la próxima vez.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 378
 
 
Visto en retrospectiva, no hay duda de que Rusia marcó el comienzo de un nuevo capítulo en la evolución de la cruzada de la Escuela de Chicago.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 381
 
 
Visto en retrospectiva, no hay duda de que Rusia marcó el comienzo de un nuevo capítulo en la evolución de la cruzada de la Escuela de Chicago. El Tesoro estadounidense y el FMI habían tenido cierto interés en que los experimentos previos, realizados en los laboratorios de la terapia de shock de los años setenta y ochenta, resultasen un éxito (por superficial que éste fuera) precisamente por su condición de experimentos, ya que se suponía que tenían que servir de modelos a seguir por otros países. Las dictaduras latinoamericanas de los años setenta fueron recompensadas por sus ataques contra los sindicatos y por su política de apertura de fronteras con una concesión sistemática de préstamos (préstamos que se otorgaban pese a la persistencia de determinadas desviaciones con respecto a la ortodoxia de la Escuela de Chicago, como el continuado control estatal chileno sobre las mayores minas de cobre del mundo o la lentitud privatizadora de la Junta Militar argentina). Bolivia, como primera democracia en adoptar la terapia de shock en los años ochenta, recibió nuevas ayudas y vio condonada una parte de su deuda externa (y mucho antes de que Goni procediera con las privatizaciones de los años noventa). En el caso de Polonia, primer país del bloque oriental en imponer la terapia de shock, Sachs no tuvo problemas a la hora de conseguir préstamos sustanciales a pesar, también, de que las grandes privatizaciones se ralentizaron y llegaron incluso a tambalearse cuando el plan original chocó con una intensa oposición. Rusia fue diferente. «Demasiado shock sin suficiente terapia», fue el diagnóstico generalizado de la situación allí vivida. Las potencias occidentales se mostraron totalmente intransigentes en su exigencia de que se llevaran a cabo allí las «reformas» más dolorosas, pero, al mismo tiempo, evidenciaron una reiterada mezquindad en cuanto a la cuantía de las ayudas que ofrecían a cambio. Hasta el mismísimo Pinochet había amortiguado las penalidades de la terapia de shock con programas de obtención de alimentos para los niños más pobres. Los prestamistas de Washington, sin embargo, no vieron motivo alguno para ayudar a que Yeltsin pudiese hacer lo mismo y empujaron al país hacia su particular pesadilla hobbesiana.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 381
 
 
Sachs dice que el Plan Marshall evidenció que, «cuando en un país reina el caos, no podemos esperar que vuelva a levantarse de forma equilibrada y coherente por sí solo sin más. Así que, para mí, lo verdaderamente interesante del Plan Marshall […] es el modo en que una modesta inyección monetaria creó una base para que la recuperación económica [de Europa] se pudiese afianzar».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 383
 
 
El Plan Marshall fue la última arma desplegada en ese frente económico. Tras la guerra, la economía alemana estaba sumida en la crisis y amenazaba con arrastrar al resto de la Europa occidental. Al mismo tiempo, eran tantos los alemanes atraídos por el socialismo que el gobierno estadounidense optó por dividir Alemania en dos partes antes que arriesgarse a perderla por completo (consumida por el colapso económico o conquistada por la izquierda). En la Alemania Occidental, el gobierno de Estados Unidos aprovechó el Plan Marshall para construir un sistema capitalista, no con la intención de crear mercados rápidos y fáciles para Ford y Sears, sino para que fuese un éxito en sí mismo y, de ese modo, contribuyese a revitalizar la economía de mercado en Europa y despojase al socialismo de todo su atractivo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 387
 
 
Ahí radicó la verdadera tragedia de la promesa hecha a los polacos y a los rusos: en hacerles creer que sí seguían la terapia de shock, se despertarían de pronto en un «país europeo normal». Esos países europeos normales (con sus sólidos sistemas de protección social y laboral, sus potentes sindicatos y su sanidad socializada) surgieron, precisamente, del compromiso entre comunismo y capitalismo. Cuando la necesidad de llegar a un compromiso desapareció, todas esas políticas sociales moderadoras se vieron sometidas a un auténtico asedio tanto en la propia Europa occidental como en Canadá, Australia y Estados Unidos. Nadie iba a introducirlas en Rusia y, desde luego, bajo ningún concepto iban a estar subvencionadas con fondos occidentales. Esta liberación de toda restricción es, en esencia, el núcleo de la teoría económica de la Escuela de Chicago (también conocida como neoliberalismo o, en Estados Unidos, neoconservadurismo): no se trata de ningún invento novedoso, sino del capitalismo de siempre despojado de sus anteriores añadiduras Keynesianas. Es el capitalismo en su fase monopolística, un sistema que se ha «soltado la melena», por así decirlo: que ya no tiene que esforzarse en cuidarnos como a clientes, que ya puede ser tan antisocial, antidemocrático y grosero como le plazca. Mientras el comunismo fue una amenaza, el acuerdo de caballeros vigente permitió que el keynesianistno sobreviviese; en cuanto el sistema alternativo perdió terreno, pudo erradicarse todo rastro del anterior compromiso y entregarse a la meta purista que Friedman había fijado para su movimiento medio siglo antes. Eso era realmente lo que Fukuyama estaba anunciando con su dramática proclamación del «fin de la historia» en la conferencia impartida en la Universidad de Chicago en 1989: no afirmaba, en realidad, que no hubiera otras ideas en el mundo, sino, simplemente, que, con la caída del comunismo, no había otras ideas suficientemente poderosas como para competir codo con codo con el capitalismo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 390
 
 
Durante toda la jornada, los participantes en aquella conferencia habían estado regodeándose en su pasatiempo de economistas favorito: diseñar estrategias para conseguir que unos políticos, en principio reacios, acaben adoptando políticas que son impopulares entre los votantes. ¿Con qué inmediatez debe ponerse en práctica la terapia de shock tras las elecciones? ¿Resulta más eficaz con partidos de centro-izquierda que con partidos derechistas porque la ofensiva de los primeros es más inesperada? ¿Es mejor advertir a la población o tomarla por sorpresa con la «política del vudú»? Aunque la conferencia se titulaba «La economía política de la reforma» —un título tan deliberadamente insulso que parecía diseñado para ahuyentar el interés de los medios de comunicación—, uno de los participantes comentó maliciosamente que de lo que trataba, en realidad, era de la «economía maquiavélica».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 392
 
 
En su charla, Williamson no ofreció advertencia alguna sobre la necesidad imperativa de salvar a los países de las crisis; todo lo contrario: habló extasiadamente de los sucesos catastróficos. Recordó a sus oyentes la irrefutable evidencia de que sólo cuando los países sufren de verdad, acceden a tragar la amarga medicina del mercado; sólo cuando se hallan en estado de shock, se tumban en la camilla para que les administren la terapia. «Esos momentos en los que peor se encuentran son los que dan lugar a las mejores oportunidades para aquellos que entienden lo necesaria que es la reforma económica fundamental», declaró. Con su incomparable habilidad para verbalizar el subconsciente del mundo financiero, Williamson señaló despreocupadamente que esto planteaba algunos interrogantes fascinantes: Habrá que preguntarse si podría tener sentido concebir la provocación deliberada de una crisis para eliminar los obstáculos de carácter político que se le pueden presentar a la reforma. En Brasil, por ejemplo, se ha sugerido en algunas ocasiones que valdría la pena avivar un proceso de hiperinflación si con ello se asusta suficientemente a todo el mundo para que se acepten los cambios. […] Me imagino que nadie con un mínimo de perspectiva histórica habría defendido a mediados de los años treinta que Alemania o Japón fueran a la guerra para que recogieran posteriormente los beneficios del supercrecimiento que siguió a la derrota de ambos países. Pero ¿habría bastado una crisis menor para ejercer esa misma función? ¿Es posible concebir una «pseudocrisis» que pueda generar el mismo efecto positivo, pero sin el coste de una crisis real?
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 395
 
 
Los países del Sureste asiático eran particularmente vulnerables a las teorías de la conspiración y a la búsqueda de chivos expiatorios de carácter étnico porque, en apariencia, la crisis financiera no tenía una causa racional. En la televisión y en la prensa, los análisis se referían una y otra vez a la situación de la región como si ésta hubiera contraído una especie de enfermedad misteriosa pero altamente contagiosa: el crack de los mercados fue inmediatamente bautizado como la «gripe asiática», aunque su categoría sería posteriormente elevada a la de «plaga asiática» cuando sus efectos se extendieron a América Latina y a Rusia.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 407
 
 
La crisis de Asia fue ocasionada por un clásico círculo de miedo y la única medida que podía haberlo detenido era la misma que había rescatado la moneda mexicana durante la llamada crisis del tequila de 1994: un préstamo inmediato y sustancioso (una prueba dirigida al mercado de que el Tesoro estadounidense no permitiría que México entrase en bancarrota). Ninguna medida oportuna de ese tipo se tomó en el caso de Asia. De hecho, nada más declararse la crisis, una sorprendente pléyade de pesos pesados del establishment financiero se dedicó a lanzar un mensaje unificado: no ayudar a Asia.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 410
 
 
Hubo quien valoró esa quiebra de Asia con términos más grandilocuentes. José Pinera, ministro estrella de Pinochet que, por entonces, trabajaba en el Cato Institute de Washington, D.C., recibió la crisis con indisimulado alborozo proclamando que «ha[bía] llegado el día del Juicio Final». Precisamente a juicio de Pinera, la crisis era el último capítulo de la guerra que él y sus compinches, los de Chicago, habían iniciado en Chile en la década de 1970. La caída de los Tigres, dijo, no representaba otra cosa que «la caída de un segundo Muro de Berlín», el desmoronamiento definitivo de «la noción de que existe una “tercera vía” entre el capitalismo democrático de libre mercado y el estatalismo socialista».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 414
 
 
En cuanto el FMI hubo despojado a los Tigres de sus viejos hábitos y costumbres, éstos ya estuvieron listos para renacer al más puro estilo de la Escuela de Chicago: con servicios básicos privatizados, bancos centrales independientes, fuerzas laborales «flexibles», gasto social reducido y, obviamente, una liberalización total del comercio. Según lo establecido en los nuevos acuerdos, Tailandia autorizaría a los extranjeros a ser propietarios de participaciones importantes de sus bancos, Indonesia reduciría los subsidios para la adquisición de alimentos y Corea derogaría la ley que protegía a sus trabajadores frente a los despidos masivos. El FMI llegó incluso a fijar para el caso de Corea unos objetivos determinados en términos de trabajadores despedidos: para obtener el préstamo, el sector bancario del país tendría que deshacerse del 50% de su plantilla de empleados (porcentaje que después se reduciría y quedaría fijado en el 30%). Esta exigencia era de vital interés para muchas multinacionales occidentales, que querían contar con garantías de que podrían reducir radicalmente las plantillas de las compañías asiáticas que se preparaban para adquirir. El «Muro de Berlín» del que hablaba Pinera estaba cayendo por fin. Semejantes medidas habrían sido impensables un año antes del azote de la crisis, cuando los sindicatos surcoreanos estaban en su momento más álgido de militancia. Por entonces, se habían movilizado contra una nueva propuesta de ley laboral que pretendía reducir la seguridad de los puestos de trabajo y habían convocado la serie más numerosa y radical de huelgas jamás organizada en la historia de Corea del Sur. Pero, gracias a la crisis, las reglas del juego habían cambiado. La depresión económica fue tan extrema que dio a los gobiernos licencia para proclamar estados de excepción provisionales que les permitieron ejercer durante un tiempo como gobiernos autoritarios (tal como había sucedido con motivo de crisis parecidas en Bolivia, Rusia y otros lugares); aquello no duró mucho, sólo lo suficiente para imponer los decretos dictados por el FMI.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 417
 
 
En Corea del Sur, la subversión de la democracia llevada a cabo por el FMI fue aún más descarada: el final de las negociaciones con el Fondo coincidió allí con las elecciones presidenciales y dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI. Así que, en un extraordinario acto de interferencia en el proceso político de una nación soberana, el FMI se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien saliera vencedor respetaría las normas acordadas. El país estaba secuestrado y su captor pedía un rescate, así que al Fondo no le costó mucho salirse con la suya: todos los candidatos prometieron su adhesión a los acuerdos por escrito. Nunca antes se había hecho tan explícita la misión central de la Escuela de Chicago consistente en resguardar los asuntos económicos del alcance de la democracia: a los surcoreanos se les dijo que podían acudir a las urnas, pero que su voto no tendría incidencia alguna en la gestión y la organización de la economía. (El día en que se firmó el acuerdo fue inmediatamente bautizado como el «Día de la Humillación Nacional» de Corea.)
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 418
 
 
En lo que al FMI respectaba, la crisis estaba yendo de maravilla. En menos de un año, había logrado imponer mediante negociaciones transformaciones económicas radicales en Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y Filipinas. Por fin estaba listo para ese momento definitivo en toda escenificación de transformación: la Revelación, el instante en que el sujeto, tras haber sido cosido, estirado, arreglado y abrillantado, es mostrado por vez primera a un sobrecogido público (en este caso, los mercados bursátiles y de divisas globales). Si todo había salido a pedir de boca, cuando el FMI levantase el velo que cubría sus más recientes creaciones, el dinero caliente que había huido de Asia el año anterior regresaría a raudales para comprar las que serían irresistibles acciones, divisas y emisiones de deuda pública de los Tigres. Pero sucedió algo muy distinto: al mercado le entró el pánico. La lógica que finalmente prevaleció fue la siguiente: si el Fondo creía que los Tigres eran casos tan perdidos que necesitaban una reconstrucción desde cero, no había duda entonces de que Asia estaba en mucho peor forma de lo que se había sospechado previamente. Así que, en lugar de acudir de vuelta en tropel, los operadores respondieron a la gran Revelación del FMI retirando de inmediato mucho más dinero y atacando nuevamente las monedas asiáticas. Corea perdía 1000 millones de dólares diarios y vio degradado el crédito de su deuda a la categoría de los bonos basura. La «ayuda» del FMI había convertido la crisis en catástrofe. O, como dijo Jeffrey Sachs, que para entonces ya se había declarado abiertamente en guerra contra las instituciones financieras internacionales, «en vez de sofocar las llamas, lo único que hizo el FMI fue gritar que había un incendio en el teatro». Los costes humanos del oportunismo del FMI fueron casi tan devastadores en Asia como lo habían sido en Rusia. La Organización Internacional del Trabajo estima que unos 24 millones de personas (una cifra asombrosa se mire como se mire) perdieron sus puestos de trabajo durante ese período y que el índice de desempleo en Indonesia pasó del 4% al 12%. En Tailandia, en el punto álgido de las reformas, se perdían 2000 empleos diarios (o, lo que es lo mismo, 60 000 al mes). En Corea del Sur, 300 000 trabajadores y trabajadoras eran despedidos cada mes, principalmente, como consecuencia de las exigencias —del todo innecesarias— que había impuesto el FMI en cuanto a la reducción de los presupuestos públicos y la subida de los tipos de interés. En 1999, las tasas de paro de Corea del Sur e Indonesia casi se habían triplicado con respecto a las de dos años antes. Como en América Latina durante los años setenta, lo que desapareció en estas zonas de Asia fue el elemento que había sido tan destacado en el anterior «milagro» de esa región: su numerosa y creciente clase media. En 1996, el 63,7% de los surcoreanos se identificaban como clase media; en 1999, ese porcentaje había descendido hasta el 38,4%. Según el Banco Mundial, 20 millones de asiáticos se vieron empujados a la pobreza durante ese período de auténtica «miseria planificada», como Rodolfo Walsh la habría denominado. Tras cada una de esas estadísticas había una historia de sacrificios desgarradores y decisiones degradantes. Como siempre ocurre, las mujeres y los niños fueron quienes se llevaron la peor parte de la crisis. Numerosas familias rurales de Filipinas y Corea del Sur vendieron sus hijas a traficantes de personas que se las enviaron como trabajadoras sexuales a Australia, Europa y América del Norte. En Tailandia, las autoridades de salud pública informaron de un aumento del 20% en la prostitución infantil en sólo un año: justamente, el año siguiente a las reformas del FMI. En Filipinas se reprodujo la misma tendencia. «Los ricos fueron los que se beneficiaron del boom, pero ahora somos los pobres los que pagamos el precio de la crisis», se quejaba Khun Bunjan, una líder local en el noreste de Tailandia que se vio obligada a enviar a sus hijos a buscar comida y enseres domésticos entre los desperdicios después de que su marido hubiese perdido su empleo en una fábrica. «Hasta el limitado acceso que teníamos a la educación y a la sanidad está empezando a desaparecer.» En ese contexto se produjo la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, a Tailandia en marzo de 1999 y la regañina que a ésta le pareció oportuno dar a la población tailandesa por haber recurrido a la prostitución y el «callejón sin salida de las drogas». Es «imprescindible que no se explote a las niñas ni se abuse de ellas y se las exponga al sida. Es muy importante contrarrestar esta tendencia», dijo Albright, henchida de determinación moral. Al parecer, no apreciaba relación alguna entre el hecho de que tantas y tantas niñas tailandesas estuvieran siendo obligadas a introducirse en el comercio sexual, y las políticas de austeridad que ella declaró «apoyar firmemente» durante aquel mismo viaje. Su actitud fue el equivalente en la crisis financiera asiática de la contradicción expresada en su momento por Milton Friedman al condenar las violaciones de los derechos humanos que habían cometido Pinochet y Deng Xiaoping y, al mismo tiempo, elogiar la audacia con la que ambos líderes se habían adherido a la terapia económica de shock.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 421
 
 
La verdad es que la crisis asiática aún no ha terminado del todo una década después de que comenzara. Cuando 24 millones de personas pierden sus empleos en el plazo de dos años, arraiga una nueva desesperación que ninguna cultura puede absorber tan fácilmente. Esta se expresa de formas distintas por toda la región, que pueden ir desde un auge significativo del extremismo religioso en Indonesia y Tailandia hasta el explosivo crecimiento registrado en el comercio sexual infantil. Las tasas de empleo no han vuelto a alcanzar los niveles que registraban antes de 1997 en Indonesia, Malasia y Corea del Sur. Y ello no se debe únicamente a que los trabajadores que perdieron sus empleos durante la crisis no han podido recuperarlos, sino también a que los despidos han proseguido como consecuencia del incremento de rentabilidad que los nuevos propietarios extranjeros están exigiendo a sus inversiones. Tampoco han remitido los suicidios: en Corea del Sur, el suicidio es, en la actualidad, la cuarta causa más común de muerte y se registran más del doble que antes de la crisis (en aquel país, cada día se quitan la vida un promedio de 38 personas). Ésa es la historia no contada de las políticas que el FMI denomina «programas de estabilización», como si los países fuesen barcos sacudidos por las agitadas aguas del libre mercado. No hay duda de que, al final, se estabilizan, pero el nuevo equilibrio sólo se consigue después de haber arrojado a millones de personas por la borda: empleados del sector público, propietarios de pequeños negocios, agricultores de subsistencia, sindicalistas… El desagradable secreto que esconde la «estabilización» es que la gran mayoría de la población nunca llega a subirse a la nave. Acaba hacinada en suburbios marginales y poblados de chabolas (donde actualmente viven 1000 millones de personas en todo el mundo). Muchas de esas personas acaban dando con sus huesos en un burdel o en el contenedor de un carguero. Son los desheredados que el poeta alemán Rainer Maria Rilke describió como aquéllos «a los que ni el pasado ni aun el futuro inmediato pertenecen».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 430
 
 
… a los cruzados del libre mercado les cuesta aprender cuando la lección que toca es la de las consecuencias no intencionadas de sus políticas. La única conclusión que parecen haber extraído de la inmensamente lucrativa liquidación de activos en Asia es una nueva confirmación de la validez de la doctrina del shock (como si les hicieran falta aún más pruebas), de que no hay nada mejor que una catástrofe auténtica (una verdadera sacudida de toda una sociedad) para abrir una nueva frontera.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 432
 
 
La crisis asiática mostró sin duda lo bien que funcionaba la explotación de los desastres. Pero, al mismo tiempo, la destructividad del crack del mercado y el cinismo de la reacción de Occidente alentaron el surgimiento de poderosos movimientos de oposición.
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 433
 
 
Las fuerzas del capital multinacional se salieron con la suya en Asia, pero provocaron nuevos niveles de indignación popular y ésta acabó dirigida de lleno hacia las instituciones promotoras de la ideología del capitalismo sin restricciones. Tal como lo explicaba un editorial inusualmente equilibrado del Financial Times, Asia fue una «señal de advertencia de que el malestar popular ante el capitalismo y las fuerzas de la globalización está alcanzando un nivel preocupante. La crisis asiática mostró al mundo cómo hasta los países de más indiscutible éxito económico podían acabar hundiéndose por culpa de una súbita salida de capitales. La población estaba enfurecida al ver que los caprichos de unas misteriosas “instituciones de inversión alternativa” o gestoras de hedge funds podían ser la causa aparente de un masivo aumento de la pobreza en la otra punta del mundo». A diferencia de lo acaecido en la antigua Unión Soviética, donde la miseria planificada de la terapia de shock pudo disimularse entre las consecuencias de la «dolorosa transición» del comunismo a la democracia de mercado, la crisis de Asia fue obra, lisa y llanamente, de los mercados globales. Pero cuando los sumos sacerdotes de la globalización enviaron sus misiones a la zona del desastre, lo único que pretendieron fue hacer más profundo el sufrimiento. El resultado fue que dichas misiones perdieron el cómodo anonimato del que habían gozado en ocasiones precedentes. Stanley Fischer (del FMI) recordaba el «ambiente circense» que se respiraba en torno al hotel Hilton de Seúl cuando viajó a Corea del Sur al inicio de las negociaciones. «Me encarcelaron en mi habitación del hotel; no podía salir porque [si] abría la puerta, había diez mil fotógrafos al acecho.» Según otro relato de la situación, para alcanzar la sala de banquetes donde las negociaciones tenían lugar, los representantes del FMI eran obligados «a dar un rodeo por un acceso trasero, lo que suponía subir y bajar varios tramos de escaleras y atravesar la enorme cocina del Hilton». Aquello sorprendió a los altos cargos del FMI, porque, por aquel entonces, no estaban acostumbrados a semejante atención. La experiencia de sentirse prisioneros en hoteles de cinco estrellas y en centros de convenciones acabaría siendo completamente familiar para los emisarios del Consenso de Washington en los años siguientes, a medida que sus reuniones por todo el mundo empezaron a ser recibidas con manifestaciones masivas allí adonde fueran.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 433
 
 
Quizás el mayor impacto del llamado movimiento antiglobalización haya sido su contribución a situar la ideología de la Escuela de Chicago en el centro mismo del debate internacional.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 435
 
 
Podemos decir con seguridad que, si fuese posible patentar el sol, Donald Rumsfeld ya habría tramitado la solicitud en la U.S. Patent and Trademark Office hace mucho tiempo. Su antigua compañía, Gilead Sciences, que también posee las patentes de cuatro tratamientos contra el sida, invierte una gran cantidad de energía intentando bloquear la distribución de sus versiones genéricas más baratas en los países en vías de desarrollo. Estas prácticas la han convertido en el objetivo de los activistas en defensa de la salud pública en Estados Unidos: señalan que algunos de los medicamentos estrella de Gilead se han desarrollado con subvenciones pagadas por los contribuyentes. Gilead, por su parte, considera las epidemias como un mercado creciente y lleva a cabo una agresiva campaña de marketing para animar a empresas y particulares a hacer acopio de Tamiflu, por si acaso. Antes de reaparecer en el gobierno, Rumsfeld estaba tan convencido de su camino hacia una nueva industria que colaboró en la búsqueda de varias fundaciones privadas especializadas en biotecnología y farmacia. Estas empresas confían en un futuro apocalíptico de enfermedades descontroladas en el que los gobiernos se vean obligados a comprar a precio de oro cualquier producto salvavidas patentado por el sector privado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 448
 
 
George W. Bush no destacó como gobernador en muchos aspectos, pero en uno se llevó la palma: cuando repartió entre intereses privados las diferentes funciones del gobierno para el que había sido elegido (en especial las relacionadas con la seguridad, un ensayo de la guerra privatizada contra el terror que no tardaría en desatar). Bajo su custodia, la cifra de cárceles privadas en Texas pasó de 26 a 42…
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 453
 
 
Del mismo modo que Internet desató la burbuja puntocom, el 11S provocó la burbuja del capitalismo del desastre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 460
 
 
EL 11 DE SEPTIEMBRE Y EL REGRESO DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
 
Cuando Bush y su gabinete ocuparon sus puestos, en enero de 2001, la necesidad de nuevas fuentes de crecimiento por parte de las grandes empresas norteamericanas cobró mayor urgencia si cabe. Una vez explotada oficialmente la burbuja tecnológica, y con una caída del Dow Jones de 824 puntos en los dos meses y medio posteriores al comienzo del mandato, se encontraron ante una grave desaceleración económica. Keynes había argumentado que los gobiernos debían esforzarse en salir de las recesiones y proporcionar estímulo económico con obras públicas. La solución de Bush consistió en deconstruir el propio gobierno: cortar el tesoro público en grandes trozos y dárselos a las empresas americanas en forma de recortes de impuestos, por un lado, y de lucrativos contratos por el otro. El ideólogo Mitch Daniels, director de presupuestos de Bush, afirmó: «La idea general —que la ocupación del gobierno no es proporcionar servicios, sino asegurarse de que sean proporcionados— me parece obvia». Esta afirmación incluía la respuesta a los desastres. Joseph Allbaugh, contribuyente del Partido Republicano al que Bush colocó al frente de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) —organismo responsable de gestionar las catástrofes, incluidos los ataques terroristas— describió su nuevo puesto de trabajo como «un gigantesco programa de ayuda social».
 
Y entonces llegó el 11 de septiembre. De repente, el hecho de tener un gobierno cuya misión principal era la autoinmolación dejó de parecer una buena idea. Con la población aterrorizada, necesitada de protección por parte de una administración fuerte y sólida, los ataques podrían haber puesto fin al proyecto de Bush de vaciar el gobierno, tal y como había empezado a hacer.
 
Por un momento, incluso pareció que iba a ocurrir así. «El 11 de septiembre lo ha cambiado todo», afirmó Ed Feulner, viejo amigo de Milton Friedman y presidente de la Heritage Foundation, diez días después de los ataques. Fue uno de los primeros en pronunciar la fatídica frase. Muchos asumieron de manera natural que parte de ese cambio consistiría en una revisión del radical programa anti-Estado defendido por Feulner y sus aliados ideológicos durante tres décadas, dentro y fuera del país. Después de todo, la naturaleza de los fallos de seguridad del 11 de septiembre expuso los resultados de más de veinte años de eliminación progresiva del sector público y de subcontratación de las funciones del gobierno a empresas con ánimo de lucro. Del mismo modo que el desastre de Nueva Orleans reveló el mal estado de las infraestructuras públicas, los ataques dejaron a la vista un Estado peligrosamente débil: las comunicaciones por radio de la policía y los bomberos de Nueva York fallaron en plena operación de rescate, los controladores aéreos no detectaron a tiempo los aviones fuera de ruta, y los terroristas pasaron los controles de seguridad de los aeropuertos vigilados por trabajadores contratados (algunos de los cuales ganaban menos que los empleados de la cafetería).
 
La primera gran victoria de la contrarrevolución friedmanita en Estados Unidos fue el enfrentamiento de Ronald Reagan con el sindicato de los controladores aéreos y la liberalización de las líneas aéreas. Veinte años más tarde, todo el sistema del tráfico aéreo se había privatizado, con recortes de plantilla incluidos. La inmensa mayoría de las tareas de seguridad pasó a estar en manos de contratistas mal pagados, faltos de formación y no sindicados. Después de los ataques, el inspector general del Departamento de Transportes testificó que las líneas aéreas, responsables de la seguridad de los vuelos, habían escatimado gastos para mantener los costes al mínimo. Las «contrapresiones, a su vez, se manifestaron como debilidades importantes de la seguridad», explicó a la Comisión del 11-S convocada por Bush. Un veterano oficial de seguridad de la Federal Aviation Authority que testificó ante la comisión aseguró que el tratamiento de la seguridad por parte de las líneas aéreas consistía en «desacreditar, negar y dar largas».
 
El 10 de septiembre, a nadie parecía importarle siempre, y cuando los vuelos fuesen baratos y numerosos. Sin embargo, el 12 de septiembre parecía una imprudencia recurrir a trabajadores contratados a 6 dólares la hora para hacerse cargo de la seguridad de un aeropuerto. En octubre se recibieron sobres con un polvo blanco en despachos de juristas y periodistas, y se desató el pánico sobre la posibilidad de un gran ataque con ántrax. Una vez más, las privatizaciones de los años noventa parecían muy distintas en las nuevas circunstancias: ¿por qué un laboratorio privado tenía el derecho exclusivo a producir la vacuna contra el ántrax? ¿Había renunciado el gobierno federal a su responsabilidad de proteger a la población de una gran emergencia de salud? No sirvió de ayuda que Bioport, el laboratorio privado en cuestión, no hubiese superado una serie de inspecciones y que la FDA ni siquiera le hubiese autorizado a distribuir las vacunas en aquel momento. Además, si era cierto (como afirmaban los medios) que el ántrax, la viruela y otros agentes mortales se podían expandir a través del correo, la distribución de alimentos o el agua, ¿realmente era una buena idea seguir adelante con los planes de Bush de privatizar correos? ¿Y qué pasaría con todos los inspectores de alimentos y aguas que habían sido despedidos? ¿Podrían recuperarlos?
 
La reacción negativa contra el consenso pro empresa empeoró ante nuevos escándalos como el de Enron. Tres meses después de los ataques del 11-S, Enron se declaró en bancarrota. Miles de personas perdieron sus fondos de pensiones, mientras que los ejecutivos aprovecharon sus conocimientos para forrarse. La crisis contribuyó al desplome de la fe en la capacidad de la empresa privada para desempeñar servicios esenciales, sobre todo cuando se supo de la manipulación de los precios de la energía y los consiguientes apagones masivos en California, unos meses antes. A sus noventa años, Milton Friedman estaba tan preocupado de que la tendencia retrocediese hacia el keynesianismo que lamentó que «los ejecutivos se están presentando al público como ciudadanos de segunda clase».
 
Mientras los directores generales caían de sus pedestales, los trabajadores sindicados del sector público —los «malos» de la contrarrevolución de Friedman— se ganaron rápidamente el aprecio de la población. Dos meses después de los ataques, la confianza en el gobierno era la más alta desde 1968; y eso, subrayó Bush ante un nutrido grupo de empleados federales, «es gracias a vuestro trabajo». Los héroes indiscutibles del 11 de septiembre fueron los primeros trabajadores en responder: bomberos, policías y personal de salvamento de Nueva York, 403 de los cuales perdieron la vida mientras intentaban evacuar las torres y ayudar a las víctimas. De repente, América estaba enamorada de sus hombres y mujeres vestidos de uniforme, y los políticos —que sí fueron muy rápidos para mostrarse en público con gorras del NYPD y el FDNY— tuvieron que esforzarse por ir a la par con la nueva situación.
 
Cuando Bush apareció con los bomberos y el personal de salvamento en la zona cero, el 14 de septiembre (en lo que sus consejeros denominan «el momento megáfono»), abrazó a algunos de los funcionarios sindicados que el movimiento conservador moderno se había propuesto eliminar. Por supuesto, tenía que hacerlo (hasta el mismísimo Dick Cheney tuvo que ponerse un casco de protección), pero no de forma tan convincente. Gracias a la combinación de auténtico sentimiento por parte de Bush y el deseo de la población de un líder a la altura de las circunstancias, los discursos de aquellos días fueron los más conmovedores de toda la carrera política de Bush.
 
Durante las semanas posteriores a los ataques, el presidente realizó un gran tour por el sector público: colegios, estaciones de bomberos, monumentos conmemorativos, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades… Abrazó y agradeció a los funcionarios su aportación y su patriotismo sincero. «Tenemos nuevos héroes», declaró en un discurso en el que elogió no sólo a los servicios de emergencia, sino también a profesores, empleados de correos y trabajadores sanitarios. En estos actos, Bush trató el trabajo realizado en beneficio público con un grado de respeto y dignidad que no se veía en Estados Unidos desde hacía cuatro décadas. De repente, los recortes presupuestarios ya no estaban en la agenda. El presidente anunció en todos los discursos un nuevo y ambicioso programa para el sector público.
 
«La doble demanda de una economía decreciente y una nueva guerra urgente contra el terrorismo ha transformado el fondo filosófico de la agenda del presidente Bush», declararon John Harris y Dana Milbank en el Washington Post once días después de los ataques. «El hombre que llegó al poder ofreciéndose como descendiente ideológico de Ronald Reagan se revela, nueve meses después, más próximo a un heredero de Franklin D. Roosevelt.» Además, añadieron que «Bush está trabajando en un gran programa de estímulo económico para evitar la recesión. Ha dicho que una economía débil necesita su principal impulso del gobierno con una gran inyección de dinero, un precepto básico de la economía keynesiana y del New Deal de Roosevelt».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 454
 
 
Declaraciones públicas y fotos aparte, Bush y su círculo íntimo no tenían intención de convertirse al keynesianismo. Lejos de hacer zozobrar su determinación de debilitar la esfera pública, los fallos de seguridad del 11-S reafirmaron sus creencias ideológicas más profundas (y egoístas): que sólo las empresas privadas podían ofrecer la inteligencia y la innovación necesarias para afrontar el nuevo reto de la seguridad. Aunque era cierto que la Casa Blanca estaba a punto de invertir una enorme cantidad de dinero de los contribuyentes para estimular la economía, estaba claro que no se iba a seguir el modelo de Roosevelt. El New Deal de Bush sería exclusivamente con empresas estadounidenses y consistiría en una transferencia de miles de millones de dólares públicos a manos privadas. Adoptaría la forma de contratas, muchas de ellas ofrecidas en secreto, sin competencia y sin apenas supervisión, hasta formar una próspera red de industrias: tecnología, medios de comunicación, comunicaciones, prisiones, ingeniería, educación y salud. En retrospectiva, lo que ocurrió en los días de desorientación posteriores a los ataques fue una forma doméstica de terapia de shock económico. El equipo de Bush, friedmanita hasta la médula, actuó con rapidez para explotar el shock que se apoderó de la nación y conseguir imponer su visión radical de un gobierno hueco en el que todo, desde la guerra hasta la respuesta al desastre, fuese un negocio rentable. Fue una audaz evolución de la terapia de shock. En lugar del enfoque de los años noventa (vender las empresas públicas), el equipo de Bush creó toda una estructura nueva —la guerra contra el terror—, pensada para ser privativa desde el principio. Esta hazaña requería dos fases. En primer lugar, la Casa Blanca utilizó la omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S para aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia, detención y ataques bélicos del ejecutivo (una toma del poder que el historiador militar Andrew Bacevich calificó como «golpe sucesivo»). A continuación, esas funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente definidas y financiadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado. Aunque se transmitió a la población que el objetivo era luchar contra el terrorismo, el efecto fue la creación del complejo del capitalismo del desastre: una nueva economía de seguridad nacional, guerra privatizada y reconstrucción de desastres cuyas tareas consistían nada menos que en crear y dirigir un Estado de seguridad privatizada, dentro y fuera del país. El estímulo económico de esta iniciativa general bastó para compensar las deficiencias provocadas por la globalización y el «boom puntocom». Del mismo modo que Internet desató la burbuja puntocom, el 11S provocó la burbuja del capitalismo del desastre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 459
 
 
A pesar de los diferentes cambios de nombre —guerra contra el terror, guerra contra el islamismo radical, guerra contra el fascismo islamista, tercera guerra mundial, guerra larga, guerra generacional—, la forma básica del conflicto sigue siendo la misma. No está limitado por el tiempo, ni por el espacio, ni por el objetivo. Desde una perspectiva militar, estas características dispersas e indefinidas hacen de la guerra contra el terror una propuesta inalcanzable. En cambio, desde la perspectiva económica se trata de un objetivo inmejorable: no es una guerra pasajera con perspectivas de victoria, sino un mecanismo nuevo y permanente de la arquitectura económica global.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 463
 
 
En su libro Overthrow, publicado en 2006, Stephen Kinzer —antiguo corresponsal del New York Times— intenta llegar al fondo de lo que motivó a los políticos estadounidenses a ordenar y orquestar golpes de Estado en el extranjero durante el siglo pasado. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de cambio de régimen desde Hawai (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que exige a la empresa «que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes», explica Kinzer. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo reinterpretan como un ataque contra su país: «Transforman la motivación económica en política o geoestratégica. Dan por sentado que cualquier régimen que moleste o acose a una empresa norteamericana debe ser antiamericano, represivo, dictatorial y, probablemente, la herramienta de algún poder o interés extranjero que pretende debilitar a los Estados Unidos». La tercera fase se produce cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la opinión pública. En este punto, el asunto se convierte en una lucha forzada del bien contra el mal, «una oportunidad de liberar a una pobre nación oprimida de la brutalidad de un régimen que creemos dictatorial, porque ¿qué otro tipo de régimen importunaría a una empresa norteamericana?». En otras palabras, gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero. Kinzer señala que esta tendencia ha sido especialmente pronunciada en los políticos que pasan directamente del mundo de la empresa a ocupar un cargo público.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 476
 
 
Por supuesto, los años de la administración Bush se caracterizan por algunos de los escándalos de corrupción más sórdidos y evidentes de la historia reciente: Jack Abramoff y su ofrecimiento de vacaciones con golf a los miembros del Congreso; Randy «Duke» Cunningham, hoy cumpliendo una condena de ocho años en prisión, con su yate The Duke-Stir como parte de un «menú de sobornos» mencionado en un papel timbrado oficial del Congreso entregado a un contratista de defensa, o las fiestas en el hotel Watergate con prostitutas de cortesía… Todo recuerda demasiado a Moscú y Buenos Aires a mediados de los años noventa. Y no podemos olvidar la puerta giratoria entre el gobierno y la empresa. Siempre ha estado ahí, pero las figuras políticas acostumbraban a esperar hasta que su administración dejaba el poder para hacer efectivo lo conseguido a través de las conexiones con el gobierno.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 483
 
 
Dondequiera que haya surgido en los últimos treinta y cinco años, desde Santiago hasta Moscú, Pekín o el Washington de Bush, la alianza entre una reducida élite empresarial y un gobierno de derechas se ha descrito como una aberración: capitalismo mafioso, capitalismo oligárquico y ahora, con Bush, «capitalismo de amiguetes». Pero no es una aberración, sino el punto al que ha llevado la cruzada de la Escuela de Chicago (con su triple obsesión: privatización, liberalización y supresión de los sindicatos).
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 485
 
 
Kissinger indicó muy a las claras hacia dónde se dirigían sus lealtades en noviembre de 2002, cuando Bush le nombró presidente de la Comisión del 11-S (tal vez, el papel más crucial que cualquier patriota podría desempeñar). Aunque las familias de las víctimas solicitaron a Kissinger una lista de sus clientes, señalando los potenciales conflictos de intereses con la investigación, él se negó a colaborar con este gesto básico de responsabilidad y transparencia. En lugar de revelar los nombres de sus clientes, dimitió como presidente de la comisión. Richard Perle, amigo y socio de Kissinger, realizaría ese mismo gesto un año más tarde. Perle, oficial de defensa durante el mandato de Reagan, recibió de Rumsfeld el cargo de presidente del Comité de Política de Defensa. Antes de que Perle tomase el control, el comité era una silenciosa junta asesora, un modo de transmitir los conocimientos de las anteriores administraciones a las nuevas. Perle la convirtió en una plataforma personal y utilizó el ostentoso nombre del comité para defender con vehemencia en la prensa los ataques preventivos contra Irak. Y también hizo otros usos. Según una investigación de Seymour Hersh para The New Yorker, Perle pregonó el nombre para solicitar inversiones en su nueva compañía. Resultó que Perle era uno de los primeros capitalistas surgidos del desastre del 11-S: tan sólo dos meses después de los ataques fundó Trireme Partners, que invertiría en firmas fabricantes de productos y servicios relacionados con la seguridad y la defensa de la patria. En las cartas para intentar acuerdos, Trireme alardeaba de sus conexiones políticas: «En la actualidad, tres de los miembros del grupo de gestión de Trireme asesoran al secretario de Defensa de Estados Unidos mediante su participación en el Comité de Política de Defensa». Esos tres personajes eran Perle, su amigo Gerald Hulman y Henry Kissinger. Uno de los primeros inversores de Perle fue Boeing —el segundo contratista más grande del Pentágono—, que puso 20 millones de dólares para que Trireme siguiese adelante. Perle se convirtió en firme defensor de Boeing y firmó un editorial en el que apoyaba el controvertido contrato con el Pentágono para comprar tanques por valor de 17 000 millones de dólares. Aunque Perle puso a sus inversores al corriente de todo el asunto del Pentágono, varios de sus colegas del Comité de Política de Defensa afirmaron que no les informó sobre Trireme. Al saber de la existencia de la compañía, uno de ellos afirmó que estaba «al borde o fuera de los límites éticos». Al final, todos los nudos del conflicto alcanzaron a Perle, que tuvo que elegir (igual que Kissinger) entre hacer política de defensa o beneficiarse de la guerra contra el terror. En marzo de 2003, justo cuando la guerra en Irak acababa de estallar y la bonanza de los contratistas estaba a punto de empezar, Perle dimitió como presidente del Comité de Política de Defensa. No hay nada que enfurezca más a Richard Perle que la insinuación de que su defensa de la guerra sin límites para acabar con el mal está bajo la influencia de la enorme rentabilidad personal que supone. En la CNN, Wolf Blitzer planteó a Perle la observación de Hersh según la cual «ha fundado una compañía que podría beneficiarse de una guerra». A pesar de ser una verdad innegable, Perle explotó y calificó a Hersh, ganador de un premio Pulitzer, como «lo más cercano que tiene el periodismo americano a un terrorista, francamente». «No creo que una compañía pueda salir beneficiada de una guerra. […] La insinuación de que mis puntos de vista guardan algún tipo de relación con el potencial de inversiones en defensa nacional no tiene ningún sentido». Fue una afirmación extraña. Si una empresa de inversiones que había sido fundada para invertir en compañías de seguridad y defensa no obtenía beneficios de una guerra, sus inversores se sentirían engañados. El episodio planteó más preguntas sobre el papel desempeñado por personajes como Perle, situados en una zona gris entre el capitalismo del desastre, el intelectual público y el político. Si un ejecutivo de Lockheed o de Boeing participase en Fox News para justificar el cambio de régimen en Irán (como hizo Perle), su interés personal obvio invalidaría cualquier argumento intelectual que pudiese plantear. Sin embargo, a Perle siguen presentándole como «analista» o asesor del Pentágono, a veces como «neoconservador», pero nunca se menciona ni de pasada que podría ser un comerciante de armas con un vocabulario impresionante. Cada vez que a los miembros de esta pandilla de Washington se les pregunta por sus intereses en las guerras que apoyan, invariablemente responden al estilo de Perle: la sola sugerencia es absurda, simple y un punto terrorista. Los neoconservadores —un grupo que incluye a Cheney, Rumsfeld, Shultz, Jackson y yo diría también a Kissinger— se esmeran mucho en presentarse como intelectuales geniales o realistas duros, guiados por la ideología y las grandes ideas, y no por algo tan mundano como el beneficio. Bruce Jackson, por ejemplo, afirma que Lockheed no aprobó su trabajo extracurricular en política exterior. Perle asegura que su relación con el Pentágono le ha perjudicado porque «significa que hay […] cosas que no puedes decir y hacer». El socio de Perle, Gerald Hulman, insiste en que éste «no tiene ningún deseo de lograr beneficios económicos». Cuando fue subsecretario de política de defensa, Douglas Feith afirmó que «la antigua conexión del vicepresidente [con Halliburton] hizo que la gente del gobierno se mostrase reacia a otorgar el contrato, aunque dárselo a KBR [Kellogg, Brown and Root, la antigua filial de Halliburton] fue lo correcto». Incluso sus críticos más acérrimos tienden a retratar a los neoconservadores como verdaderos creyentes cuya única motivación es el compromiso con la supremacía del poder americano e israelí, compromiso que les absorbe hasta el punto de que están preparados para sacrificar sus intereses económicos en favor de la «seguridad». Esta distinción resulta artificial y amnésica. El derecho a buscar beneficios ilimitados siempre ha sido el protagonista de la ideología neoconservadora. Antes del 11 de septiembre, las exigencias de una privatización radical y los ataques contra el gasto social dieron alas al movimiento neoconservador (friedmanita hasta la médula) en think tanks como el American Enterprise Institute, Heritage y Cato. Con la guerra contra el terror, los neoconservadores no renunciaron a sus objetivos económicos: encontraron un nuevo modo, todavía más eficaz, de conseguirlos. Por supuesto, estos tiburones de Washington están comprometidos con el papel imperialista de Estados Unidos en el mundo y de Israel en Oriente Medio. Sin embargo, resulta imposible separar el proyecto militar —guerras interminables en el extranjero y un Estado de la seguridad en casa— de los intereses del complejo del capitalismo del desastre, que ha generado una industria multimillonaria basada en esos supuestos. En ningún lugar se ha visto más clara la fusión entre los objetivos políticos y los económicos que en los campos de batalla de Irak.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 492
 
 
No me sorprendió el hecho de que resultase difícil encontrar en Bagdad personas dispuestas a hablar sobre economía. Los arquitectos de esta invasión creían firmemente en la doctrina del shock: sabían que mientras los iraquíes estuviesen ocupados en las emergencias diarias, el país podría ser vendido discretamente al mejor postor y los resultados podrían anunciarse como hechos consumados. En cuanto a los periodistas y activistas, parecíamos centrar toda nuestra atención en los espectaculares ataques físicos, olvidando que las partes que tienen más que ganar nunca aparecen por el campo de batalla. Y en Irak había mucho que ganar: no sólo las terceras reservas de petróleo más grandes del mundo, sino también uno de los últimos territorios que se resistían a la locura de desarrollar un mercado global basado en la visión friedmanita del capitalismo sin límites. Después de la conquista de Latinoamérica, África, Europa oriental y Asia, el mundo árabe era la última frontera.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 498
 
 
Aquella noche pensé en Claudia Acuña, la extraordinaria periodista que conocí en Buenos Aires dos años atrás y que me facilitó una copia de la «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar», de Rodolfo Walsh. Claudia me avisó de que la violencia extrema logra que no veamos los intereses a los que sirve. En cierto modo, ya había ocurrido con el movimiento de oposición a la guerra. Nuestras explicaciones sobre los motivos de la guerra rara vez iban más allá de respuestas con una sola palabra: petróleo, Israel, Halliburton. La mayoría de nosotros decidimos oponernos a la guerra por entenderla como un disparate de un presidente que se creía rey y de su compinche británico, que deseaba estar en el bando de los ganadores. No había interés en la idea de que la guerra era una elección política racional, que los arquitectos de la invasión habían dado rienda suelta a una violencia brutal porque no podían abrir las economías cerradas de Oriente Medio a través de métodos pacíficos, que el nivel de terror era proporcional a lo que estaba en juego.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 499
 
 
La invasión de Irak se vendió a la opinión pública sobre la base del temor a las armas de destrucción masiva porque, como explicó Paul Wolfowitz, esas armas eran «el único punto sobre el que todo el mundo podía estar de acuerdo» (en otras palabras, la excusa del menor denominador común). La razón de menos peso, defendida por los partidarios más intelectuales de la guerra, fue la teoría del «modelo». Según los expertos —identificados, en muchos casos, como neoconservadores— que dieron a conocer esta teoría, el terrorismo procedía de numerosos puntos de los mundos árabe y musulmán: los secuestradores del 11 de septiembre eran de Arabia Saudí, Egipto, los Emiratos Árabes Unidos y Líbano; Irán entregaba fondos a Hezbolá; Siria acogía a los líderes de Hamás; Irak estaba enviando dinero a las familias de los terroristas suicidas palestinos. Para estos defensores de la guerra, que relacionaban los ataques contra Israel con los ataques contra Estados Unidos (como si no hubiese diferencias entre ellos), eso era suficiente para calificar toda la región de nido potencial de terroristas. Por tanto, ¿qué ocurría en esta parte del mundo, se preguntaban, para que existiese el terrorismo? Ideológicamente ciegos ante el hecho de que las políticas de Estados Unidos o Israel eran factores contribuyentes, por no mencionar las provocaciones, identificaron la verdadera causa como algo más: el déficit de la región en democracia de libre mercado. Dado que el mundo árabe no podía ser conquistado en su totalidad de una sola vez, un país tendría que hacer las veces de catalizador. Estados Unidos invadiría ese país y lo convertiría, como dijo Thomas Friedman (el principal proselitista de la teoría en los medios), en «un modelo distinto en el mismo centro del mundo árabe-musulmán», un modelo que, a su vez, pondría en marcha una serie de movimientos democráticos-neoliberales en toda la región. Joshua Muravchik, experto del American Enterprise Institute, predijo un «tsunami en el mundo islámico», empezando por «Teherán y Bagdad», mientras que el archiconservador Michael Ledeen, consejero en la administración Bush, describió el objetivo como «una guerra para rehacer el mundo». En la lógica interna de esta teoría, combatir el terrorismo, extender el capitalismo de frontera y celebrar elecciones se agruparon en un proyecto unificado. Oriente Medio quedaría «limpio» de terroristas y se crearía una enorme zona de libre comercio. A continuación, se aseguraría la situación con unas elecciones (un especial tres en uno). George W. Bush redujo más tarde esta agenda a una sola frase: «Extender la libertad en una región con problemas». Muchos confundieron ese juicio con un compromiso ingenuo con la democracia. Sin embargo, Bush siempre se ha referido a otro tipo de libertad, la que forma la base de la teoría del modelo y la misma que ofreció a Chile en los años setenta y a Rusia en los noventa: la libertad otorgada a multinacionales occidentales para alimentarse de Estados recién privatizados. El presidente lo dejó perfectamente claro ocho días después de declarar el fin de la guerra en Irak, cuando anunció los planes para «establecer una zona de libre comercio entre Estados Unidos y Oriente Medio en el plazo de una década». Liz Cheney, hija de Dick Cheney y veterana de la terapia del shock soviética, se situó al mando del proyecto.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 500
 
 
Cuando la idea de invadir un país árabe y convertirlo en un Estado modelo empezó a ganar adeptos, después del 11 de septiembre, comenzaron a barajarse los nombres de posibles candidatos: Irak, Siria, Egipto o Irán (el preferido de Michael Ledeen). Sin embargo, Irak tenía mucho a su favor. Además de sus enormes reservas de crudo, también ofrecía una buena situación para las bases militares ahora que Arabia Saudí parecía menos fiable. Por si fuera poco, el uso de armas químicas por parte de Sadam contra su propio pueblo le convertía en un objetivo fácil de odiar. Otro factor, casi siempre pasado por alto, era que Irak ofrecía la ventaja de la familiaridad.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 502
 
 
La invasión de Irak marcó el terrible regreso a las antiguas técnicas de la cruzada del libre mercado: el uso del shock definitivo para borrar por la fuerza todos los obstáculos contrarios a la construcción de modelos de Estados corporativistas libres de toda interferencia.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 505
 
 
La teoría del shock y la conmoción se presenta habitualmente como una simple estrategia de potencia de fuego aplastante, pero los autores de la doctrina la consideran mucho más que eso: afirman que se trata de un diseño psicológico sofisticado dirigido «directamente a la voluntad pública del adversario de resistir». Las herramientas ya resultan familiares en el complejo militar estadounidense: privación y sobrecarga sensorial con el fin de inducir un estado de desorientación y regresión. Con ecos claros de los manuales de interrogación de la CIA, Shock and Awe afirma que «en términos crudos, el dominio rápido tomaría el control del entorno y paralizaría o sobrecargaría las percepciones y la comprensión de los hechos por parte del adversario». El objetivo consiste en «dejar al adversario completamente impotente», e incluye estrategias como «manipulación en tiempo real de los sentidos y los estímulos: […] “encender y apagar” literalmente las “luces” que permiten que un agresor potencial vea o aprecie las condiciones o los hechos referentes a sus fuerzas y, en última instancia, a su sociedad», o «privar al enemigo, en zonas específicas, de la capacidad de comunicar y observar».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 508
 
 
Los torturadores saben que una de sus armas más potentes es la propia imaginación del prisionero: por lo general, mostrarle instrumentos temibles resulta más eficaz que utilizarlos.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 509
 
 
John Agresto, también encontró motivos para la esperanza cuando vio los saqueos de Bagdad por televisión. Para él, su trabajo —«una aventura irrepetible»— consistía en rehacer el sistema educativo superior de Irak a partir de la nada. En aquel contexto, los destrozos en las universidades y el Ministerio de Educación supusieron «la oportunidad para empezar de cero», de dotar a las escuelas de Irak «del mejor equipo y el más moderno». Si la misión era la «creación de una nación», como tantos creían, todo lo que quedase del viejo país sólo iba a suponer un estorbo. Agresto era el ex presidente del St. John's College (Nuevo México), un centro especializado en libros valiosos. Explicó que aunque no sabía nada de Irak, había resistido la tentación de leer sobre el país antes de su viaje para llegar «con la mente lo más abierta posible». Como sus colegas de Irak, Agresto iba a ser una tabla rasa. Si Agresto hubiese leído uno o dos libros, tal vez se habría replanteado la necesidad de borrarlo todo y partir de cero. Habría sabido, por ejemplo, que antes de que las sanciones estrangulasen al país, Irak tenía el mejor sistema educativo de la región y la tasa de alfabetización más alta del mundo árabe: en 1985, el 89% de los iraquíes estaban alfabetizados. Como contraste, en el estado natal de Agresto, Nuevo México, el 46% de la población es analfabeta funcional, y el 20% es incapaz de realizar operaciones «básicas de matemáticas para calcular el total de una compra». Con todo, Agresto estaba tan convencido de la superioridad de los sistemas americanos que se mostró incapaz de contemplar la posibilidad de que los iraquíes quisieran salvar y proteger su cultura, y de que sintiesen su destrucción como una pérdida terrible.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 515
 
 
El gabinete de Bush promovió, en realidad, un anti-Plan Marshall, su contrario en todos los sentidos posibles. Era un plan garantizado desde el principio para socavar el debilitado sector industrial iraquí y lograr que el desempleo se disparase. Si el plan posterior a la Segunda Guerra Mundial impidió las inversiones de firmas extranjeras para evitar la percepción de que se aprovechaban de países en un estado de debilidad, este esquema hizo todo lo posible por seducir a las empresas norteamericanas (con algunos restos para las firmas con sede en países adheridos a la «coalición de la buena voluntad»). Este robo de los fondos para la reconstrucción de Irak, justificado mediante ideas no discutidas y racistas sobre la superioridad de Estados Unidos y la inferioridad de Irak (y no sólo con los demonios genéricos de la «corrupción» y la «ineficacia»), fue lo que condenó el proyecto desde el principio. Ni un solo dólar llegó a las fábricas iraquíes para que pudiesen reabrir y sentar las bases de una economía sostenible, crear puestos de trabajo y financiar la seguridad social. Simplemente, los iraquíes no participaron en este plan. Los contratos del gobierno federal estadounidense (emitidos en su mayoría por USAID) encargaron una especie de «país en una caja», diseñado en Virginia y Texas, para ensamblarlo en Irak. Como afirmaron repetidamente las autoridades de la ocupación, fue «un regalo del pueblo estadounidense al pueblo de Irak». Lo único que tenían que hacer los iraquíes era abrirlo. Ni siquiera para el proceso de montaje se recurrió a la mano de obra barata iraquí porque los grandes contratistas norteamericanos —entre otros, Halliburton, Bechtel y Parsons, el gigante de la ingeniería con sede en California— prefirieron importar trabajadores extranjeros que pudiesen controlar fácilmente. Una vez más, los iraquíes se quedaron con el papel de espectadores atemorizados: primero por la tecnología militar de Estados Unidos, y después por sus proezas en ingeniería y gestión.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 527
 
 
La escasa presencia pública y la numerosa presencia empresarial reflejaron el hecho de que el gabinete de Bush utilizó la reconstrucción de Irak (sobre la cual tenía el control absoluto, cosa que no ocurría con la burocracia federal dentro de su propio país) para poner en práctica su visión de un gobierno hueco basado en las subcontratas. En Irak no hubo ni una sola función gubernamental que se considerase tan decisiva como para no dejarla en manos de un contratista (a ser posible, uno que aportase dinero o seguidores cristianos al Partido Republicano durante las campañas electorales). El lema habitual de Bush gobernó todos los aspectos de la participación de las fuerzas extranjeras en Irak: si una tarea puede ser realizada por una entidad privada, así debe ser.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 528
 
 
Ya todo el mundo sabe que el anti-Plan Marshall de Bush no salió como esperaban. Los iraquíes no vieron la reconstrucción como «un regalo»: la mayoría lo consideraron una forma modernizada de saqueo, y las empresas estadounidenses no impresionaron a nadie con su velocidad y su eficacia. Por el contrario, han logrado convertir la palabra «reconstrucción» en un «chiste que no hace gracia a nadie», tal como dijo un ingeniero iraquí. Cada error de cálculo provocó un aumento de la resistencia, respondida a su vez con acciones represivas por parte de las tropas extranjeras hasta sumir al país en un infierno de violencia. Según el estudio más fiable, en julio de 2006 la guerra en Irak había provocado 655 000 muertos iraquíes, personas que seguirían vivas de no haber sido por la invasión y la ocupación. En noviembre de 2006, Ralph Peters, oficial en la reserva del ejército estadounidense, escribió en USA Today: «Brindamos a los iraquíes una oportunidad única para desarrollar una democracia de Estado de derecho, pero ellos prefirieron abandonarse a viejos odios, a la violencia confesional, a la intolerancia étnica y a una cultura de la corrupción. Parece que los cínicos tenían razón: las sociedades árabes no pueden apoyar la democracia tal como nosotros la conocemos. Y la gente tiene el gobierno que se merece. […] La violencia que mancha de sangre las calles de Bagdad no es sólo un síntoma de la incompetencia del gobierno iraquí, sino también de la incapacidad total del mundo árabe de progresar en cualquier esfera de iniciativa organizada. Estamos asistiendo a la caída de una civilización». Aunque Peters fue especialmente duro, muchos observadores occidentales han llegado a la misma conclusión: la culpa es de los iraquíes.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 531
 
 
No podemos reducir el actual estado desastroso de Irak a la incompetencia y el amiguismo de la Casa Blanca de Bush o al sectarismo o el tribalismo de los iraquíes. Se trata de un desastre muy capitalista, una pesadilla de avaricia sin límites a raíz de la guerra. El «fiasco» de Irak ha sido creado por una aplicación fiel y sin trabas de la ideología de la Escuela de Chicago. Lo que sigue es una descripción inicial (y no exhaustiva) de las conexiones entre la «guerra civil» y el proyecto corporativista que fue el eje de la invasión. Es un proceso en el que la ideología se vuelve contra las personas que le dieron rienda suelta: digamos que es un blowback ideológico.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 533
 
 
La presencia del gobierno estadounidense en Irak durante el primer año de su experimento económico había sido un espejismo: no había habido gobierno, sólo un embudo para hacer llegar dinero público de Estados Unidos y del petróleo iraquí a empresas extranjeras, completamente al margen de la ley. De este modo, Irak representaba la expresión más extrema de la contrarrevolución anti-estado: un Estado hueco, inexistente, tal como fallaron finalmente los tribunales.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 544
 
 
 
Los países, como las personas, no se reinician con un buen shock: sólo se rompen y continúan rompiéndose.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 565
 
 
En los años setenta, cuando comenzó la cruzada corporatista, se emplearon tácticas que los tribunales calificaron de abiertamente genocidas: la eliminación deliberada de un segmento de la población. En Irak ha ocurrido algo todavía más monstruoso: la eliminación no de un segmento de la población, sino de todo un país. Irak está desapareciendo, se desintegra. Como suele ocurrir, todo empezó con la desaparición de las mujeres detrás de los velos y las puertas; después, de los niños de los colegios (en 2006, dos tercios de los escolares se quedaron en sus casas). A continuación, llegó el turno de los profesionales: médicos, profesores, empresarios, científicos, farmacéuticos, jueces, abogados… Se calcula que 3000 profesores universitarios iraquíes han sido asesinados por escuadrones de la muerte desde la invasión de Estados Unidos (incluyendo varios decanos de departamento), y varios miles más han huido. Los médicos lo han tenido todavía peor: en febrero de 2007 se calculó que unos 2000 habían sido asesinados y 12 000 habían huido. En noviembre de 2006, el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas calculó que 3000 iraquíes huían del país cada día. En abril de 2007, la organización informó de que cuatro millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus casas (aproximadamente uno de cada siete iraquíes). Sólo unos centenares de esos refugiados han sido acogidos en Estados Unidos. Con la industria iraquí hundida, uno de los únicos negocios locales que prospera es el de los secuestros. Sólo en tres meses y medio, a principios de 2006, se secuestró en Irak a casi 20 000 personas. Los medios internacionales sólo prestan atención cuando los secuestrados son occidentales, pero la inmensa mayoría de las víctimas son profesionales iraquíes apresados cuando van o vuelven del trabajo. Sus familias tienen dos opciones: pagar un rescate de decenas de miles de dólares americanos o identificar sus cadáveres en la morgue. La tortura también prospera. Grupos de derechos humanos han documentado numerosos casos de policías iraquíes que exigen miles de dólares a familiares de prisioneros a cambio de cesar las torturas. Es la versión doméstica del capitalismo del desastre de Irak. Esto no es lo que la administración Bush había pensado para Irak cuando lo eligió como nación modelo para el resto del mundo árabe. La ocupación comenzó con joviales conversaciones sobre tablas rasas y comienzos desde cero. Sin embargo, la búsqueda de limpieza no tardó en convertirse en conversaciones para «arrancar el islamismo de raíz» en Ciudad Sader o Nayaf y eliminar «el cáncer del islamismo radical» de Faluya y Ramadi; lo que no estuviese limpio se eliminaría por la fuerza. Esto es lo que ocurre con los proyectos de crear sociedades modelo en países que no son los propios. Las campañas de limpieza rara vez son premeditadas. Sólo cuando las personas que viven en el país en cuestión se niegan a abandonar su pasado, el sueño de la tabla rasa se desdobla en su otro yo, la tierra arrasada; sólo entonces, el sueño de creación total se convierte en una campaña de destrucción total. La violencia no prevista que hoy azota Irak es creación del optimismo letal de los arquitectos de la guerra. Se predeterminó con esta frase aparentemente inofensiva, incluso idealista: «un modelo para un nuevo Oriente Medio». La desintegración de Irak tiene sus raíces en la ideología que exigió una tabla rasa sobre la que escribir la nueva historia. Cuando esa tabla inmaculada no apareció, el defensor de esa ideología procedió a destruir con la esperanza de hacerse con esa tierra prometida.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 565
 
 
Un año y medio después de la ocupación de Irak, el Departamento de Estado norteamericano creó una nueva delegación: la Oficina de Reconstrucción y Estabilización. Un buen día, la oficina paga a contratistas privados para que tracen un plan detallado de reconstrucción de 25 países —desde Venezuela hasta Irán— que, por una razón u otra, son objetivos de la destrucción patrocinada por Estados Unidos. Las corporaciones y los asesores están preparados con «contratos prefirmados», de manera que pueden pasar a la acción en cuanto se desencadene el desastre. Para la administración Bush era la evolución natural: después de afirmar que tenía derecho a provocar una destrucción preventiva sin límites, encabezaba la reconstrucción preventiva: reconstruir lugares que todavía no han sido destruidos. Así, la guerra en Irak sirvió finalmente para crear un modelo de economía, y no precisamente el Tigre en el Tigris del que hablaron los neoconservadores. Se trata de un modelo de guerra y reconstrucción privatizadas, y que no tardó mucho en ser exportado. Hasta Irak, las fronteras de la cruzada de Chicago las imponía la geografía: Rusia, Argentina, Corea del Sur. Ahora ya se puede abrir una nueva frontera en cualquier lugar donde suceda el siguiente desastre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 578
 
 
No hace mucho tiempo, los desastres eran períodos de nivelación social, momentos poco frecuentes en que las atomizadas comunidades dejaban las divisiones a un lado e iban juntas. Cada vez más, sin embargo, los desastres son su opuesto: se abren puertas a un futuro cruel sin piedad en el que el dinero y la raza compran la supervivencia.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 622
 
 
Al principio pensaba que las zonas de seguridad eran un fenómeno único en la guerra de Irak. Ahora, después de pasar años en otras áreas de desastre, me doy cuenta de que las zonas de seguridad surgen en cualquier lugar en el que el complejo del capitalismo del desastre aparece, con las mismas duras particiones entre los incluidos y los excluidos, los protegidos y los condenados.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 623
 
 
Al principio pensaba que las zonas de seguridad eran un fenómeno único en la guerra de Irak. Ahora, después de pasar años en otras áreas de desastre, me doy cuenta de que las zonas de seguridad surgen en cualquier lugar en el que el complejo del capitalismo del desastre aparece, con las mismas duras particiones entre los incluidos y los excluidos, los protegidos y los condenados. Ocurrió en Nueva Orleans. Después de la inundación, una ya dividida ciudad se convirtió en un campo de batalla entre las cercadas zonas de seguridad y las embravecidas zonas desprotegidas, el resultado no de los daños provocados por el agua sino de las «soluciones de libre mercado» adoptadas por el presidente. La administración Bush rechazó destinar fondos de emergencia para pagar los salarios del sector público, y la ciudad de Nueva Orleans, que perdió su base impositiva, tuvo que despedir a tres mil trabajadores en los meses posteriores al Katrina. Entre ellos estaban dieciséis miembros del personal de planificación de la ciudad —lo cual nos evoca la «desbaaztificación»— cesados en el preciso momento en que Nueva Orleans necesitaba planificadores de manera desesperada. En su lugar, millones de dólares públicos fueron a consultores del exterior, muchos de los cuales eran poderosos promotores estatales. Y, por supuesto, miles de profesores fueron también despedidos, preparando así el terreno para la conversión de docenas de escuelas públicas en escuelas chárter, tal como Friedman había pedido. Casi dos años después de la tormenta, el hospital Charity continuaba cerrado. El poder judicial apenas funcionaba, y la compañía de electricidad privatizada, Entergy, había fracasado al no recuperar la línea de toda la ciudad. Después de amenazar con elevar las tarifas drásticamente, la compañía consiguió arrancar una controvertida ayuda (como rescate económico) del gobierno federal. El sistema de transporte público fue desmantelado y perdió a casi la mitad de sus trabajadores. La inmensa mayoría de los proyectos de vivienda de propiedad pública estuvieron cubiertos con tablas y vacíos, con cinco mil unidades dispuestas para la demolición por la autoridad federal de la vivienda. De la misma manera que el lobby del turismo en Asia había anhelado deshacerse de los pueblos de pescadores de primera línea de playa, el poderoso lobby del turismo de Nueva Orleans había puesto sus ojos en proyectos de vivienda, varios de ellos en tierras de alto valor cerca del barrio francés, imán del turismo de la ciudad.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 623
 
 
Entre las escuelas, las casas, los hospitales, el sistema de transporte público y la falta de agua limpia en muchas partes de la ciudad, la esfera pública de Nueva Orleans no estaba siendo reconstruida sino eliminada, utilizando la tormenta como excusa. En una etapa más temprana de la «destrucción creativa» del capitalismo, grandes franjas de Estados Unidos perdieron sus bases industriales y degeneraron en regiones industriales decadentes de fábricas cerradas y barrios desasistidos. El Nueva Orleans del post-Katrina puede que sea la ciudad que proporcione la primera imagen del mundo occidental de un nuevo tipo de paisaje urbano malogrado: un deteriorado cinturón destruido por la mortífera combinación de las desgastadas infraestructuras públicas y el clima extremo.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 483
 
 
Un diario de derechas en los EE.UU. definió Blackwater como el «Al Qaeda para los buenos chicos.» Es una analogía sorprendente. Dondequiera que el complejo del capitalismo del desastre ha aterrizado, se ha producido una proliferación de grupos armados al margen de la situación. Eso no es sorprendente: cuando los países son construidos por personas que no creen en los gobiernos, los Estados que ellos construyen son invariablemente débiles, creando un mercado alternativo de fuerzas de seguridad, ya sea Hezbolá, Blackwater, el Ejército del Mahdi o las bandas callejeras de Nueva Orleans. La aparición de esta infraestructura paralela privatizada va más allá de la policía. Cuando las infraestructuras de los contratistas de los años de Bush se ven en conjunto, lo que vemos es un «Estado dentro del Estado» totalmente articulado, tan fuerte y capaz como frágil y enclenque es el verdadero Estado. Este espectro de Estado corporativo ha sido construido casi exclusivamente con fondos públicos (el 90% de los ingresos de Blackwater provienen del Estado), incluida la formación de su personal (abrumadoramente compuesto de antiguos funcionarios públicos, políticos y soldados). Sin embargo, la inmensa infraestructura es de control y propiedad privados en su totalidad. Los ciudadanos que la han financiado no tienen, de ninguna manera, derecho a esta economía paralela o a sus recursos. El verdadero Estado, mientras tanto, ha perdido su capacidad para llevar a cabo sus funciones esenciales sin la ayuda de los contratistas. Sus equipos propios están anticuados y los mejores expertos han huido al sector privado. Cuando golpeó el Katrina, la FEMA tuvo que contratar a un contratista para adjudicar contratos a contratistas. Asimismo, cuando llegó el momento de actualizar el manual del ejército sobre normativa para tratar con contratistas, el ejército externalizó el trabajo a uno de sus más importantes contratistas: MPRI, que no tardó mucho en tener los conocimientos internos. La CIA está perdiendo a tantos funcionarios en el sector del espionaje privatizado paralelo que ha tenido que prohibir que los contratistas hagan contrataciones en el comedor de la agencia. «Un oficial recientemente retirado dijo que había sido abordado en dos ocasiones mientras estaba en la cola del café», informó The Angeles Times. Y cuando el Departamento de Seguridad Nacional decidió que necesitaba construir «verjas virtuales» en las fronteras entre Estados Unidos y Canadá y México, Michael P. Jackson, subsecretario del departamento, dijo a los contratistas: «Se trata de una invitación poco habitual… Te estamos pidiendo que vuelvas y nos digas cómo hacer nuestros negocios». El inspector general del departamento, explicó que Seguridad Nacional «no tiene la capacidad necesaria para planificar eficazmente, supervisar y ejecutar el programa [Iniciativa para la Seguridad de las Fronteras]».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 627
 
 
Las consecuencias de la decisión de la actual cosecha de políticos de externalizar de manera sistemática sus responsabilidades electas va más lejos que una única administración. Una vez que un mercado ha sido creado, éste tiene que ser protegido. Las compañías que están en el corazón del complejo del capitalismo del desastre consideran cada vez más como competidores tanto al Estado como a las organizaciones sin ánimo de lucro. Desde la perspectiva corporativa, siempre que los gobiernos o las organizaciones benéficas desempeñan sus roles tradicionales, están denegando trabajo a los contratistas, el cual podría ser realizado con obtención de beneficios.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 629
 
 
La nueva fase del complejo del capitalismo del desastre es bastante clara: con emergencias en alza, el gobierno incapaz de pagar la cuenta, y con los ciudadanos abandonados por su Estado inoperante, el Estado corporativo paralelo realquilará su infraestructura del desastre a cualquiera que pueda permitirse el lujo, y a cualquier precio que el mercado pueda tolerar. Se pondrá a la venta todo: desde un helicóptero que se encarama a los tejados hasta el agua potable y las camas de los refugios.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 630
 
 
Pensando en el futuro de los desastres por llegar, tanto ecológicos como políticos, a menudo suponemos que los vamos a afrontar todos, que lo que hace falta son líderes que reconozcan el curso de la destrucción en el que estamos. Pero no estoy tan segura. Quizás, parte de las razones del porqué tantas de nuestras élites, políticas y corporativas, son tan optimistas acerca del cambio climático es que están seguras de que podrán comprar su salida de los peores atolladeros de todo esto. Esto puede también explicar parcialmente por qué los sostenedores de Bush son cristianos que creen que el Apocalipsis es inminente. No es sólo que necesiten creer: es que existe una vía de escape del mundo que están creando. Es que el Rapto es una parábola de lo que están construyendo aquí: un sistema que invita a la destrucción y al desastre, que les hace caer en picado de helicópteros privados y, junto a sus amigos, tomar el puente aéreo hacia una seguridad divina.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 631
 
 
El petróleo y la industria del gas están tan íntimamente entrelazados con la economía del desastre —ambos causa principal de muchos desastres y beneficiarios de ellos— que merecen ser tratadas como adjuntos honorarios del complejo de la economía del desastre.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 641
 
 
La reciente racha de desastres se han traducido en beneficios tan espectaculares que mucha gente en todo el mundo ha llegado a la misma conclusión: los ricos y los poderosos causan deliberadamente las catástrofes con el fin de explotarlas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 641
 
 
La verdad es al mismo tiempo menos siniestra y más peligrosa. Un sistema económico que requiere estar en constante crecimiento mientras quita de en medio casi todos los intentos serios de regulación medioambiental generan una constante corriente de desastres, ya sean militares, ecológicos o financieros. El deseo de lo fácil, beneficios a corto plazo brindados por una inversión puramente especulativa, ha transformado los mercados de valores, la moneda o al Estado en máquinas de creación de crisis, como la crisis financiera asiática, la crisis del peso mexicano o la de las compañías informáticas que tienen sede en Internet, todas ellas ya manifestadas. Nuestra común adicción a lo contaminante, a las fuentes de energía no renovables, mantiene a la espera otro tipo de emergencias por llegar: desastres naturales (un 430% más desde 1975) y guerras libradas por el control de los escasos recursos (no sólo como en Irak o Afganistán, sino conflictos de más baja intensidad como aquellos que estallan en Nigeria, Colombia y Sudán) que sucesivamente crean terroristas como rechazo (un estudio de 2007 calculaba que el número de ataques terroristas desde el inicio de la guerra de Irak se había multiplicado por siete). Dadas las altísimas temperaturas, climáticas y políticas, los desastres del futuro no necesitan de oscuros complots para tramarse. Las indicaciones dicen que, simplemente siguiendo el curso actual de los acontecimientos, continuarán llegando con una intensidad incluso más feroz. La generación del desastre puede por tanto ser abandonada a la mano invisible del libre mercado. Un área, ésta, en la que realmente se lanza.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 641
 
 
La paulatina expansión del complejo del capitalismo del desastre en los medios de comunicación puede dar lugar a un nuevo tipo de sinergia corporativa, una estructura basada en la integración vertical muy popular en los años noventa. Esto ciertamente tiene sentido comercial. Cuanto más sumidas están nuestras sociedades en el pánico, convencidas de que hay terroristas al acecho en las mezquitas, más aparatos de detección de explosivos e identificaciones basadas en la biometría vende el complejo del capitalismo del desastre y más vallas de alta tecnología construye. Si el sueño de la apertura, de hacer un «pequeño planeta» sin fronteras, era el billete para los beneficios de los años noventa, la pesadilla de la amenaza, los continentes occidentales fortificados, bajo el asedio de yihadistas e inmigrantes ilegales, representa el mismo rol en el nuevo milenio. La única perspectiva que amenaza la prosperidad de la economía del desastre, de la que tanto depende la riqueza —desde las armas y el petróleo hasta la ingeniería de la vigilancia y las drogas patentadas—, es la posibilidad de conseguir en alguna medida estabilidad climática y paz geopolítica.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 643
 
 
Mientras los analistas se pelean por entender el dilema de Davos, un nuevo consenso está emergiendo. No se trata de que el mercado se haya hecho inmune a la inestabilidad, al menos, no exactamente. De lo que se trata es de que un constante flujo de desastres es ahora tan esperado que el siempre adaptable mercado ha cambiado para adaptarse a este nuevo statu quo: la inestabilidad es la nueva estabilidad.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 644
 
 
La apertura de mercados prometía beneficios a ambos lados del conflicto pero, a excepción de la élite corrupta en torno a Arafat, los palestinos estuvieron notablemente ausentes del boom post-Oslo. El obstáculo más grande fue el cierre, una política que nunca se levantó en los catorce años desde que había sido impuesta por primera vez en 1993. Según la especialista en Oriente Medio de Harvard, Sara Roy, cuando las fronteras fueron abruptamente selladas en 1993, las consecuencias sobre la vida económica palestina fueron catastróficas. «El cierre había sido la característica más perjudicial de la economía durante el período de Oslo y, desde entonces, la medida que ha ocasionado el daño más grande a una economía ya en peligro», dijo en una entrevista. Los trabajadores no podían trabajar, los comerciantes no podían vender sus mercancías y los granjeros no podían llegar a sus campos. En 1993 el producto nacional bruto per cápita en los territorios ocupados cayó en picado cerca de un 30%; al año siguiente, la pobreza entre los palestinos era de más de un 33%. En 1996, dijo Roy, que había documentado ampliamente el impacto económico del cierre, «el 66% de la población activa palestina estaba desempleada o severamente subempleada».[21] Lejos de una «paz de los mercados», lo que Oslo significó para los palestinos fue mercados volatilizados, menos trabajo, menos libertad y, de manera crucial, según se extendían los asentamientos, menos tierra. Fue esta totalmente insostenible situación la que transformó los territorios ocupados en yesca que ardió en llamas cuando Ariel Sharon visitó el emplazamiento en Jerusalén llamado por los musulmanes al-Haram al Sharif (Monte del Templo, para los judíos) en septiembre de 2001, desencadenando la segunda Intifada.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 652
 
 
En Israel y en la prensa internacional se sostiene, generalmente, que la razón por la que el proceso de paz se hundió fue porque la oferta que hizo Ehud Barak en Camp David en julio de 2000 era el mejor acuerdo que los palestinos iban a conseguir y Arafat dio la espalda a la generosidad israelí, mostrando, de esta manera, que nunca fue sincero en la búsqueda de la paz. Después de esta experiencia y la irrupción de la segunda Intifada, los israelíes perdieron la fe en la negociación, eligieron a Ariel Sharon y empezó la construcción de lo que ellos llamarían barrera de seguridad y los palestinos Muro del Apartheid: la cadena de muros de hormigón y verjas de acero que sobresalen de la frontera de la Línea Verde de 1967 adentrándose angustiosamente en territorio palestino e introduciendo enormes edificios de asentamientos del Estado israelí, de la misma manera que un 30% de los recursos del agua en algunas áreas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 653
 
 
Éste es un pequeño ejemplo de los logros de la industria: Una llamada hecha al Departamento de Policía de Nueva York es grabada y analizada con la tecnología creada por Nice Systems, una compañía israelí. Nice también controla las comunicaciones de la policía de Los Angeles y de Time Warner, de la misma manera que proporciona cámaras de videovigilancia al aeropuerto internacional Ronald Reagan, entre docenas de clientes más importantes. Imágenes capturadas del sistema metropolitano de Londres son grabadas en cámaras de videovigilancia Verint, pertenecientes al gigante de la tecnología israelí Comverse. Los equipos de vigilancia de Verint también son utilizados en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, en el aeropuerto internacional Dulles de Washington, en el Capitolio y en el metro de Montreal. La compañía tiene clientes en el sector de la vigilancia en más de cincuenta países y también ayuda a gigantes corporativos como Home Depot y Target a controlar a sus trabajadores. Empleados de las ciudades de Los Angeles y Columbus, Ohio, llevan «tarjetas inteligentes» electrónicas de identificación hechas por la compañía israelí SuperCom, algo de lo que se jacta el antiguo director de la CIA, James Woolsey, como presidente de su comité asesor. Un país no revelado de Europa ha colaborado con SuperCom en un programa de documentos de identificación nacional; otro ha encargado un programa piloto para un programa de «pasaportes biométricos», dos iniciativas muy polémicas. Los cortafuegos en las redes de los ordenadores de algunas de las compañías de electricidad más grandes de Estados Unidos, fueron construidos por el gigante de la tecnología israelí Check Point. Las corporaciones decidieron mantener sus nombres en secreto. Según la compañía, «el 89% de las compañías en el ranking de Fortune 500 utilizan soluciones de seguridad Check Point». En los preliminares de la Super Bowl 2007, todos los trabajadores del aeropuerto internacional de Miami recibieron formación para identificar «personas peligrosas y no sólo cosas peligrosas» utilizando un sistema psicológico llamado reconocimiento de pautas de comportamiento desarrollado por la compañía israelí New Age Security Systems. El presidente de la compañía es el antiguo responsable de la seguridad del aeropuerto israelí Ben Gurion. Otros aeropuertos que han contratado a New Age, en años recientes, formación para sus trabajadores en retratos de pasajeros están en Boston, San Francisco, Glasgow, Atenas, Londres (Heathrow) y muchos otros lugares. Trabajadores portuarios en el conflicto en el que se haya sumido el delta del Níger recibieron formación de New Age, como los empleados del Ministerio de Justicia de los Países Bajos, guardias de la Estatua de la Libertad y agentes la Oficina Contra el Terrorismo del Departamento de Policía de Nueva York.[34] Cuando el rico vecindario de Audubon Place de Nueva Orleans decidió que necesitaba sus propias fuerzas policiales después del huracán Katrina, contrató seguridad privada a la empresa israelí Instinctive Shooting International. Agentes de la Policía Montada del Canadá, la agencia de policía federal de Canadá, se han formado en International Security Instructors, una compañía ubicada en Virginia especializada en el entrenamiento de las fuerzas del orden y soldados. Publicita su «dura experiencia ganada en Israel», sus instructores son «veteranos de los destacamentos especiales de […] las Fuerzas de Defensa de Israel, de unidades de la Policía Nacional Contra el Terrorismo y de los Servicios de Seguridad Nacional (GSS o “Shin Beit”)». La lista de clientes de la compañía de élite incluye al FBI, al ejército de Estados Unidos, a los cuerpos de marines de Estados Unidos, al cuerpo de operaciones especiales de la Marina y el Servicio de Policía Metropolitano de Londres. En abril de 2007, agentes especiales de inmigración del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que trabajaban en la frontera con México recibieron un curso intensivo de ocho días de formación por parte del Golan Group. El Golan Group fue fundado por ex oficiales de las Fuerzas Especiales israelíes y se jactaba de tener más de 3500 empleados en siete países. «Esencialmente, nosotros ponemos el punto de vista israelí sobre la seguridad en nuestros procedimientos», explicó Thomas Pearson, jefe de operaciones de la compañía, respecto al curso de formación que cubría todo, desde el combate cuerpo a cuerpo a prácticas de tiro al blanco para «llegar a ser realmente proactivos con sus vehículos especiales». El Golan Group, ahora ubicado en Florida pero todavía comercializando su ventaja israelí, también produce equipos de rayos X, detectores de metales y rifles. Además de muchos gobiernos y celebridades, entre sus clientes se encuentran ExxonMobil, Shell, Texaco, Levi's, Sony, Citigroup y Pizza Hut. Cuando el Palacio de Buckingham necesitó un nuevo sistema de seguridad, éste escogió uno diseñado por Magal, una de las dos compañías que han estado más involucradas en la construcción de la «barrera de seguridad» israelí. Cuando Boeing empieza a construir las planeadas «barreras virtuales» con un coste de 2500 millones de dólares en las fronteras de Estados Unidos con México y Canadá —con sensores electrónicos, aeronaves no tripuladas, cámaras de videovigilancia y 118 torres—, uno de sus principales socios será Elbit, la otra empresa israelí que más se ha involucrado en la construcción del enormemente controvertido muro, que es «el mayor proyecto de construcción de la historia de Israel» y que ha costado 2500 millones de dólares.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 658
 
 
Las «barreras de seguridad» puede que sean el más grande de todos los desastres del mercado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 661
 
 
El extraordinario rendimiento de las compañías israelíes de seguridad para la patria es bien conocido por los observadores de las bolsas, pero raras veces es discutido como un factor en la política de la región. Y debería serlo. No es casual que la decisión del Estado israelí de colocar el «antiterrorismo» en el centro de su economía de exportación haya coincidido, precisamente, con el abandono de las conversaciones de paz, de la misma manera que es una clara estrategia para redefinir su conflicto con los palestinos no como una batalla contra el movimiento nacionalista con objetivos específicos por la tierra y derechos, sino más bien como parte de la guerra contra el terror en el mundo, una en contra de las fuerzas fanáticas e ilógicas empeñadas sólo en la destrucción.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 661
 
 
Como ha ocurrido en el caso de las fronteras previas de la Escuela de Chicago, la racha de crecimiento de Israel tras el 11 de septiembre se ha visto marcada por la rápida estratificación de la sociedad entre ricos y pobres dentro del Estado. El aumento de la seguridad se ha visto acompañado por una ola de privatizaciones y de recortes en los fondos de programas sociales que ha aniquilado prácticamente el legado del sionismo laborista y ha creado una ola de desigualdad como nunca antes los israelíes habían conocido. En 2007, el 24,4% de los israelíes vivían por debajo del umbral de la pobreza, con un 35,2% de niños pobres, frente a un 8% de niños en esa situación veinte años antes. Aunque los beneficios del boom no han sido repartidos ampliamente, han sido tan lucrativos para un pequeño sector de los israelíes —particularmente para el poderoso segmento que está tan perfectamente integrado tanto en el gobierno como en el ejército, con todos los conocidos escándalos de corrupción corporativa— que un incentivo crucial para la paz ha sido eliminado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 662
 
 
El caso de Israel es extremo, pero el tipo de sociedad que está creando puede que no sea única. El complejo del capitalismo del desastre prospera en condiciones de un desgastado conflicto de baja intensidad. Éste parece ser el punto de llegada en todas las zonas del desastre, de Nueva Orleans a Irak. En abril de 2007, los soldados de Estados Unidos empezaron a implementar un plan para convertir varios de los volátiles barrios de Bagdad en «comunidades cercadas» rodeadas por puestos de control y muros de hormigón donde los iraquíes serían controlados con tecnología biométrica. «Seremos como los palestinos», predijo un residente de Adhamiya al ver cómo su barrio estaba siendo encerrado herméticamente por una barrera. Después de que quedase claro que Bagdad nunca llegaría a ser Dubai y que Nueva Orleans no sería Disneylandia, el plan B se asienta en otra Colombia o Nigeria: guerra infinita, enfrentamiento en gran medida por soldados privados y paramilitares, con los ánimos apaciguados sólo lo justo para conseguir los recursos naturales de la tierra, ayudados a avanzar por mercenarios que vigilan los gaseoductos, plataformas y reservas de agua. Se ha convertido en un lugar común comparar los guetos militarizados de Gaza y Cisjordania, con sus muros de hormigón, verjas electrificadas y puestos de control, con el sistema bantustán de Sudáfrica, que mantenía a los negros en guetos donde se les requerían pases cuando querían salir. «Las leyes y prácticas de Israel en los territorios palestinos ocupados ciertamente tienen aspectos del apartheid», dijo John Dugard, el abogado sudafricano enviado especial sobre los derechos humanos en los territorios palestinos para la ONU en febrero de 2007. Las similitudes son importantes, pero existen diferencias también. Los bantustanes sudafricanos eran, esencialmente, campos de trabajo, una manera de mantener a los trabajadores sudafricanos bajo rigurosa vigilancia y control para que trabajaran por muy poco dinero en las minas. Lo que Israel ha construido es un sistema diseñado para hacer lo contrario: impedir a los trabajadores que trabajen, con una red de campos de retención para millones de personas que han sido catalogadas como excedente de la humanidad. Los palestinos no son los únicos así catalogados en el mundo: millones de rusos también se han convertido en un excedente en su propio país, por lo que muchos huyen de sus hogares con la esperanza de encontrar un trabajo y una vida digna en Israel. Aunque los bantustanes originales han sido desmantelados en Sudáfrica, el único de los cuatro pueblos que vive en chabolas de barrios bajos de rápida expansión es también un excedente en la nueva Sudáfrica neoliberal. Este deshacerse de entre el 25% y el 60% de la población ha sido el sello de la cruzada de la Escuela de Chicago desde que los «pueblos de la miseria» empezaron a crecer rápidamente en el Cono Sur en los años setenta. En Sudáfrica, Rusia y Nueva Orleans, los ricos construyen muros a su alrededor. Israel ha llevado este proceso un paso más lejos: construye muros alrededor de los peligrosos pobres.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 665
 
 
Los herederos intelectuales de Friedman en Estados Unidos, los neocons que impulsaron el complejo del capitalismo del desastre, estaban en el momento más bajo de su historia. El punto culminante del movimiento había sido el conseguir una mayoría republicana en el Congreso de Estados Unidos en 1994, pero justo nueve días antes de la muerte de Friedman habían vuelto a perder esa mayoría a manos de los demócratas. Los tres temas claves que llevaron a la derrota republicana en las elecciones de mitad de mandato de 2006 fueron la corrupción política, la mala gestión de la guerra de Irak y la percepción, que articuló mejor que nadie Jim Webb, victorioso candidato demócrata al Senado de Estados Unidos, de que el país había derivado «hacia un sistema basado en la clase social como no se ha visto otro semejante desde el siglo XIX». En cada caso, el credo fundamental de las teorías económicas de la Escuela de Chicago —privatización, desregulación y recortes en los servicios que presta el gobierno— puso los cimientos de las rupturas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 668
 
 
En 1976, Orlando Letelier, una de las primeras víctimas de la contrarrevolución, insistió en que la tremenda desigualdad que los de Chicago habían causado en Chile no era «una desventaja de la economía, sino un éxito político temporal». Para Letelier era obvio que las reglas de «libre mercado» de la dictadura estaban logrando exactamente lo que pretendían: no creaban una economía perfecta y armoniosa, sino que convertían a los que ya eran ricos en superricos y a la clase trabajadora organizada en pobres de usar y tirar. Estas pautas de estratificación se han repetido en todos los lugares en que la ideología de la Escuela de Chicago ha triunfado.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 669
 
 
En China, a pesar de su asombroso crecimiento económico, la brecha entre los ingresos de los que viven en las ciudades y los ochocientos millones de pobres que viven en el campo se ha doblado durante los últimos veinte años. En Argentina, donde en 1970 el 10% más rico de la población ganaba 12 veces más que el 10% más pobre, los ricos ganaban en 2002 43 veces más. El «éxito político» de Chile ha sido verdaderamente globalizado. En diciembre de 2006, un mes después de la muerte de Friedman, un estudio de Naciones Unidas descubrió que «el 2% de los adultos más ricos del mundo reúnen más de la mitad de la riqueza de todos los hogares del mundo». El cambio ha sido más claro en Estados Unidos, donde en 1980 los CEO ganaban 43 veces más que el trabajador medio, momento en que Reagan inauguró la cruzada friedmanista. En 2005 los CEO ganaban 411 veces más que el trabajador medio. Para esos directivos, la contrarrevolución que empezó en el sótano del edificio de Ciencias Sociales en la década de 1950 ha sido un éxito absoluto, pero el precio de esa victoria ha sido una pérdida de fe generalizada en la promesa central del libre mercado: que el aumento de riqueza revertirá en todos. Como Webb dijo durante la campaña de las elecciones de mitad de mandato, «la economía de cascada no funcionó».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 669
 
 
En sus treinta y cinco años de historia, el programa de la Escuela de Chicago ha prosperado a través de la estrecha cooperación de poderosos empresarios, cruzados ideológicos y líderes políticos autoritarios. En 2006 muchas figuras clave de cada uno de estos tres campos estaban o bien en la cárcel o bien siendo juzgadas.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 670
 
 
A pesar de que todos, desde Pinochet a Cavallo pasando por Berezovski y Black, han intentado retratarse como víctimas de una persecución política sin fundamento, esta lista, que no es ni mucho menos exhaustiva, representa un giro radical del mito de la creación neoliberal. La cruzada económica consiguió aferrarse a una capa de respetabilidad y legalidad conforme progresó. Ahora esa capa estaba siendo levantada de forma muy pública, revelando debajo un sistema de enormes diferencias de riqueza que a menudo se habían forzado con la ayuda de medios groseramente criminales.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 672
 
 
Con el socialismo todavía muy asociado con las décadas de brutalidades cometidas en su nombre, la ira pública tiene pocas vías de escape que no pasen por el nacionalismo y el protofascismo. Los incidentes de violencia étnica suben un 30% cada año y en 2006 se denunciaban casi a diario. El eslogan «Rusia para los rusos» tiene el apoyo de casi el 60% de la población. «Las autoridades son plenamente conscientes de que su política social y económica no está consiguiendo ofrecer condiciones de vida aceptables a la mayoría de la población», dijo Yuri Vdovin, un activista antifascista. Y, sin embargo, «todo los fracasos en ese sentido son supuestamente debidos a la presencia de otras personas cuya religión, color de piel o herencia étnica no es la correcta». Es una amarga ironía que cuando se recetó la terapia de shock para Rusia y Europa oriental sus dolorosos efectos se justificaran como la única forma de evitar que se repitieran las condiciones que en la Alemania de Weimar habían servido de caldo de cultivo para el surgimiento del nazismo. La exclusión despreocupada de decenas de millones de personas producto de las políticas de los ideólogos del libre mercado ha llevado a una situación explosiva aterradoramente similar: una población orgullosa que se siente humillada por fuerzas extranjeras y que busca recuperar el orgullo nacional cargando contra los colectivos más débiles que hay en su seno. En América Latina, el primer laboratorio de la Escuela de Chicago, la reacción ha tomado una forma mucho más esperanzadora. No está dirigida contra los débiles o vulnerables, sino que apunta directamente contra la ideología que es la base de la exclusión económica. Y a diferencia de la situación en Rusia y en Europa oriental, existe un irreprimible entusiasmo por probar ideas que fueron subvertidas en el pasado. A pesar de la afirmación de la administración Bush de que el siglo XX terminó con una «victoria decisiva» del libre mercado sobre toda forma de socialismo, muchos países latinoamericanos comprenden perfectamente bien que lo que había fallado en Europa oriental y partes de Asia era el comunismo dictatorial. El socialismo democrático, entendiendo como tal no sólo los partidos socialistas que alcanzaban el poder a través de elecciones libres sino también las empresas y tierras dirigidas de forma democrática, había funcionado en muchas regiones, desde Escandinavia hasta la pujante e histórica economía de cooperativas de la región de Emilia-Romagna en Italia. Lo que Allende trató de llevar a Chile entre 1970 y 1973 fue una versión de esta combinación de democracia y socialismo. Gorbachov tenía un enfoque similar, aunque menos radical, para convertir a la Unión Soviética en un «faro del socialismo» en las líneas del modelo escandinavo. El Freedom Charter de Sudáfrica, el sueño que impulsó la larga lucha por la liberación, fue otra versión de esta misma tercera vía: no comunismo de Estado, sino mercados que coexistían con la nacionalización de bancos y minas, utilizando el dinero que éstos daban para construir barrios residenciales dignos y buenas escuelas. Era una democracia tanto económica como política. Los trabajadores que fundaron Solidaridad en 1980 se comprometieron no a luchar contra el socialismo, sino por el socialismo, para que los trabajadores al final obtuvieran el derecho a dirigir tanto su país como sus lugares de trabajo de forma democrática. El sucio secreto de la era neoliberal es que estas ideas jamás fueron derrotadas en el campo de batalla de las ideas ni tampoco fueron abandonadas por los ciudadanos en las elecciones. Fueron expulsadas a base de shocks aplicados en momentos políticos clave. Cuando la resistencia fue numantina, fueron derrotadas mediante el uso de la violencia: aplastadas por los tanques de Pinochet, Yeltsin y Deng Xiaoping. En otras ocasiones simplemente fueron traicionadas a través de lo que John Williamson denominó la «política vudú»: como hizo el presidente boliviano Víctor Paz Estenssoro con el equipo secreto de economistas al que recurrió después de las elecciones (y el secuestro generalizado de líderes sindicalistas); el abandono en reuniones a puerta cerrada del Freedom Charter a favor del plan económico secreto de Thabo Mbeki; o los exhaustos afiliados de Solidaridad rindiéndose ante la terapia de shocks económicos después de las elecciones a cambio de una vía de salida. Precisamente porque el sueño de igualdad económica es muy popular y, por tanto, muy difícil de derrotar en una lucha justa, es por lo que se adoptó en un principio la doctrina del shock.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 677
 
 
La protección más importante con la que se ha dotado América Latina en previsión de futuros shocks (y, por tanto, para protegerse también de la doctrina del shock) fluye de la emergente independencia del continente respecto a las instituciones financieras de Washington como consecuencia de una integración mucho mayor entre los gobiernos regionales. La Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) es la respuesta del continente al Área de Libre Comercio de las Américas, el sueño corporativista hoy enterrado de crear una zona de libre comercio que abarcase desde Alaska a Tierra del Fuego. Aunque ALBA está todavía en sus primeras fases, Emir Sader, sociólogo residente en Brasil, describe lo que promete como «un ejemplo perfecto de auténtico comercio justo: cada país aporta lo que puede producir con mayor facilidad y a cambio recibe lo que más necesita, independientemente de los precios de mercado globales». Así pues, Bolivia aporta gas a precios estables y reducidos; Venezuela ofrece petróleo a muy bajo precio a países más pobres y comparte su experiencia en crear reservas; y Cuba envía miles de doctores para que ofrezcan sanidad gratuita por todo el continente y forma a estudiantes de otros países en sus facultades de Medicina. Es un modelo muy distinto del tipo de intercambio académico que empezó en la Universidad de Chicago a mediados de los años cincuenta, cuando se enseñó a estudiantes latinoamericanos una única e inflexible ideología y luego se les devolvió a casa para que la impusieran de forma uniforme en todo el continente. El principal beneficio es que ALBA es esencialmente un sistema basado en el trueque, en el que los países deciden por sí mismos lo que vale un determinado servicio o bien, en lugar de dejar que sean otros en Nueva York, Chicago o Londres los que fijen el precio por ellos. Eso hace que el comercio sea mucho menos vulnerable al tipo de fluctuaciones repentinas de precios que han devastado las economías latinoamericanas en los últimos años. Rodeada por turbulentas aguas financieras, Latinoamérica está creando una zona de relativa calma y predecibilidad económica, un logro que se creía imposible en la era de la globalización.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 686
 
 
Cualquier estrategia basada en la explotación de la ventana de oportunidad que surge a raíz de un shock traumático descansa en gran medida en el elemento sorpresa. Un estado de shock, por definición, es un momento en el que se produce una pausa entre acontecimientos que se están sucediendo a gran velocidad y la información existente acerca de ellos.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 690
 
 
Sin una historia, somos intensamente vulnerables frente a aquellos dispuestos a aprovecharse del caos para su propio beneficio; muchos de nosotros fuimos vulnerables después de aquel 11 de septiembre. Tan pronto como disponemos de una nueva historia, una nueva forma de entender la realidad, que nos ofrece una perspectiva acerca de esos brutales acontecimientos, recuperamos nuestro sentido de la orientación y el mundo vuelve a ser comprensible.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 690
 
 
Los interrogadores que se obstinan por inducir un estado de shock y regresión en sus detenidos conocen bien este proceso. Por esa razón los manuales de la CIA destacan la importancia de separar a los prisioneros de todo elemento que les permita construir una narrativa nueva: información sensorial, datos temporales, otros prisioneros, incluso comunicación con sus guardas. «Los detenidos deben ser aislados inmediatamente», afirma el manual de 1983. «El aislamiento, tanto físico como psicológico, debe instaurarse desde el mismo instante de la detención.» Los interrogadores saben que los prisioneros hablan. Se advierten entre sí sobre lo que va a sucederles; se pasan notas entre las rejas de la prisión. Una vez logran comunicarse, los guardianes pierden su ventaja. Aún conservan el poder de causar daño corporal, pero han perdido la herramienta psicológica más efectiva de la que disponen para manipular y quebrar la voluntad de sus detenidos: la confusión, la desorientación y la sorpresa. Sin estos elementos, no existe el shock. Lo mismo vale para los grupos sociales más numerosos. Una vez se descubren y se entienden los mecanismos de la doctrina del shock, profunda y colectivamente, es más difícil atacar por sorpresa a las comunidades como un todo, resulta más complicado confundirlas: se vuelven resistentes al shock. La variante intensamente violenta del capitalismo del desastre que se ha enraizado en nuestras vidas desde el 11 de septiembre surgió en parte porque los shocks de menor grado, como las crisis de endeudamiento, las caídas de divisas, o la amenaza de quedarse atrás en el camino «de la historia», habían perdido gran parte de su efecto, sobre todo debido a su excesiva utilización. Y sin embargo hoy en día, incluso los shocks cataclísmicos causados por las guerras o los desastres naturales no conllevan siempre el nivel de desorientación necesario para imponer medidas no deseadas de shock económico. Ya se sabe cómo funcionan: los prisioneros han hablado entre rejas, se han pasado notas. El elemento esencial de la sorpresa ya no existe.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 691
 
 
Todos los terapeutas del shock se esmeran por borrar la memoria. Ewen Cameron estaba convencido de que debía destruir las mentes de sus pacientes antes de reconstruirlas. Los ocupantes estadounidenses de Irak no sintieron ninguna necesidad de detener los saqueos de los museos y bibliotecas de Irak, pensando que haría su trabajo mucho más fácil. Pero igual que la antigua paciente de Cameron, Gail Kastner, con su intricada arquitectura de notas, papeles, libros y listas, los recuerdos pueden recuperarse; es posible crear nuevas narrativas. La memoria, individual y colectiva, es la respuesta más potente frente al shock.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 698
 
 
Las reinvasiones más valientes las llevaron a cabo los pueblos de pescadores indígenas de Tailandia llamados los moken, o «gitanos del mar». Después de siglos de abandono, los moken no se hicieron ninguna ilusión: el gobierno no iba a darles un buen pedazo de tierra a cambio de las propiedades costeras que se habían perdido. De modo que, en uno de los casos más espectaculares, los habitantes del pueblo de Ban Tung Wah en la provincia de Phang Nga «se reunieron y volvieron a sus hogares, donde rodearon los restos de su pueblo destrozado con una cuerda, en un gesto simbólico para marcar sus propiedades», explicaba un informante de una ONG tailandesa. «Con toda la comunidad acampada alrededor de la zona, las autoridades no podían expulsarlos a todos, especialmente debido a la gran presencia mediática en la provincia, destinada a cubrir el esfuerzo de reconstrucción tras el tsunami». Al final, los habitantes negociaron un trato con el gobierno. Abandonarían parte de su derecho a la costa a cambio de seguridad legal respecto al resto de sus propiedades ancestrales. Hoy, el pueblo reconstruido es un refugio de cultura moken, y cuenta con un museo, un centro comunitario, una escuela y un mercado. «Ahora, los funcionarios del subdistrito vienen a Ban Tung Wah para aprender cómo funciona “la rehabilitación del tsunami gestionada por el pueblo” mientras los investigadores y los estudiantes viajan hasta aquí para estudiar la “sabiduría de los pueblos indígenas”». Por toda la costa tailandesa afectada por el tsunami, este tipo de reconstrucción de acción directa es la norma. La clave del éxito, afirman los líderes de la comunidad, es que «la gente negoció por sus derechos de propiedad en una posición de ocupación». Algunos han bautizado la práctica como «negociar con las manos». Los supervivientes de Tailandia también insistieron en un tipo distinto de ayuda. En lugar de aceptar donativos, solicitaron las herramientas para llevar a cabo su propia reconstrucción. Por ejemplo, docenas de estudiantes y profesores tailandeses de arquitectura viajan voluntariamente hasta los poblados para enseñar a la comunidad a diseñar sus nuevos hogares, y trazar sus propios planos de construcción. Igualmente, ingenieros navales o expertos pescadores mostraron a los habitantes de los pueblos costeros cómo construir canoas y barcos más resistentes. El resultado es una comunidad reforzada, más cohesionada que antes de la gran ola. Las casas que se erigen en sólidas bases construidas por los habitantes tailandeses de Ban Tung Wah y Baan Nairai son hermosas y fuertes. También son más baratas, más grandes y más frescas que los agobiantes cubículos prefabricados que les ofrecían los contratistas extranjeros. Un documento elaborado por una coalición de comunidades supervivientes del tsunami explica esta filosofía: «La labor de reconstrucción debe realizarse desde las propias comunidades, tanto como sea posible. No permitáis la entrada de los contratistas externos. Dejad que las comunidades se responsabilicen por sus alojamientos».
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 699
 
 
Sobre todo, hacen acopio de resistencia. Para cuando llegue el próximo shock.
 
Naomi Klein
La doctrina del shock, página 703
 
 
 
 
 

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