José Acosta

El universo resuena como llovizna...

El universo resuena como llovizna
sobre el agua,
imperceptible como el susurro de un árbol al crecer.
Estamos encerrados en una dimensión oscura;
la noche es la sombra de una pared lejana;
Dios vive del otro lado.
No te has preguntado ¿a quién le ladran
los perros?
¿Qué ven que tú no puedes descubrir con tu linterna?
Es al sonido de la eternidad,
al espacio que tú sólo conoces en sueños
y crees irreal.
Es a él mismo a quien el perro le ladra,
al ladrido que rebota al colisionar con la noche
y regresa irreconocible.
Es a ti a quien le ladran los perros,
a tu presencia que por tus pensamientos se desborda
llenando la Tierra de murmullos.

José Acosta



He escrito la palabra profundo
y ha nacido un pozo en mi papel
donde cabe el mundo. Cruzo el
lindero de la palabra y ya profundo
es una mancha donde se pierde la mirada.
Escribo agua y bebo. Sangre y lloro.
Hoy todo lo escrito ha buscado su efigie
su osadía de ser, su forma.
Y he aquí escribo hombre
y surge alguien que me besa.
Escribo Dios y algo se esconde
y mi papel simplemente tiembla.

José Acosta


"La mujer recogió la lata con los orines volviendo el rostro para no ser afectada por el tufo, y salió. —La claridad de la puerta empujó por un instante una sombra sobre la pared vacía, que no parecía de hombre sino de algún animal mitológico—. Atravesó el patio hasta la letrina. Echó los orines y luego dejó la lata cogiendo agua bajo el grifo. En medio del patio estaba el anafe donde había cocido las viandas del almuerzo. Lo volteó con el pie; los tizones, al desprenderse de sus cenizas, revivieron más pequeños y rojizos. Cuando les arrojó el agua de la lata, para terminar de apagarlos, los tizones dejaron escapar un chillido humano.
Ella fue la única hija de una mujer apodada la Americana, no porque fuera de los Estados Unidos, sino por la extraña blancura de su piel y la constelación de pecas que cubría su rostro. La Americana la crió como a una muñeca. Todavía a los dieciocho años la bañaba y peinaba, le escogía la ropa cuando iban de tiendas, le seleccionaba las lecturas que no salían del abanico de las novelitas rosas; y con el tiempo fue la Americana quien le escogió marido, un hombre llamado Alejandro Llenas, que le doblaba la edad y cuya única virtud era la de ser dueño de un motel de mala muerte en las afueras de la ciudad. Después que murió la Americana de un dolor de muela que le zafó la quijada y le retorció el cuerpo, Teresa tuvo que valerse por sí misma en la casa con el señor Llenas, como ella siempre lo llamó. En lo adelante la relación se fue deteriorando. La inexperiencia de Teresa en los asuntos domésticos fue compensada, sin embargo, por el embarazo. Ya el señor Llenas no le peleaba porque “los plátanos están salados, Teresa, que las camisas están estrujadas, Teresa, ¿cómo diablos voy a salir? Esta casa apesta a ratón muerto, coño, Teresa...” Hasta que el período de tregua terminó cuando le nació el primogénito al señor Llenas. Cuando lo desarropó, sintió una amargura honda y acumulada en el estómago. Lo envolvió en la sábana y lo pasó a su mujer diciéndole:
—Lárgate con él. Ni para eso sirves, mujer de vientre sucio.
Teresa se marchó a la casa de su difunta madre y crió al niño escondido en uno de los cuartos, avergonzada de su engendro; en la oscuridad, porque le dolía y lastimaba verlo. Mañana se marcharía de la casa perdida por la hipoteca, con unos chelitos ahorrados en el baúl viejo que usaba su madre para que la ropa cogiera olor a cedro. Había alquilado una piececita en las afueras para terminar de vivir.
Antes de que llegara el camión, Teresa tenía bañado y cambiado al hombre. En las tinieblas, mientras lo enjabonaba, sintió que sus manos conocían más que sus ojos al hijo de su vergüenza. Por medio del tacto, a través de los años, fue viéndole crecer el pelo de la barba, la anchura del pecho, y lo que ella siempre llamó “la palomita, mi hijo, ven a hacer pipí antes de acostarte para que no orines la colcha”. Y él se quedaba pensativo, mirándola envejecer, amándola en secreto en ese mundo oscuro que ella iluminaba con su presencia, haciéndolo más ligero y feliz."

José Acosta
El efecto dominó




Yo Soy El Testigo De Este Espacio...

1

Yo soy el testigo de este espacio que Dios aún no ha invadido. De esta tierra hecha de la sombra del aire, donde vienen perdidas mariposas arrastrando burbujas de tiempo helado, que estallan, dispersando sus garras verdes por las paredes de los sueños. Busco al que soy en este jardín de huecos. Llamo y mi grito envejece echando sombra. La oscuridad levanta su ciudad entrelazada con el fuego. Todo arde y veo este planeta remoto reflejado en la luna.

2

Tal vez tú no recuerdes que eres el que soy, que del otro lado fui tú mismo pero ahora vago por las calles perdido sin saber dónde estás. Ven a este parque a encontrarte contigo como antes de nacer. La oscuridad me devora y temo no hallarte jamás.

7

Siempre escribí con miedo, como si estuviera frente a Dios, como si intuyera que nada me sucedió en realidad, porque nunca escapé más allá de mi cuerpo.
Testigo fui de mi paso por el tiempo y supe por mi sombra que estaba de pie sobre este mundo. Y no fui agua, ni luz, ni pensamiento; fui algo entreabriendo la oscuridad con el temor del que está frente a Dios, o frente a sí mismo, y no se ve.

8

Quizás, oh Dios, Tú sólo hablas con las cosas muertas. Que he de esperar hasta morir para charlar contigo. Quizás las piedras de mi jardín te entiendan. Tal vez el río corre tu voz sobre la tierra, y solo esté yo con esta rosa, en silencio, esperando…
Perdóname si no logré el rostro que deseé que vieras. Perdóname por querer ser eso que dejé en aquel niño. Es que me siento perdido, de este lado del cielo.

José Acosta


 Vivimos Como Un Consuelo

Vivimos como un consuelo,
como si nos estuvieran pagando algún mal.
No sabemos qué daño nos hicieron
allá en el Paraíso, pero la luz nos dice
que vivir es un premio de alguien que sólo conoce
de eternidad.
En el fondo sabemos que aquel dolor padecido
jamás nos abandonará, que la vida es insuficiente
para curarnos aquel mal, que arrastramos
cadenas que resuenan en el más allá.
Qué profundidad nos asalta cada noche.
Lo que llamamos sueño no es más que una disculpa,
un pedirle perdón a nuestro espíritu
para que jamás devele el hueco del olvido
por donde podríamos regresar.
El temor es la señal de que aún no hemos sanado,
de que eso monstruoso de algún modo nos asedia
y nos hace rezar.

José Acosta














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