Marcel Adamek

"El tiempo pasado en compañía de los hombres y, sobre todo, la paciente determinación del más singular de ellos, me hizo descubrir que cada cosa lleva un nombre y que los nombres de las cosas, en sí mismos, forman un mundo de reflejos infinitos, tan vasto y vivo como el de los árboles y los animales. Yo había vivido hasta ahora en un universo de encadenamientos indistintos y precarios; la luz no se llamaba luz, no era sino la señal de una noche que terminaba, amiga de las pistas reencontradas y los ramajes claros.
Cuando desaparecía en el horizonte, no dejaba más que la promesa de un retorno y su brillo disipado se confundía con el de las estrellas. Provisto de un lenguaje, podía hacer en adelante vibrar su nombre en el corazón mismo de las tinieblas. Esta certidumbre había terminado por anclarse en mi cabeza de pájaro: una cosa no existe verdaderamente a menos que lleve su nombre y sobreviva a su ausencia, en caso contrario, no es más que una visión frágil que la multiplicidad desencarna pronto. Yo había sido ese reflejo furtivo sobre la superficie del río, esa cruz de sombra deslizándose sobre los trigos dorados o trazando el cielo con vuelo obstinado. Había tenido placer y dolor, sumisión y cólera y ahora me llamaba corneja. Esa simple palabra parecía contener toda mi vida."

André-Marcel Adamek
El pájaro de los muertos



"Me dejó sola unos minutos frente al horno, que no paraba de lanzar chirridos. Un alto vasar en madera clara de castaño lucía repleto de loza sobrecargada de oro falso; ese tipo de adornos que resplandecen en las vitrinas, pero que nunca se usan para nada. De un extremo a otro de las estanterías, figuras de yeso barnizadas con colores chillones representaban duendes con gorros rojos; uno empujando una carretilla vacía, otro sacando agua de un pozo con un cubito de cobre, un tercero cargando con un tonel en la espalda. Sobre la tabla de madera de la chimenea había algunos retratos encerrados en marcos de cartón o plástico. Con la frente rodeada de un halo de luz, unos viejos de mirada apagada velaban pacientemente a su descendencia. En primer plano, una mujer joven y negra vestida de novia tendía la mejilla a un chico con sombrero de copa. Detrás, pero situadas de manera que se pudieran ver desde cualquier punto de la pieza, estaban las fotografías de dos niños mulatos de ojos limpios y brillantes sonrisas.
La señora Rachel reapareció con una botella de barro cocido en la mano, que se dispuso a abrir con ayuda de un cuchillo. Luego colocó tres vasos pequeños de licor sobre la mesa. En ese momento vi entrar al señor Simon, que me dirigió un leve saludo con la cabeza. No sé por qué me recordó más a un marino que a un agricultor. Era más bien fuerte, recto como un mástil, de gestos lentos y medidos. Unas patillas largas y negras, punteadas de hilos plateados, le cerraban las mejillas hasta el mentón. Sus pupilas inquietas, hundidas en una mirada oscura, parecían sobrevolar las cosas sin llegar nunca a posarse en ellas.
Le di las gracias por haber traído a los niños sanos y salvos de la terrible tormenta. Me respondió que se había sorprendido mucho al verlos surgir de entre los relámpagos en medio del camino de Hollegarde. Su voz era grave y velada, con distintas tonalidades que variaban bruscamente."

Marcel Adamek
El señor de los jardines negros









No hay comentarios: