Deborah Alcock

"El corazón de Rent latía violentamente mientras seguía al comandante. Estaba a punto de ver de nuevo el rostro de Majal -el rostro de aquél por cuya vida habría dado la suya gustosamente- y cada paso lo acercaba más y más a su ansiada presencia -era casi más de lo que podía soportar en ese momento.
El comandante se dirigió a la parte más retirada y estable de la prisión. Llegaron a la celda, sin guardián, sin barrotes y redujeron la puerta, cuya pesada reja emitió un sonido y el gélido ambiente de la sala abovedada hirió el corazón de Rent como si se hubiera adentrado en la región de los muertos.
Majal estaba sentado a la mesa, sus pies estaban cubiertos de cadenas, pero sus manos estaban libres, mientras que su raído abrigo suelto, que apenas cubría su cuerpo, ocultaba las huellas de su herida.
Se levantó cuando entraron en la celda y se inclinó ante el comandante. Incluso en medio de la oscuridad el joven rostro resplandecía, como si hubiera sido tocado por el dedo de Dios, exhibiendo una gracia y belleza que perdura todavía en la leyenda y la canción popular. No había signos de miedo, de temor; sólo una tristeza profunda y paciente. Daba la sensación de que hubiera estado toda la noche contemplando el rostro de un ser querido, un rostro muerto. Tal vez había estado llorando -lágrimas vertidas por un hombre valiente- por los demás. A Majal le parecí algo de lo más natural que el pastor entregara la vida por sus ovejas. Pero que las ovejas murieran por su pastor era algo extraño -una amarga e inesperada angustia."

Deborah Alcock
A la sombra de Dios


"En una de las verdes laderas de Sierra Morena, a la sombra de unos escasos alcornoques y al abrigo de escarpadas alturas silvestres y desnudos residuos de tonalidad marrón, se extendía a mediados del siglo XVI un castillo que ya entonces ostentaba condiciones bastante ruinosas. Otrora fue un lugar esplendoroso, aunque no muy amplio y de acuerdo a nuestras modernas ideas sobre la confortabilidad, la morada no podía haber sido especialmente cómoda. El salón ocupaba una gran parte, con una tapicería un tanto descolorida, meses de roble amuebladas, bancos tallados, pero evidentemente añejos. El reducido esmalte que poblaba las ranuras de las gruesas paredes apenas admitía la filtración de la luz y el vivificante aire. En una mañana de otoño sombrío, dos niños estaban juntos, contemplando cómo se vertía la lluvia de forma inconclusa. Llevaban vestidos exactamente iguales, con chaquetas sueltas de tela azul, de andar por casa, pero frescas y a la moda, al punto que podrían parecer más costosas. Sus largas medias eran de seda y los puños y camisas, cuidadosamente almidonados y trenzados, de tipo flamenco.
El mayor, un chico muy guapo, que debería rondar los catorce años como mínimo, pero que realmente parecía más joven, tenía el pelo negro y también los ojos, brillantes de ansiedad y su tez era igualmente oscura y bien curtida por la continua exposición al sol y al viento. La frente, amplia, la boca suave, mientras que los rasgos de su hermano eran menos distinguidos, más delicados. Su pelo era más claro y su tez más blanquecina.
¡Llueve, llueve! ¿Lloverá siempre?, exclamó en tono impaciente el mayor, que se llamaba Juan, o mejor dicho, porque se habría sentido ofendido de ser omitido su nombre completo, Don Juan Rodrigo Álvarez de Santillanos y Menaya. Provenía de uno de los linajes más puros de España, por la línea paterna, de castellano origen, mientras que su madre había nacido en el seno de una antigua familia asturiana. Sabía y se sentía orgulloso de todo esto, a pesar de la pobreza y de lo que aún era peor, de la misteriosa plaga que había caído sobre el buen nombre y la fortuna de la casa, siendo aquélla el menor de los males posible."

Deborah Alcock
Los hermanos españoles











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