Ignacio Agustí

"A su recato femenino no he podido llegar. Pero, en su proximidad, pasando despacio y sin rumor cerca de ella, me ha parecido oler un perfume de manzanas entre la ropa blanca de los armarios, un rumor de llaves entre los pliegues del delantal, el de unas onzas de oro, y un sabor de harina blanca en la alacena."

Ignacio Agustí
Ganas de hablar




"Como si el tiempo no hubiera transcurrido, ahora se le agolpaban en haz lúcidamente todas las dudas, los sinsabores, fugaces entonces, de los arranques de celos antiguos. Bajo un nuevo ropaje, que no eran ya sin duda celos de ella sino de su memoria, la ofendía de nuevo. Invadíale, sobretodo, un irrefrenable imperativo de conocer la verdad. Su fervor por la imagen de María, su misma cotidiana devoción ante su tumba, ¿no eran acaso otros tantos actos de arrepentimiento que, sobre todo los primeros años, se manifestaban explícitamente hasta nublarle los ojos?
La reacción de María ante tales arranques fue siempre benévola; se acomodaba llanamente como si se tratara de veleidades de muchacho, a las maneras, por otro lado infantiles, de querer de Pedro, una de cuyas consecuencias eran esos celos esporádicos. Solo en una ocasión, cuando ya María sentía en su vientre la compañía del cuerpo a la vez propio e individualizado del hijo, la insensatez del hombre le llegó más hondo. Habían pasado la tarde a la puerta del hogar, columbrando, a lo lejos, la llanura, que los campos de trigo uniformaban y matizaban; la tarde había transcurrido en el silencio hondo de aquel declive, pasto ahora de la naciente sombra de los montes y de los primeros rumores del atardecer, que se presagiaba en el oleaje acústico de los grillos.
—¿En qué piensas?
La pregunta saltó rauda, alterada, angustiada y vacilante de la boca de Pedro. Era incisiva, caliente, alborotada. La intención no hubiera sido, sin duda, tan diáfana si en vez del «en qué piensas» Pedro hubiera dicho: «dime en quién piensas» o, mejor: «dime en qué hombre estás pensando».
—Pero, Pedro. Por Dios... ¿Otra vez estas dudas, otra vez esto?
La voz de María denotaba el cansancio, que le provenía ya, como el de la tierra en que se afinca una raíz poderosa, superior a ella y a su capacidad, del peso de la carne exuberada, de la conciencia, patente en las entrañas, de una carne que cobra su lugar y laxa los miembros y el ánimo, dóciles al designio de las generaciones. María le miraba con una frente iluminada, cripta de la suavidad del instante y de la ternura de los pensamientos.
Pedro repitió, inflexible:
—¿Es cierto que no puedes decirme en qué estabas pensando?
El pecho de María se sintió opreso por un infinito desfallecimiento, sus ojos de pronto perdieron claridades; en la boca, en la boca finísima y entreabierta le balbucía una palabra; la palabra que Pedro hubiera querido oír, la que meses después, todas las tardes, frente a la losa inescrutable, se esforzaba en arrancar aún con el corazón contrito, entre los rumores de la fronda. Mucho rato después, cuando María apresaba con las manos la cabeza del marido, reclinada en su falda, pronunciaba por toda recriminación, acariciándole los cabellos, el nombre, masculino y honrado:
—Pedro, Pedro... Por Dios, chiquillo."

Ignacio Agustí
Surcos




"Hay algo en las ciudades que despierta al margen de sus personajes. Hay algo que se yergue sin pereza y sin titubeos: la piedra. Inmóvil, severa, igual e inmutable, vestida de su túnica chorreante de musgos y de líquenes, la vieja piedra estaba de nuevo allí, llena de escondidos humores... Las cornisas, los aleros, los desvanes más altos, los palomares, la punta de los campanarios y la boca un poco inclinada de las chimeneas, todo había despertado de golpe saltando al nuevo día. El primer tacto del sol la había bañado con una luz rosada. Esa leve pincelada desveló de pronto a un sinfín de rumores. Fue un ajetreo de pies que se hurtaban, que empezaban a pisar pasillos y desvanes.
Unos pasos a tientas por oscuras alcobas, un rumor de tanteos y tactos indecisos para abrir los postigos, una expansión de haces claros. Ese paso decisivo de la luz, precavida, huidiza y tibia, dobló con tenuidad el esbelto tronco de las palmeras de las plazas ilustres, dotándolas de nuevo de la entereza singular que las llevaba al cielo; el haz de luz hizo vacilar un instante el trinquete de los veleros en el puerto y cerró de un trazo la mancha diminuta del farol de la escotilla, a cuyo pie dormían el viejo marinero y su mastín. En lo alto de las ventanas del mirador, en la plaza del Rey, garabateó sombras y luces en la románica colmena del mirador y lanzó al día un brusco puñado de palomos. En la ladera de Montjuic reverberó el orín de las grandes fuentes plateadas. Más allá, la planicie brillaba a la luz primeriza; en caminos y vertientes se adivinaba la pulpa gris de la primera cosecha naciente, la insolencia de los sembrados, el petulante enrejado del maíz que se balanceaba a la brisa.
La luz del día había ido descendiendo, entró de un piso a otro, palmo a palmo; desveló primero a los más altos. Lentos soplos de humo empezaban a coronar la humilde torrecilla de las chimeneas domésticas. En las cocinas y en las despensas se oía un difuso rumor de peroles y cazos. Una tosecilla seca se escapaba de las gargantas ante la injuria del carbón mojado que se resistía a arder; y era preciso abrir las ventanas para airear los efectos del mugriento abanico de esparto, sacudido con fuerza ante los ventanucos de loza ahítos de ceniza, para que se cociera la leche pastosa hasta abombarse y estallar. Toda la ciudad llevaba ya encima, en sus flancos, en sus entresijos, la arrogante aureola de su luz.
Por un instante —tan abstraído estaba— casi no reconoció a Josefina; se volvió sorprendido, al aviso de un simple rumor. La verdad es que la figura de su sirvienta, cada una de sus actitudes y de sus ademanes le eran tan propios, al cabo de los años, que en ella estaba su mismo reflejo como una prolongación usual de su yo. Josefina estaba de pie, parada contra el quicio de la puerta, que acababa de abrir después de haber golpeado en ella con los nudillos, y le miraba en silencio y con reproche.
—Parece imposible que no tenga más conocimiento —regañó—. A estas horas de la mañana y levantado ya. Debe acostarse y esperar a que le entre el desayuno. ¡Qué contrasentido! Era ya una hora tardía y avanzada para él.
Una sonrisa mansa y conformada asomó al rostro del fabricante. Debía obedecer. No le disgustaba, al contrario. Le conmovía sentirse ahora dominado por aquella mujer que se había erigido cabalmente en la guardiana de su salud y en el centro de su vida declinante. Mas luego refunfuñó; se resignó a obedecer sólo a medias. Cuando entró Josefina con el desayuno lo encontró en el butacón, sentado con abandono.
Era haber hecho una pausa en la vida muy cerca de la muerte; haberse parado a descansar y que le sorprendiera el sueño. Porque nunca hay tiempo para nada; es preciso que nos azoten y nos derriben, como bravos luchadores, para que podamos volver a envejecer nuevamente y con sufrimiento."

Ignacio Agustí
Diecinueve de julio







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