El arte de ser Dios


Poco importa que una determinada persona sea cristiana o judía, fundamentalista o atea, porque su identidad siempre se hallará determinada por una imagen teológica, imágenes que siguen pesando profundamente sobre nosotros aun cuando hayamos dejado de frecuentar la iglesia y ya no leamos la Biblia. Y es que nuestra sensación de identidad no es algo meramente biológico —⁠como la respuesta de los ojos al color⁠— sino que es el fruto de una serie de condicionamientos sociales y constituye, en sí misma, una institución social. El niño va forjando su identidad en base a las palabras, actitudes y gestos de las personas que le rodean, hasta el punto de que bien podríamos decir que el yo es el producto del proceso de aprendizaje de las reglas del juego impuestas por la sociedad concreta en que vivimos. Y estas reglas, a su vez, se hallan históricamente condicionadas por la visión cosmológica imperante y por el significado último que una determinada cultura atribuya al proceso del nacimiento y de la muerte, a la felicidad y al sufrimiento. Es por todo ello que el estudio serio de la teología —⁠aunque no con el espíritu de los seminarios y mucho menos como una mera curiosidad histórica⁠— resulta de capital importancia para la cultura occidental.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 13
 
 
No existe ningún modo objetivo de determinar las ventajas relativas de cualquiera de las grandes religiones del planeta porque, en este tipo de debates, solemos asumir el papel de juez y parte al mismo tiempo y siempre llegaremos a la conclusión de que nuestra religión es la mejor por el simple hecho de que hemos sido educados dentro de su sistema de valores.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 15
 
 
Como ya he señalado, me propongo abordar el cristianismo en tanto que fenómeno vivo —⁠como un rosal, por ejemplo⁠—, sin tratar de determinar, por el momento, su grado de verdad o de falsedad, un abordaje que se asemeja más a un trabajo de observación que de crítica o de definición. Pero, puesto que los rosales crecen en un determinado entorno, sólo podremos llegar a explicar completa y adecuadamente lo que es el rosal teniendo en cuenta la relación que mantiene con el resto de las plantas y también con los caracoles, los pulgones, los gorriones y los seres humanos. Del mismo modo, pues, la revisión de la teología que proponemos —⁠a la que tal vez pudiéramos denominar «metateología» ⁠— deberá servirse de los recursos propios de la metodología de las «religiones comparadas».
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 14
 
 
Para que un estudio de religiones comparadas resulte enriquecedor deberá ocuparse tanto del nivel mítico como de su nivel filosófico y metafísico. Y no estamos hablando de los estudios académicos de mitología comparada que se centran exclusivamente en los aspectos antropológicos, arqueológicos o literarios del mito, porque la función del «metateólogo» creativo y constructivo va más allá de la del erudito o del conservador de museo y debe ser también un poeta que no sólo sepa versificar, sino que además domine el mundo de la imagen, es decir, la parábola, la alegoría, la analogía, etcétera. Debe tratarse de un poeta en el sentido original del término griego poiesis, que se deriva del verbo poiein, y que significa hacer, fabricar o crear. Sólo este tipo de abordaje imaginativo posibilitará que los diferentes mitos se enriquezcan mutuamente.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 17
 
 
En el plano mítico, el hinduismo afirma que toda nuestra experiencia pertenece a Dios y que, en consecuencia, Él es el único que ve y conoce. Toda multiplicidad, toda sensación de individualidad limitada y separada, de aquí y de allí, de yo y de tú, no es sino el sueño o maya —⁠una palabra que no sólo significa ilusión, sino también el poder de obrar milagros⁠— de Dios. Desde esta perspectiva, el universo es concebido como juego (lila) del escondite al que Dios juega consigo mismo, ocultándose detrás de todos los seres, meras máscaras del único y divino Yo (atman)[6] Esta visión del cosmos —que considera que la criatura es un disfraz o un papel interpretado por Dios⁠— contrasta radicalmente con la visión judeocristiana del mundo en tanto que artefacto, según la cual la criatura es tan distinta del Creador como la mesa lo es del carpintero. Así, desde la perspectiva cristiana, la visión hinduista sería completamente inadmisible y blasfema (semejante a la idea que tienen los judíos acerca de la presunta divinidad de Jesucristo.) Uno de los principales valores del cristianismo —⁠como de cualquier otra religión teísta⁠— es la presencia eterna de la diferencia, y así insiste en subrayar con vehemencia la absoluta diferencia existente entre el Creador y la criatura, entre el bien y el mal y entre unas criaturas y otras, una diferencia que sus predicadores defienden, en ocasiones, con una rotundidad tan dogmática y violenta que no puede sino dejamos perplejos.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 19
 
 
Sin pretender faltar el respeto a nadie, debo decir que el cristianismo es, fundamentalmente, una religión de jugadores, ya que ninguna otra nos coloca ante una apuesta tan decisiva, ninguna otra nos ofrece una visión tan luminosa del bien y tan oscura del mal.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 21
 
 
Bien podríamos decir, en suma, que toda «metateología» se asienta, al menos, sobre tres principios operativos fundamentales. El primero de ellos es que la religión no es algo que trata sobre la vida, sino una modalidad de vida tan genuina y auténtica como un rosal o un rinoceronte, pongamos por caso. Una religión viva no es un comentario acerca de la existencia sino una forma de existir, un tipo de compromiso, un modo de participación. El segundo principio tiene que ver con lo que anteriormente hemos denominado el principio contextual de las cajas chinas, que nos permite echar luz sobre un determinado sistema teológico (en este caso, el cristianismo) ubicándolo en el marco de referencia proporcionado por otro sistema diferente. Este procedimiento se asemeja a aquél que recurre, por ejemplo, al estudio de la civilización china para comprender más adecuadamente las instituciones básicas de nuestra propia cultura porque, a pesar de que la civilización desarrollada en China fuera muy sofisticada, en muchos aspectos difería radicalmente de la nuestra y de cualquier otra desarrollada en el planeta. Este enfoque nos brinda una oportunidad única para hacer todo tipo de comparaciones instructivas. Y, aunque los cristianos contemplan con una actitud proverbialmente desconfiada este tipo de enfoques, deberían sentirse cómodos con el hecho de que el hinduismo, por ejemplo, no sea una organización tan beligerante y proselitista como la Iglesia católica romana o la Unión de Iglesias Presbiterianas, por ejemplo y de que no exista una oficina en la que inscribirse para «darse de alta» y llegar a ser considerado un miembro más de la iglesia hinduista. El tercer elemento —y el más ajeno a los métodos propios de la teología académica⁠— consiste en abordar el tema con cierta inocencia y casi exclusivamente en un plano mítico, representacional o antropomórfico, un enfoque que, en mi opinión, comporta muchas ventajas, la más importante de las cuales es la de eludir el peligro de la idolatría. Y es que ninguna persona culta puede tomarse en serio la imagen antropomórfica de Dios y, cuando lo hace, sabe que está utilizando una imagen que no debe confundir con la realidad y resulta más fácil creer que las abstracciones más elevadas no son imágenes, con lo cual tendemos a confundirlas más fácilmente con una descripción directa de la «Verdad». Nunca deberíamos olvidar que todas nuestras ideas acerca del universo —⁠ya sean teológicas, metafísicas o científicas⁠— son representaciones antropomórficas que no hacen sino traducir a la terminología propia del cerebro humano la verdadera naturaleza de las cosas. Es por ello que el hecho de concebir a Dios en tanto que Ser Necesario o Modelo Orgánico del Universo, puede ser tan idólatra como concebirlo en la forma del Anciano Padre sentado en su trono de oro o como el Bailarín de múltiples brazos y rostros que se oculta detrás de las apariencias del mundo. Además, este abordaje mitológico también tiene la ventaja de permitirnos considerar los temas teológicos de un modo más atractivo e inteligible para personas que no sólo tienen diferentes grados de inteligencia sino también distintos tipos de inteligencia.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 27
 
 
… el hinduismo se refiere a la dura realidad del mundo con el que tenemos que bregar como lila (juego) y maya (ilusión mágica). El dios Shiva baila la danza del universo envuelto en llamas y rayos mientras una de sus muchas manos muestra la palma abierta hacia el espectador, como queriendo transmitirle el mensaje de que no debemos tener miedo. Se trata de una danza cósmica en la que la solidez de las rocas se disuelve en un torbellino de electrones, la aparente permanencia del cuerpo no es más que un flujo continuamente cambiante y el dolor —⁠auténtica piedra de toque de la realidad al que recurrimos para corroborar que no estamos soñando⁠— acaba develándose como una especie de estado hipnótico del que uno puede terminar despertando.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 33
 
 
Estoy convencido de que uno de los componentes esenciales de mi cielo —⁠y una de las mayores preocupaciones que alberga mi Yo más profundo⁠— es la de poder sumirme en el ritmo porque, cuando contemplo el reflejo de la luz en el agua o escucho los latidos de mi corazón, difícilmente puedo dudar de su realidad.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 41
 
 
… en el momento de la muerte, la desaparición de la máscara del ego no implica —⁠como se afirma en ocasiones⁠— la absorción del alma en Dios; no existe nadie que sea absorbido por nada, sino que simplemente recobramos el recuerdo claro y distinto de lo que nunca hemos dejado de ser.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 13
 
 
Pero la espada flamígera de la culpa nos impide advertir la escena que se desarrolla entre bambalinas y descubrir el gran secreto de Dios, que consiste en que él también juega a ser hombre. La focalización de la atención supone la contracción de la omnisciencia divina —⁠en el sentido hindú del término⁠— en el ego y la posterior fascinación, encantamiento y hechizo de Dios. Es como si Dios se hubiera sumido, por así decirlo, en un trance del que ha olvidado cómo salir y creyese que es un ser humano que juega —⁠culpablemente⁠— a convertirse en Dios. Porque hay que subrayar que el hecho de prestar atención también significa ignorar y olvidar, es decir, observar la forma ignorando, al mismo tiempo, su ineludible trasfondo, ver claramente el interior pero olvidamos del exterior y experimentamos, en suma, como un cuerpo ajeno al cosmos. Pero, de este modo, nos despojamos de una parte fundamental de nosotros mismos que, a partir de entonces, se nos aparece como un universo ajeno en el que nos sentimos arrojados, un universo que ya no aprehendemos intuitivamente como una totalidad y que, en consecuencia, nos vemos obligados a dotar de sentido fragmento a fragmento, en cuyo caso, la única salvación posible parece residir en la palabra. Hemos olvidado el modo adecuado de vivir y necesitamos las leyes; hemos olvidado el modo adecuado de bailar y necesitamos un esquema de los pasos que tenemos que dar; hemos olvidado el modo adecuado de hacer el amor… y nuestros padres se avergüenzan de enseñárnoslo. Es así como el conocimiento humano va transmitiéndose de una generación a la siguiente a través de la palabra, que pertenece a un dominio sobrenatural ajeno a los impulsos espontáneos del cuerpo. Y esta transmisión resulta mucho más compleja y eficaz que la conducta hereditaria de los animales, porque nos permite transformar el entorno y nuestra conducta a una escala que no tiene precedentes en el mundo natural. Pero el problema es que, una vez iniciado este proceso, ya no existe posible vuelta atrás, porque no se trata de que podamos cambiar el mundo sino de que estamos obligados a cambiarlo y no sabemos cómo hacerlo. Porque la palabra también es engañosa, ya que nos dice el qué, pero no el cómo; y la ley —⁠la codificación de las normas⁠— todavía es peor, porque nos obliga a hacer deliberadamente ciertas cosas —⁠como amar, por ejemplo⁠— que sólo resultan satisfactorias cuando acontecen de manera espontánea. No se trata, en tal caso, de que uno deba «amar al Señor, su Dios» de un modo meramente ritual, sino que debe hacerlo «con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas».
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 61
 
 
 
 
Una vez que hemos comido del fruto del árbol y hemos puesto en cuestión el impulso de la vida, no hay modo alguno de volver atrás y sólo podemos seguir hacia adelante, en dirección a una conciencia cada vez más amplia.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 67
 
 
Ya hemos señalado que la dinámica fundamental del universo es el juego del escondite, el juego de perder y encontrar, de afirmar y negar, de ascender y descender, un juego que se repite una y otra vez porque el lado luminoso sólo podrá seguir siéndolo mientras persista en su lucha contra el lado oscuro. Explícitamente —⁠es decir, en escena⁠—, la luz y la oscuridad son enemigos irreductibles, pero, implícitamente —⁠es decir, detrás del escenario⁠—, no sólo son amigos, gemelos o conjurados, sino que constituyen una unidad inefable que las palabras no pueden llegar a describir, porque las palabras o etiquetas sólo designan a lo que se halla incluido dentro de una determinada categoría. No existe ninguna palabra que nos permita designar simultáneamente el interior y el exterior y describa así la inseparabilidad absoluta de ambos. Pero, si me permiten la osadía, les revelaré el último secreto metafísico: no existe exterior ni interior porque ambos dependen mutuamente para poder existir como tales. Y esta inexcusable inseparabilidad entre cosas aparentemente tan distintas parece ocultar algún tipo de conspiración, de acuerdo secreto, de reparto de papeles entre bambalinas.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 68
 
... algunas de las actitudes fundamentales del judaísmo y del cristianismo han arraigado profundamente en la mentalidad occidental, no podemos afirmar, no obstante, que quienes acuden regularmente a los servicios religiosos cristianos tengan una visión mínimamente clara de las doctrinas que profesan. Y ello se debe a que el lenguaje, la forma y el estilo en que esas doctrinas se expresan resultan tan ajenos a nuestro modo de pensar que resultan incomprensibles hasta para las personas más inteligentes.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 74
 
 
Y lo que todavía resulta más grave, es que, para el observador sagaz, la mayor parte de los feligreses —incluyendo tanto a clérigos como a seglares⁠— no cree en el cristianismo porque, en el caso de que así lo hiciera, debería lanzarse a las calles a predicar su religión, poner anuncios en los periódicos y recoger fondos para que la televisión emitiera su mensaje todas las noches en la franja horaria de mayor audiencia. Hasta los testigos de Jehová parecen más comprometidos en su deambular de puerta en puerta repartiendo propaganda. Ningún cristiano, salvo tal vez unos pocos fanáticos, parece preocuparse realmente por la idea de que sobre todos nosotros pesa la amenaza inminente del ángel caído, una amenaza mucho más peligrosa que las mayores depravaciones de los criminales de guerra nazis. Es como si no importara que los pecadores e incrédulos acabasen en el infierno y el creyente medio dejara todo eso en manos de Dios. El mundo occidental es postcristiano, las iglesias son inmensas y prósperas organizaciones que centran sus actividades en el proselitismo, la construcción de nuevos edificios y la conservación de la estructura tradicional de la familia y de la moral sexual y su influencia sobre los grandes problemas de la política nacional e internacional es mínima. Por otro lado, si exceptuamos a los cuáqueros y a los contemplativos católicos, resulta difícil encontrar, en el seno del cristianismo, personas interesadas por la vida interior y la elevación de la conciencia humana para cumplir así con la que posiblemente sea la función fundamental de toda religión, la unión con Dios. Y toda su actividad política parece circunscribirse a la promulgación y mantenimiento de unas leyes estúpidas y retrógradas sobre el juego, la bebida, la prostitución, los anticonceptivos, el aborto, el divorcio y la homosexualidad. Es verdad que existe un cierto interés por el pealismo («la fe engorda») y por la atmósfera gemütlich [confortable] de los coros y las asambleas revivalistas, pero todo ello resulta absolutamente irrelevante para hacer frente a los problemas que aquejan a la humanidad de nuestro siglo… o de cualquier otro.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 76
 
 
 
Los prodigiosos avances realizados en el campo de las comunicaciones, la medicina, la sanidad y la nutrición nos han llevado a acabar contaminando el suelo y la atmósfera, envenenando las aguas, alterando peligrosamente la cadena trófica de los insectos y los microorganismos, eliminando el sabor natural de los alimentos, expandiendo a todo el planeta la locura del nacionalismo y la tecnología militar y convirtiendo a la humanidad en su peor enemigo debido a una explosión demográfica que escapa a todo control. ¿Y no será todo esto una de las consecuencias de la noción judeocristiana de que la muerte es un mal, que mi individualidad es todo lo que tengo y postergar hasta un supuesto juicio final, en el que nos veremos sometidos al terrible escrutinio divino, toda expectativa de recuperar el paraíso?
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 88
 
 
Después de años y años de darle vueltas a esta cuestión de la identidad no encuentro otra interpretación mejor. Si «yo» me considero exclusivamente mi conciencia superficial, cuanto más me adentro en mis profundidades, más lejos parezco hallarme de mí. Pero esas profundidades constituyen una dimensión de mi ser habitualmente no reconocidas como tales. A veces pienso en la mortalidad de mi organismo separado y considero que se asemeja al ir a dormir y no volver a despertar nunca más. Pero entonces también debería concluir que se asemejaría a despertar sin haber ido nunca a dormir. ¿Quién sería yo si mi madre se hubiera casado con otro hombre? Es evidente que la respuesta es que, en tal caso, también habría sido alguien. Siempre soy alguien, pero ese «yo» suele experimentarse como un ser ubicado en un tiempo y un espacio. Todo ser sensible, se halle donde se halle, se experimenta como un «yo». Se halle ese «yo» donde se halle —más allá, por debajo o por encima del foco central del ego⁠—, sigue su camino igual que lo hace la circulación de la sangre y el proceso de osificación, sin el menor concurso de nuestra atención consciente. Y lo mismo ocurre con la eterna recurrencia de la sensación del «yo» en la totalidad del cuerpo del universo. Porque, al igual que el vuelo de las bandadas de pájaros y la actividad de las agrupaciones celulares o moleculares es como si participasen de una sola mente, el ego consciente también participa del Yo universal. La sensación de ser un centro y de poseer una identidad es siempre un caso concreto (un pequeño foco) de ese Yo mayor. Y, al igual que no hace falta realizar esfuerzo consciente alguno para respirar, el Yo universal se halla detrás de nuestro pequeño «yo» sin la menor necesidad de recordarlo de continuo porque es todo lo que hay y no existe ningún lugar exterior desde el que poder observarlo. Como el ojo no necesita verse ni el dedo tocarse, el Yo no tiene necesidad alguna de conocerse a sí mismo. El Yo real se encuentra tanto dentro como más allá del pequeño foco de nuestra conciencia porque es, ni más ni menos, la totalidad de todo cuanto existe. Es evidente que yo sólo existo en relación a los demás, pero no establezco esa relación desde algún lugar externo, del mismo modo que «todos los demás» tampoco son ajenos a mí. No he llegado a este universo procedente del exterior como un pájaro que se posa en una rama tras un largo viaje desde algún lugar remoto. Yo emano de este universo como lo hace una hoja en la rama porque, de algún modo, soy quien está haciéndolo todo, un proceso que agita una bandera llamada «yo» al tiempo que grita «¡Ehhh! ¡Ehhh!». No tengo, pues —en ningún caso y a ningún nivel⁠—, la menor necesidad de angustiarme porque, en el juego del escondite cósmico, yo soy «Eso». Soltemos, pues, todas las apariencias, las desapariciones, las reapariciones, los olvidos, las aniquilaciones, las transformaciones y las súbitas explosiones de luz procedentes de ninguna parte. No existe ninguna necesidad de recordar porque, en cualquier caso, soy siempre «yo» quien está ahí y la misericordiosa muerte me libera una y otra vez del tedio de la inmortalidad. Tampoco existe la menor necesidad de aferrarse ni creer en este «yo» fundamental y eterno, porque eso es todo lo que hay y nada existe, ha existido ni existirá nunca fuera de él.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 113
 
 
Elevar los problemas éticos a la corte celestial no se diferencia en nada del intento de resolver los conflictos internacionales con armas nucleares. De poco sirven las amenazas apocalípticas del infierno para acabar con los abusos y alentar la justicia porque, al igual que ocurre con la tortura, la pena capital y la bomba H, tal actitud acaba socavando la autoridad. (¿Les parece acaso posible disfrutar de la música celestial si uno sabe que, entretanto, su padre está pudriéndose en las eternas mazmorras del infierno?) Poco importa decir que no es Dios quien inflige ese castigo, sino que es el mismo individuo el que lo provoca al negarse a recibir el amor de Dios o que el fuego del infierno no es más que el rechazo de la luz de la gloria porque lo único que cuenta es que tal universo es manifiestamente monstruoso.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 116
 
 
Si creemos que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, deberíamos también creer que el acto sexual reproduce el arquetipo divino de la Creación, algo que los hindúes representan abiertamente con la imagen del abrazo sexual entre Shiva o Krishna y sus respectivas shaktis (o consortes femeninas). Shakti es, obviamente, maya, el mundo ilusorio y el juego cósmico al que el Señor se ha entregado, la unión entre los aspectos masculino y femenino que representa la eterna oscilación existente entre el interior y el exterior, entre el hecho de perder y el de encontrar, entre el sí y el no, una alternancia que también se expresa con el sonido vac, la sílaba primordial OM, que da origen a todas las cosas, el equivalente a los dos aspectos del Verbo cristiano, logos (la razón) y sofía (la sabiduría). En el mismo momento en que trascendemos el hechizo que nos mantiene atrapados en la dualidad existente entre el deseo y la culpa o entre el puritanismo y la lascivia, resulta evidente que el sexo evoca en nosotros el mismo tipo de «fascinación cósmica» que experimentamos ante las estrellas, las montañas y las maravillas atemporales de la naturaleza, la mitología y el arte. Cuando nos despojamos de los ropajes que nos circunscriben a un lugar y un tiempo determinados nos convertimos de nuevo en Adán y Eva, Shiva y Parvati y, ¿por qué no?, en logos y en sofía, en Cristo y su iglesia. A fin de cuentas, la relación sexual refleja la misma pauta helicoidal de las galaxias espiraladas y, cuando uno ve más allá de las apariencias, la carne no es menos luminosa y transparente que los pétalos de las flores, las conchas y el alabastro, pues «el contorno de tus senos es una joya, obra de mano de orfebre». Pero ¿cómo podemos sacralizar el sexo cuando nuestros cuerpos envejecen y se marchitan, cuando algunos de nosotros somos propensos a engordar y deformamos y cuando la carne se halla sometida a los achaques de la enfermedad? Porque éste es, obviamente, el lamento más antiguo que acompaña a las delicias del amor, un lamento que, no obstante, va indisolublemente unido a la identificación del ego con el cuerpo aislado, como si, pasada la primavera de la vida, debiéramos despedimos de todos esos placeres. Pero lamentarse por la fugacidad de la belleza física no deja de ser una verdad a medias, porque cada nuevo amor nos proporciona la oportunidad de reactualizar la pareja primordial, como la composición musical que repite la misma melodía con diversos instrumentos. No olvidemos que, en última instancia, el yo —⁠nuestra identidad⁠— es una pauta que no se halla circunscrita al «cuerpo»… y lo mismo podríamos decir con respecto a la regularidad de nuestro cuerpo físico, una pauta de conducta tan recurrente como los fenómenos que caracterizan a la primavera o la espiral logarítmica que articula el desarrollo de la concha del nautilus, pongamos por caso. Y aunque hasta el momento no se haya descubierto evidencia material alguna de la impronta de esas pautas, no cabe la menor duda de que, en el caso de existir, se asemejaría más a nuestra idea de Dios que a nuestra concepción del mundo material. Todo el mundo experimenta cierta añoranza cuando empieza a envejecer y se adentra en ese estado otoñal que los japoneses denominan conciencia atenta y se expresa en el suspiro. En la medida, sin embargo, en que creamos que nuestro yo más profundo se halla exclusivamente circunscrito al cuerpo, el proceso de envejecimiento puede despertar un profundo resentimiento contra la existencia física. Es por ello que la peculiar situación de aislamiento del ego cristiano alienta una actitud hacia el cuerpo físico que oscila entre la desilusión y la desesperada tentativa de «disfrutar mientras se pueda de los placeres de la vida». Pero, en la medida en que nuestra conciencia se adentra en ese Corazón que hay más allá del corazón, cada vez va tomándose más claro que todos compartimos la misma identidad profunda y que, sin necesidad de un recuerdo consciente que las una, nuestras multiformes encarnaciones brotan una y otra vez, como frutos en sazón, como el Sol —⁠uno y único⁠— cuyo resplandor centellea en la miríada de formas en que se refleja. Saber esto es, en los términos del juego del escondite, haber regresado a «nuestro verdadero hogar», a la «morada eterna» de la que hablan los cristianos y haber alcanzado la liberación o moksha de los hindúes. Pero no debemos tomar estas cosas de un modo demasiado literal en tanto que una especie de eternidad, en el primero de los casos, o una desaparición permanente del mundo de las formas y las manifestaciones, en el otro, porque la muerte que debemos atravesar para alcanzar la visión de Dios es la muerte de la falsa identidad y el rechazo del mundo necesario para lograr la liberación consiste en renunciar a seguir jugando el juego de esta persona concreta a la que considero como mi solo y único yo. En cuanto a todo lo demás, la inmensa y espléndida ilusión del universo puede seguir y seguir, entonando una y otra vez la misma vieja melodía con una creatividad inagotable, el color, la música, la complejidad de las pautas, la belleza y el terror, el amor y la tragedia, los patos que reposan en el estanque al amanecer, las gaviotas que parecen desafiar a la tempestad, las llamas del fuego y la más deslumbrante de todas las joyas —⁠el ojo que todo lo ve⁠—, danzando de continuo el sinfín de posibilidades que separan, al tiempo que unen, al «sí» y al «no».
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 171
 
 
En consecuencia, creo que cualquier metafísica, teología o cosmología que trate de decir algo acerca de lo que son las cosas y el modo en que funciona el mundo debería atenerse al criterio de plausibilidad. Y con ello quiero decir que el ser humano no necesita tanto certezas como el valor y el temple del jugador y que no conviene tanto alentar las convicciones fijas e inflexibles como la capacidad de adaptación y que lo que más necesitamos, en consecuencia, es aprender a nadar y dejar de aferramos desesperadamente a cualquier tabla de salvación. La seguridad y la certeza sólo resultan deseables en un universo donde la condenación eterna fuera una posibilidad real. Pero ¿les parece plausible seguir concibiendo al universo en función de un modelo que se deriva de las monarquías egipcias, persas o bizantinas, con sus tronos, sus juicios sumarísimos, sus mazmorras, sus torturas y sus patíbulos? Decir que la imagen cristiana tradicional de Dios en tanto que Rey de los Cielos debe entenderse como un mito más que como un hecho, no supone, en modo alguno, conceder que la ciencia moderna haya demostrado su inexistencia, sino tan sólo que el clima general del conocimiento propio del siglo XX lo ha convertido en un ser poco plausible y más bien cómico. Así pues, mientras las iglesias sigan exhortándonos a dirigirnos «con un corazón puro y una voz humilde hacia el trono de la gracia celestial», la noción de Dios seguirá contaminada por imágenes que los tiempos actuales consideran ridículas. Resulta sencillamente inconcebible que el universo de la astronomía, la física, la biología y la química actuales sea la creación de semejante figura, ya que nuestro mundo es demasiado asombroso como para que esa explicación tenga el menor sentido. Como ha dicho el obispo de Woolwich en su convincente manifiesto titulado Honest to God, la imagen de un Ser «sobrenatural» que está «ahí fuera» y que es ajeno (en un sentido metafísico y moral, cuando no espacial) a nuestro universo se ha convertido en un verdadero lastre para el cristianismo. Los teólogos más sofisticados pueden considerar ingenuo que un obispo siga tal camino. Hace siglos, hombres como san Alberto, san Buenaventura, santo Tomás y Nicolás de Cusa (todos ellos, curiosamente, no citados por el obispo), por ejemplo, abandonaron esa visión simplista y externa de Dios e insistieron en que el Ser infinito está absolutamente presente en todos y cada uno de los puntos del espacio y del tiempo y que cualquier caracterización de Dios en tanto que rey airado que se halla sentado esplendorosamente en su trono ubicado en las alturas es una mera analogía. En opinión, por tanto, de todos esos personajes, si queremos ir más allá de la metáfora sólo podremos referirnos a Dios en términos negativos puesto que, como dijera santo Tomás: «La inmensidad de la esencia divina trasciende cualquiera de las formas que pueda concebir nuestro intelecto, por ello jamás podremos aprehenderlo a través del conocimiento de lo que es». El conocimiento más elevado que podemos tener de Dios procede por vía negativa —⁠apofática⁠—, por ello se ha dicho que Dios es infinito, intemporal, ilimitado, informe e incorpóreo.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 176
 
 
Yo siempre he creído que el origen de la insistencia cristiana en la otredad absoluta de Dios se asienta en su confusión con respecto a lo que es el Yo.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 180
 
 
La naturaleza siempre es una unidad diferenciada y no una serie de diferencias unificadas. El universo no tiene nada que ver con una inmensa colección de pecios arrastrados por la deriva. Esa idea no sólo es una ofensa a la razón, sino que contradice todos los procesos físicos conocidos.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 187
 
 
 
Las personas que piensan en términos de formas biológicas, relaciones organismo-entorno, campos electromagnéticos y estructuras espaciales tienden a forjarse imágenes unitarias, interrelacionales o transaccionales del cosmos. Las visiones basadas en el modelo proporcionado por la alfarería o la carpintería, por el contrario, llevan a concebir el mundo como una masa de materia inerte que requiere de una inteligencia externa que la moldee y le dé vida. Recordemos el tat tvam asi cristiano, «polvo eres y en polvo te convertirás». La teología ha tratado de concebir un mundo en el que Dios no fuera responsable del pecado, pero no ha hecho más que reemplazarlo por el todavía más intrincado de crear un mundo a partir de la nada y un Dios ajeno al pecado que no se responsabiliza de los centros de conciencia individual que él mismo ha creado. Pero este abordaje trata desesperadamente de afirmar la libertad y el valor del individuo subrayando la irreductible diferencia existente entre el alma y Dios, como si no pudiera haber música verdadera y plena de sentido a menos que todas las notas de la melodía fueran tocadas al mismo tiempo. El modelo del universo en el que se basa la teología cristiana, en suma, adopta la forma de un juego fascinante y espectacular que sólo puede ser justificado mediante las más tortuosas distorsiones de la razón, como evidencia la argumentación habitual de cualquiera de sus apologistas (Maritain, Gilson, C. S. Lewis, Ferré, Barth, Niebuhr). Convendría, por tanto, reconocer que, en la actualidad, resultan más plausibles los modelos unitarios, relaciónales y «emanacionistas» del cosmos que aquellos otros que lo consideran como un artefacto. Pero ¿qué ocurre entonces con el Dios o la divinidad que se halla en el origen de todas las cosas? ¿Qué pasa con la personalidad supracósmica de los teístas o con el ser-conciencia-felicidad (sat cit ananda) impersonal del hinduismo? Ya no tiene mucho sentido oponerse a cualquier imagen antropomórfica de Dios, porque todas las imágenes del universo son representaciones del mundo en términos de la mente humana y, por ello, son esencialmente antropomórficas. Del mismo modo que decimos que los árboles que dan manzanas son manzanos, los universos que producen seres humanos son universos intrínsecamente humanos. Sostener, por tanto, que la creación del hombre se debe al mero azar sería lo mismo que afirmar que los higos crecen en los cardos o las uvas en los espinos. No habría, por tanto, que desdeñar el viejo argumento teísta, según el cual resultan absurdas las afirmaciones del ateísmo materialista y mecanicista de que la inteligencia humana no es más que una manifestación de su ausencia de inteligencia. Es así como las observaciones gratuitas sobre el universo se convierten en una especie de arma de doble filo para aquéllos que las emiten.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 187
 
 
De hecho, la noción de que el ser humano es un mero azar sensible e inteligente en el seno de un mundo estúpido sólo puede emerger de las ruinas del teísmo. ¿Qué sucederá cuando Dios muera en el caso de que uno haya considerado al mundo, no como forma de Dios, sino como un objeto esencialmente no divino, como un mecanismo fabricado por Dios? Lo cierto es que, en tal caso, el mundo es percibido como una máquina sin dirección y que el hombre, que anteriormente se definió como una criatura esencialmente ajena a Dios, empieza a verse como algo diferente a la realidad, como una irregularidad inmersa en un sistema implacable en el que el pez grande se come al chico que bien podría haber sido inventado por el mismo demonio, si es que tal cosa existiera. En esas condiciones, el ser humano no tiene más que dos posibles alternativas, someter al universo o destruirlo. Pero una religión superior va más allá de la teología, una religión interior va hacia el centro y explora las más íntimas profundidades del hombre, pues es ahí donde establecemos el contacto más directo con la existencia, o mejor dicho, donde nos identificamos con la existencia. Entonces es cuando la dependencia de ideas y símbolos teológicos se ve reemplazada por el contacto directo y no conceptual con un plano del ser que es, simultáneamente, el propio y el de todos los demás; porque más allá de mí es donde soy más yo mismo, como la raíz en la que se unifican todas las ramas del árbol. Pero ese nivel de la existencia no puede ser aprehendido, categorizado, investigado, analizado o convertido en objeto de conocimiento, y no porque sea algo tabú o sacrosanto, sino porque es el punto desde el que todo se irradia, la luz que no se encuentra delante de los ojos sino dentro de ellos. ¿Pero es que acaso esta postura es equiparable al panteísmo que tanto parece espantar a los teólogos? Nadie está equiparando aquí a la «atención consciente» con la «omnisciencia», ni a la «deidad» con el ego. Lo único que estamos haciendo es recordar la intuición perenne de los místicos de todos los rincones del mundo, que el hombre no ha llegado al ser procedente de ningún lugar, sino que su sensación de identidad es un pálido reflejo de Eso que eternamente es.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 190
 
 
Krishnamurti tiene razón cuando nos invita a cuestionarlo todo con la pregunta: «¿Por qué quieres creer esto? ¿Acaso temes morir? ¿No es, la supuesta identificación con la identidad cósmica, el último y más desesperado resorte del ego para proseguir con su juego?».
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 194
 
 
Si, por ejemplo, consideramos detenidamente todas las implicaciones del ejemplo anterior del arco iris y nos damos cuenta de que éste también es el modo en que percibimos las nubes, el sol, la tierra y las estrellas, advertiremos que estamos extrañamente cerca del «idealismo» propio del budismo mahayana, de Berkeley y Bradley, con la gran ventaja de poder describir la situación en términos físicos y neurológicos, sin tener que recurrir a la jerga metafísica y a palabras tales como «espíritu» o «alma» que pudieran ofender a las mentalidades más estrictas o (¿tengo que decirlo?) más estrechas. Para tales personas, las experiencias subjetivas de los místicos siempre resultan sospechosas ya que, en su opinión, podría tratarse simplemente de distorsiones de la conciencia debidas al estrés emocional, la autohipnosis, el ayuno, la hiperoxigenación o las drogas, por ejemplo. Existe, por tanto, un fundamento estructural y objetivo para dar el salto de fe que permitiría al ser humano dejar de sentirse un extraño en el universo, un chispazo solitario y trágico de conciencia en la inmensa y abrumadora oscuridad del cosmos. No resultaría descabellado, a la luz de los conocimientos físicos actuales, afirmar que, en el centro más profundo de cada uno de nosotros, mora Eso «que fue desde antes del comienzo de los tiempos, que es y que será incluso más allá del final de los tiempos». Pero ésta puede no ser más que una creencia o una expectativa. Por ello Krishnamurti tiene razón cuando nos invita a cuestionarlo todo con la pregunta: «¿Por qué quieres creer esto? ¿Acaso temes morir? ¿No es, la supuesta identificación con la identidad cósmica, el último y más desesperado resorte del ego para proseguir con su juego?». Y lo cierto es que, si esa Identidad Suprema es, para mí, una creencia a la que me aferro, me encuentro en una situación completamente contradictoria porque, en tal caso, no sólo carece de sentido aferrarse a lo que uno ya es sino que ese mismo acto evidencia nuestra ignorancia esencial. A fin de cuentas, tal creencia no es más que una duda disfrazada. El significado final de la teología negativa, del conocimiento de Dios a través del no-conocimiento, de la renuncia a ídolos tanto sensibles como conceptuales es que, en última instancia, la fe no requiere de ningún tipo de apoyo y consiste en un completo desapego. Estamos hablando de algo que trasciende toda teología y se encuentra más allá del ateísmo y del nihilismo; estamos hablando de un tipo de desapego que resulta imposible de alcanzar, adquirir o desarrollar a través de la perseverancia y el ejercicio… aunque tales intentos puedan servir de demostraciones palpables de la imposibilidad de conseguirlo. Lo único que puede conducirnos a ese desapego es la desesperación, cuando uno sabe por experiencia propia que no puede hacer ni dejar de hacer nada, cuando uno se ve obligado a renunciar a todos los trucos y artificios para conseguirlo, incluido ese acto de «abandono» que tenemos previsto practicar, digamos, que esta noche a las diez. No hay modo alguno de llegar a donde uno ya está. ¡Eso es! Ese formidable abandono de sí es el que permite el formidable nacimiento de las estrellas.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 194
 
 
No hay modo alguno de llegar a donde uno ya está.
 
Alan Watts
El arte de ser Dios, página 195
 
 
 
 

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