Julia de Asensi y Laiglesia

El lunes de carnaval

La habitación era espaciosa, estaba amueblada con elegancia, viéndose en ella, unido a lo útil, en gran cantidad lo supérfluo. Una mujer, sentada en un diván, parecía profundamente preocupada.

Iba vestida de negro sin adornos, ni ricas joyas. A sus pies dormía un gato blanco.

La lámpara, colocada sobre la chimenea, en la que ardían algunos leños, iluminaba con su viva luz sus cabellos obscuros, su tez blanca y pálida, su frente pequeña, sus correctas facciones. Un brillo extraño despedían sus ojos, sobre todo al fijarse en el reloj, que marcaba las once.

En la calle se oían los pasos de los transeúntes, el rodar de los coches, los gritos de los vendedores de periódicos; en la casa reinaba el silencio.

¿En qué pensaba aquella hermosa mujer? He aquí lo que mentalmente se decía:

—Pasó la hora de la cita y hoy no le veré tampoco. ¿Qué hace mientras velo, aguardando su llegada? ¿Estará enfermo? ¿Habrá partido? Dos años hace que jura que me adora; si su amor es cierto y ningún obstáculo se opone a nuestra dicha, si somos libres, ¿por qué no se casa conmigo? ¿Dudará de mi fe? ¡Imposible! ¿no he comprometido cien veces por él mi reputación y mi nombre? ¿no lee en mis ojos que le amo al propio tiempo que mis labios se lo dicen? No, no hay duda, algún asunto imprevisto le detiene lejos de mí, quizás una penosa dolencia... Hay que salir de esta duda.

Apoyó su mano en un timbre y un momento después se abrió la puerta para dar entrada a una de las doncellas de la dama.

—¿Qué quiere la señora?—preguntó.

—Es preciso que vayas a la calle.

—Siendo lunes de carnaval ¿le parece conveniente a la señora que salga? ¿no podía dejarse para mañana?

—Es indispensable que sea ahora mismo; no tengo confianza en nadie más que en tí, Juana.

—¿Y dónde debo ir?

—En la inmediata calle vive, como no ignoras, D. César Villamar; hace dos noches que no le veo, infórmate de si está enfermo ó cuál es la causa que le impide venir aquí.

—Sin salir puedo dar a la señora las noticias que desea. He visto por la tarde al criado de D. César y me ha dicho que su amo no comía hoy en su casa y que esta noche iría al baile de máscaras. Si a pesar de esto quiere la señora que vaya...

—No, es inútil, puedes retirarte.

—¡Al baile!—repitió la joven apenas salió la doncella;¡á un banquete primero mientras yo me consumo aquí sola y triste! Mi anciana tía duerme, los criados dormirán acaso también; es preciso que salga sin que lo advierta nadie. Hace hoy un año fui al baile de máscaras con él, ¿por qué no he de ir éste sola? El capuchón es negro y lo mismo el antifaz; no son prendas que puedan servir para que reconozca el ingrato... ¿Por qué habrá ido? ¿Estará acompañado? No es posible, me ama, seguramente no me es infiel.

Sacó el dominó de raso que se echó sobre sus hombros, ocultó con la capucha sus espléndidos cabellos, cogió el antifaz y salió con sigiloso paso, dirigiéndose a la alfombrada escalera que alumbraba la luz eléctrica.

—Justo—dijo al portero que la miraba sorprendido,—ve a buscar un coche de alquiler, espera mi regreso y no hables a nadie de mi salida. Sabes que tu silencio te será pagado.

El portero obedeció y a los pocos minutos entró en el portal diciendo que el carruaje esperaba en la calle.

Con febril impaciencia tomó asiento en él la dama, después de dar la dirección al cochero. Los segundos le parecieron siglos y creyó que había invertido mucho tiempo en salvar la distancia que separaba su casa del teatro. Entró en él después de ponerse el antifaz, ordenando al cochero que la aguardase fuera, y como la concurrencia era aún escasa, poco tardó en convencerse de que D. César no había llegado todavía.

Muchos amigos suyos pasaron por su lado, pero a ninguno se acercó hasta que vio a D. Luis de Alba, el prometido esposo de Laura. El joven parecía hallarse triste y preocupado, y también lanzaba miradas inquietas a su alrededor.

—¿A quién buscas?—le preguntó la dama fingiendo la voz.

Él no respondió y ella prosiguió luego:

—¡Ese es el amor que sentís los hombresl Mientras tu futura duerme soñando que le eres fiel, tú vienes buscando aventuras a un baile de máscaras. ¡Pobre Laura, si ella lo supiera!

En los ojos de Luis brilló un relámpago de ira y respondió con brusco tono:

—Yo no vengo a divertirme. ¿Sabes dónde está ella y lo que hace? óyelo por si eres su amiga para que la conozcas a fondo. Voy diariamente a su casa, como tal vez no ignoras, porque la adoro y no puedo vivir sin verla; hoy pensaba ir también:—«Como fuera» —me dijo, y la creí. Una casualidad me hizo descubrir que me engañaba; tenía convidados y yo no pertenecía al número de ellos. Soborné a una criada que me dio la horrible nueva de que esta noche vendría la infiel al baile con su amante. La aguardo y, si no me han engañado, los mataré y después me quitaré también la vida.

La joven se estremeció y guardó silencio.

—¿Conoces a ese?—preguntó pasado un momento Luis.

Miró a la persona que le indicaba y apenas pudo contener una exclamación de sorpresa al ver a César dando el brazo a una mujer que llevaba un dominó exactamente igual al de ella. Tenía su misma estatura, el cabello obscuro, los ojos negros; cualquiera hubiese podido confundir a la una con la otra.

—Esa mujer—prosiguió Luis,—no es posible que sea más que Laura o Rosalía. Si fuese ésta mi felicidad no tendría límite; si aquélla, la certidumbre de su traición causaría mi eterna desgracia. Y luego sería una infamia que engañasen a Rosalía, tan bella, tan amante, tan sencilla; yo procuraría ocultárselo siempre porque me cuento en el número de sus amigos.

Una lágrima brilló en los ojos de la dama que para ocultarla, inclinó la frente. Luis continuó mirando a la pareja causa de sus afanes, y cuando al cabo de un rato quiso fijarse por primera vez en la encubierta con quien hablaba, vio que había desaparecido.

Ella había seguido, sin que lo notasen, a César y a la enmascarada; oyó en sus labios frases de amor que encendieron sus celos y tuvo valor para contenerse y no dirigirles la palabra.

Entraron en un gabinete y pidieron de cenar; la joven se sentó cerca de ellos sin que advirtiesen su presencia. Pensaba en la traición de su amante y de su amiga; buscaba una venganza y todas le parecían pequeñas.

—¡Si viniese Luis—exclamaba—él libraría al mundo de estos seres indignos!

Haría diez minutos que se hallaban allí, cuando la dama oyó pasos en el corredor; se acercó a la puerta y vio al amante engañado que se aproximaba cautelosamente. Un arma brillaba en su mano.

Al retirarse hacia el gabinete, Rosalía oyó a Laura que hablaba de Alba burlándose de su amor. César le contestó con frialdad. Solo media docena de pasos separaban al amante vendido de los dos infames que tan vilmente le engañaban. Rosalía adoraba a César, comprendió que él sería la primera, acaso la única víctima, y a toda costa decidió salvarle. Se sentó entre Laura y Villamar, hizo a éste una seña para que no hablase y exclamó:

—¡Pobre Luis, cuánto siento que no haya venido! Has hecho mal en suponer que me molestaría su presencia, querida Laura; tal vez mañana estará disgustado contigo...

Alba oyó estas frases y no advirtió que la voz temblaba al pronunciar la palabra querida. Un rayo de felicidad penetró en su alma.

Cuando Laura, que había conocido a Rosalía, quiso entre avergonzada y temerosa pedir la explicación de lo ocurrido, ya Luis estaba a sus pies rogando que le perdonase.

—He creído que me engañabas—decía—que vendías a Rosalía al mismo tiempo que a mí...

—¡Pobre amigo!—interrumpió la ofendida dama;—Laura me ha hecho el favor de acompañarme al baile; ¿no la ha conocido Vd. cuando le ha hablado antes al pasar yo apoyada en el brazo de César?

—¡Ah, es horrible!—exclamó Alba;—mi intención era mataros a los dos, a Cesar y a tí, y a no haber oido las palabras de Rosalía...

Mientras Luis y Laura se reconciliaban, Villamar decía en voz baja a la otra joven:

—Eres la mujer más admirable de la tierra. ¿Cómo al verte ultrajada no has dejado que Luis se vengase, hundiendo en nuestros cuerpos el arma homicida?

—¿Para qué había de morir el inocente?—murmuró ella;—Luis no hubiese sobrevivido a su desdicha, quiero que alcance la ventura que los cielos me han negado.

—¡La ventura con Laura!

—Está ciego por ella; Dios haga que no recobre la vista para conocerla. Ahora, César, dame tu brazo, saldremos de aquí juntos; en el vestíbulo quedarás libre y nos separaremos para siempre.

—Eso nunca.

—Cenad alegremente—dijo Rosalía estrechando las manos de Laura y de Luis. Y luego acercándose a la primera, como si fuese a besarla, añadió con voz apenas perceptible:

—Todo ha concluido entre nosotros, no te presentes jamás ante mí; sólo te perdonaré si sé que Luis no es desgraciado.

***

A la noche siguiente Rosalía se hallaba en su gabinete; su anciana tía acariciaba al gato. César, loco de amor, contemplaba a la joven que le miraba sonriendo.

—Dentro de un mes serás mi esposa—decía Villamar.—Lo que no hubieran logrado tus enojos, lo han conseguido tu abnegación y tu dulzura. El lunes de carnaval será siempre un día venturoso para mí; en él he aprendido, hermosa mía, a quererte y a admirarte.

Julia de Asensi 


La fuga

La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.


Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus poéticas margaritas.

¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.

Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.

Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.

Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.

¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?

Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.

—¿Estás sola? —le preguntó en voz baja.

La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.

—¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? —prosiguió él—. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?

—No es ese su proyecto ahora —contestó la joven con apasionado acento—. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.

—¿Y lo serás?

—Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.

—¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?

—Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.

»¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?

—Sí —murmuró él—, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.

—Mira el mío —prosiguió el apasionado doncel—; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado…

—Silencio, Salvador —interrumpió Aurora—, alguien se acerca.

Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.

El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.

—¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! —exclamó Aurora—. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?

Cinco minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.

—Esta vida que llevamos no es soportable —murmuró el joven—; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?

—No me atrevo.

—Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?

—Nos hallarán.

—No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.

Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.

Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.

—¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? —continuó él.

Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.

La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.

—¡Libres! —exclamó el joven—, libres y para siempre.

Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante. Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.

Se sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor, casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.

Sus cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.

—¡Qué feliz eres, muchacho! —exclamó Salvador—. Te contentas con vivir al aire libre, tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?

—No sé leer —contestó el niño.

—¿No hablas jamás?

—Sí, señor, con mis cabras. Les pongo nombres, por los que atienden; las acaricio y noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.

—¿No tienes padres?

—No, señor; no los he conocido.

—¿Y amigos tampoco?

—¿Quién había de querer ser amigo de un miserable como yo?

—¿Ni amores?

Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:

—No me disgusta Anica, la pastora.

—¿Y se lo has dicho?

—Sí.

—Y ella, ¿qué te ha contestado?

—Que soy un animal.

—Es decir, ¿que te desprecia?

—Mi amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que pasa en su corazón!

—Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.

Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.

Algunas pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que primaveral.

Continuados suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.

La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.

—Todas mis cabras son dóciles menos una —dijo—, vea usted esa, siempre busca la ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!

Pero la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.

El pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.

—¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora!… —exclamó Salvador, recordando las palabras del muchacho—, y sin embargo, nada más fácil, ella duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.

Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro, su serena expresión.

—No tiene más que sangre —murmuró—, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima! ¡Yo creí que me adoraba!

Contemplando a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que paseaba con él y de otros dos hombres.

—¡Por fin los encontramos! —exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora—, allí los veo.

—¿Y dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? —preguntó el pastor con trémula voz.

—Sí, mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían alguna vez.

—Por fortuna llegamos a tiempo —dijo uno de los criados—, mírelos usted allí, señor doctor, parecen tranquilos.

Antes de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.

—¿Qué has hecho, Aurelio? —preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador, nombre del amante de la niña.

—Ver el corazón de Aurora —contestó impasible—, pero su amor era un sueño, no he hallado mi imagen en él.

—¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!

—Se llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en matrimonio porque no era rico.

Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.

—Sujetadle —ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.

A viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el inanimado cuerpo de la niña.

El pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden que daba el viejo a los demás:

—La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.

Julia de Asensi 



"Quedó luego ensimismada, como si la imagen de la infeliz mujer no pudiera apartarse de su mente. Y a mi vez sentí un cruel remordimiento por haberla denunciado, pareciéndome que su muerte pesaba sobre mi conciencia.
Los niños olvidan pronto, y los estómagos vacíos nos hicieron volver a nuestra triste situación.
Di a Rosalinda las dos pesetas, encargándole que trajese algo bueno para comer y que volviera pronto.
Mi compañera se alejó y me quedé echado en el suelo pensando en el agradable banquete que se nos preparaba. Es cierto que con aquellas dos pesetas hubiéramos tenido para comer dos días; pero como habían venido cuando menos se las esperaba, podíamos darnos el grato placer de comer una tortilla, pan blanco y algo de fruta, con todo lo demás que entregaran a la niña por aquel dinero, que me parecía en tal instante una cantidad enorme.
Rosalinda tardaba y mi impaciencia iba en aumento, porque me sentía desfallecer al principio y luego por el temor a que la apartasen de mí, que era mi pesadilla desde que habíamos salido del pueblo. ¿La habría hallado la Roja, a la que siempre suponía siguiendo nuestros pasos, y se la habría llevado para encerrarla en el asilo?
Salí de las ruinas, y mientras decidía qué dirección debía tomar, vi aparecer a Rosalinda, que venía corriendo, con el rostro revelando profundo disgusto, llorosos los ojos y encendido el semblante.
Se detuvo sin aliento junto a mí y durante un rato no pude saber lo que le había ocurrido. Al fin me refirió que al llegar a la venta había pedido dos almuerzos de a peseta, que le habían preparado una tortilla (la que yo deseaba comer), algo de carne, pan y queso, y que al ir a pagar la posadera se puso furiosa porque las monedas eran falsas. Que ya aquel día le habían dado otras iguales, engañándola, unos hombres al pasar por allí. Quiso pegar a Rosalinda, tal vez la pegó aunque ella no me lo dijo, pero al verla tan triste y avergonzada acabó por perdonarla, quitándole las monedas y obligándola a marcharse precipitadamente. Como todos los que la veían, la creyó un muchacho y la había amenazado con dar parte a la justicia si volvía a aparecer por aquellos lugares.
La consolé como pude y, a pesar de que estaba enfermo, salí del antiguo convento con la niña, ya que tan mal nos había ido en él, en busca de alimento y de otro albergue, contentándome con un vaso de leche en vez del espléndido almuerzo con que soñara.
Paso por alto las demás peripecias del viaje, que duró algunos días, en los cuales sólo dos noches conseguimos dormir en cama en posadas de poco precio. Pero aun así, nuestro dinero disminuía de manera alarmante, y era preciso tomar una determinación.
Ya habíamos preguntado si podrían darnos trabajo en varias partes, contestando en todas negativamente. Por fin llegamos a una ciudad que nos pareció magnífica, aunque era de tercero o cuarto orden. En ella acabó de gastarse lo poco que llevábamos y nos encontramos un día sin albergue y sin pan. La gente nos miraba más que en las aldeas, infundiéndome algún recelo. Era, en efecto, raro ver a dos criaturas vagar por calles y plazas a todas horas.
Una tarde en que no habíamos comido nada, nos hallábamos Rosalinda y yo sentados en un banco del paseo, dispuestos a implorar la caridad pública. Nuestros trajes, sobre todo el de ella, que era ya más viejo, habían sufrido mucho en el viaje y no tardarían en ser unos andrajos, y los zapatos estaban completamente rotos; el atavío era a propósito para mendigar.
Un caballero alto, grueso, muy encarnado, que nos pareció vestido como un personaje, vino a sentarse por casualidad junto a nosotros.
Venciendo mi repugnancia alargué la mano, y él me dio una moneda de cobre."

Julia de Asensi y Laiglesia
Santiago Arabal: historia de un pobre niño












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