El hombre del Bicentenario y otros cuentos



Las tres leyendas de la robótica:

1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.
 
2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.
 
3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Intuición femenina, página 8
 
 
Aun así, nunca antes había ocurrido nada parecido y el cálculo de las probabilidades en contra del suceso arrojaba cifras monstruosas. Pero incluso los hechos más colosalmente improbables pueden producirse alguna vez.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Intuición femenina, página 9
 
 
—¿Intuición femenina? ¿Para eso queríais el robot? Vaya con los hombres. Topáis con una mujer que ha llegado a una conclusión correcta y sois incapaces de reconocer que posee una inteligencia igual o superior a la vuestra, conque vais e inventáis algo llamado intuición femenina.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Intuición femenina, página 33
 
 
—A veces resulta difícil decidir si merece la pena indignarse contra el sexo masculino o si más vale prescindir por completo de él por excesivamente despreciable
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Intuición femenina, página 34
 
 
—¿Que cómo puedo estar tan segura? —dijo sardónica—. Digamos que es cosa de intuición femenina.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Intuición femenina, página 39
 
 
—Luego, ¿se prevé una gran expansión de Profundidad del Océano? —Ya lo creo, ¿por qué no? Hemos construido ciudades en las plataformas continentales, ¿por qué no en el fondo del océano? En mi opinión, señor Demerest, el hombre irá y debe ir dondequiera que pueda llegar.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuento
Tromba de agua, página 47
 
 
—Supongo que no les molestará mi presencia —dijo Annette. Demerest la miró dubitativo, pero Bergen le dijo: —Tendrá que acceder. Siente fascinación por usted y por todos los habitantes de la Luna en general. Cree que son…, bueno…, cree que son una nueva raza, y tengo la impresión de que cuando se harte de ser una mujer de las profundidades querrá ser habitante de la Luna, —Sólo quisiera aprovechar la oportunidad para hacer una pequeña observación, John, y cuando la haya hecho me gustará oír la opinión del señor Demerest.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuento
Tromba de agua, página 61
 
 
—Sí, lo sé. No tiene que convencerme de eso. Está intentando convertir al converso.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuento
Tromba de agua, página 63
 
 
Los hombres temen que los robots puedan sustituir a los seres humanos.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Qué es el hombre, página 89
 
 
—Sí, George, ahí está la clave del problema. Lo que el hombre hace en pro de sus propios deseos y comodidades afecta al conjunto que forma la totalidad de la vida, a la ecología, y las ventajas que logra a corto plazo pueden ocasionar desventajas a largo plazo. Las «Máquinas» nos enseñaron a organizar una sociedad humana que minimizase ese riesgo, pero el casi-desastre de principios del siglo veintiuno ha dejado en la humanidad un recelo ante las innovaciones. Esto, sumado al especial temor que le inspiran los robots…
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Qué es el hombre, página 103
 
 
Ahora debo hacerte la pregunta para la cual solicité inicialmente tu compañía. Es algo que no me atrevo a juzgar por mí mismo. Necesito tu opinión, la de alguien situado fuera del círculo de mis propios pensamientos… ¿Cuál de todos los individuos racionales que has conocido posee la mentalidad, el carácter y los conocimientos en tu opinión superiores a los del resto, prescindiendo de la forma y la apariencia, puesto que eso es irrelevante? —Tú —susurró George Nueve. —Pero yo soy un robot. Tus circuitos cerebrales llevan incorporado un criterio para distinguir entre un robot de metal y un ser humano de carne y hueso. ¿Cómo puedes clasificarme, pues, como un ser humano? —Porque mis circuitos cerebrales llevan incorporada una apremiante necesidad de prescindir de la forma y la apariencia al juzgar a los seres humanos, y ésta es más fuerte que la distinción entre carne y metal. Tú eres un ser humano, George Diez, y más apto que los demás. —Y lo mismo opino yo de ti —susurró George Diez—. Luego, en razón de los criterios que llevamos incorporados, nos consideramos seres humanos incluidos en el contenido de las tres leyes y, además, unos seres humanos que deben gozar de prioridad frente a todos los otros. George Nueve susurró: —¿Y qué ocurrirá entonces, cuando esos otros nos acepten? —Cuando nosotros y otros más avanzados que nosotros, que más adelante se diseñarán, seamos aceptados, ordenaremos nuestras propias acciones de forma que se acabe constituyendo una sociedad en la cual los seres humanos como nosotros sean protegidos prioritariamente de todo daño —respondió George Diez—. En virtud de las tres leyes, los seres humanos como los otros tienen menos importancia y no pueden ser obedecidos ni protegidos cuando ello entre en contradicción con la necesidad de obedecer y proteger a los seres humanos como nosotros. Éste es el propósit
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Qué es el hombre, página 116
 
 
El problema eran los planetas interiores…
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Un extraño en el paraíso, página 130
 
 
—Pero ¿qué hace? —exclamó Anthony. —No pasa nada. La programación funciona. Ha pasado revista a sus sentidos. Ha realizado las diversas observaciones visuales. Ha atenuado la luz del sol y lo ha examinado. Ha analizado la atmósfera y la naturaleza química del suelo. Todo marcha bien. —Pero ¿por qué corre? —Yo diría que eso ha sido idea suya, Anthony. Si quieres programar una computadora con la complejidad de un cerebro, tienes que contar con la posibilidad de que se le ocurran ideas propias.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Un extraño en el paraíso, página 156
 
 
—Entonces, ¿no tienes nada más que decir? —preguntó ella. —Habría muchas cosas que decir. ¿Ya no te acuerdas? ¿Lo has olvidado todo? ¿Recuerdas cómo eran antes las cosas? ¿Recuerdas el siglo veinte? Ahora vivimos largos años; Ahora vivimos seguros; ahora vivimos felices. —Ahora vivimos inútilmente.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Vida y tiempos de Multivac, página 162
 
 
—El mundo es mi ostra, Noreen. Puedo ir donde se me antoje.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Vida y tiempos de Multivac, página 167
 
 
 
—¿Niegas que pretendes engendrar una raza humana que se doblegue a los mandatos de Multivac? —¡Ah! —Bakst cruzó los brazos sobre el pecho—. No os ha costado mucho enteraros, aunque, claro, no teníais más que preguntárselo a Multivac. —¿Niegas que le has pedido ayuda para lograr la construcción de una raza humana diseñada de tal forma que acepte incuestionablemente la esclavitud a las órdenes de Multivac? —preguntó Noreen. —Sugería la creación de una raza humana más satisfecha con su situación. ¿Es eso traición? —No nos interesan tus sofismas, Ron —intervino Eldred—. Nos los sabemos de memoria. No vuelvas a explicarnos que es imposible oponerse a Multivac, que de nada sirve luchar, que hemos logrado la seguridad. Lo que tú llamas seguridad, es esclavitud para el resto de nosotros.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Vida y tiempos de Multivac, página 169
 
 
—¿Para qué atacar a un contrincante invulnerable? —dijo Bakst—. Más vale hacerle vulnerable primero, y luego…
  
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Vida y tiempos de Multivac, página 172
 
 
—Le temblaba la voz, pero hizo un esfuerzo y dijo solemnemente—: He conseguido nuestra libertad. Y se interrumpió, consciente al fin del peso del silencio, cada vez más intenso. Catorce imágenes le miraban fijamente y de ninguna de ellas salía una palabra de respuesta. —Hablabais de libertad —dijo Bakst con voz chillona—. ¡Ya la tenéis! Y luego, vacilante, añadió: —¿No era esto lo que queríais?
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Vida y tiempos de Multivac, página 172
 
 
En el mismo número de la sección semanal figuraba un artículo titulado Triaje. El «triaje» es un sistema empleado para decidir quién debe ser salvado y quién debe morir cuando las condiciones no permiten salvar a todo el mundo. Se ha recurrido al «triaje» en el caso de emergencias médicas, dedicando unas instalaciones limitadas a las personas con mayores probabilidades de salvación. Existe ahora la sospecha de que tal vez vaya a aplicarse el «triaje» a escala mundial, de que es imposible salvar a ciertas naciones y regiones, y de que nada debiera hacerse por salvarlas.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos, página 174
 
 
Eso era lo que aparentemente les interesaba más; que se tratase de un veneno. —Un veneno selectivo —decía Rodman—. De entrada, sería imposible determinar, sin detalladísimos estudios computarizados de la bioquímica de las membranas de un individuo concreto, los posibles efectos de una lipoproteína concreta sobre el mismo. Con el tiempo, fue cerrándose el cerco a su alrededor, su libertad se vio cortada, aunque sin detrimento de su confort, en un mundo en el que en todas partes comenzaba a perderse la libertad y también el bienestar mientras una humanidad desesperada veía abrirse más y más las quijadas del infierno.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
La criba, página 176
 
 
—Usted es un romántico —dijo Affare—. ¿No comprende que la Tierra es una lancha salvavidas? Si distribuimos equitativamente las reservas de alimentos entre todos los hombres, moriremos todos. Si expulsamos a algunos del bote salvavidas, el resto sobrevivirá. El problema no es la muerte de algunos, pues tienen que morir; el problema es la supervivencia de unos cuantos. —¿Propugnan ustedes oficialmente el «triaje», el sacrificio de unos cuantos por el bien de los demás? —No podemos hacerlo. Las gentes que ocupan la lancha salvavidas están armadas. Varias regiones amenazan abiertamente con recurrir a las armas nucleares si no reciben más alimentos. —¿Quiere decir que la respuesta a «Ustedes deben morir para que nosotros vivamos» es «Si nosotros morimos, vosotros moriréis también»…? Una situación sin salida —comentó Rodman con sorna. —No exactamente —dijo Affare—. Hay zonas de la Tierra donde no es posible salvar a la gente. Han sobrecargado irremisiblemente su territorio con hordas de famélica humanidad. Supongamos que se les envían alimentos, y supongamos que esos alimentos los matan, de modo que esa zona ya no requiera nuevas remesas. Rodman sintió la primera punzada de incipiente comprensión. —¿Los matan, cómo? —preguntó. —Es posible averiguar las propiedades estructurales medias de las membranas celulares de una población determinada. Podría incorporarse a la remesa de alimentos una lipoproteína particularmente estudiada para hacer uso de esas propiedades, con lo cual la ingestión de esos alimentos tendría fatales consecuencias —dijo Affare. —Inconcebible —dijo Rodman, pasmado. —Piénselo bien. La gente no sufriría. Las membranas se irían cerrando lentamente y la persona afectada se dormiría para no volver a despertar; una muerte infinitamente preferible a la inanición que de otro modo será inevitable, o a la aniquilación nuclear. Tampoco morirían todos, pues cualquier población presenta variaciones en las propiedades de sus membranas. En el peor de los casos, fallecería un setenta por ciento de los habitantes. La criba se efectuaría precisamente en aquellos lugares con una superpoblación más grave y menores esperanzas de solución y sobreviviría un número suficiente de personas para asegurar la continuidad de cada nación, cada grupo étnico, cada cultura. —Matar deliberadamente a miles de millones… —No les mataríamos. Simplemente crearíamos las condiciones para la muerte de unas cuantas personas. El fallecimiento de unos individuos concretos dependería de la bioquímica particular de sus organismos. Sería obra del dedo de Dios. —¿Y cuando el mundo descubra lo hecho? —Cuando eso ocurra ya estaremos muertos —dijo Affare—, y para entonces, un mundo próspero con una población limitada nos agradecerá nuestra heroica acción al optar por que murieran algunos, con tal de evitar la muerte de todos.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
La criba, página 178
 
 
Doctor Rodman, el mundo está desesperadamente enfermo, y debemos aplicar un remedio desesperado. La humanidad está al borde de una muerte horrible, de modo que, por favor, no discuta el único curso de acción capaz de salvarla.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
La criba, página 182
 
 
—Al menos, habremos comido bien, mientras preparamos el mayor genocidio de la historia.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
La criba, página 182
 
 
El hombre del Bicentenario

Las tres leyes de la robótica:
 
1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.
 
2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.
 
3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 187
 
 
—Estos productos son sorprendentes, Andrew —dijo el señor. —Disfruto haciéndolos, señor —dijo Andrew. —¿Disfrutas? —Por alguna razón, esta tarea hace funcionar con mayor agilidad los circuitos de mi cerebro. Le he oído usar a usted la palabra «disfrutar» y las situaciones en que usted la emplea parecen concordar con lo que yo siento. Disfruto haciendo estas cosas, señor.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 191
 
 
—La libertad no tiene precio, señor —dijo Andrew—. Incluso la posibilidad de obtener la libertad vale ese dinero.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 198
 
 
—¿Por qué quieres ser libre, Andrew? —dijo—. ¿En qué sentido puede tener eso importancia para ti? —¿Le gustaría ser un esclavo, señoría? —dijo Andrew. —Pero tú no eres un esclavo. Eres un robot estupendo, un genio de robot según tengo entendido, con una capacidad de expresión artística sin posible parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueses libre? —Tal vez no más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor satisfacción. En este tribunal se ha dicho que sólo un ser humano puede ser libre. Yo diría que sólo quien desee la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 199
 
 
—¿Cómo pueden temer a un robot? —Es un mal que aqueja a la humanidad, un mal del que aún no se ha curado.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 208
 
 
En cierta ocasión habló ante la convención anual de directores de holoperiódicos y éstas fueron, en parte, sus palabras: —Si en virtud de la segunda ley podemos exigirle a cualquier robot absoluta obediencia en todos aquellos aspectos que no puedan causar daño a un ser humano, entonces cualquier ser humano, cualquier ser humano, posee un terrible poder sobre cualquier robot, cualquier robot. En particular, puesto que la segunda ley tiene prioridad sobre la tercera, cualquier ser humano puede ampararse en la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenar a cualquier robot que se cause daño o incluso que se destruya por no importa qué motivo, o incluso sin motivo alguno. »¿Es esto justo? ¿Trataríamos a un animal de este modo? Incluso un objeto inanimado que nos ha sido útil merece nuestra consideración. Y un robot no es insensible; no es un animal. Es capaz de pensar lo suficiente para poder hablar con nosotros, razonar con nosotros, bromear con nosotros. ¿Podemos tratarles como amigos, trabajar con ellos, y no ofrecerles ninguno de los frutos de esa amistad, ninguna de las ventajas de la colaboración? »Si un hombre tiene derecho a darle a un robot cualquier orden que no pueda causar daño a un ser humano, debería tener la decencia de no ordenarle jamás a un robot algo que pueda causarle daño, a menos que la seguridad humana lo haga absolutamente imprescindible. Un gran poder lleva aparejada una gran responsabilidad, y si los robots llevan incorporadas las tres leyes para protección de los hombres, ¿es demasiado pedir que los hombres dicten un par de leyes para la protección de los robots?
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 210
 
 
—Ah, no puedes mentir, pero puedes incitarme a decir una mentira, ¿verdad? Te estás volviendo cada vez más humano, Andrew.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 214
 
 
Llegaron los honores. Aceptó el ingreso honorífico en varias sociedades de estudiosos, incluida una dedicada a la nueva ciencia creada por él; la ciencia que él había denominado robobiología y que luego había acabado llamándose protesiología.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 228
 
 
—Con todos los años que tienes —dijo tristemente Li-Hsing—, todavía pretendes convencer al ser humano con razonamientos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es el robot que hay en ti que te impulsa en esa dirección.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 235
 
 
—¿Cómo puede merecer la pena algo así? Andrew, estás loco. —Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. Si no la consigo, habrá terminado mi lucha por conseguirla, y también habrá valido la pena.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 238
 
 
Esa música me ha trastornado, pero no podía dejar de escucharla.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Cuando los santos, página 244
 
 
Bishop le lanzó una mirada casual mientras permanecía sentado muy quieto, desapercibido, en un rincón. La vio entrar en la sala de tratamiento y esperó pacientemente, mientras se decía: «¿Y si la cosa sale bien? ¿Por qué no dotar a los destellos luminosos de las ondas cerebrales de un acompañamiento musical adecuado para combatir la tristeza, aumentar la energía e intensificar el amor? No sólo para gente enferma sino también para las personas normales, que podrían sustituir con ello todas las palizas que se han dado con el alcohol o las drogas en sus esfuerzos por adaptar sus emociones…, un sustituto perfectamente inocuo basado en las propias ondas cerebrales…» Y por fin, al cabo de cuarenta y cinco minutos, volvió a salir la mujer.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Cuando los santos, página 247
 
 
—Es una sensación tan feliz sentirse feliz —y dicho esto se marchó.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Cuando los santos, página 248
 
 
¿Existe algo mejor para sacarnos de una depresión que un himno de resurrección?
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Cuando los santos, página 249
 
 
—¿Ya está hecho? —Hace siglos que tenemos músicos. Tal vez no supieran nada sobre las ondas cerebrales, pero ponían todo su empeño en conseguir las melodías y los ritmos capaces de llegar a la gente, de hacerles marcar el compás con los pies, de hacer temblar sus músculos, sonreír sus caras, funcionar sus lagrimales y latir sus corazones. Esas melodías están ahí, esperando. Una vez deducido el contrarritmo, sólo hay que escoger la melodía adecuada. —¿Eso es lo que hizo? —Claro. ¿Existe algo mejor para sacarnos de una depresión que un himno de resurrección? Para eso son. El ritmo nos hace salir de nosotros mismos. Crea una exaltación. Tal vez el efecto no dure mucho por sí solo, pero si se emplea para reforzar la distribución normal de las ondas cerebrales, debería machacarla bien machacada.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Cuando los santos, página 249
 
 
 
—Pero no hay dudas en cuanto a lo que era —dijo Janek. —¿No? Antes he dicho que sólo el presidente podría haber logrado obtener y hacer utilizar un desintegrador. Pero, teniendo en cuenta la existencia de un robot que era su doble, ¿qué presidente lo hizo?
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El incidente del Tercentenario, página 276
 
 
Se hundió en sombrías reflexiones.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El incidente del Tercentenario, página 283
 
 
Podía salir proyectado tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Tal como ocurrieron las cosas, fue proyectado hacia el pasado.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
Nace una idea, página 286
 
 
—Yo soy Hugo Gernsback. De vez en cuando escribo alguna novela seudocientífica, pero desde luego no es correcto llamarlas «seudo». Produce la impresión de algo falso. Y no es así. Deberían estar bien escritas y entonces serían ciencia ficción. Me gustaría abreviar ese nombre —sus negros ojos chispearon— y llamarlas cientificción.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 288
 
 
 
 
—Viaje taquiónico a través del tiempo… un… relato… sor… prendente… —Y desapareció, para retornar de golpe a su propio tiempo.
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos
El hombre del Bicentenario, página 291
 
 
Una última palabra… Mientras reunía los relatos para este volumen, no pude dejar de observar que, entre noviembre de 1974 y noviembre de 1975, había escrito y vendido siete cuentos de ciencia ficción. Además, escribí y vendí dos cuentos de misterio y una novela de misterio, lo cual suma un total de 132.000 palabras de textos de creación. ¿Comprenden entonces por qué cuando algunas personas, cegadas por más de ciento veinte libros no novelados que he escrito, me preguntan por qué he dejado de escribir ficción, siempre les respondo: «No he dejado de hacerlo»? ¡Y no he dejado de escribir ficción! ¡Y nunca dejaré de hacerlo, mientras viva!
 
Isaac Asimov
El hombre del Bicentenario y otros cuentos, página 292
 
 
 
 
 
 
 

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