Mercedes Ballesteros Gaibrois

"El silencio se estremeció con algo, con algo que no eran unas pisadas. No era tampoco una respiración humana, sino más bien un latido, el latido de un corazón."

Mercedes Ballesteros Gaibrois


"Lo tenía arreglado con muy buen gusto: buenos muebles, antigüedades, grabados, un biombo de su invención con mariposas multicolores, aprisionadas entre dos cristales. Todo era refinado, con ese refinamiento un poco de pacotilla, de la pacotilla del buen gusto, que ilustra los «Vogue» y demás revistas depositarias del chic.
A Cruz le gustó, le gustó enormemente, sobre todo por el contraste que ofrecía aquel rincón exquisito con su piso destartalado. En su casa todo era feo, pobre. La estera del corredor estaba rota; deslucida la carpeta que cubría la camilla. La máquina de coser tenía una funda hecha con una colcha vieja. Sólo la salita de recibir conservaba algún mueble bueno, pero falto de barniz. En la vitrina, que antaño contuvo algún objeto de valor, se amontonaban ahora las baratijas.
El primer día que fue al estudio de Pepe conoció allí a José Luis y a Amanda, una pareja singular. Él era dueño de una tienda de antigüedades en el Rastro, y ella recitadora. José Luis, muy joven, tenía aire afeminado. Amanda, pese a su afán de rejuvenecerse a fuerza de afeites y de vestidos impropios de su edad, debería de andar por los cuarenta. Se trataban entre sí con gran intimidad, como matrimonio o como amantes, pero Pepe le dijo que no eran más que amigos: «Van siempre juntos». Ella, además, era casada y separada del marido.
Cruz nunca le había oído hablar a Pepe de tales amistades y estaba segura de que Concha también las ignoraba.
Los domingos solía reunirse allí un grupo bastante numeroso. «Son gente con personalidad», decía Pepe. Artistas, literatos, de profesión algunos, otros sólo aficionados; público asiduo de teatros de cámara y cine «amateur». A menudo se les oía quejarse de la mediocridad del ambiente y echaban pestes de los que, en el mundo del arte o de la literatura, conseguían el éxito. El uno renegaba porque llevaba años y años presentándose a los premios literarios sin haber alcanzado ni un accésit: «Porque en esos concursos todo son enjuagues, recomendaciones». Oyéndoles, se creería que todos los que triunfaban eran un hatajo de pillos.
Hablaban de un modo un poco afectado, como de doblaje, con frases sin sinceridad. A Cruz le gustaba. Acostumbrada a la charla sin substancia del taller, a los visiteos de su madre, en los que no se hablaba más que de enfermedades y de partos, le pareció de gran categoría."

Mercedes Ballesteros Gaibrois
Taller


"Treinta años, o casi treinta, tomando arroz con leche por finura de Matías, que había decidido por su cuenta que ése era el postre predilecto de Justa. ¿Cómo decirle que no le gustaba? Nunca, ni de niña, se había atrevido.
No le daba las gracias por el regalo, ni por el postre, con todo y apreciarlos tanto; lo que más le había agradecido fue esa frase: «eres lo único que tengo en el mundo». ¿Era eso cierto? ¿Era ella tanto para alguien? El abuelo tenía una hija, otros nietos. Carlos, su hermana, sus sobrinos... Pero Matías la tenía a ella sola. ¡Qué gozoso regalo de cumpleaños!
Carlos, mientras se afeitaba, seguía pensando: «Yo, señora, represento los intereses de don Ambrosio Marsá...»
Hacía una mañana fría, una de esas mañanas de fin de septiembre en las que la luz es húmeda entre la bruma. Aunque su marido le había ofrecido llevarla en el coche cuando saliera hacia el despacho, ella prefirió ir a pie.
Iba andando despacio, gozándose en la temperatura de la mañana. Miraba a los transeúntes con los que se cruzaba, gente apresurada que iba a sus quehaceres, parejas de novios enlazados y en silencio, niños que corrían gritando, mendigos que se agachaban a recoger algún despojo. Y detrás de cada frente una encrucijada y dentro de cada corazón un ansia. Los veía de pasada, sin fijarse en ninguno determinado, y una inmensa piedad se apoderaba de su ánimo. ¡La gente, la vida! ¡Esa cadena monótona y sin sentido!
Atravesó el paseo y se dirigió al Museo del Prado. Durante su época de estudiante iba mucho, pero luego fue perdiendo la costumbre. Siempre se decía: «Mañana iré al Museo»; «Tengo que ir al Museo». Pero el quehacer diario y la desgana que dominaba todos sus actos le cortaban el impulso.
El áspero olor de la pintura le devolvió sensaciones de su juventud. ¡Qué remota le parecía ya su juventud! Otra cosa pasada. Como todo.
Una copista menuda, de mirada ávida, copiaba en un lienzo enorme el cuadro de Las lanzas. Apenas tenía algunos trozos a carboncillo y una que otra mancha de color en un ángulo de la tela. Le sobrecogió el espectáculo de tanto esfuerzo, de los ánimos que son necesarios para emprender un trabajo así. ¡Y había quien sacaba de sí mismo las fuerzas para semejante cosa!
Pasó de largo por Murillo y se detuvo en el Greco. Por un momento se sintió envuelta en esos grises fugitivos, como si anduviese entre la niebla. Casi sintió físicamente en la piel el roce de la bruma.
Era como si recobrase el mundo de su juventud, sus días de estudiante, las sensaciones de su adolescencia. Ese mundo inquieto por inquietudes del espíritu, tan distintas de las torturas actuales, de cara a la vida verdadera, a la ardiente y desgarrada vida de los seres humanos.
«¡Si pudiese, si pudiese, Dios mío, regresar a esos años!» Notaba la sensación de haber poseído algo, no sabía qué, que ahora añoraba desesperadamente.
«Pero no se regresa nunca. Se va, anda que te anda, hacia adelante, dejando atrás todo, sin detenerse en nada.» ¡Qué remoto ese tiempo, esa vida olvidada! «Vivo con una muerta que soy yo.»
Siguió andando. Cruzó las salas de Goya. Se paró un momento frente a La familia de Carlos IV, como para devolver las miradas del cuadro. «Me dan la bienvenida como unos parientes que me esperasen en la estación al regreso de un viaje.»
Luego se enfrentó con la Anunciación del Angélico. ¡Qué fragante, que tierno y secreto mundo! Ahí estaba, ahí recuperaba el candoroso y fuerte franciscanismo del trescientos con todo su sentido alado y trascendental. También aquello lo había dejado atrás. También lo sentía muerto y desligado de su ser. ¡Si no sabía que hubiese sido tan suyo! ¡Si no notó entonces esa lumbre encendida de su juventud cuyas cenizas aventaba el recuerdo!
Le producía sosiego el azul quieto y puro del cielo. Azul, azul, azul. Como si todo pudiese cambiar en la vida, y pasar el tiempo, y quebrarse la memoria y el sentido, y torcerse la intención y desasosegarse el alma y sólo quedase, quieto y duradero, aquel azul, azul, azul. Y el silencio.
Pero el silencio se estremeció con algo, con algo que no eran unas pisadas. No era tampoco una respiración humana, sino más bien un latido, el latido de un corazón. Oyó que un corazón latía a sus espaldas y volvió la cabeza."

Mercedes Ballesteros Gaibrois
La sed


"Si los hijos de Blanca de Francia morían sin hijos, pasarían sus estados, con carácter vitalicio, a su madre, y muerta ésta volverían a Castilla. Ahora que si era Sancho IV quien no dejaba herederos legítimos, le sucederían en el trono los de la Cerda o sus descendientes. Como garantía de todo esto, don Sancho debía darles instrumentos públicos con otorgamiento de su hermano don Juan, sus hermanas, los prelados, los nobles y los representantes de las villas y ciudades.
Por último, como prueba de absoluta reconciliación, don Alfonso de la Cerda se casaría con la infanta doña Isabel, primogénita de Sancho IV.
Los de la Cerda, a su vez, debían renunciar formalmente a sus derechos sobre la corona castellana, e inmediatamente después de salir de su prisión hacer juramento de respetar con fidelidad las cláusulas del tratado.
Felipe el Hermoso se comprometía a entregar a don Sancho los títulos que pudieran esgrimir los mencionados infantes para hacer valer sus derechos, obligándose además a socorrerle con doscientos jinetes durante diez años, si era atacado injustamente por sus sobrinos.
En cuanto a doña Blanca, se consignó que fuera restituida de sus bienes y viudedad en el término de cuatro años, quedándole vedado cualquier acto hostil contra su cuñado Sancho.
Otro aspecto del tratado fue el referente a Aragón; tácitamente se declaraba la hostilidad de don Sancho hacia Alfonso III. A cambio de la tranquilidad que el francés ofrecía respecto a los de la Cerda, Sancho debía ayudarle contra el sucesor de Pedro III, a quien llamaban escuetamente don Alfonso de Aragón.
Sancho IV auxiliaría al rey Felipe con mil jinetes durante tres meses cada año, mientras continuase la guerra con Aragón, y permitiría a las tropas francesas el paso por tierras de Castilla con autorización para surtirse de vituallas y caballerías; si Sancho era atacado aisladamente por Alfonso III, sería entonces Felipe quien mandaría el socorro de mil jinetes. Sancho prohibiría a sus súbditos auxiliar al aragonés, y Felipe no recibiría en sus dominios ningún enemigo de su aliado; además, se ofrecía el rey de Francia a procurar del Papa la dispensa del matrimonio de Sancho con María de Molina."

Mercedes Gaibrois
Historia del reinado de Sancho IV de Castilla






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