Robert Hugh Benson

"Así que infalibilidad en su sentido más escueto no quiere decir más que esto: que la consciencia divina de la Iglesia está relacionada de tal manera con la consciencia humana, que la salvaguarda de formular cualquier afirmación en contradicción con la verdad. Implica que hay un canal, abierto entre la mente de Cristo y el conjunto de las mentes que componen su mística consciencia, de un tipo tal que la primera controla y verifica a esta última. (...) Necesitamos, por tanto, como paralelismo de la posición de Infalibilidad en el esquema de la Iglesia, una mente, un objeto, y una relación entre ellos, que correspondan con la consciencia explícita de la Iglesia, el depósito y la Infalibilidad; y, para que la analogía sea completa, la relación en nuestra analogía debe ser idéntica a la relación de la cual es una analogía. (...) Estrictamente hablando el objeto material de las ciencias exactas no tiene existencia concreta; consiste en abstracciones formadas por la mente. No hay un dos en el mundo objetivo: solo hay dos caballos o dos manzanas. Estrictamente hablando, igualmente, no existe una línea ni un punto ni un círculo. Por tanto, dado que las ciencias de la aritmética y la geometría son abstracciones formuladas por la mente, son el único objeto respecto al cual la mente es infalible. La mente es literalmente infalible en aritmética."

Robert Hugh Benson
Infalibilidad y tradición



"Hemos visto a Cristo acercándose a nosotros, ofreciéndonos su amistad por distintos caminos y de diferentes formas e, incluso, poniendo a nuestro alcance virtudes y gracias que no podríamos obtener de otro modo. Por ejemplo, transmitiendo su propio sacerdocio al sacerdote y su santidad al santo.
Estos dos aspectos concretos son fácilmente perceptibles. Sólo unos prejuicios exacerbados o una ceguera extraordinaria impiden reconocer la voz del Buen Pastor en las palabras que pronuncia su ministro, o la santidad de Dios cuando se manifiesta en la vida de sus íntimos. Pero no es fácil reconocerlo en el pecador: el de pescador no parece ser un aspecto que Él asumiría. Hasta sus discípulos más queridos sintieron la tentación de abandonarle cuando en la cruz o en Getsemaní, "el que no conocía pecado se hizo pecado por nosotros".
Como relatan los Evangelios, una de las características más sobresalientes de Jesús fue la amistad que mantuvo con los pecadores, su extraordinaria comprensión y la facilidad con que aceptaba su compañía. De hecho, este comportamiento por parte de Aquel que afirmaba -y lo hacía- enseñar una doctrina de perfección, le granjeó las críticas de sus enemigos. Pero si lo pensamos detenidamente, esta característica es una de las credenciales de su divinidad: nadie, sino el más excelso, podría condescender con el más bajo; nadie, sino Dios, podría mostrarse tan humano. Por una parte "este hombre recibe a los pecadores", no se limita a enseñarles, sino que come con ellos. Y por otra, no manifiesta ni la más mínima condescendencia con el pecado: "Vete y no peques más".
Es tan patente su amistad con los pecadores que podríamos llegar a pensar que se desinteresa de los santos: "No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores". Ante unos oyentes que se inclinaban naturalmente por la idea opuesta (ya sabemos que el mayor peligro para un alma religiosa radica en el fariseísmo) expone su criterio subrayándolo con tres parábolas tremendas: considera a la dracma perdida como más preciosa que las otras nueve monedas de plata; a la oveja desaparecida en el desierto como más valiosa que las noventa y nueve que permanecen en el redil; al hijo rebelde perdido en el mundo como más querido que el heredero y mayor, a salvo en el hogar."

Robert Hugh Benson
La amistad del Cristo


"Mabel también estaba pensativa en su asiento con el periódico en el regazo, al deslizarse velozmente por la línea de Brighton. Estas noticias del Este la desconcertaban más de lo que ella dejaba ver; y, no obstante, un peligro real de invasión le parecía increíble. Esta vida occidental era tan apacible y cuerda; los pueblos tenían al fin el pie sobre la roca, y parecía impensable que fuesen forzados otra vez al pantano; era contrario a la ley de la evolución. Pero, al fin, no podía menos de reconocer que la catástrofe parecía ser uno de los métodos de la naturaleza…

Estaba sentada inmóvil, hojeando de vez en cuando el manojo de noticias y releyendo el editorial acerca de ellas: también él mostraba desánimo. Un par de hombres conversaban en el compartimiento de al lado sobre el mismo tema; uno describía las fábricas de munición del gobierno que había visitado, la anhelosa prisa que reinaba allí; el otro proponía preguntas y cuestiones. No había mucho confort allí. No había ventanas por dónde mirar; en las líneas centrales la velocidad era excesiva para la vista; el largo compartimiento inundado de luz suave era todo su horizonte. Contempló la blanca bóveda moldeada, las deliciosas pinturas enmarcadas en roble, los mullidos sillones, los melados globos colgados del techo que irradiaban luz solar y a una madre y su niño enfrente de ella.

Entonces sonó la gran cuerda, la apagada vibración creció levemente, y un momento después las puertas automáticas resbalaron y ella pisó el andén de la estación de Brighton.

Al bajar los peldaños que llevaban a la plazoleta, vio a un cura que caminaba delante de ella. Parecía un viejo muy enhiesto y fornido, pues, aunque su pelo era blanco, se movía ágil y enérgicamente. Al pie de la escalera, él se detuvo y se giró un poco, y ella vio con gran sorpresa que su rostro era el de un mozo, delicado y fuerte, con cejas negras y radiantes ojos claros. Entonces lo pasó, y comenzó a cruzar la plazuela hacia la casa de la tía.

En ese momento sin el menor preanuncio, excepto un agrio bocinazo en lo alto, sucedieron un montón de cosas. Una gran sombra se movió cubriendo el sol a sus pies, un estrépito de rotura hendió el aire, y un sonido como el respiro de un gigante; y al detenerse espantada, con un estruendo como de miles de cántaros que se estrellaran, un enorme objeto se aplastó contra el pavimento de caucho ante ella, y allí quedó, llenando media calle, agitando anchos alerones en su parte superior, los cuales se debatían y azotaban cual las aletas de un monstruo antediluviano, vomitando gritos humanos y comenzando de inmediato a bullir con vulnerada vida.

Mabel apenas se dio cuenta de lo que pasó después; pero se encontró al momento empujada adelante por una presión violenta desde atrás hasta que se detuvo temblando de pies a cabeza con los restos destrozados de un cuerpo humano gimiendo y retorciéndose a sus pies. Una especie de lenguaje articulado salió de él; captó distintamente los nombres de Jesús y María; y entonces una voz siseó de repente en su oído:

– Déjeme, señora. Soy un sacerdote.

Estuvo allí un rato más, aturdida por lo repentino del suceso, mirando casi fuera de sí al joven cura canoso de rodillas, con su americana desabrochada y un crucifijo fuera; lo vio inclinarse, agitar la mano en un rápido ademán, y musitar en un lenguaje que ella no conocía. Lo vio erguirse de nuevo, teniendo el crucifijo en alto, y moverse lentamente en el medio del ensangrentado pavimento, mirando a un lado y otro como por un llamado.

De los escalones del gran sanatorio que estaba a la derecha descendieron corriendo una cantidad de figuras, sin sombrero, de blanco, llevando cada una lo que parecía una Kodak de las antiguas. Sabía quiénes eran y su corazón dio un suspiro de alivio. Eran los operadores de la eutanasia. Entonces se sintió asida por un hombro y lanzada atrás y de inmediato se halló en primera fila de una multitud que oscilaba y gritaba, y detrás de una cadena de policías y civiles que habían formado cordón pata contener el embate."

Robert Hugh Benson
Señor del mundo, Libro I, capítulo I, 2.





"Oliver amaba todo atisbo de vida humana -ajetreadas vistas o sonidos- y estaba escuchando ahora, sonriendo levemente para sí al mirar el claro cielo. Después cerró los labios, posó de nuevo los dedos en las teclas, y siguió redactando su discurso.
Había tenido suerte en cuanto a la situación de su casa, sita en un rincón de una de esas inmensas telarañas que cubrían el condado, y para sus propósitos era todo lo que se podía desear. Estaba bastante cerca de Londres como para ser muy barata, pues todos los pudientes se habían retirado al menos a 50 kilómetros del tumultuoso corazón de Inglaterra, y sin embargo era tan quieto como se podía pedir. Estaba a menos de diez minutos de Westminster por un lado y veinte minutos del mar por el otro, y su electorado yacía delante de él como en un mapa. Además, como la gran Terminal de Londres estaba a diez minutos, tenía a su disposición la Línea Troncal. Primera a cualquier gran ciudad inglesa. Para un político de no muchos dineros, que debía hablar en Edimburgo un día y el otro en Marsella, estaba tan bien situado como cualquiera en Europa.
Era un hombre de aspecto agradable, de no mucho más de treinta años, cabello negro duro, afeitado, delgado, varonil, atrayente, de ojos azules y tez blanca, y aparecía hoy sumamente contento de sí mismo y del mundo. Sus labios se movían sutilmente al escribir, sus ojos se ensanchaban y estrechaban con la excitación, y más de una vez hacía pausa y paseaba los ojos afuera, sonriente y acalorado.
Se abrió una puerta y un hombre maduro entró nerviosamente con un montón de papeles, los dejó caer sobre la mesa y se volvió para salir. Oliver lo detuvo con un ademán, corrió una palanca, y lo interpeló:
-¿Qué hay, Phillips?
-Noticas del Oriente, señor -dijo el secretario.
Oliver miró a un lado, y puso la mano sobre el montón.
-¡Algún mensaje completo? -inquirió.
-No, señor, interrumpidos otra vez: el nombre de Mister Felsenbourgh es mencionado.
Oliver pareció no oír; levantó las delgadas hojas impresas con un gesto súbito, y empezó a hojearlas.
-El cuarto desde arriba, Mister Brand -dijo el secretario.
Oliver sacudió la cabeza con impaciencia, y a esta señal salió el otro.
La cuarta hoja desde arriba, impresa en rojo sobre verde, pareció absorber del todo la atención de Oliver, pues la recorrió tres o cuatro veces, reclinado inmóvil sobre su butaca.
Después suspiró y miró de nuevo por la ventana.
Otra vez se abrió la puerta y entró una joven alta. ¿Qué hay querido? -preguntó.
Oliver meneó la cabeza con los labios apretados."

Robert Hugh Benson
Señor del mundo





















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