TC Boyle

"A las siete, ya tres camionetas se habían apartado de la avenida y entrado al estacionamiento. Candelario Pérez había elegido a tres, luego cuatro y de nuevo a tres hombres, que rápidamente se encaramaron al vehículo y desaparecieron. El forastero del sur no había sido elegido y todavía faltaban diez hombres que habían llegado antes que él. De reojo, América lo observaba discutir con Candelario Pérez; ella no podía oír las palabras exactas, pero las gesticulaciones violentas del tipo y las contorsiones de su pálido y ceñudo rostro medio gringo le bastaban para saber que él no estaba de acuerdo con tener que esperar su turno, que era un alegón, un quejumbroso, un resentido. “Hijo de puta” lo oyó decir, y desvió la mirada. “Por favor”, rezaba, “no permitas que se me acerque... ”
Pero sí se acercó. Le había regalado una taza de café —ella aún sostenía la prueba en la mano, el icopor seco hasta la última gota de azúcar cafeinada— y esto la convertía en su aliada. Estaba sentada en el lugar habitual, con la espalda recargada contra el pilar más cercano a la entrada, preparada para ponerse de pie en un santiamén en cuanto algún gringo o alguna gringa entraran a buscar una sirvienta, cocinera o lavandera; y el forastero se sentó tranquilamente a su lado.
—Hola, bonita —dijo, y su voz era un ronco jadeo agudo, como si le estuviesen hurgando en la garganta—. ¿Te gustó el café? —Ni siquiera voltearía a verlo. No hablaría con él—. Te vi sentada aquí ayer —continuó con una voz demasiado aguda, demasiado afónica—; y me dije a mí mismo: Allí hay una mujer a la que parece que le caería bien una taza de café, una mujer que se merece una taza de café, una mujer tan bonita que debería tener una finca cafetera para ella sola... Por eso hoy te traje una taza. ¿Qué te parece, ¿eh, linda? —Y le tocó la barbilla con dos ásperos dedos mugrosos, para que ella volteara a verlo.
Desdichada, culpable —había aceptado el café, ¿no es cierto?—, no ofreció resistencia. Los peculiares ojos castaño claro se clavaron en los de ella.
—Gracias —murmuró América.
Él sonrió y ella vio que los dientes tenían algo raro, algo desastroso, cada diente un laberinto de líneas fracturadas como un cuadro muy viejo en una iglesia. Dentadura postiza, una dentadura postiza, eso era, dientes falsos de ínfima calidad. Y entonces él exhaló, echándole su aliento en la cara, y ella tuvo que volver la cabeza; algo en su interior estaba muy podrido."

Thomas Coraghessan Boyle
América


"Algunos escritores simplemente escriben sobre sus propias vidas. Bueno, yo no quiero hacer eso. Quiero tener una vida muy aburrida. Una vida tranquila y aburrida, por lo que nadie quiere escribir una biografía. Soy el único escritor de la historia que solo tiene una esposa, por ejemplo."

TC Boyle



"Básicamente para mí una historia puede ser cualquier cosa. Cualquier cosa que me digas, cualquier cosa que lea en el periódico... No tengo restricciones."

TC Boyle



"Con todo, Miriam no sabía muy bien a qué atenerse cuando la invitó a su casa en Nochebuena. ¿Estarían allí sus hijos, ya mayores? ¿Su mujer? ¿Su madre? ¿La cómica ama de llaves de la trompetilla de la que tanto había oído hablar? ¿Sus amigos y sus socios? ¿Unos vecinos? ¿O estarían tan solo los dos, unidos en un apasionado abrazo como si no tuvieran más ataduras en el mundo?
Ya había anochecido cuando el taxi se detuvo ante la casa, que era pequeña, modesta y correcta, exiliado como estaba de la de Oak Park, que le había cedido a su mujer, y de las ruinas de su mansión de Wisconsin; y, si esperaba algo más majestuoso, una estructura colmada con la belleza, la inteligencia y la grandeza de Frank, hizo lo posible por disimular su decepción. Era algo temporal, lo entendía. También ella vivía una vida temporal, y al pensar en ello, sintió por él una oleada de emoción: ambos eran exiliados y sus destinos les habían hecho coincidir para consolarse mutuamente. ¿Podía haber algo más perfecto, más glorioso?
Llena de esperanza y amor —henchida, más concretamente—, recorrió aprisa el camino de entrada, poniendo cuidado en no pisar los trozos de hielo, porque no era cuestión de caerse y torcerse un tobillo; aunque incluso eso habría tenido su lado bueno: ella con la pierna delicadamente elevada ante la chimenea mientras él la asistía con un vendaje y una copa de champán, sus dedos trabajándole la carne, subiéndole por la pantorrilla y bajando, subiendo y bajando, rozando, palpando, acariciando… Pero allí estaba él, ante la puerta abierta y bañado en luz, vestido con chaqueta de esmoquin de terciopelo negro y pantalones orientales, el pelo iluminado por detrás como por el halo de un ángel."

TC Boyle
Las mujeres


“Creo que hoy en día no hay ningún tipo de escuela estética literaria en Estados Unidos. Todo el mundo escribe lo que le viene en gana, y está bien que así sea por fin. ¿Por qué habría de negarse el escritor, por adscribirse a un grupo, a utilizar todo lo que está a su alcance? Escribir es como soñar despierto.”

TC Boyle


“La evolución no progresa como parece, es algo puramente accidental. El ser humano tiene más conciencia de la que puede soportar. Por eso existe el arte, y las drogas y el alcohol. Porque necesitamos liberarnos de ese peso.”

TC Boyle


"Lo primero que hizo Itard fue ordenar que la esposa del conserje, Madame Guérin, se hiciera cargo de las necesidades del niño a fin de proporcionarle un poco de cuidado maternal y femenino. De ahí en adelante el chico tomaría sus comidas en las habitaciones de la señora, junto a Monsieur Guérin, cuya actitud, creía Itard, ablandaría con el tiempo el carácter del niño. Madame Guérin tenía poco más de cuarenta años. Era una mujer rechoncha y nada quejumbrosa, descendiente de campesinos, y que ahora, como todos los miembros de la República, era una ciudadana. Tenía el pecho y las caderas muy anchas, y llevaba su abundante y ya canoso pelo atado en un moño sobre la coronilla. Sus tres hijas vivían con su hermana en una cabaña en Chaillot, y ella las visitaba cuando podía.
Por su parte, Itard, soltero, consagrado exclusivamente a su trabajo con los sordomudos y ansioso por demostrar sus capacidades, percibió algo en el niño que los demás no atinaron a ver. En las elevadas ramas del olmo, con la ciudad extendiéndose a sus pies y las trayectorias de los pájaros entreverándose sobre los tejados, Itard extendió su mano contra el viento, murmurando suaves y persuasivas palabras, hasta que el niño la tomó. En ningún momento intentó tirar del niño ni aplicar fuerza o presión alguna. Era demasiado peligroso. Cualquier movimiento brusco podría ocasionar una caída. Simplemente lo agarró de la mano, comunicándole su calor de la manera más elemental que supo. Pasó un rato hasta que lo miró a los ojos y entonces Itard pudo ver un mundo entero allí encerrado, marginado quizás, pero un mundo, sin duda. Vio inteligencia y vio necesidad. Más aún: vio una especie de acuerdo tácito, una confianza que floreció automáticamente en la medida en que ambos sabían que nadie, ni siquiera los más ágiles de entre los sordomudos, habría seguido al Salvaje hasta el árbol. Cuando finalmente le soltó la mano y le hizo señas para que bajaran al suelo, el niño pareció comprender y lo siguió por el tronco, sincronizando con él cada movimiento de las manos y los pies. Al llegar a tierra, Itard volvió a ofrecerle la mano, y el niño se aferró a ella para ser conducido nuevamente al interior del gran edificio de piedra y, por las escaleras, hasta su cuarto, donde Itard encendió la chimenea. Ambos se arrodillaron sobre las toscas tablas del suelo durante largo rato, calentándose las manos mientras el viento azotaba la ventana y la noche caía sobre la ciudad como un hacha.
Sicard autorizó a Itard para trabajar con el niño. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si el neófito fracasaba en sus intentos de civilizar al Salvaje, si no conseguía enseñarle a hablar ni a comportarse en sociedad —y Sicard estaba seguro de que así sería— a él le traía sin cuidado. De hecho, para él significaba un alivio, pues así se libraría de la responsabilidad y si, por virtud de algún milagro, el salvaje adquiría el don del habla, aquello luciría muy bien en el conjunto de su empresa. Sicard pudo vislumbrar fugazmente al niño vestido con un traje, de pie junto a Massieu en un auditorio donde reflexionaría sobre su vida pasada, hablando de los tubérculos crudos como la nourriture des animaux et des Belges, o algo por el estilo. Pero no, algo así no ocurriría nunca. Lo mejor sería hacer recaer la culpa en otra persona. Aun así, obtuvo del gobierno un estipendio anual de quinientos francos para el cuidado y la educación del niño, y para el experimento único que solo Itard estaba en condiciones de llevar a cabo, a fin de poner a prueba las tesis propuestas por Locke y Condillac: esto es, ¿nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable? ¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas? Durante los siguientes cinco años, Itard se entregó por completo, los siete días de la semana, a intentar hallar la respuesta."

TC Boyle
El pequeño salvaje


"Me considero un escritor ecologista. Y alguien que ha asumido que somos animales y no podemos decidir nuestro destino. He ahí el tema central de todo lo que hago. Explorar una y otra vez nuestra condición animal. En cierto sentido estamos programados para que nada sea como esperamos."

T. C. Boyle


"Para ser amigo de la tierra hay que ser enemigo del hombre."

TC Boyle


“Si nada tiene sentido, ¿por qué nos empeñamos en dárselo?”

TC Boyle


“Tengo un don para la comedia absurda.”

TC Boyle






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