Dino Buzzati

"Él era el Dictador y, pocos minutos antes había finalizado en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual, la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría; por lo cual, Él era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas; Esto Por El Tributo De Honor. Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la violencia, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo nadie estaba por encima de él. Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz."

Dino Buzzati
¿Y si?


"Él se quedó esperando en el sillón de mimbre que estaba en un rincón desde el que podía observar la escalera. Desde su mostrador, allí al fondo, el conserje podía verlo. Antonio se sentía violentísimo y ridículo. A su edad, dejarse ver manejado por una chiquilla. ¡El tío! ¡Menudo si el conserje no se lo habría figurado! La clásica situación: el viejo que paga y la jovencita de vida alegre que se va a menudo con maromos. En la mirada de un camarero que pasaba le pareció adivinar la ironía.
Se oyeron unos pasos por la escalera. No, eran de hombre. Apareció un jovencito con jersey que llevaba al brazo una chaqueta de gamuza: un tipo deportivo. Tal vez uno de los pilotos que entrenaban en el circuito, un probador. ¿Sería por él —se preguntó Antonio— por lo que Laide le había prohibido subir a su habitación? Mientras Laide tomaba el café con él, Antonio, ¿estaría acaso el jovencito afeitándose en su habitación?
Antonio lo escrutó, pero pasó de largo hacia la salida sin hacer el menor caso de él, cosa que lo tranquilizó. Si el joven había estado en la habitación con ella, Laide debía de haber buscado un pretexto para bajar: acaso le hubiera dicho que había llegado su tío. En ese caso, aunque sólo hubiese sido por curiosidad, el joven habría echado un vistazo a Antonio.
Por lo demás, se trataba de una hipótesis absurda. Laide, tan preocupada por guardar las formas (preocupación ridícula, porque estaba seguro de que todos, desde el conserje hasta el último cliente del hotel, la habían catalogado como una putilla fuera de casa: ¡pues no decía que hacía de modelo para fotografías de moda! ¡Vamos, hombre!), Laide no habría dejado, seguro, que un joven pasara toda la noche con ella. Tras haber hecho el amor, lo habría despachado a su habitación.
Un arranque de rebelión interna. ¿Estaría volviéndose idiota? ¿Por qué aquel inquieto trajín de sospechas celosas? ¿Acaso era suya Laide? ¿Qué obligaciones tenía para con él? ¿Tal vez por aquellas cincuenta mil liras que le había pedido ella prestadas (para una deuda contraída por la enfermedad de su madre, que se había comprometido a pagar a plazos, uno de los cuales vencía precisamente el día siguiente) y que él había tenido mucho gusto en prestarle por la sensación de trabar con ella un vínculo privado? No, no podía honradamente pensar que aquellas cincuenta mil liras le impusieran una obligación, por vaga que fuese, de fidelidad."

Dino Buzzati
Un amor


"He regresado finalmente, tesoro, y ahora espero que me alcances. En tu última carta, que recibí hace un mes, decías, precisamente, que no podías vivir sin mí. Te creo porque mi sentir es el mismo. ¿No es como una atracción fatal, casi un castigo? En general, entre hombre y mujer sólo uno de los dos se enamora. El otro, o la otra, acepta o soporta. En nuestro caso, maravillosamente, la pasión es igual en ambos. Los dos locos, lo cual es hermoso, pero también asusta. Somos como dos hojas furiosamente empujadas la una hacia la otra por vientos opuestos. ¿Qué sucederá cuando se encuentren? Esta carta tardará 48 horas en alcanzarte. Desde hace meses, lo sé, estás lista para partir, tienes las maletas hechas, te has despedido ya de los amigos. Para llegar aquí necesitarás un par de días. Supongamos que partes el sábado. Tras cuatro días, esto es el lunes, al despuntar el alba, te espero. ¿Cómo será nuestra vida? En estos años de lejanía he meditado continuamente sobre nuestra futura existencia en común.
Pero no conseguía nunca representarme con claridad las cosas. Cada vez, para turbar el trabajo de la imaginación, irrumpía el salvaje deseo de ti. Hoy, aprovechando un insólito momento de calma, siento sin embargo la necesidad de plantearte ciertas cosas. No es que haya necesidad de persuadirte. ¡Ay de nosotros si hubiese aún, en ti o en mí, una sombra de duda! Pero, releyendo estas páginas, pienso que durante el viaje podrás medir y saborear, una vez más, lo oportuno de ti y de mi irrevocable decisión. Quisiera, por lo tanto, antes de que sea demasiado tarde, considerar nuestras respectivas cualidades y defectos, situaciones, gustos, costumbres y deseos, los cuales constituyen (¿lo has notado?) una afortunada coincidencia como pocas veces se dan. Para empezar, la posición social. Tú, maestra de francés de enseñanza media; yo, productor de vino. Yo, operador económico, como se acostumbra decir, y tú, intelectual.
Difícilmente, por suerte, podremos entendernos a fondo, siempre habrá una barrera, una cortina de separación que la buena voluntad, de una y otra parte, no podrá nunca superar."

Dino Buzzati
Carta de amor


"Siempre temerario juzgar el corazón de nuestros semejantes."

Dino Buzzati



"Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida! Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje. La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre."

Dino Buzzati
Algo había sucedido



"Sin embargo, esa misma noche el teniente Morel, que salía de su servicio de guardia, llevó a escondidas a Drogo al extremo de las murallas, para que pudiese ver. Un larguísimo corredor iluminado por escasos faroles acompañaba todo el despliegue de las murallas, de un límite a otro del desfiladero. De vez en cuando había una puerta; almacenes, talleres, cuerpos de guardia. Anduvieron unos ciento cincuenta metros hasta la entrada del tercer reducto. En el umbral había un centinela armado. Morel pidió hablar con el teniente Grotta, que mandaba la guardia. Así, a pesar del reglamento, pudieron entrar. Giovanni se encontró en un pequeño pasadizo de tránsito; en una pared, bajo una luz, había un cuadro con los nombres de los soldados de servicio. —Ven, ven por aquí —dijo Morel a Drogo—, más vale acabar pronto. Drogo lo siguió por una estrecha escalera que desembocaba al aire libre, sobre las escarpas del reducto. El teniente Morel le hizo un gesto al centinela que vigilaba aquel tramo, como para indicarle que las formalidades eran inútiles. Giovanni se encontró de repente asomado a las almenas del perímetro; ante él, inundado por la luz del ocaso, se hundía el valle, se abrían a sus ojos los secretos del septentrión. Una vaga palidez había aparecido en el rostro de Drogo, que miraba, petrificado. El centinela próximo se había detenido y un desmesurado silencio parecía haber descendido entre los halos del crepúsculo. Después Drogo preguntó, sin apartar la vista:
—¿Y detrás? ¿Qué hay detrás de aquellas rocas? ¿Todo igual, hasta el fondo? —Nunca lo he visto —respondió Morel—. Hay que ir al Reducto Nuevo, aquel de allá abajo, en la cima de aquel cono. Desde allí se ve toda la llanura de delante. Dicen...—y calló.
—Dicen... ¿Qué dicen? —preguntó Drogo, y una insólita inquietud temblaba en su voz.
—Dicen que son sólo piedras, una especie de desierto, piedras blancas, dicen, como si fuera nieve."

Dino Buzzati
El desierto de los tártaros










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