Juan Antonio Cabezas

"Mi horizonte infantil -pensé- no pasaba de un patio de luces [?]. No oí otros grillos ni otros pájaros que los cautivos en unas jaulas mezquinas [?]. Nunca tuve el espejo de un río para mirarme, ni pisé descalzo una alfombra de hierba tierna. Me faltó el paisaje. A veces me parece que tengo al aire mis raíces biológicas. Quizá por eso me atrae esta tierra de mis antepasados." 

Juan Antonio Cabezas Canteli
La montaña rebelde


"Siguieron con sus cochecitos, en silencio, hasta que lograron salir de la verbena propiamente dicha, para detenerse en la glorieta, cerca del sitio de Nicolás. No podían alejarse demasiado. Elena tenía que esperar allí a que volviese Delfina, y a Nico le habían prometido Pepe el «limpia» y la «Jíbara», empujarle el coche hasta la Corredera.
No se sabía si por la influencia romántica de los papelitos —cualquiera sabe de dónde saca algunas decisiones el ser humano— Nico y Elena hicieron aquella noche, mientras andaban con sus carritos por los aledaños de la verbena, una mutua promesa. No concretaron fecha para el acontecimiento, pero los dos estaban convencidos de que aquél, y no las paparruchas que decían los papelitos de los «pájaros sabios», podía influir en sus destinos.
Una semana después desaparecieron las últimas barracas verbeneras. Nico observó cómo la glorieta volvía a recobrar su tranquilidad y el ritmo normal de su vida. Pepe el «limpia» seguía santiguándose y diciendo «lagarto» ante la bicha de la muestra, para tener buena suerte. Aseguraba que en cuanto lo hacía le soltaban la primera propina del día. Los empleados, los tenderos y los artesanos de la calle de Fuencarral y barrios adyacentes, pasaban a sus horas y miraban siempre con la misma ansiedad la muestra del relojero don Cristóbal. La tienda de radios seguía invadiendo la glorieta de ese moderno charlatanismo de las guías comerciales. Aurelia, la de las flores, colocaba cada mañana sus jarrones en el puesto, que era una especie de escalera, y abría sobre las flores un gran quitasol de colorines, para que no se marchitasen. Pepe, el «limpia», seguía lustrando calzado por milongas, junto a los troncos de las dos acacias, una para la mañana y otra para la tarde. La «Jíbara» seguía con sus periódicos, sus novelas de García Pérez y su amor, cada vez más de folletín. El dueño de «La Conga» no se daba por vencido y, de cuando en cuando, le mandaba a la viuda de los periódicos una caña de cerveza y unas patatas fritas."

Juan Antonio Cabezas
Dos corazones con ruedas









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