Maeve Brennan

"Cierto grado de autoestima es necesario incluso en los locos."

Maeve Brennan



"Clavó la mirada en el altar y rezó sinceramente. Los cirios parpadeaban, el tañido de la campanilla se escuchó de repente y el coro retumbó a un tiempo. La misa avanzaba lentamente, como al compás de un péndulo oscilante. Los monaguillos, de todas las estaturas, hacían genuflexiones y se movían de un lado a otro ante el altar. El sacerdote abría y cerraba los brazos y su cabeza se inclinaba. Bendecía a la gente sin mirarla, sus ojos fríos muy por encima de sus cabezas. Se oían crujidos, los fieles no permanecían quietos. Escuchaban el órgano y el coro. Estaban atentos a cualquier distracción. El público era un lago agitado, levemente encrespado, y el altar en medio, una isla animada por un solo movimiento. El sermón del sacerdote parecía interminable, pero cuando hubo acabado, lo que quedaba de la misa avanzó rápidamente.
El Belén estaba en un rincón oscuro de la iglesia. Anastasia lo vio fugazmente antes de marcharse a casa. Había luz en la ventana del sótano cuando llegó. Katharine estará tomando té, pensó; se deslizó sin hacer ruido y atravesó el vestíbulo furtivamente. Sintió que la quietud de la casa se acrecentaba deliberadamente a su alrededor a medida que subía las escaleras. Cuán silenciosa era la oscuridad. Cada vuelta brindaba más oscuridad, hasta que con alivio llegó al último rellano y encendió la luz de su habitación. Parecía irreal bajo la repentina luz amarilla. Era como un escenario de teatro, abarcable a simple vista y familiar, y a un tiempo remoto y excesivamente pulcro. Anastasia echó el sombrero y el abrigo sobre la cama. Hacía mucho frío. Se frotó las manos para disiparlo y tomó asiento junto a la mesa de los regalos. Había tres para su abuela, otros tres para Katharine, y uno para la señorita Norah Kilbride, que acudiría a la cena de Navidad. Permaneció sentada, y en medio de aquel silencio le llegó el eco de todo lo que había hecho. Era la mañana de Navidad, la mañana mágica de la infancia, evocó todas las lejanas mañanas de Navidad, cuando, dormida, se volvía para palpar los paquetes amontonados al lado de la cama.
Uno de los regalos para Katharine era alargado y chato: los guantes. Otro era pequeño y cuadrado: el broche. Otro era oblongo: la colonia. No debí haber comprado tantos. Los cogió con una mano y voló escaleras abajo sin apenas respirar. En sueños es posible bajar las escaleras volando, rozando apenas los peldaños con pies de bailarina y con la mano ligera posada en el barandal. De noche el miedo agita el corazón como ahora.
Katharine estaba sentada a la mesa de la cocina, comiendo gruesas tostadas con mermelada. También ella había estado en la misa del gallo con su hermana. No se había quitado el sombrero. Se veía achatado sobre la cabeza, como un barco a toda vela. Su aseado vestido oscuro le sentaba bien. La larga misa, el incienso le habían dado un aire de mañana de domingo, y parecía estar de piadoso humor festivo. Su grueso devocionario, abultado por las numerosas estampas religiosas, recordatorios, además de oraciones copiadas a mano y embuchadas entre sus páginas, reposaba cerca del plato, junto a los guantes negros de lana."

Maeve Brennan
De visita


"El hogar es un lugar en la mente. Cuando está vacío, es basura. Se irrita con la memoria, los rostros y los lugares y los tiempos pasados. Las imágenes amadas se elevan en desobediencia y hacen un espejo del vacío."

Maeve Brennan



"El salón de delante solía estar cerrado. La señora Bagot entraba todos los días a inspeccionar y cuidar su colección de helechos, que tenía en una mesa junto a la ventana. Aquella mañana había despejado la mesa de los helechos y ahora se la veía transformada con un mantel bordeado de encaje y las piezas de porcelana blanca brillando sobre ella a la luz del fuego. El fuego hacía la estancia muy confortable. Era finales de mayo, un día bastante templado, pero la señora Bagot sabía que los sacerdotes que volvían a Irlanda desde Sudáfrica sentían vivamente la diferencia de clima, y además el obispo era muy mayor. Tenía la misma edad que habría tenido su padre; habían ido juntos a la escuela y habían crecido juntos en granjas vecinas de Wexford. El padre de la señora Bagot había muerto cuando ella tenía dos años, y ella siempre había sentido que su infancia acabó entonces, antes de empezar. Que ella recordase, su hermana mayor, sus hermanos y ella misma habían sido un poco como hombrecitos, ciudadanos de una república donde la madre era la severa, distante y controladora cabeza de familia. Se decía que la señora Kelly, la madre de la señora Bagot, nunca había superado la muerte de su marido. Era una viuda silenciosa, que nunca sonreía, y el manto de duelo que la cubría a ella y a sus niños se convirtió en el sustituto de la protección que habían perdido con la muerte del padre y, más tarde, se transformó en un símbolo de la voluntad de él. Los hijos de la señora Kelly siempre hacían lo que se les decía.
La señora Bagot quería preguntarle al obispo por su padre. Quería que alguien le contara una vez más que ella había sido su favorita. Lo había oído decir muchas veces, a su madre y a sus hermanos. Le habían contado hasta qué punto era la favorita de su padre cuando era una criatura y a medida que crecía, y se había hartado de escucharlo, pero de pronto deseaba oírlo otra vez. Esperaba que el obispo recordara que lo había sido y que se lo dijera. Pero el obispo era ya muy mayor y tal vez hubiera empezado a perder la memoria.
Había comprado un pastel glaseado para tomar con el té, porque no se fiaba de cómo podía quedarle si lo hacía ella, y había hecho pan, integral y blanco, y bollitos. Y había puesto mermelada y miel en panal. Deseó que llegara de una vez. Se estaba poniendo nerviosa esperándolo.
Lily se volvió de su vigilancia en la ventana cuando su madre y Margaret abrieron la puerta y entraron. La puerta tenía que estar cerrada por los gatos, para alejarlos de la mesa del té, pero Bennie, el viejo terrier blanco, yacía de costado en la alfombra frente a la chimenea fingiendo estar dormido, aunque con los ojos abiertos de par en par, esperando a que cortaran el pastel. Lily vio que su madre sonreía esperanzadoramente, como cuando todo salía mal y al fin se arreglaba, y que Margaret tenía la cara brillante pero calmada."

Maeve Brennan
Historias de África


"Me gusta ver estrellas de cine cuando ando por la ciudad. Me gusta reconocerlas y saber quiénes son y tener la conciencia de que allí donde esté ellas me vuelven invisible, un rostro en la multitud, otro par de ojos que miran. Nunca doy empujones, ni les pido autógrafos, ni intento cortarles un bucle, pero sí las miro. Siento que reconociéndolas me he ganado el derecho a mirarlas fijamente, y también creo que no les importa. Es distinto si uno es una estrella de cine. Una vez me confundieron con una estrella de cine. Luego, cuando el error se aclaró, me miraron fijamente por no ser una estrella de cine."

Maeve Brennan


"Todo cuanto tenemos que afrontar en el futuro es aquello que ocurrió en el pasado. Es insoportable."

Maeve Brennan





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