Mary Elizabeth Braddon

"Como mi único pensamiento era encontrarla, lo más acertado era caminar directamente hacia la calle estrecha en que recordaba haberla dejado cuarenta años antes. Pensaba que estos cuarenta años no podían haber producido más cambios que convertirla de niña en mujer, e incluso me parecía casi extraordinario que se hubiese modificado ninguna otra cosa. Hubo algo en lo que nunca pensé; y si mi corazón latía con fuerza y precipitación al llamar a la puerta de la casita en la que habíamos vivido, era de esperanza y alegría. Los cuarenta años, que habían llenado de ferrocarriles el suelo de Inglaterra, habían cambiado muy poco la antigua casa; estaba más sucia y más vieja, y se encontraba en el mismo centro de la ciudad, en lugar de estar situada en los límites del campo; pero a excepción de esto, era igualmente bonita, y esperaba ver salir a abrirme la puerta a la misma propietaria, con las mismas flores artificiales ajadas en el sombrero y las mismas viejas zapatillas destalonadas. Me sobresalté cuando no vi a la misma propietaria, aunque hubiera tenido más de cien años si aún viviera, y debería haberme preparado para tal decepción, por poco que hubiese reflexionado sobre ello, pero no lo había hecho; y cuando me abrió la puerta una joven rubia peinada hacia atrás como una china, y casi sin cejas, mi decepción fue completa. La joven llevaba en los brazos un niño de ojos negros y tan abiertos que se hubiera dicho que le habían sorprendido mucho las cosas que había visto al venir al mundo y que no se había recobrado aún de su asombro; de modo que me dije para mis adentros, tras examinar al chiquillo: «Es el hijo de mi hermana Eliza que se ha casado y vive aún en esta casa». Pero la joven no había oído nunca el apellido Prodder y pensaba que no había nadie por los alrededores con ese apellido.
Mi corazón, que palpitaba con más fuerza a cada minuto, se paró de repente al oír esta contestación y casi me desmayé; pero tuve valor para darle las gracias por su cortesía y me dirigí a la casa vecina. Hubiera podido ahorrarme este trabajo, porque hice las mismas preguntas en cada casa, a ambos lados de la calle, llamando de puerta en puerta, por lo que todo el mundo creía que era un recaudador de contribuciones. Pero nadie conocía a los Prodder, y el habitante más antiguo de la calle vivía en ella hacía apenas diez años. Estaba realmente desanimado cuando salí del vecindario, que una vez me fue tan familiar y que ahora me parecía tan extraño y desharrapado. Estaba tan convencido de encontrar a Eliza en la casa donde la había dejado que no había hecho otros planes. De modo que, en mi abatimiento, me retiré a la posada donde había dejado el saco de viaje, pedí una chuleta para cenar y me paré un largo rato con el cuchillo y el tenedor ante la mesa, pensando en lo que iba a hacer entonces. Recordé que cuando nos habíamos separado Eliza y yo cuarenta años antes, mi padre la había confiado al cuidado de la hermana de mi madre (mi pobre madre había muerto un año antes), y pensé que la última oportunidad que me quedaba era encontrar a la tía Sarah."

Mary Elizabeth Braddon
El secreto de Aurora Floyd



"La estrella de Ringwood despidió durante algún tiempo más sus últimos y débiles resplandores en la metrópoli.
Su bolsa vacía, su salud perdida, le impidieron continuar haciendo la misma vida que antes, y comprendió que no tenía más remedio que retirarse a su antiguo castillo de Compton, con una vieja y dos labradores por criados.
Aquella anciana a la que Ringwood reservaba el papel de ama de gobierno hacía muchísimos años que vivía en el abandonado castillo.
Esta buena mujer llevó una vida regalada y tranquila mientras Ringwood gastaba la suya en las tabernas y garitos de Londres, así es que experimentó una desagradable sensación cuando un día nublado y triste de octubre vio aparecer en la solitaria avenida a su joven señor.
Ringwood, que sin duda no estaba de humor para andar con cumplimientos, entró por la puerta de servicio que daba a la cocina y una vez allí, y en pie ante la enorme chimenea, dijo bruscamente a la buena anciana que había vuelto para establecerse en el castillo.
Su llegada no produjo, por otra parte, casi ningún cambio en la marcha de la casa. Se estableció en el comedor, cuyas paredes estaban cubiertas de tallada encina desde el suelo hasta el techo, en el mismo sitio en que su padre había bebido y fumado tanto, preparándose de este modo para bajar al sepulcro, sin sacudidas ni emociones violentas.
Ordenó el aburrido joven que las dos ventanas únicas que se abriesen fuesen las de su cuarto, y resolvió no hacer ninguna visita a los antiguos conocidos que tenía entre los habitantes de Compton.
Estas sencillas gentes no sabían que Ringwood había malgastado su fortuna, y creyeron que era una excentricidad del joven aquella vida tan solitaria y triste.
Millicent veía en muy raras ocasiones a su hermano, pues solo de vez en cuando, cuando se dirigía a la posada del Oso Negro, estaba este en su casa, en la que permanecía pocos minutos para hablarle de lo sucedido en la ciudad, de las granjas o de algún tema de la vida ordinaria. Le disgustaba la compañía de su hermana, y, pasado un cuarto de hora, empezaba a bostezar, besaba a Millicent en la frente y, deseándole una buena noche, se retiraba para continuar el camino hacia el Oso Negro.
Antes de retirarse a Compton convino Ringwood con Darrell en que no diría ni una palabra a Millicent acerca del encuentro o aventura de la casa de Chelsea y del miserable capitán Duke convertido en criado de un bandido.
Los habitantes de Compton, a cuyo conocimiento llegara el encuentro de Darrell con el bandido en los campos y el de la señora Duke con el fantasma en el muelle de Marley, sostenían que el capitán de El Buitre tenía una doble existencia que le permitía manifestarse cuando quería a sus próximos parientes y que su aparición era una señal de desgracia o de pena para el mismo George Duke.
Añadían muy ufanos que en otros tiempos se había oído hablar de apariciones, y en ellas creían, a pesar de lo que decía el pastor, pues existían fantasmas a los cuales no bastaba todo el latín del anciano para hacerles volver al mar Rojo.
De este modo transcurrieron tranquilamente los años sin que ocurriese ningún cambio en el castillo, en la posada o en la tranquila casita en que Millicent pasaba sus días solitarios.
Durante los dos primeros años que siguieron a la llegada de Ringwood al castillo se creyó generalmente que el joven señor de Markham contraería matrimonio.
En los alrededores se consideraba al castillo y los dominios a él anejos uno de los señoríos más fértiles, y hubo alguna que otra hija de rico arrendador que se adornó con sus mejores galas pensando conquistar a Ringwood.
El corazón de este era, sin embargo, una de esas inexpugnables fortalezas difíciles de asaltar, pues que en ella tenía su asiento, ocupándolo casi todo, un egoísmo feroz, y su linfático temperamento no admitía ningún placer sencillo.
Al ver que con el cambio de vida su fortuna mejoraba, se apoderó de su fría y egoísta naturaleza un sentimiento muy semejante a la avaricia."

Mary Elizabeth Braddon
Darrell Markham


"No puedes dejarme ahora —suplicó Edgar—, solo por un sueño o una visión, o lo que es más probable, por tu propio cerebro agotado jugándote una mala pasada. No te habías recuperado de la primera impresión y, después, la muerte de la querida Mary te ha atormentado de nuevo. Créeme, son solo imaginaciones tuyas. ¿Y qué puede haberle pasado a Ruth desde las diez de la mañana de ayer? No podré superar este terrible día sin ti. Te ruego e imploro que al menos te quedes hasta mañana, cuando estaré agradecido de poder cabalgar contigo y quedarme en vuestra casa por un tiempo.
Hugh insistió en su deseo de partir a su hogar al momento, pero Edgar suplicó y lloró de esa espantosa manera en la que los hombres vierten lágrimas, que no tuvo más remedio que ceder. El día pasó con celeridad entre el ir y venir a la iglesia, y el consolar y confortar a su hermano durante la difícil ceremonia; al atardecer, ambos se encontraron de nuevo sentados frente al fuego del comedor. Hugh había acudido a su habitación varias veces durante el día; cada vez atisbaba el espejo entre escalofríos de terror pero no vio el rostro de nuevo. Estaba empezando a pensar que, una vez hubiera pasado la noche y se encontrara sobre su caballo de camino a casa, podría permitirse reír de aquella superstición y aquellas tonterías, cuando un profundo y peculiar gemido hizo que ambos hermanos miraran hacia arriba y escucharan con atención. Justo cuando Edgar iba a hablar, el gemido creció y creció, hasta que sonó como si un tremendo viento barriera la habitación. Hugh se levantó sobresaltado y, en aquel preciso momento, la puerta de la habitación se abrió con violencia y una delgada figura gris se deslizó de manera espantosa en el interior de la estancia hasta llegar en silencio al lado de la chimenea. La puerta se cerró de nuevo con suavidad, y Hugh y Edgar se agarraron las manos en un agónico apretón. Mientras avanzaban lentamente hacia la figura, el neblinoso velo que la envolvía se disolvió poco a poco y, con un mutuo estremecimiento de terror, ambos reconocieron a Ruth Monroe.
El viento y el gemido se desvanecieron y un pavoroso silencio llenó la habitación, que se sentía repentinamente húmeda y fría, como si el velo de niebla se hubiera fundido con el ambiente. Ruth no se movió ni apartó la mirada de los ojos de su marido, los cuales contemplaba de la misma manera implorante que en las otras ocasiones. La voz de Edgar tembló al dirigirse a ella, pero la llamó por su nombre y suplicó que les hablara. Al oír el sonido de su voz, la figura levantó una mano y movió los labios tal y como el rostro del espejo había hecho. Palabras inconexas y mudas parecieron permear la habitación pero de una manera tan tenue que ninguno de los hermanos pudo distinguirlas, y cuando Hugh se abalanzó hacia delante para asir la extendida mano, la figura se desvaneció lentamente sin dejar rastro de su extraordinaria visita."

Mary Elizabeth Braddon
El rostro en el espejo


"Mi intelecto está un poco en el lado equivocado de esa estrecha línea divisoria entre la cordura y la locura."

Mary Elizabeth Braddon


"Seguro que una mujer bonita nunca se ve más bonita que cuando prepara el té."

Mary Elizabeth Braddon




No hay comentarios: