Narciso y Goldmundo

Poseía esa simplicidad que es sabiduría…
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 4
 
 
El abad y el novicio soportaban, cada cual, a su modo, el destino de los elegidos, y también dominaban y sufrían cada cual a su modo. Sentían ambos mayor afinidad y atracción entre sí que respecto a todos los demás moradores del convento; y sin embargo ni solían reunirse a solas ni podían acostumbrarse a su mutua compañía. El abad trataba al joven con la mayor solicitud, con la mayor consideración; cuidábalo como a un hermano excepcional, frágil, quizá maduro antes de tiempo, quizás en peligro. El joven recibía todos los mandatos, consejos y alabanzas del abad con irreprochable actitud; jamás contradecía, jamás se malhumoraba; y si era exacto el juicio del abad de que no tenía más defecto que el orgullo, ese defecto sabía ocultarlo a maravilla. Nada podía decirse de él: era perfecto y superior a todos. Empero, fuera de los eruditos, tenía pocos amigos verdaderos; su distinción lo envolvía como en un aire helado.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 4
 
 
No son siempre los deseos los que determinan el destino y la misión de un hombre, sino otra cosa, algo predeterminado.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 6
 
 
—Perdonad, padre; no sé, en forma cabal, lo que deseo. Sin duda que siempre me proporcionarán gozo las ciencias; no podría ser de otro modo. Pero no creo que sean las ciencias, en el futuro, mi único campo de actividad. No son siempre los deseos los que determinan el destino y la misión.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 5
 
 
No son siempre los deseos los que determinan el destino y la misión de un hombre, sino otra cosa, algo predeterminado.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 6
 
 
¿Por ventura has experimentado en casos concretos ese don tuyo de conocer a los hombres y sus destinos?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 6
 
 
Los pensamientos de Narciso se ocupaban de él mucho más de lo que el mozuelo presumía. Anhelaba trabar amistad con aquel joven hermoso, despejado, placiente; adivinaba en él su polo opuesto y su complemento, quisiera atraérselo, dirigirlo, instruirlo, elevarlo y conducirlo a plena floración. Pero se retraía. Y ello por varios motivos, casi todos conscientes. Impedíaselo, singularmente, la repugnancia que le inspiraban los maestros y monjes, no escasos en número, que se enamoraban de Discípulos y novicios. Con harta frecuencia había él mismo sentido sobre sí la mirada codiciosa de hombres de edad y con harta frecuencia también había respondido a sus amabilidades y zalamerías con un mudo rechazamiento. Ahora los comprendía mejor. Veía cuan seductor sería amar al hermoso Goldmundo, provocar su risa encantadora, acariciar con tierna mano su cabello rubio. Pero jamás lo haría, nunca jamás.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 16
 
 
La evasión a hurtadillas y la marcha nocturna por el bosque, eso sí era hermoso; era algo nuevo, emocionante, misterioso y, ello no obstante, sin peligro. Cierto que estaba prohibido; pero la violación de esa prohibición no agobiaba demasiado la conciencia.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 20
 
 
«¡Nunca más!», decía imperativamente su voluntad. «¡Vuelve mañana!», imploraba sollozando el corazón.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 22
 
 
¿Es que no sabes que uno de los más cortos caminos para una vida de santidad puede ser una vida de libertinaje?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 29
 
 
—¡Ah, cállate! —profirió Goldmundo con expresión de disgusto—. Quise decir que no era esa pequeña desobediencia lo que me causaba remordimiento. Era otra cosa. Era la muchacha. ¡Era una sensación que no acierto a describirte! La sensación de que, si cedía a aquella seducción, si solamente tendía la mano para tocar a la joven, nunca más podría retroceder; y de que entonces el pecado, como un abismo infernal, me tragaría y no me soltaría ya. Y de que concluirían todos los sueños hermosos, toda virtud, todo amor a Dios y al bien.
 
Narciso asintió con la cabeza, caviloso.
 
—El amor a Dios —dijo pausadamente, escogiendo las palabras— no siempre se identifica con el amor del bien. ¡Ah, si eso fuera tan sencillo! Lo bueno, según sabemos, se contiene en los mandamientos. Mas debes saber que Dios no está tan sólo en los mandamientos, que ellos no son sino una mínima parte de Él. Puedes observar los mandamientos y estar, sin embargo, muy lejos de Dios.
 
—¿Acaso no me comprendes? —se dolió Goldmundo.
 
—Sí, te comprendo. Tú ves en la mujer, en el sexo, la esencia de lo que llamas «mundo» y «pecado». En cuanto a los otros pecados, te parece, o bien que no eres capaz de cometerlos, o que, si los cometieras, no te abrumarían porque los confesarías y te verías libre de ellos. ¡Sólo ese otro pecado no!
 
—Es verdad. Eso es exactamente lo que siento.
 
—Ya ves que te comprendo. Y, a decir verdad, no te equivocas mucho; la historia de Eva y la serpiente no es una simple fábula ociosa. Con todo, no tienes razón, amigo mío. La tendrías si fueses el abad Daniel o tu patrón bautismal, San Crisóstomo, si fueses obispo o sacerdote, o incluso un humilde y sencillo fraile. Pero nada de eso eres. Tú eres un escolar, y aunque deseas quedarte para siempre en el claustro, o aunque tu padre tenga tal deseo para ti, todavía no has hecho voto alguno ni recibido ninguna orden. Si hoy o mañana te vieses seducido por una linda joven, y sucumbieras a la tentación, no habrías faltado a ningún juramento ni quebrantado ningún voto.
 
—¡Ningún voto escrito! —exclamó Goldmundo muy excitado—. Pero sí un voto no escrito, el más sacrosanto, que llevo dentro de mí. ¿No te das cuenta que lo que puede valer para otros no es válido para mí? Tampoco tú has sido ordenado, ni has hecho votos, y sin embargo jamás te permitirías tocar a una mujer. ¿O es que me engaño? ¿No eres tú así? ¿No eres tal como yo te creo? ¿No has prestado ya en tu corazón el juramento que aún no prestaste con palabras y ante los superiores, y no te sientes obligado por él para siempre? ¿Acaso no eres como yo?
 
—No, Goldmundo, no soy como tú, no soy como crees. Es verdad que también yo guardo un voto no pronunciado, en eso tienes razón. Pero en modo alguno soy igual a ti. Voy a decirte hoy algo de lo que un día te acordarás. Nuestra amistad no tiene otro objetivo ni sentido que mostrarte cuan totalmente distinto eres de mí.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 29
 
 
 
Esas cavilaciones no le absorbían, sin embargo, días enteros. No era Goldmundo capaz de prolongadas meditaciones. Otras cosas había que hacer a lo largo del día. Iba con frecuencia junto al hermano portero; se sentía muy bien a su lado. Una y otra vez pedía, y con maña lograba, que le dejaran montar durante una o dos horas el caballo Careto; además era muy querido entre los que moraban alrededor del monasterio, especialmente en casa del molinero con cuyo criado iba, a menudo, a acechar las nutrias, o bien hacía tortas de fina harina flor que Goldmundo distinguía de las otras especies de harina con los ojos cerrados, sólo por el olor. Aunque pasaba mucho tiempo con Narciso, le quedaban todavía algunas horas para entregarse a sus viejos hábitos y placeres.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 33
 
 
No era Goldmundo capaz de prolongadas meditaciones. Otras cosas había que hacer a lo largo del día. Iba con frecuencia junto al hermano portero; se sentía muy bien a su lado. Una y otra vez pedía, y con maña lograba, que le dejaran montar durante una o dos horas el caballo Careto; además era muy querido entre los que moraban alrededor del monasterio, especialmente en casa del molinero con cuyo criado iba, a menudo, a acechar las nutrias, o bien hacía tortas de fina harina flor que Goldmundo distinguía de las otras especies de harina con los ojos cerrados, sólo por el olor. Aunque pasaba mucho tiempo con Narciso, le quedaban todavía algunas horas para entregarse a sus viejos hábitos y placeres. Los oficios divinos le resultaban también, en su mayor parte, un placer: gustábale cantar en el coro de los escolares, gustábale rezar un rosario ante algún altar favorito y escuchar el hermoso y solemne latín de la misa, y, entre nubes de humo, ver resplandecer el oro de los objetos del culto y de los ornamentos y contemplar en las columnas las tranquilas y graves imágenes de los santos, los Evangelistas con sus animales simbólicos y Santiago con sombrero y zurrón de peregrino. Sentíase atraído por estas imágenes y se complacía en pensar que aquellas figuras de piedra y de madera mantenían una misteriosa relación con su persona, tal vez como inmortales y omniscientes padrinos, protectores y guías de su vida. Asimismo advertía en sí un amor y un secreto y dulce vínculo con las columnas y capiteles de puertas y ventanas y con los adornos de los altares, con aquellos astrágalos y molduras tan bellamente labrados, con aquellas flores y aquellas hojas lozanas que prorrumpían de la piedra de las columnas y formaban ondulaciones y pliegues expresivos y enternecedores. Aparecíasele como un misterio maravilloso y profundo el que, al lado de la naturaleza, con sus plantas y animales, existiese esta otra naturaleza muda, hecha por el hombre, estos hombres, animales y plantas de piedra y de madera. No era raro que se pasara alguno de sus momentos libres copiando aquellas figuras, cabezas de animales y manojos de hojas, y, a veces, intentaba también dibujar flores, caballos y rostros de la realidad. Y le agradaban sobremanera los cánticos eclesiásticos, especialmente las canciones marianas. Placíanle el ritmo severo y firme de estos cantos, sus imploraciones y alabanzas, repetidas una y otra vez. Podía seguir con recogimiento su devoto sentido, o bien, olvidándose del sentido, gozar de la majestuosa cadencia de aquellos versos y dejar henchirse el alma de ellos, de aquellas notas prolongadas y graves, de aquellas vocales llenas, de las piadosas repeticiones. En el fondo de su corazón no le atraía la ciencia, no le atraían la gramática ni la lógica, aunque también ellas tenían su belleza; le agradaba más el mundo de imágenes y sonidos de la liturgia.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 33
 
 
Lo que el amigo le había referido sobre su origen y su patria no suscitó imagen alguna. Aparecía en sus relatos un padre envuelto en sombras, impreciso pero venerado, y, luego, el recuerdo de una madre desaparecida o muerta que no era sino un pálido nombre. Poco a poco, Narciso, diestro en leer en las almas, llegó a descubrir que su amigo pertenecía a ese tipo de hombres en que se ha borrado una parte de su vida, que, bajo el peso de alguna desgracia o hechizo, debieron resignarse a olvidar una porción de su pasado. Comprendía que, en este caso, el mero preguntar y aconsejar no valía de nada; y comprendía también que había confiado con exceso en el poder de la razón y que había hablado mucho en vano.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 35
 
 
 
En aquella sazón hablaron de astrología, que en el convento no se cultivaba y estaba prohibida, y Narciso dijo que la astrología era una tentativa para introducir orden y sistema en la considerable diversidad de tipos de hombres, destinos y vocaciones.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 36
 
 
En aquella sazón hablaron de astrología, que en el convento no se cultivaba y estaba prohibida, y Narciso dijo que la astrología era una tentativa para introducir orden y sistema en la considerable diversidad de tipos de hombres, destinos y vocaciones. En este punto intervino Goldmundo:
 
—Tú siempre estás hablando de diferencias, en tal manera que, poco a poco, he llegado a la conclusión de que esa es tu más peculiar característica. Cuando hablas de la gran diferencia que, por ejemplo, hay entre tú y yo, tengo la impresión de que la diferencia existe únicamente en tu extraña manía de buscar diferencias.
 
Narciso:
 
—Acabas de dar en el clavo. La verdad es que para ti las diferencias no tienen mayor importancia, en tanto que a mí me parecen lo único importante. Soy, por mi misma esencia, un erudito, mi vocación es la ciencia. Y la ciencia, para citar tus propias palabras, no es otra cosa sino la manía de buscar diferencias. No pudiera definirse mejor su esencia. Para nosotros, los hombres de ciencia, nada hay más importante que establecer distinciones; la ciencia es el arte de la diferenciación. Así, por ejemplo, conocer a un individuo es descubrir en él aquellas notas que lo distinguen de los demás.
 
Goldmundo:
 
—Perfectamente. El uno calza zuecos y es labriego, y el otro lleva en la cabeza una corona y es rey. Esas son, evidentemente, diferencias. Pero hasta los niños las advierten sin necesidad de ciencia.
 
Narciso:
 
—Mas si el labriego y el rey llevan iguales vestidos, el niño ya no acierta a distinguirlos.
 
Goldmundo:
 
—Y la ciencia tampoco.
 
Narciso:
 
—Quizá sí. No es más sagaz que el niño, conforme, pero tiene más paciencia; no se atiene exclusivamente a las señales más externas y groseras.
 
Goldmundo:
 
—Eso lo hace también todo niño inteligente. Descubrirá al rey por la mirada o el porte. En fin, para decirlo con pocas palabras: Vosotros los eruditos sois unos orgullosos y siempre nos tenéis por tontos a los demás. Se puede ser muy inteligente sin necesidad de ciencia alguna.
 
Narciso:
 
—Me alegra que empieces a verlo. Y pronto verás también que no me refiero a la inteligencia cuando hablo de la diferencia que existe entre tú y yo. Yo no digo: tú eres más inteligente o más tonto, mejor o peor. Digo tan sólo que eres distinto.
 
Goldmundo:
 
—Eso es fácil de entender. Pero tú no hablas solamente de diferencias de los rasgos externos sino a menudo también de diferencias del destino, de la vocación. ¿Por qué, por ejemplo, habría de ser tu vocación distinta de la mía? Como yo, eres cristiano, estás decidido a seguir la vida del claustro y eres hijo del buen Padre que está en los cielos. Tenemos el mismo fin: la dicha eterna. Nuestra vocación es la misma: retornar a Dios.
 
Narciso:
 
—Muy bien. En el tratado de dogmática un hombre es, evidentemente, igual a otro, pero en la vida no. Pienso en el discípulo amado del Salvador, en cuyo pecho reclinaba la cabeza, y en aquel otro discípulo que lo traicionó. ¿No tenían ambos la misma vocación?
 
Goldmundo:
 
—¡Eres un sofista, Narciso! Por ese camino no podremos acercarnos.
 
Narciso:
 
—No podremos acercarnos por ningún camino.
 
Goldmundo:
 
—¡No digas eso!
 
Narciso:
 
—Te lo digo absolutamente en serio. Nuestra tarea no consiste en aproximarnos, como no se juntan el sol y la luna, ni el mar y la tierra. Nosotros, caro amigo, somos el sol y la luna, el mar y la tierra. Nuestro objetivo no es el cambiarnos uno en otro sino el conocernos mutuamente y acostumbrarnos a ver y venerar cada cual en el otro lo que él es, la pareja y el complemento.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 36
 
 
—Escucha —le dijo—. Nada más que en una cosa te aventajo: yo estoy despierto mientras que tú lo estás tan sólo a medias y, a veces, duermes por completo. Llamo despierto a aquel que, con la razón y la conciencia, se conoce a sí mismo y conoce sus más íntimas fuerzas, impulsos y flaquezas irracionales, y sabe contar con ellas.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 40
 
 
—Superior… yo a ti —balbuceó Goldmundo, sólo por decir algo. Parecía que se hubiese quedado entumecido. —Así es —prosiguió Narciso—. Las naturalezas de tu tipo, los que tienen sentidos fuertes y finos, los iluminados, los soñadores, poetas, amantes, son, casi siempre, superiores a nosotros, los hombres de cabeza. Vuestra raíz es maternal. Vivís de modo pleno, poseéis la fuerza del amor y de la intuición. Nosotros, los hombres de intelecto, aunque a menudo parecemos conduciros y regiros, no vivimos plenamente sino de modo seco y descarnado. Es vuestra la plenitud de la vida, el jugo de los frutos, el jardín del amor, la maravillosa región del arte. Vuestra patria es la tierra y la nuestra la idea. El peligro que os acecha es el de ahogaros en el mundo sensual; a nosotros nos amenaza el de asfixiarnos en un recinto sin aire. Tú eres artista y yo pensador. Tú duermes en el regazo de la madre y yo velo en el desierto. Para mí brilla el sol y para ti la luna y las estrellas; tú sueñas con muchachas y yo con mancebos…
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 40
 
 
—Escucha, pequeño Goldmundo. De mi objetivo forma también parte lo siguiente: Aunque fuese yo maestro o abad, confesor o cualquier otra cosa, nunca quisiera verme en situación de no poder acercarme a un individuo de recia, valiosa y singular personalidad, y comprenderlo, y explorarlo, y alentarlo. Y yo te digo que ora lleguemos a ser esto o lo otro y debamos pasar por tales o cuales cosas, en el momento que me llames en serio y creas necesitar de mí, jamás me encontrarás inaccesible. Jamás.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 61
 
 
… pero si su conciencia sentíase a veces intranquila y agobiada, no se debía al adulterio y al deleite carnal. Era por otra cosa, que no acertaba a señalar por su nombre. Era el sentimiento de una culpa que no había cometido, sino que había ya traído consigo a este mundo.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 4
 
 
¿Dónde estaría ahora Elisa, con su cabello negro y tirante y sus leves suspiros? ¿Le habría pegado su marido? ¿Pensaría aún en él? ¿Habría encontrado un nuevo amante, como él había hoy encontrado otra mujer? ¡Con qué rapidez pasó todo aquello, de qué singular modo surgía la dicha por doquiera, cuan hermoso y ardiente había sido y cuan pasmosamente fugaz! Era pecado, era adulterio; muy poco antes hubiese preferido dejarse matar a cometer aquel pecado. Y ahora era ya la segunda mujer que esperaba y tenía la conciencia serena y tranquila. Es decir, tranquila quizá no; pero si su conciencia sentíase a veces intranquila y agobiada, no se debía al adulterio y al deleite carnal. Era por otra cosa, que no acertaba a señalar por su nombre. Era el sentimiento de una culpa que no había cometido sino que había ya traído consigo a este mundo. ¿Trataríase, acaso, de lo que en teología se llamaba pecado original? Bien pudiera ser. La vida, evidentemente, llevaba en sí una especie de culpa… ¿por qué, si no, un hombre tan puro y tan sabio como Narciso había de someterse a ejercicios de penitencia como un condenado? ¿O por qué tenía él mismo, Goldmundo, que notar en el fondo de su alma esa sensación de culpabilidad? ¿Por ventura no era feliz? ¿No era joven y sano, no era libre como los pájaros que vuelan por el aire? ¿No le amaban las mujeres? ¿No era hermoso sentir que, como amante, podía dar a la mujer el mismo hondo placer que él experimentaba? ¿Por qué, pues, no era feliz del todo? ¿Por qué en su dicha moza, como en la virtud y sapiencia de Narciso, penetraba a las veces ese extraño dolor, esa mansa angustia, esa lamentación por lo pasado? ¿Por qué tan a menudo se veía sumido en meditaciones, en cavilaciones, a pesar de saber que no era un pensador? De todos modos, era hermoso vivir. Cogió de entre la hierba una florecilia violeta, acercó a ella los ojos, miró dentro del pequeño y angosto cáliz por el que corrían unas venillas y en el que vivían unos órganos minúsculos, finos como cabellos; allí, como en el seno de una mujer o en el cerebro de un pensador, bullía la vida, vibraba el afán. ¿Por qué no sabíamos absolutamente nada? ¿Por qué no era posible hablar con esta flor? ¡Pero si ni siquiera podían dos hombres hablar realmente entre sí, pues para ello se precisaba de un azar feliz, de una singular amistad y disposición! No, era una suerte que el amor no precisase de palabras; de otro modo, estaría lleno de equivocaciones y disparates. Ah, recordaba los ojos de Elisa, entreabiertos, como vidriosos en la plenitud del goce, mostrando tan sólo una rajilla blanca entre los párpados trémulos… ¡Ni con millares de palabras eruditas o poéticas fuera dable expresarlo! Nada, ah, nada cabía expresar, ni imaginar… ¡y sin embargo uno sentía en los adentros, reiteradamente, la apremiante necesidad de hablar, el eterno impulso de pensar! Observaba las hojillas de la pequeña planta y reparaba en la manera bella y notablemente inteligente corno estaban dispuestas en torno al tallo. Hermosos eran los versos de Virgilio y a él le placían en extremo; pero Virgilio tenía muchos versos que, en punto a pureza y sabiduría, hermosura y sentido, no valían ni la mitad de lo que aquella ordenación en espiral de las menudas hojillas subiendo por el tallo. ¡Qué placer, qué dicha, qué tarea encantadora, noble, trascendental sería para un hombre el crear una de estas flores! Pero nadie era capaz de tal empeño, ni héroe ni emperador, ni papa ni santo.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 89
 
 
Llegó ella con un pañuelo de lino anudado por las puntas en el que venía envuelto un gran pedazo de pan y una tajada de tocino. Luego de desatar el envoltorio, colocó su contenido delante del joven.
 
—Para ti —dijo—. ¡Come!
 
—Después —profirió él—; no tengo hambre de pan sino de ti. ¡Muéstrame las cosas bellas que me has traído!
 
Muchas cosas bellas le había traído en efecto: fuertes labios sedientos, fuertes dientes fulgurantes, fuertes brazos bermejos del sol; pero bajo el cuello, y más adentro, era blanca y tierna. Dijo pocas palabras, pero en lo hondo de la garganta cantaba un son dulce y cautivador; y al percibir el contacto de las manos del joven, manos delicadas, cariñosas, sensitivas, como jamás había gustado, su piel se estremeció y de su garganta empezó a salir un manso murmullo como el ronronear de una gata. Conocía pocos juegos amorosos, menos que Elisa, pero tenía una fuerza prodigiosa y apretaba como si quisiese quebrarle el cogote a su amante. Su amor era infantil e impetuoso, sencillo y, pese a su brío, pudoroso; Goldmundo fue muy feliz con ella.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 92
 
 
Goldmundo a todo accedía, era insaciable, dúctil como un niño, manteníase abierto a toda seducción: únicamente por esto era él mismo tan seductor. Su hermosura sola no hubiese bastado para llevarle con tanta facilidad las mujeres; era aquella infantilidad, aquel mantenerse abierto, aquella curiosa inocencia del deseo, aquel estar dispuesto sin reserva a conceder todo lo que una mujer quisiera pedirle. Sin advertirlo, era con cada amante suya cabalmente lo que ella deseaba y soñaba, con unas tierno y expectante, con otras rápido y audaz, a veces ingenuo como un doncel que se inicia, a veces refinado y avezado. Estaba pronto lo mismo a jugar que a pelear, a suspirar como a reír, a mostrarse pudoroso o desvergonzado; no hacía a una mujer nada que ella no apeteciera, nada que ella no sacara de él. Esto era lo que toda mujer de sutiles, sagaces sentidos rastreaba inmediatamente en él, lo que lo convertía en su favorito.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 92
 
 
No se cansaba de aprender de las mujeres. Las que más le atraían eran las muchachas, las más jóvenes, las que aún no tenían marido y no sabían nada; de éstas podía enamorarse apasionadamente; pero, por lo general, las muchachas, adorables, tímidas y bien guardadas, eran inasequibles. Sin embargo, también le agradaba aprender de las mujeres de más edad. Cada una le dejó algo, un ademán, una cierta clase de beso, un juego singular, una especial manera de darse y resistirse. Goldmundo a todo accedía, era insaciable, dúctil como un niño, manteníase abierto a toda seducción: únicamente por esto era él mismo tan seductor. Su hermosura sola no hubiese bastado para llevarle con tanta facilidad las mujeres; era aquella infantilidad, aquel mantenerse abierto, aquella curiosa inocencia del deseo, aquel estar dispuesto sin reserva a conceder todo lo que una mujer quisiera pedirle. Sin advertirlo, era con cada amante suya cabalmente lo que ella deseaba y soñaba, con unas tierno y expectante, con otras rápido y audaz, a veces ingenuo como un doncel que se inicia, a veces refinado y avezado. Estaba pronto lo mismo a jugar que a pelear, a suspirar como a reír, a mostrarse pudoroso o desvergonzado; no hacía a una mujer nada que ella no apeteciera, nada que ella no sacara de él. Esto era lo que toda mujer de sutiles, sagaces sentidos rastreaba inmediatamente en él, lo que lo convertía en su favorito. Pero él aprendía. No sólo aprendió en corto tiempo muchas suertes y artes de amor y asimiló las experiencias de muchas amantes, sino que también aprendió a ver, sentir, palpar y oler a las mujeres en toda su variedad; afinósele el oído para toda clase de voces y aprendió a adivinar en muchas, de modo infalible, por el acento, su tipo y el volumen de su capacidad de amor; observaba con embeleso siempre nuevo las variadísimas maneras de asentarse una cabeza en un cuello o de arrancar una frente del nacimiento del pelo, o de moverse una rodilla. Aprendió a diferenciar en la oscuridad unas de otras, con los ojos cerrados, con dedos suavemente inquiridores, las diversas clases de cabello femenino, las distintas clases de piel y vello. Desde temprano empezó a pensar que quizá radicaba en esto el sentido de su peregrinación, que tal vez se veía llevado de una mujer a otra a fin de adquirir y ejercitar en forma cada vez más aguda, más varia y más honda aquella facultad de conocer y distinguir. Tal vez fuera su vocación llegar a conocer las mujeres y el amor en numerosas especies y variedades hasta la perfección, al modo de esos músicos que no saben sólo tocar un instrumento sino tres, cuatro, muchos. A decir verdad, ignoraba para qué podía servir eso, a donde conducía; advertía únicamente que se encontraba en el camino. Aunque no era negado para el latín y la lógica, no poseía, ciertamente, en ese terreno dotes singulares, sorprendentes, raras; en cambio las poseía para el amor, para el juego con las mujeres: aquí aprendía sin trabajo, aquí no olvidaba nada, aquí se acumulaban y ordenaban las experiencias por sí mismas.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 92
 
 
¡Y qué lejos quedaba todo aquello, desde qué lontananzas centelleaba ya! ¡Con tanta premura se había marchitado lo que aun ayer florecía!
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 104
 
 
—Tú eres muy gallardo y tienes un aire alegre. Pero en el fondo de tus ojos no hay alegría, sino pura tristeza; como si tus ojos supieran que no existe la dicha y que todo lo bello y amado es efímero. Tienes los más hermosos ojos que puede haber, y también los más tristes. Creo que ello se debe a que eres un hombre sin hogar. Viniste a mí de los bosques y un día volverás a partir, y dormirás de nuevo en el musgo y reanudarás tu vida errante… Pero; ¿dónde está mi hogar? Cuando te vayas, seguiré teniendo un padre y una hermana, un aposento y una ventana donde pueda sentarme a pensar en ti; pero hogar ya no lo tendré.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 105
 
 
Tornaba el hielo a descender flotando por los ríos, tornaba a oler a violetas bajo el follaje podrido, tornaba a correr Goldmundo a través de los colores de las estaciones, a beber con ojos insaciables los bosques, los montes y las nubes, a errar de alquería en alquería, de aldea en aldea, de mujer en mujer, a sentarse, en algunas noches frescas, angustiado y con dolor en el corazón, al pie de una ventana en que había luz y en cuyo rojo resplandor percibía, dulce e inasequible, todo lo que en el mundo podía haber de dicha, de amor a la tierra natal, de paz. Todo retornaba y retornaba, lo que él creía ya conocer tan bien, todo retornaba y, no obstante, era cada vez otra cosa: el largo vagar por campos y prados o por los caminos empedrados, el dormir en el bosque estival, el andar despacioso por las aldeas tras de los grupos de mozas que volvían, enlazadas de las manos, de remover el heno o de recoger lúpulo, el primer aguacero del otoño, las primeras, malignas heladas… todo retornaba, una vez, dos veces, la colorida cinta corría inacabablemente ante sus ojos.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 132
 
 
—¿Y por qué crees que tienes que ser imaginero? ¿Lo has intentado ya alguna vez, tienes algunos dibujos?
 
—Muchos hice pero los he perdido. Puedo, en cambio, explicaros por qué quiero aprender este arte. He cavilado mucho y he visto muchos rostros y muchas figuras y reflexionado sobre ellos; y algunos de los pensamientos que tuve me han acosado sin tregua y me han privado de sosiego. Me ha llamado grandemente la atención el hecho de que en toda figura siempre se repita una forma determinada, una línea determinada, de que una frente se corresponda con la rodilla, un hombro con la cadera, y de que todo eso se identifique, en el fondo, con el ser y el alma del hombre al que pertenecen la rodilla, el hombro y la frente. Y también me ha chocado, y ello lo descubrí cierta noche que hube de dar ayuda en un parto, que el dolor extremo y el deleite extremo tengan una expresión muy semejante.
 
El maestro miró al extraño con ojos penetrantes.
 
—¿Sabes lo que estás diciendo?
 
—Sí, maestro, es así. Y eso fue cabalmente lo que, con indecible alegría y turbación, hallé expresado en vuestra Virgen; y por eso he venido. ¡Ah!, en aquel rostro bello y dulce hay un inmenso sufrimiento, mas, a la vez, todo ese dolor aparece como transformado en pura dicha y sonrisa. Al ver esto, se encendió en mí como un fuego, creía ver confirmados todos los pensamientos y sueños de tantos años y que, de pronto, habían dejado de ser cosa vana, y supe en seguida lo que debía hacer y adónde debía ir. Querido maestro Nicolao: de todo corazón os pido que me dejéis aprender con vos.
 
Nicolao había escuchado atentamente aunque sin que su rostro adoptara un aire más amable.
 
—Joven —le dijo—, hablas sobre el arte de modo tan acertado que asombra; y también me sorprende que a tus años sepas tanto del placer y el dolor. Mucho me agradaría conversar contigo una noche sobre estas cosas junto a un vaso de vino.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 139
 
 
Decíase que tal vez la raíz de todo arte y quizá también de todo espíritu fuera el temor de la muerte. La tememos, nos horroriza la transitoriedad, vemos con tristeza cómo las flores se mustian y las hojas caen una y otra vez, y en el propio corazón sentimos la certidumbre de que también nosotros somos transitorios y de que no tardaremos en marchitarnos. Y si como artistas creamos imágenes o como pensadores buscamos leyes y formulamos pensamientos, únicamente lo hacemos para salvar algo de la gran danza de la muerte, para asentar algo que dure más que nosotros.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 144
 
 
No era Goldmundo uno de esos infortunados artistas que reúnen grandes condiciones pero que no encuentran los medios adecuados para expresarse. Existen, en efecto, hombres de tal jaez, capaces de sentir en manera profunda e intensa la hermosura del mundo y que albergan en su alma altas y nobles imágenes, pero que no aciertan con el camino para soltar de sí esas imágenes y para exteriorizarlas y comunicarlas para deleite de los demás. Goldmundo no sufría esta limitación. Resultábale tan fácil y placentero ejercitar las manos y aprender las prácticas mañas de la artesanía como aprender a tocar el laúd, cosa que hacía al terminar el trabajo con algunos compañeros, o bailar los domingos en las aldeas.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 147
 
 
¿Valdría acaso la pena dedicar toda la vida al servicio del arte, a expensas de la libertad y de las grandes aventuras, únicamente para crear un día algo tan hermoso que no fuese sólo vivido y contemplado y concebido en amor sino, además, labrado con segura maestría? Trascendental cuestión.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 162
 
 
 
Goldmundo tenía el ánimo embargado por estas reflexiones. No comprendía cómo era posible que lo que significaba el máximo de determinación y forma pudiera actuar sobre el alma en manera semejante a lo impreciso e informe. Sin embargo, aquellas meditaciones le hicieron ver claro, al menos, por qué tantas obras de arte irreprochables y bien ejecutadas no le placían nada y, a pesar de poseer cierta belleza, le resultaban aburridas y casi odiosas. Los talleres, las iglesias y los palacios estaban llenos de esas desagradables obras de arte y él mismo había trabajado en algunas de ellas. Eran tan tremendamente decepcionantes porque despertaban el anhelo de lo supremo y no lo satisfacían, porque les faltaba lo principal: el misterio. El misterio era lo que el sueño y la obra artística suprema tenían de común.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 169
 
 
—Maestro —le suplicó Goldmundo—, creedme, no quiero mortificaros. Os acabo de comunicar mi decisión. No la cambiaré. Tengo que partir, tengo que viajar, tengo que retornar a la libertad.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 175
 
 
Los hombres sin hogar pasan su vida infantil y valiente, miserable y fuerte, sin someterse a nadie, dependientes tan sólo del tiempo y las estaciones, sin objetivo alguno ante sus ojos, sin techo alguno sobre su cabeza, sin poseer nada y expuestos a todos los azares. Son los hijos de Adán, el expulsado del Paraíso, y hermanos de los animales inocentes. Hora tras hora, reciben de la mano del cielo lo que él les envía: sol, lluvia, niebla, nieve, calor y frío, bienestar y penurias; para ellos no existe el tiempo ni la historia ni el afán, ni ese extraño ídolo del desarrollo y del progreso en el que creen tan desesperadamente los que tienen casa. Un vagabundo puede ser delicado o tosco, hábil o torpe, valiente o medroso, pero, en el fondo, es siempre un niño, vive constantemente en el primer día, antes del comienzo de la historia del mundo, y se guía por unos pocos, sencillos impulsos y necesidades. Puede ser inteligente o corto de alcances, puede tener un alma zahorí que acierte a descubrir cuan quebradiza y pasajera es toda vida y en qué manera pobre y angustiosa lleva todo ser vivo su miajilla de sangre cálida a través del hielo del universo; o bien puede reducirse a obedecer infantil y ávidamente los mandatos de su pobre estómago; en todo caso, será siempre antagonista y enemigo mortal del hombre acomodado y sedentario, que le odia, desprecia y teme porque no quiere que se le recuerde la fugacidad de todo ser, el continuo declinar de toda vida, la muerte implacable y fría que llena el mundo en torno nuestro.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 177
 
 
Toda vida se enriquece y florece con la división y la oposición. ¿Qué serían la razón y la mesura sin la experiencia de la embriaguez, qué sería el placer de los sentidos si no estuviera tras ellos la muerte, y qué sería el amor sin la eterna enemistad mortal de los sexos?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 178
 
 
He visto sufrir y perecer a muchos inocentes, y a muchos malvados nadar en la abundancia y darse buena vida. ¿Es que nos has olvidado y abandonado, que te has desentendido por entero de tu creación, que quieres dejarnos hundir a todos en la ruina?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 209
 
 
Retornó lentamente al malecón y volvió a sentarse en el acostumbrado lugar, sobre el río. El sol se había puesto, del agua subía frío, la piedra en que se sentaba estaba también fría. La calleja que bordeaba el río se hallaba tranquila, en los pilares del puente murmuraba la corriente, fosco aparecía el fondo, no centelleaba ya ningún fulgor de oro. ¡Ah si ahora saltase por encima del muro y desapareciera en el río! El mundo volvía a estar lleno de muerte. Pasó una hora, y el crepúsculo se convirtió en noche cerrada. Al fin, pudo llorar. Sentado allí lloraba; sobre las manos y las rodillas le caían las lágrimas cálidas. Lloró por el maestro muerto, por la perdida belleza de Isabel, por Lena, por Roberto, por la muchacha judía, por su marchita, desperdiciada juventud.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 214
 
 
¡Era realmente indignante la manera como la vida se mofaba de uno, era cosa para reír y de llorar! O bien se vivía, dando rienda suelta a los sentidos, hartándose en los pechos de la Madre Eva, y en tal caso, se conocían intensos placeres pero no se estaba protegido contra la caducidad: uno era entonces como un hongo del bosque, que hoy luce bellos colores y mañana está podrido; o bien uno se defendía y se encerraba en un taller y trataba de levantar un monumento a la vida huidiza, y entonces había que renunciar a la vida y uno era un mero instrumento, y aunque estaba al servicio de lo perduradero, se resecaba y perdía la libertad, la plenitud y el gozo de la vida. Tal le había acaecido al maestro Nicolao.
 
¡Ah, y, sin embargo, la vida sólo tenía un sentido si cabía alcanzar ambas cosas a la vez, si no se veía escindida por esa tajante oposición! ¡Crear sin tener que pagar por ello el precio del vivir! ¡Vivir sin tener que renunciar a la nobleza del crear! ¿Por ventura no era posible?
 
¿Quizás había hombres a los que era dado realizar tal cosa? ¿Quizás había maridos y padres de familia en quienes la fidelidad no hacía perder el placer de los sentidos? ¿Quizás había sedentarios a los que la ausencia de libertad y peligros no resecaba el corazón? Quizá. Pero aún no había visto a ninguno.
 
Antojábasele que toda existencia se asentaba en la dualidad, en los contrastes; se era mujer u hombre, vagabundo o burgués, razonable o emotivo; en ninguna parte era posible, a la vez, inspirar y espirar, ser hombre y mujer, gozar de libertad y de orden, guiarse por el instinto y por el espíritu; siempre había que pagar lo uno con la pérdida de lo otro y siempre era tan importante y apetecible lo uno como lo otro. En esto tal vez nos llevasen ventaja las mujeres. La naturaleza las había hecho de tal suerte que en ellas el placer daba por sí mismo su fruto y de la dicha amorosa venía el hijo. En el hombre, en lugar de esa sencilla fertilidad se hallaba el eterno anhelo. ¿Acaso Dios, que así lo había creado todo, era malo o enemigo, y se burlaba despiadadamente de su propia creación? No, no podía ser malo pues había creado los corzos y los ciervos, los peces y las aves, las flores, las estaciones. Mas esa grieta atravesaba de parte a parte toda su creación, ya porque ésta fuese fallida e imperfecta, ya porque Dios persiguiese con esa laguna y anhelo de la humana existencia determinados propósitos, ya porque debiera verse en ello la simiente del demonio, el pecado original. Pero ¿por qué ese anhelo e insuficiencia habían de ser pecado? ¿No nacía de ahí todo lo hermoso y santo que el hombre había creado y que devolvía a Dios como agradecida ofrenda?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 227
 
 
El mundo entero se había transformado y la repentina descarga de su sobrehumana tensión amenazaba ahogarlo; temblaba, una sensación de mareo le hacía sentir la cabeza como una vejiga vacía, el estómago se le contrajo. Tras los ojos notaba una quemazón, que era como un sollozo incipiente. Todo su ser ansiaba deshacerse en lágrimas y sollozos, caer en desmayo. Pero de las profundidades de sus recuerdos juveniles, que la visión de Narciso había evocado, surgió una amonestación. Cierta vez, siendo muchacho, había llorado y había perdido la serenidad ante aquel rostro hermoso y severo, ante aquellos ojos oscuros y omnisapientes. No debía volver a hacerlo. En el más extraño trance de su vida, tornaba a aparecer, como un espectro, aquel Narciso sin duda para salvarle la vida; ¿e iba él a romper de nuevo en sollozos o a desmayarse? En modo alguno. Se contuvo. Sofrenó su corazón, dominó a su estómago, ahuyentó el mareo de su cabeza. No debía mostrar ahora el menor indicio de flojedad.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 240
 
 
—¿Te acuerdas aún de mi caballo Careto que estaba en la cuadra del convento? —preguntó Goldmundo.
—Claro que sí. No lo encontrarás ya; sin duda tampoco te lo esperabas. Hará unos siete u ocho años que hubo que darle muerte.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 243
 
 
—Y ahora yo me pregunto —concluyó vehemente—, ¿qué mundo es este en el que tenemos que vivir? ¿No es realmente un infierno? ¿No es algo indignante y abominable?
—En efecto. Así es el mundo.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 246
 
 
Siempre he considerado al Creador como un ser perfecto, mas nunca a la creación.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 246
 
 
Por estar tan lleno el mundo de muerte y horror es por lo que busco constantemente consolar mi corazón y coger las bellas flores que crecen en medio de este infierno. Encuentro el placer y, por un instante, olvido el horror. Pero eso no quiere decir que no esté allí.
 
—Lo has formulado de un modo perfecto. Tú te ves, pues, rodeado, en este mundo, de muerte y espanto, y, para huir de ellos, te acoges al placer. Pero el placer es efímero y vuelve a dejarte en medio del desierto.
 
—En efecto, así es.
 
—Eso le acontece a los más de los hombres, aunque sólo unos pocos lo sienten con la fuerza y la vehemencia que tú, y pocos son, también, los que tienen necesidad de darse cuenta de esas sensaciones.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 248
 
 
Pero dime, ¿qué fue lo que el arte te trajo y significó para ti?
 
—El vencimiento de la caducidad. Advertí que, de este carnaval y esta danza de la muerte, que es la vida humana, quedaba y pervivía algo, a saber, las obras de arte. También ellas desaparecen alguna vez, se queman, se deterioran o las destrozan. Pero siempre sobreviven a varias vidas humanas y forman, más allá del momento actual, un reino sereno de imágenes y cosas santas. Y el colaborar en eso se me antoja bueno y consolador porque es casi perpetuar lo transitorio.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 248
 
 
El verdadero modelo de una buena obra de arte no es nunca una forma real y viviente, aunque ésta pueda ser su motivo. El modelo auténtico no es de carne y sangre sino espiritual. Es una imagen que mora en el alma del artista.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 249
 
 
¡Cuan destrozada e infructuosa aparecía su vida pasada, rica en espléndidas imágenes, ciertamente, pero rota en tantos pedazos, tan poco valiosa, tan pobre en amor! En la mañana siguiente, al reanudar la marcha, alzó la mirada hacia las ventanas por si lograba ver a Julia otra vez. De modo semejante había paseado los ojos a su alrededor poco antes, en el patio del palacio episcopal, esperando que Inés se le mostrara una vez más. No había venido, y Julia tampoco apareció. Así, se le antojaba, había sido toda su vida: despedida, huida, olvido, esperar con las manos vacías y el corazón aterido.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 253
 
 
 
Pero lo que más le emocionaba era oír el tañido de la esquila del colegio y ver, en el rato de recreo, a los escolares encaminarse al patio, escaleras abajo, con gran algazara. ¡Qué jóvenes, qué ingenuas, qué lindas las caras de aquellos muchachuelos!… ¿Había sido él realmente, alguna vez, tan joven, tan desmañado, tan lindo y tan infantil?
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 254
 
 
—Sin duda recordarás, pues ya te lo dije alguna vez en nuestros años escolares, que yo te tengo por un artista. En aquellos tiempos, creía que pudieras llegar a ser un poeta; en el leer y el escribir revelabas cierta aversión a lo conceptual y abstracto, y en el lenguaje gustabas sobre todo de las palabras y sonidos que encerraban cualidades sensuales y poéticas, es decir, de las palabras con las que uno puede representarse algo.
 
—Perdóname —interrumpió aquí Goldmundo—, pero ¿acaso los conceptos y las abstracciones, que tú prefieres, no son también representaciones, imágenes? ¿O es que para pensar precisas y gustas realmente de las palabras con las que uno no puede representarse nada?
 
—Mucho me agrada que hagas preguntas —dijo Narciso; y prosiguió—: No hay duda que es posible pensar sin representaciones. El pensar nada tiene que ver con las representaciones. No se piensa mediante imágenes sino con conceptos y fórmulas. Y, justamente, allí donde terminan las imágenes empieza la filosofía. Sobre esto, precisamente, hemos discutido a menudo en nuestra mocedad: para ti el mundo está formado de imágenes, para mí de conceptos. Decíate entonces que no tenías madera de pensador, y también te decía que eso no suponía una mengua porque, en cambio, dominas en el reino de las imágenes. Voy a explicártelo. Si en vez de correr mundo te hubieses hecho un pensador, habrías podido causar mucho daño. Hubieses sido un místico. Los místicos, para decirlo en forma breve y un tanto burda, son aquellos pensadores que no pueden emanciparse de las representaciones, por cuya razón no son, en realidad, pensadores. Son artistas encubiertos: poetas sin versos, pintores sin pinceles, músicos sin notas. Hay entre ellos espíritus nobles y bien dotados, pero todos, sin excepción, son desgraciados. Tal hubieses podido ser tú. Y, en vez de eso, te has hecho, por suerte, artista, y has dominado el mundo de las imágenes, en el que puedes ser creador y señor, en vez de verte atascado y paralizado, como pensador, en lo insuficiente.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 256
 
 
—Creo haberte comprendido en buena parte. Pero, ¿qué quiere decir eso de «realizarse»?
 
—Es un concepto filosófico y no puedo expresarlo de otro modo. Para nosotros, discípulos de Aristóteles y de Santo Tomás, el más elevado de todos los conceptos es el ser perfecto. El ser perfecto es Dios. Todo lo demás que existe es sólo parcial, limitado, cambiante, mezclado, está formado de posibilidades. En cambio, Dios no es mezclado sino uno, no hay en Él posibilidades porque es total y entera realidad. Nosotros somos transitorios, cambiantes, somos posibilidades, para nosotros no existe la perfección, no somos seres completos. Sin embargo, cuando pasamos de la potencia al acto, de la posibilidad a la realización, participamos en el verdadero ser, nos hacemos un poco más semejantes a lo perfecto y divino. A esto es a lo que se llama «realizarse». Tú debes ya conocer este proceso por propia experiencia. Eres artista y has esculpido varias figuras. Cuando una de esas figuras te ha salido verdaderamente bien, cuando has librado a la efigie de un hombre de todo lo accidental, convirtiéndolo en una forma pura… entonces has realizado, como artista, esa imagen humana.
 
—Lo he comprendido.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 257
 
 
Una vez, le dijo pensativo:
 
—Muchas cosas aprendo de ti, Goldmundo. Estoy empezando a comprender lo que es el arte. Antes me parecía que, en comparación con el pensar y la ciencia, no había que tomarlo enteramente en serio. Mi punto de vista era, sobre poco más o menos, el siguiente: Puesto que el hombre es una mezcla incierta de materia y espíritu, puesto que el espíritu le abre el conocimiento de lo eterno mientras que la materia tira de él hacia abajo y lo encadena a lo perecedero, debe esforzarse por huir de los sentidos hacia lo espiritual a fin de elevar su vida y darle un sentido. Es verdad que yo pretendía, por costumbre, tener en gran estima al arte, mas, en realidad, me mostraba altivo y lo desdeñaba. Ahora veo con claridad, por vez primera, que hay muchos caminos para el conocimiento y que el del espíritu no es el único y acaso no sea el mejor. Es mi camino, ciertamente, y en él me mantendré. Pero veo que tú, por el camino opuesto, por el de los sentidos, llegas a captar con igual hondura que los más de los pensadores el misterio del ser y a expresarlo de un modo más vivo.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 268
 
 
Nuestro pensar es un constante abstraer, un apartar la mirada de lo sensorial, un intento de edificar un mundo puramente espiritual. En cambio, tú pones todo tu interés en lo mudable y mortal y descubres el sentido del mundo en lo perecedero. No alejas la mirada de lo perecedero, te le entregas, y, con tu entrega, se eleva hasta igualarse a lo eterno. Nosotros, los pensadores, tratamos de acercarnos a Dios separándolo del mundo. Tú te acercas a él amando su creación y volviéndola a crear. Las dos cosas son obra humana e insuficiente, pero el arte es más inocente.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 269
 
 
Hace tiempo que no envidio ya tu ciencia, amigo mío, pero, en cambio, sí envidio tu serenidad, tu tranquilidad, tu paz.
 
—No debes envidiarme, Goldmundo. No existe la paz que tú imaginas. Cierto que existe la paz, pero no una paz que more en nosotros permanentemente y que jamás nos abandone. Sólo existe una paz por la que hay que luchar sin desmayo y cada día. Tú no me ves combatir, tú ignoras mis luchas en el estudio y el oratorio. Y está bien que las ignores. Únicamente ves que estoy menos sujeto que tú a los cambios de humor y crees que eso es paz. Y en realidad es lucha, lucha y sacrificio como toda vida verdadera, como la tuya también.
 
—No disputemos sobre esto. Tampoco tú ves todas mis luchas. Y no sé si podrás comprender la angustia que me asalta al pensar que en breve estará concluida esta obra. Se la llevarán y la colocarán en su lugar y me dirán algunas alabanzas, y luego yo retornaré a un taller desnudo y vacío, y lo que me dará más pesadumbre será lo que no he conseguido realizar en mi obra y que vosotros no podéis ver, y entonces me sentiré en mis adentros tan vacío y despojado como el taller.
 
—Quizá sea así —dijo Narciso—; ninguno de los dos puede entender al otro por entero. Pero es común a todos los hombres de buena voluntad el que, a la postre, nos sintamos avergonzados de nuestras obras y el que tengamos que empezar de nuevo, una y otra vez, y repetir el sacrificio.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 269
 
 
Pero Goldmundo no sólo le había traído riqueza. También lo había vuelto más pobre, más pobre y más débil, y era indudable que había hecho bien en no descubrirse a él. El mundo en que vivía y tenía su hogar, su mundo, su vida conventual, su cargo, su saber, su construcción intelectual, tan bellamente articulada, habíanse visto a menudo fuertemente sacudidos y puestos en tela de juicio por obra del amigo. No había la menor duda: desde el punto de vista del convento, de la razón y la moral, su propia vida era mejor, era más recta, sólida, ordenada y ejemplar; era una vida de orden y de servicio severo, un permanente sacrificio, un constante esfuerzo hacia la claridad y la justicia; era mucho más pura y mejor que la vida de un artista, vagabundo y seductor de mujeres. Pero contempladas las cosas desde lo alto, desde el punto de vista de Dios… el orden y la disciplina de una vida ejemplar, la renuncia al mundo y a la sensualidad, el apartarse de la suciedad y de la sangre, el consagrarse retraídamente a la filosofía y a la piedad, ¿eran en verdad de más valor que la vida de Goldmundo.? ¿Había sido creado realmente el hombre para llevar una vida reglamentada cuyos momentos y quehaceres fuesen determinados a toque de campana? ¿Había sido creado para estudiar a Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, para aprender griego, para mortificar su carne y huir del mundo? ¿No lo había hecho Dios con sentidos e instintos, con sangrientas tenebrosidades, con capacidad para pecar, para gozar, para desesperarse? En torno a estas cuestiones giraban los pensamientos del abad cuando recordaba a su amigo.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 275
 
 
Y tal vez el llevar una vida como la de Goldmundo no fuera tan sólo más inocente y más humano, sino que también, a la postre, fuera más valiente y más grande abandonarse a la violenta confusión y al torbellino, cometer pecados y cargar con sus amargas consecuencias, en vez de llevar una vida pura apartado del mundo, con las manos limpias, y construirse un hermoso jardín intelectual lleno de armonía y pasearse sin pecado entre sus resguardados macizos. Era quizá más difícil, esforzado y noble errar por los bosques y los caminos con los zapatos destrozados, sufrir sol y lluvia, hambre y miseria, jugar con los goces de los sentidos y pagarlos con dolores.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 276
 
 
Cuanto más tardaba en retornar Goldmundo tanto más claro veía Narciso lo que había sido para él.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 277
 
 
—Goldmundo —le susurró el amigo al oído—, perdona que no hubiera podido decírtelo antes. Debiera habértelo dicho cuando te visité en la prisión del palacio del obispo o cuando contemplé tus primeras esculturas o en cualquier otra ocasión. Permíteme que hoy te diga cuan grande es el amor que por ti siento, cuánto has sido tú siempre para mí y cuánto has enriquecido mi vida. Todo esto no significará gran cosa para ti. Estás acostumbrado al amor, no es para ti una rareza, muchas mujeres te han amado y mimado. Pero mi caso es muy distinto. Mi vida ha sido pobre en amor, me ha faltado lo mejor. Nuestro abad Daniel me dijo una vez que me tenía por altanero y acaso tuviera razón. Yo no soy injusto hacia los hombres, antes, por el contrario, me esfuerzo en ser con ellos justo y paciente; pero jamás los he amado. De dos eruditos del convento tengo más afición al más culto; quizá nunca profesé afecto a un hombre de pocas letras. Si, con todo, sé lo que es amor, por ti lo sé. A ti pude amarte, a ti sólo entre todos los hombres. Tú no puedes figurarte lo que eso significa. Es como una fuente en el desierto, como una flor en la maleza. Únicamente a ti debo el que mi corazón no se haya marchitado, que en mis adentros quede aún un rinconcillo donde pueda entrar la gracia.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 283
 
 
Tengo la esperanza de que la muerte será una inmensa dicha, una dicha tan grande como el primer abrazo amoroso.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 285
 
 
—¿Cómo podrás morirte un día, Narciso, si no tienes Madre? Sin Madre no es posible amar. Sin Madre no es posible morir.
 
Hermann Hesse
Narciso y Goldmundo, página 288
 
 


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