Luis de Castresana

"Ahora sé que toda la vida debe de ser una siembra de amor, siembra de amor a Dios y siembra de amor a sus criaturas."

Luis de Castresana


Amor, eternidad

Estaban apoyados en la barandilla mirando la ría. Una ligera neblina se enredaba en lo alto de las grúas, que se alzaban como extraños árboles metálicos en la otra orilla. Se habían encendido unas luces en el barco anclado junto a los muelles de Iribitarte.

Sonaba, en alguna parte, un acordeón. Hacía frío.

-¿Recuerdas? -preguntó él.

Y ella dijo, apenas sin mover los labios:

-Sí

Se miraron a los ojos sin sonreírse, sintiéndose muy juntos, muy el uno del otro, muy dos en uno. Continuaban inmóviles, comunicándose sin palabras y sin gestos, mirando las aguas sucias de la ría, en donde rielaba la luz de las bombillas de los muelles.

-¿Tienes frío, mi vida?

Y ella movió la cabeza diciendo que no, y cogió entre las suyas las manos de él y reclinó la cabeza sobre su hombro.

Se veían más de medio siglo atrás, allí, en aquel mismo lugar. Había sido una noche cálida, con una gran luna navegando sin prisas en el cielo alto y limpio y azul. Las estrellas brillaban como pequeñas velas y parpadeaban, hablándose en morse luminoso.

La villa estaba en fiestas y ardía en el jubilo de su «Semana Grande». Hasta el Campo de Volantín llegaba la música del quiosco del Arenal, diluida, grata, como si fuera un olor hecho sonido. Y allí, de súbito, él la había besado y le había pedido que fuera su esposa. Y ella había dicho que sí sin hablar, moviendo la cabeza y procurando no llorar. Pero lloró.

Habían anclado muchos barcos en la ría desde entonces y el cielo se había empurpurado miles de veces en el claro de los altos hornos. Lunas y lunas habían surcado el alto mar de las nubes. Tres hijos y una hija les habían nacido. Tenían nietos y esperaban el nacimiento del primer bisnieto.

Pero allí, en aquel momento, en aquel atardecer frío de finales de otoño, ellos vivían cincuenta y tantos años atrás.

Aún sentía él la boca de ella y sus mejillas, húmedas de lágrimas felices. La veía muy joven, con el vestido blanco y azul, y con el collar de cuentas blancas que brillaban como chispas.

-¿Me quieres?

-Sí -había dicho ella-. Más que a nada.

-¿De verdad, Rosita? ¿De verdad,cariño?

-Sí.

Todavía habían estado unos minutos más en el Campo de Volantín antes de regresar despacio al Arenal, caminando en silencio, por primera vez cogidos del brazo ante las miradas de todos. Los padres de ella estaban junto al quiosco, oyendo el concierto nocturno y esperando el momento en que se iniciaran los fuegos artificiales.

Y cuando estuvieron de nuevo ante ellos, serios, un poco tímidos, sin soltarse del brazo, ella había dicho simplemente:

-Nos vamos a casar.

Se sentaron todos juntos, oyendo la música, mirándose; y luego él les había acompañado hasta casa.

Nada más regresar del viaje de novios, al inaugurar su casa, él había hecho copiar sobre un pergamino, en hermosas letras como de códice miniado, las bíblicas palabras que Ruth dirigió a Noemí:

No me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque donde quiera que tú fueres, iré yo; y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios, mi Dios. Donde tú murieres, moriré yo, y allí tendré mi sepultura.

Enmarcaron el pergamino y lo colgaron en la alcoba matrimonial, bajo el crucifijo. Les había dado vergüenza ponerlo en el comedor y que lo vieran los parientes y amigos que iban a visitarles.

Hacía ya una eternidad de todo esto.

Permanecían ahora inmóviles apoyados en la barandilla, callados, y un gran trozo de vida se amansaba en el fondo de sus recuerdos. Se miraban quietamente, felices, como seres que han alcanzado la plenitud.

Vieron pasar un entierro y se miraron, en silencio, ojos adentro.

-Cuarenta y cinco años tendría ahora Carlitos -musitó ella, de pronto.

-Sí –asintió él.

Pensaron sin dolor en el hijo muerto, recordando el momento en que supieron que estaba muerto, el momento en que ella había dicho: «Está muerto, Pedro, está muerto». Y él no lo había creído, se había negado a creerlo. Y la vida había seguido, y habían venido otros hijos, y habían visto florecer su sangre y su amor en los hijos de sus hijos. Y todo había comenzado allí, en el Campo de Volantín, en una noche de verano de hacía mucho, mucho tiempo.
Se acurrucaron suavemente el uno junto al otro. Él tembló y ahogó un golpe de tos. Ella le subió el cuello del abrigo.

-Hace frío –dijo-. Otra vez se te ha olvidado ponerte la bufanda.

-Sí –dijo él.

Y de repente le asomaron lágrimas a los ojos.

-¿Por qué? –preguntó ella dulcemente.

Y él dijo:

-Tanto tiempo, tantas cosas… Si no llego a encontrarte, ¿qué hubiera sido de mí?

Ella suspiró; le apretó una mano y se quedó mirándola con expresión meditativa.

-Se va haciendo de noche, mi vida -dijo al cabo de un rato-. ¿Vamos?

-Sí -musitó él.

Y echaron a andar lentamente hacia el Arenal, como aquella noche.

Luis de Castresana



"Ana le contemplaba con angustiada expectación, preguntándose qué vendría tras aquel inesperado prolegómeno. ¿Acaso... acaso iba a hablarle de su boda, de la conveniencia de que contrajese matrimonio? ¿Tal vez doña Engracia y su marido habían ido a visitarle y...? El pensamiento casi la hizo tambalear.
Contuvo la respiración, procurando no agitarse.
—Llevo ya varios días pensando en todo esto —prosiguió don Santiago—. Supongo que a ninguna mujer le gusta quedarse para vestir santos. Sé que no eres feliz conmigo. No, no me interrumpas. Al fin y al cabo, a tu edad, es lógico que esta vida de soledad te resulte monótona. En cuanto a mí, soy viejo y mi salud empeora. Nada consigue aliviar el frío que se me mete muy adentro en los huesos.
Calló un instante y añadió:
—Sé que me queda poco tiempo de vida. Ana hubiera querido tener valor para consolarle, para ponerle cariñosamente una mano en el hombro y decirle que no pensase en la muerte, que cumpliendo las indicaciones del licenciado Egaña y procurando no irritarse constantemente, tal vez pudiera recobrar poco a poco su salud. Y ahora, con la venida del buen tiempo, con el sol radiante que todo lo iluminaba y calentaba...
Pero no hizo ni dijo nada.
Continuó inmóvil y ruborizada, notando cómo el corazón le saltaba en el pecho. «Doña Engracia y su marido le han hablado. Le han convencido. Sabe lo de Martín. No se opone», pensó confusamente. Y suspiró en silencio: «¡Dios mío, Dios mío!»
Don Santiago se inclinó levemente para acariciar la cabeza del perro.
—Supongo que ya has comprendido lo que quiero decirte. Vas a casarte, Ana.
—Sí, padre.
Tuvo deseos de ir hacia él, de sentarse a sus pies, junto al perro (ya no tenía miedo del animal, ya no tenía miedo de nada ni de nadie) y coger las manos de don Santiago y acariciárselas y calentárselas entre las suyas jóvenes y cálidas.
—Quiero que la torre siga unida a mi apellido —continuó diciendo don Santiago —. Quiero que siempre more entre estos muros un varón de mi sangre. Mi hermano vendrá mañana por la tarde y entonces decidiremos y concretaremos los detalles. Creo que su hijo Eloy estará de acuerdo. En ti y en él se unirán nuestras fortunas y nuestra sangre; el señor de la torre será un miembro de la familia. Al parecer, en estos casos es necesaria una dispensa a causa del parentesco, pero no creo que el asunto ofrezca mayor dificultad.
Don Santiago continuó hablando, pero Ana ya no le oía."

Luis de Castresana y Rodríguez
Retrato de una bruja


"Creo que he escrito y que he vivido demasiado deprisa."

Luis de Castresana


"Cualquier cosa, la cosa más mínima que haga un ser humano, tiene una repercusión incalculable."

Luis de Castresana
Adiós



"Miraban la calle, o la lluvia, o escuchaban cómo soplaba el viento, y todos pensaban en otra calle y en otra lluvia y en otro viento; una calle que ellos habían visto en Baracaldo, en Bilbao, en Pedernales, en Sestao o en Lequeitio; una lluvia que había caído un día que parecía muy lejano, un día en que salían de la escuela con sus amigos o en que iban a misa o de compras con su madre; un viento que había soplado allá en sus aldeas o en sus pueblos, cuando el aire se llevaba las boinas y zarandeaba los arbustos y hacía caer alguna teja y casi quitaba los paraguas de las manos. Con frecuencia un chico lloraba, o suspiraba, o permanecía inmóvil y callado, y los demás no le preguntaban qué le pasaba, porque lo sabían: pensaba en otra tarde como aquélla; en aceras y calles y casas como aquéllas, al mismo tiempo iguales y completamente diferentes; en hombres y mujeres y niños que eran como los que pasaban por la calle de al lado o por la Chaussée d'Alsemberg, pero que al mismo tiempo no eran los mismos y vivían en circunstancias que nada tenían que ver con las de Bruselas. Santi, de pie ante la ventana, miraba el hospital y veía el portal de su casa, la Plaza de los Fueros, la biblioteca municipal, el kiosco, Lasesarre en tarde de fútbol y los hombres que iban en grupo de taberna en taberna a chiquitear; Javier Aguirre Albizu jugaba de nuevo a la trompa y a las canicas en la calle Fica, donde vivía, y en Iturribide; Fermín Martínez caminaba por la calle Tendería e iba a comprar caramelos a Santiaguito; Aurelia estaba otra vez en el Arenal, un domingo por la mañana, con su padre, comiendo barquillos y oyendo el concierto de la Banda Municipal; Menchu, que bailaba muy bien las danzas vascas y cantaba y bailaba la jota de maravilla, se veía a sí misma bailando, con otras niñas del colegio, en la plaza de Orduña; Eugenio estaba bañándose en Las Arenas o sacando la entrada en el cine de cerca del transbordador para ver una película de Charlot; Manolín estaba en la escuela con don Segundo, jugando a la mano en los soportales de la iglesia o cogiendo caracoles en las tapias del cementerio; Fermín Careaga estaba estudiando en casa mientras a su lado, sobre un gran tablero de madera, su padre, que era delineante, copiaba planos con tinta china en papel cebolla o en papel seda... Parecía que todos los españoles estaban allí, en el «Fleury», viendo el mismo paisaje, oyendo caer la misma lluvia y dejando resbalar su mirada por el mismo pavimento húmedo en el que los faros de un auto ponían reflejos de sangre; pero era mentira, porque todos estaban en otro sitio y veían otras calles y estaban con otras gentes y oían otras voces y se mojaban con otras lluvias."

Luis de Castresana
El otro árbol de Guernica


No quiero nada, no ambiciono
nada (sólo un poco de paz). Camino
sin rumbo fijo. Voy
no sé adónde. Pongo
mi vida
en manos del destino.
Lo que haya de ser
será...

Luis de Castresana


"Nunca más la política enfrentase en las trincheras a hermanos contra hermanos."

Luis de Castresana


Soy un superviviente de mí mismo,
cansado (y casi avergonzado)
de no estar muerto ya.
¡Por Dios, Luis, la obsesión te era tan clara que lo anhelabas ya!
Lo que ha de ser
será.

Luis de Castresana


"Yo amaba a Bilbao como un árbol ama a su tierra, como un pájaro ama y necesita sus alas."

Luis de Castresana











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