Óscar Castro

"Desde que echó hacia atrás las ropas de la cama para levantarse, sintió Lina en su pecho la hostil y nebulosa presencia del tiempo que se le escapaba. Había soñado cosas tétricas que no podía recordar, pero que le dejaron jirones de niebla en su conciencia... Una niebla espesa bajo la cual ocultábase tal vez la boca tétrica de un abismo.
Sus pies buscaron a tientas las pantuflas, hasta sentir en la planta su contacto sedoso y familiar. Permaneció sentada un momento, desperezándose, prolongando la diaria indecisión que la embargaba antes de dirigirse al baño. El peinador resbaló suavemente a lo largo de sus brazos y se apegó a sus muslos en una especie de fría caricia. Sentía esa mañana vibrar su feminidad como una cuerda bien templada. Su cuerpo era firme, elástico, de dura tibieza. Evadida del sueño y de sus escondidos terrores, sentía la impresión de ser un caracol marino recién sacado del agua tempestuosa. Abrió la ventana que miraba al huerto vecino, y hubiese querido librar sus dos pechos a la caricia del viento poderoso. Era una de esas jóvenes mañanas de primavera en que revuelan pétalos y de despeinan árboles. Un cielo fresco, de porcelana humedecida, brillaba encima del mundo. Un bello día para andar por los bosques, para recorrer los caminos rurales, tensos todos los músculos, sobre un caballo de remos nerviosos.
Lina miraba todo esto, sintiéndolo, pero sin poder incorporarlo al ritmo de su sangre. Las cosas permanecían fuera de ella, inaccesibles y hermosas como esas cumbres espejeantes de nieve que no se podrán escalar jamás.
Atravesó el pasillo con andar decidido, y un instante después cundió por toda la casa el fresco del rumor del agua que castigaba su carne. Elsa estaba todavía durmiendo, pero este ruido claro y familiar atravesaba su sueño como una música de tonos cambiantes. Era una invitación del nuevo día para que todos vinieran a contemplar su alegre belleza."

Óscar Castro Zúñiga
Lina y su sombra


Niña del alba

Iba camino al mercado,
con un gallo en cada brazo.
Entre los pechos maduros
le andaba un olor a campo.
Sobre nidales tan dulces
los gallos iban soñando:
plumones de suaves plumas
en plumones de alabastro.
Con lento andar, casi sueño,
la niña va caminando.
Lejanas, mugen las vacas
por sus bíblicos establos.
Un alba de leche fría
junto a la niña se vuelca,
soñando.

La ruta cambió su polvo
por calles de duro asfalto.
Siente la niña en sus pies
el beso frío y delgado.
Esquinas de cuatro puntas,
en el alba derivando,
dormían en río gris
un sueño de viejos barcos.

Sola en la calle la niña,
con un gallo en cada brazo,
fríos sus desnudos pies,
caliente el seno y las manos.
De pronto, un canto a lo lejos,
casi el recuerdo de un canto:
un canto que iba pulsando
maravillosos teclados,
que en el espacio estallaba
como un cohete de nardos
y que cada vez más cerca
iba estrechando sus aros,
hasta inundar la ciudad,
flameando por los tejados
en banderolas alegres
y en espirales gallardos. 

El canto llegó a la niña
y el canto llamó a los gallos,
que sacudieron las crestas
y él cuello enhiesto enarcaron.
Como una isla de música,
la niña entre los dos gallos.
Como una rama llevada
por la corriente del canto.
Como un trompo melodioso
que al mundo fuera entregando
pregones de primavera
y amanecer de manzanos.

Y no despertó a los hombres
la niña que entre sus brazos
—gavilla de melodía—
llevaba el alba y los gallos.

Óscar Castro Zúñiga











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