Paolo Cognetti

“Ahora somos más de extremos, o hay tecnología o hay lobos.”

Paolo Cognetti


"Al final llegó la medianoche. Los policías volvieron a hacer de polis y nos escoltaron dos manzanas hasta Times Square. Las megapantallas de la plaza estaban sintonizadas a una decena de canales: las fachadas de los edificios, revestidas con monitores de cristal líquido, emitían al mismo tiempo el concierto de Fin de Año, el campeonato de fútbol, el telediario con las guerras del mundo, los anuncios. Cuando faltaban cinco minutos para la medianoche, en un par de altavoces gigantescos instalados en los rascacielos, atronó el «Imagine» de John Lennon. Cuando faltaban dos minutos para la medianoche miré a Jimmy, que en ese momento parecía verdaderamente triste, con la gente que le achuchaba y su grandioso plan a punto de agotarse. Cuando faltaba un minuto para la medianoche todas las pantallas sintonizaron con la cuenta atrás digital, y un millón de personas empezaron a gritar al unísono «fifty-nine, fifty-eight, fifty-seven», hasta que llegados a cero un estallido de confeti se arremolinó en el viento polar y los altavoces soltaron el «New York, New York» de Frank Sinatra («Quiero despertar en una ciudad que no duerma. Sí, quiero formar parte de ella. Si triunfo aquí, lo lograré donde sea»). En aquel momento, mientras todos se besaban sepultados por el confeti y las pantallas enloquecidas iluminaban la plaza como si fuera de día, me vino a la mente que era el cumpleaños de Salinger. A decir verdad, no me vino a la mente, ya lo había decidido antes: había decidido que a medianoche en punto pensaría en él. El viejo loco cumplía noventa años, y yo andaba pateando las calles en las que había crecido. Así que susurré, «Feliz cumpleaños, viejo, donde sea que estés», y luego me dediqué un poco a recordar a Seymour y a Buddy, a Holden y sus patos y su gorro de cazador. Si hubiera estado allí en mi lugar, en mitad del gentío extasiado, estoy seguro de que habría tenido una de sus tétricas ocurrencias. Abracé a Jimmy y, mientras le abrazaba, me preguntó qué me parecía volver a casa, y dije que sí, está bien, vamos a casa.
Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Solo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría."

Paolo Cognetti
Nueva York es una ventana sin cortinas



"Es terrible querer tanto a la montaña y darte cuenta que tú no le importas nada a ella. Si un día desaparecieras le daría igual, porque vendría algún otro, o incluso nadie, y ella continuaría existiendo. A la vez, esta indiferencia es una consolación. Cuando estoy en la montaña tengo más conciencia del paso de las estaciones. A la pequeña muerte que representa el otoño la sigue la muerte real del invierno, y en la primavera todo renace: los árboles y las flores cobran vida, y el agua lo vuelve a llenar todo."

Paolo Cognetti


"La elección de la montaña no es una fuga de la sociedad. Para mí fue el intento de encontrar nuevos proyectos de trabajo políticos y culturales. No es un lugar donde ejerza de ermitaño."

Paolo Cognetti


"La generación de mi padre concibió la vida como una conquista. La mía busca la felicidad."

Paolo Cognetti


"La montaña es para mí como la Fortaleza de la Soledad para Superman."

Paolo Cognetti


"La naturaleza siempre tiene algo místico porque nos ponemos en contacto con los elementos de la forma más pura."

Paolo Cognetti


"Me interesa la búsqueda del yo."

Paolo Cognetti



"Mi padre tenía una manera propia de ir a la montaña. Poco proclive a la meditación, pura testarudez y arrogancia. Subía sin dosificar las fuerzas, compitiendo siempre con alguien o con algo y, allí donde el sendero le parecía largo, cortaba camino por la línea de más pendiente. Con él estaba prohibido parar, quejarse por el hambre, por el cansancio o por el frío, pero se podía cantar una bonita canción, sobre todo bajo un temporal o en la nieve espesa. Y lanzar alaridos dejándose caer por la nieve.
Mi madre, que lo había conocido de joven, contaba que entonces tampoco esperaba a nadie, pues todo su empeño era seguir a quien viese más arriba: así que había que tener piernas fuertes para granjearse su simpatía, y entonces riendo era como daba a entender que lo habías conquistado. Más tarde, ella, en las rutas, empezó a preferir sentarse en los prados, meter los pies en un torrente o identificar los nombres de las hierbas y de las flores. También en los picos lo que más le gustaba era observar las cumbres lejanas, pensar en las de su juventud, recordar la vez que estuvo en ellas y con quién, mientras que a mi padre en ese momento lo invadía una especie de decepción y solo quería regresar a casa.
Creo que eran reacciones opuestas a la misma nostalgia. Mis padres habían emigrado a la ciudad más o menos cuando tenían treinta años, abandonando el Véneto campesino donde mi madre había nacido y mi padre crecido como huérfano de guerra. Sus primeras montañas, el primer amor, fueron las Dolomitas. A veces las nombraban en sus conversaciones, cuando yo aún era demasiado pequeño para entender lo que decían, pero oía que algunas palabras brotaban como sonidos más vibrantes, con más significado. El Catinaccio, el Sassolungo, las Tofane, la Marmolada. Bastaba que mi padre pronunciase uno de esos nombres para que a mi madre le brilla­sen los ojos."

Paolo Cognetti
Las ocho montañas











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