Vikram Chandra

"Antes de empezar a escribir el libro, el tema del hampa me parecía muy lejano, pero después de escribirlo comprobé que está junto a todos nosotros y fue increíble descubrir lo fácil que es contactar con este submundo. Después de hablar con tantos policías y gente del hampa me he dado cuenta de que todo el mundo es capaz de hacer ciertas cosas si se dan las circunstancias, y a la vez, de que los gángsters son gente de lo más ordinaria, no tiene nada de especial. También he comprendido que el hampa sólo existe cuando el sistema político lo permite."

Vikram Chandra



"Cuando escribo un libro no pienso en publicar o en lo que va a pasar en el futuro, así que intento escribir el tipo de novela que me proporciona un placer a mí mismo. Los libros que me dan este placer son los que tienen buena velocidad narrativa, ritmo, personajes complejos e interesantes con los puedes interactuar y que ante temas morales o políticos te puedan dar respuesta. Yo encuentro muy interesante oír el eco de los lectores corrientes –no de los críticos- y con este libro he visto que han reaccionado ante estas cosas, así que ha salido como yo pretendía."

Vikram Chandra


"Hércules estaba de pie a su lado, corpulento, con la cabeza echada hacia atrás, su gesto habitual de orgullo, y sentados alrededor de ellos, en sillas de mimbre de jardín, otros hombres, también con sobretodos negros, escuchaban respetuosamente, mostrando su interés y reflexión en sus frentes arrugadas y en las cabezas apoyadas en las manos; el hombre pelirrojo respiró profundamente, como dispuesto a seguir hablando, y Sanjay tiró del dhoti de Chotta, para que no siguiera avanzando. «Finalmente, amigos míos —continuó el pelirrojo—, el muy sinvergüenza dijo… y casi me falta valor para repetirlo ante una asamblea de hombres temerosos de Dios, dijo… —y miró el papel, apretó los dientes y levantó la mirada al cielo, como en demanda de ayuda; luego volvió a consultar el papel, se humedeció los labios y habló, con ojos casi desorbitados—, dijo esto, cito: “El pueblo de la India es una raza sobria, tranquila y trabajadora, y la propagación del cristianismo, no es deseable ni realizable”».
Un coro de murmullos de incredulidad y disgusto surgió de Hércules y los demás, y Chotta, encima de ellos, tembló y se giró, asustado como una mangosta: Sikander dobló la esquina, con los ojos puestos en Sanjay y Chotta, con los pies firmes en el centro del parapeto, el cuerpo relajado, una sonrisa de triunfo en la cara y el brazo extendido para tocarlos y rematar el juego; Sanjay, siguiendo la mirada de Chotta, se dio la vuelta, y entonces las piernas de Chotta presionaron su espalda (las cabezas de abajo empezaron a mirar hacia arriba) y, mientras Sanjay trataba de alejarse del contacto de la mano ansiosamente extendida (conocía su fuerza dolorosa), se las arregló para, en medio de tanta actividad, envidiar durante unos segundos la postura grácil de Sikander y maldecir la torpeza de sus propias piernas, para desear la fuerza en lugar de su precoz e inservible habilidad para escribir (a los dos años ya conocía el alfabeto y, a los cuatro y medio, el placer de un pareado que rimaba casi por sí solo), pero, entonces, advirtió que no tenía nada detrás y se vio sometido a las exigencias de la pesada e insoslayable gravedad; apareció en su rostro la confusa expresión de qué-es-este-vacío-bajo-mi-culo cuando empezó a tambalearse y caer hacia atrás, resbalando los tobillos por la piedra, el mundo cabeza abajo, y todas las cosas del suelo —hojas, briznas de hierba, granos de arena y algo más, dos golpetazos— aumentando de tamaño, un momento de lucidez:
Yama es un dios feliz. Las ruinas fecundan la tierra, la cosecha son los zarcillos que brotan del suelo, entre las plantas de nuestros pies. Nos ocupan sin nuestro conocimiento.
Los milanos giran en perezosos círculos durante miles de años, atentos a la menor mota de polvo en el suelo. Todo ser es quien come y lo comido, las rocas vibran, se dilatan, se contraen, hasta que estallan. Las serpientes abandonan sus tesoros enterrados para desprenderse de sus pieles bajo el sol, abandonando la figura de sus identidades anteriores, frágiles historias que se desintegran tan pronto como se forman.
El paso del poderoso es ruidoso, pero hasta ese sonido queda amortiguado por la lluvia. Los ríos se desbordan y los cadáveres hinchados de los leones suben y bajan como juguetes para niños, ablandados y dispuestos para la destreza cirujana de los buitres. Los sedimentos cubren los monumentos, la arcilla y la ceniza obstruyen las ventanas, y cuando se retiran las aguas, los agricultores siegan la rica cosecha."

Vikram Chandra
Tierra roja y lluvia torrencial



"Katekar sentó al hombre de un empujón mientras este todavía tenía la boca abierta. Fue un gesto de gran precisión. Katekar era un agente de cierta antigüedad y un antiguo subordinado, un colega en realidad; habían trabajado juntos de forma intermitente, durante casi siete años.
-¿Te gusta pegarle y luego lanzas a un pobre cachorro por la ventana? ¿Y después nos llamas para que te salvemos?
-¿Ha dicho que le pego?
-Tengo ojos. Puedo verlo.
-Entonces mire esto -replicó el señor Pandey girando la mandíbula-. Mire, mire, mire esto.
Y se levantó la manga izquierda de la chaqueta del pijama, para revelar un reluciente reloj de plata y cuatro arañazos espaciados de modo uniforme, amoratados y profundos, que iban desde la parte interior de la muñeca hasta más o menos el codo.
-Más, tengo más -continuó el señor Pandey, y dobló la cintura, agachó la cabeza y la giró para apartar de la piel el cuello de la prenda.

Sartaj se levantó y rodeó la mesa de centro. Había una llaga roja irregular sobre el omoplato del señor Pandey, y Sartaj no podía ver cuánto continuaba hacia abajo.
-¿Cómo se hizo eso? -quiso saber Sartaj.
-Me rompió un bastón de Cachemira en la espalda. Era así de ancho -respondió el señor Pandey formando un círculo con el pulgar y el índice.

Sartaj caminó hacia la ventana. Un grupo de chicos con uniforme se agrupaban alrededor del pequeño cuerpo blanco allá abajo, empujándose unos a otros para acercarse a él. Las chicas del Saint Mary estaban chillando, con la mano sobre la boca, y suplicando a los chicos que parasen. En el salón, la señora Pandey miraba con intensidad a su marido, con la barbilla hundida en el pecho.
(...)
Sartaj se sentó en la mesa al lado de Kamble y abrió de un tirón un ejemplar del Indian Express. Dos miembros de la banda de Gaitonde habían sido asesinados a tiros en un encuentro con la brigada móvil en Bhayander. La policía había actuado sobre la base de la información recibida y los había interceptado cuando se dirigían a las oficinas de una fábrica en esa zona; a los dos extorsionistas se les había dado el alto y se les había pedido que se rindieran, pero de inmediato dispararon a la brigada, que entonces contraatacó, etcétera, etcétera. Había una foto a color de civiles inclinándose sobre dos alargadas manchas rojas en el suelo. En otras noticias, había dos robos en Andheri Este; uno en Worli, que había terminado con la muerte a puñaladas de una pareja joven. Mientras leía, Sartaj podía oír al anciano sentado frente a Kamble hablando sobre la muerte lenta. Su mausi de ochenta años se había caído por un tramo de escalera y se había roto la cadera. La examinaron en la Policlínica Shivsagar, donde había soportado con su estoicismo habitual el implacable dolor en sus viejos huesos. Después de todo, había marchado con Gandhi-ji en el 42 y entonces había sufrido su primera fractura, de la clavícula, por el lathi de un policía montado, y más tarde también por los suelos descubiertos de las celdas de la prisión. Tenía una fuerza pasada de moda, que consideraba el sacrificio del yo como la obligación de uno en el mundo. Pero cuando las llagas provocadas por la caída florecieron en heridas profundas y rojas sobre sus brazos, hombros y espalda, incluso ella dijo: tal vez es mi hora de morir. El anciano jamás le había oído decir algo parecido, pero entonces ella gimió: quiero morir. Y tardó veintidós días en hallar alivio, veintidós días antes de la bendita oscuridad. Si la hubiera visto, terminó el hombre, usted también habría llorado."

Vikram Chandra
Juegos sagrados


"La investigación es algo extraño para un novelista porque no es algo científico y medido. Para mí, es ir al despacho de alguien para que me hable, hago preguntas inocuas para ver si esa persona me puede explicar su vida de forma narrativa y así te enteras de cosas increíbles. A veces se te ponen los pelos de punta de lo que explican. Cuando deciden que eres inofensivo y que no utilizarás en su contra la información, entonces hablan, pero nunca sé a priori lo que voy a conseguir. En realidad, gran parte del aprendizaje es inconsciente."

Vikram Chandra



"Mientras escribo yo me imagino unos lectores, que son básicamente mi madre, mis hermanas, algunos amigos, mi mujer… por lo tanto, la mayoría de ellos son indios y todos conocen Bombay. Los tengo en mente mientras escribo y eso hace que las referencias y el lenguaje sean muy especiales.
Además, está el tema de las palabras escritas en lenguas indias. En la versión española hay un glosario que las explica, pero en la edición india se ha publicado sin glosario a pesar de que parte de los lectores indios tampoco entenderán las palabras locales o el argot. Así que también muchos indios pueden aprender a través del libro."

Vikram Chandra


"Si quieres escribir sobre unas personas y están comiendo cordero al curry tienes que decirlo, porque la intención es hacer que esa comida sea tan palpable que cuando un amigo de Bombay lea el libro sepa el sabor que tiene."

Vikram Chandra







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