Humberto Costantini

Ché

A lo mejor está debajo de la alfombra.
A lo mejor nos mira de adentro del ropero.
A lo mejor ese color habano es una seña.
A lo mejor ese pez colorado es guerrillero.
Yo juro haberlo visto de gato en azoteas.
Y yo corriendo por los hilos del teléfono.
Señor, ¿ha revisado bien adentro de su cama?
Oh John, ¿qué es esa barba que asoma en tu chaleco?
Debiéramos filtrar todas las aguas de los ríos.
Lavar todas las caras de los negros.
Picar la cordillera de los Andes.
Poner a South-América en un termo.
Dicen que en Venezuela montaba una guitarra.
Que en Buenos Aires entraba en bandoneones y Discépolos.
Que en Uruguay punteaba una milonga con el diablo.
Y en el Brasil vestido de caboclo bajaba a los terreiros.
Pero si ayer nomás saltó en Santo Domingo.
Si en Colombia era cumbia de los filibusteros.
Si yo lo vi esta mañana con su risa terrible
soltándose los duendes al espejo.
A mí casi me mata la otra noche,
se me subió con un millón de sátiros al sueño.
Ese lío en Bolivia es cosa suya.
Y esos ladridos en la noche no son perros.
Y esa sombra que pasa, ¿por qué pasa?
Y no me gustan nada esos berridos junto al pecho.
A lo mejor está en la pampa y es graznido.
A lo mejor está en la calle y es el viento.
A lo mejor es una fiebre que no cura.
A lo mejor es rebelión y está viniendo.

Humberto Cacho Costantini


Inmortalidad

Ocurre simplemente que me he vuelto inmortal.
Los colectivos me respetan,
Se inclinan ante mí,
Me lamen los zapatos como perros falderos.

Ocurre simplemente que no me muero más.
No hay angina que valga,
No hay tifus, ni cornisa, ni guerra, ni espingarda,
Ni cáncer, ni cuchillo, ni diluvio,
Ni fiebre de Junín, ni vigilantes.
Estoy del otro lado.
Simplemente, estoy del otro lado,
De este lado,
Totalmente inmortal.

Ando entre olimpos, dioses, ambrosías,
Me río, o estornudo, o digo un chiste
Y el tiempo crece, crece como una espuma loca.

Qué bárbaro este asunto
De ser así, inmortal,
Festejar nacimiento cada cinco minutos,
Ser un millón de pájaros,
Una atroz levadura.
Qué escándalo caramba
Este enjambre de vida,
Esta plaga llamada con mi nombre,
Desmedida, creciente,
Totalmente inmortal.

Yo tuve, es claro, gripes, miedos,
Presupuestos,
Jefes idiotas, pesadez de estómago,
Nostalgias, soledades,
Mala suerte…
Pero eso fue hace un siglo,
veinte siglos,
cuando yo era mortal.
Cuando era
Tan mortal,
Tan boludo y mortal,
Que ni siquiera te quería,
Date cuenta.

Humberto Costantini



"Lo cierto fue que a partir de ese momento quedé como ausente de todo lo que me rodeaba, y que cuando Irene, cruzando delante de mí, se dirigió hacia el estrado provista de su cuaderno Avon de 50 hojas, que tantas veces había visto en sus manos, inconscientemente llevé un dedo a la boca como reclamando silencio, me incliné para verla mejor y me dispuse a beber cada una de sus palabras.
El misterioso título de su primera composición era "A XX, que lo ignora". Se trataba, para mi renovada sorpresa, de un bello y correctísimo soneto, en el que desde su primer cuarteto que comenzaba: "Tú que cultivas delicadas flores más no miras la flor que está a tu lado", reconocí si no mi influencia, por lo menos un deliberado intento de imitación de lo que podría llamarse mi estilo, dicho sea sin petulancia. Sus palabras eran, en cierto modo, respuesta a un soneto mío intitulado "A una dama", que sólo ella conocía, pues, debido aciertas imágenes algo audaces contenidas en el último terceto, no consideré prudente leerlo en la Agrupación.
Es de imaginar la indecible agitación con que escuché ese poema escrito, para mi mayor dicha, en las últimas páginas de su cuaderno Avon, lo cual significaba que era de factura reciente. Además, pronto creí vislumbrar entre las bien elaboradas imágenes del soneto -no sabía si me estaba engañando- un secreto e intraducible mensaje. Sobre todo sus dos versos finales ("Di tu palabra sabio jardinero / no temeré la luz si Dios la envía"), me parecieron una referencia a mi timidez de la otra noche, una invitación tal vez a terminar con mi estúpido silencio. Pero hubo más aún; el poema siguiente -que debió buscar entre las páginas centrales de su cuaderno, o sea que había sido escrito hacía aproximadamente una semana- describía con melancólica serenidad el atardecer en una calle suburbana. Era un extenso poema en verso libre, según su hábito literario, y con ciertos atrevimientos de lenguaje coloquial y porteño. Pues bien, promediaba su lectura cuando distinguí en él una clara mención a esa vieja magnolia situada en la calle Marcos Sastre, a tres cuadras de nuestra sede. Muchas veces, al acompañarla hasta Nazca para tomar su colectivo 110, nos habíamos detenido a contemplar ese hermoso árbol, extasiados por la belleza de su forma y por el intenso y embriagador perfume de sus enormes flores."

Humberto Costantini
De dioses, hombrecitos y policías


Tarea

Han de saber
que cuando en la oficina
no hay trabajo,
yo trabajo,
trabajo como un negro,
sudo tinta,
ando detrás de pájaros azules,
me meto en grandes líos con los sueños,
me desangro en palabras,
salgo a cazar ballenas y crepúsculos,
domestico elefantes
(hay que ver qué furor el de la selva)
le explico al faraón cosas del tiempo,
hago el amor a veces,
lucho con los zulúes cuerpo a cuerpo,
tengo que abrirme paso en un perfume,
volver para las doce,
morirme,
andar recuerdos.
Tengo que hablar con Dios,
volverme loco,
lanzar varias proclamas de justicia,
escapar de la hoguera,
vestirme de jamás para un entierro.
No descanso ni un minuto,
me doy ung ran trajín con las cigarras,
me cito con Lenin y arreglo el mundo,
llamo a larga distancia,
digo anote en mi agenda: Nazareno,
trato cosas del aire con gaviotas,
compro verdes, azules, amarillos
y los despacho por expreso al cielo.
Hago arreglo con nubes,
firmo tardes de otoño con llovizna,
corro a cambiar estrellas que andan flojas,
promuevo madreselvas,
dicto inviernos…

cuando el jefe me mira y dice ejem,
ya que usted no hace nada y tiene tiempo…

Humberto Costantini



"Y frío, frío y humedad, a pesar del sudor y del zumbido de los ventiladores, frío porque el sol y el aire y el olor a tierra son cosas increíblemente lejanas, no existen. Y en cambio sólo existen los archivos y las paredes y la campanilla del teléfono y las ocho horas allí, sumergidas en ese oscuro pantano, viscoso, tenso, donde la sangre huye de las venas y donde el vivir y el estar de pie y el no hacer nada frente al escritorio significa vencer una presión constante, tenaz, abrumadora…
Y es el señor Linares, eficiente, dinámico, sin segundas vidas, íntegramente allí, ocupando el escritorio central, firmando, dictando cartas, hablando por teléfono, con su voz suave, agradable, bien modulada. -Con todo gusto, señor, encantado, quedo a sus órdenes. ¿Quiere tomar nota, señorita Mary?- diciendo a cada momento: soy el señor Linares, soy el gerente, estoy aquí, aquí, aquí, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿para qué?, inquiriendo, preguntando, reprobando, ordenando, sin abandonar su escritorio, sin dirigirse a los empleados, sin mirarlos siquiera, llenando con su presencia toda la oficina, haciendo confluir hacia él todos esos minúsculos ríos de cuerpos inclinados sobre los papeles, frentes arrugadas, manos nerviosas, ágiles, eficaces, soy el señor Linares, soy el gerente, me interesa todo, estoy aquí, aquí, aquí.
Y son los catorce empleados (nueve mujeres y cinco hombres, pero eso en la calle, no aquí) metidos en el pantano, con sus oídos y sus nervios y sus estómagos dirigidos hacia el escritorio central del señor Linares, demostrando un enorme interés por los papeles y las planillas y por los inconvenientes del envío –es una lástima, hubiéramos reconquistado un buen cliente, señor Linares-, mintiendo, agotándose en el esfuerzo de mentir, componiendo a duras penas el gesto, sin darse cuenta de ello siquiera, ignorando el motivo de ese cansancio que los agobia cuando a las siete suena el timbre de salida y en la calle buscan desesperadamente el trocito cotidiano de vida adonde asirse, adonde recalentar la sangre que sigue por inercia el mismo ritmo lento, agazapado, enfermizo, de todo el día, sintiendo luego por la noche esa ligera fiebre que los impulsa a hablar, o a pensar, o a reír, o a comer, o a beber, o a copular, intensamente, apresuradamente, febrilmente, como si tuvieran conciencia de lo fugaz que es ese pedacito de tiempo suyo, suyo de veras."

Humberto Costantini
Un señor alto, rubio, de bigotes












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